—Sí —dije.
Suspiró, levantó los ojos como si buscara ayuda en el cosmos para combatir mi cerrazón y a continuación, sin mirarme ni alterar su tono apesadumbrado, añadió:
—Tal vez lo sea. Yo, sin embargo, no me enjuicio con tanta severidad. A nivel personal, es posible que haya cometido algún error, no lo niego… Mire, como no le conozco ni sé qué pie calza, pero el azar nos ha llevado a dormir juntos, le haré una confidencia. Aunque con tanto incienso y tanta postura del loto tengo pinta de sarasa, a mí me van las tías. Son, si me permite que cambie de mitología, mi talón de Aquiles. En mi vida anterior estuve casado. No me refiero a una reencarnación anterior, sino a la época de la fábrica de neveras. Yo era bastante feliz y creía que mi mujer también lo era, pero un buen día me plantó. Cuando le pregunté la causa, me acusó de frialdad. Como me pasaba el día entre neveras, me lo tomé a broma, pero ella ya tenía las maletas hechas. Las mías: me puso en la calle sin contemplaciones. Luego supe que desde hacía tiempo tenía un lío con otra mujer: eran aquellos años, ¿se acuerda? Al principio me quedé helado. Luego se me pasó y, ya de swami, tuve varias aventuras pasajeras con mis alumnas. Hasta que conocí a Lavinia Torrada. Ella ni siquiera lo sospecha, pero estoy colado… Por favor, no se lo diga: hacerlo público nos perjudicaría a los dos y no beneficiaría a nadie. Lavinia ha sufrido mucho y necesita compañía, consuelo y comprensión. Yo le proporciono las tres cosas a cambio de estar a su lado. No es mucho pedir.
—Usted sabrá —dije yo. No tenía ganas de seguir escuchando a aquel baboso y si no me podía concentrar en lo mío, más me valía aprovechar las pocas horas restantes de la noche para reponer fuerzas.
Como lo primero era cerciorarse de si Angela Merkel vendría a Barcelona en los próximos días, a la mañana siguiente llamé por teléfono a
La Vanguardia
. Al principio trataron de colocarme una suscripción, pero al cabo de un rato se avinieron a pasarme con la sección de noticias locales. Allí me dijeron, muy amablemente, que no tenían noticia de que la señora Merkel fuera a venir a Barcelona en un futuro próximo. Sin embargo, el lunes de la semana siguiente se iba a celebrar en Barcelona una importante reunión internacional de economistas y empresarios y no era imposible que la canciller de la República Federal hiciera un viaje relámpago para dar realce al evento con su presencia, para influir en las decisiones que allí se tomaran y para pedir consejo a nuestras autoridades sobre la mejor manera de resolver la crisis mundial.
Como la precedente conversación tenía lugar en domingo, disponíamos de poco tiempo para evitar que el lunes, es decir, al día siguiente, se cometiera un atentado contra la señora Merkel, si ésta se decidía a aportar por la ciudad condal. Fui a buscar al Pollo Morgan, le puse al corriente de lo sucedido desde su retirada de la víspera hasta el momento y le comuniqué el cambio de planes en la medida en que le afectaba: ya no era necesario seguir vigilando la casa de Lavinia; en cambio, necesitaba un hombre de su experiencia en otro punto estratégico. En breve le vendría a buscar un coche para conducirle a su nuevo destino. Al Juli lo volví a enviar a su puesto de observación frente al centro de yoga, aunque daba por seguro que el falso swami habría cambiado de escondrijo a raíz del incidente nocturno.
De vuelta en la peluquería, encontré al swami durmiendo a pierna suelta. Lo desperté. De entrada le costó recordar dónde se encontraba y los sucesos que lo habían llevado a tal lugar, pero cuando se hizo la luz en su cerebro se echó a llorar por la pérdida de la serenidad, la seguridad y el negocio. Dejé que buscara por sí mismo remedio a su desconsuelo. Ya repuesto, preguntó si había algo para desayunar. Lo dirigí al bar de la esquina y le sugerí que, de camino, llamara a su secretaria y le dijera que no fuera el lunes al centro de yoga, por si el intruso aún seguía allí.
—Cuando vuelva del desayuno, hablaremos del futuro. No tarde.
Mientras esperaba el regreso del swami, llamé desde la cabina al restaurante
Se vende perro
. El señor Armengol me dijo que Juan Nepomuceno, el cinéfilo andino, no había comparecido. Le dije que si lo hacía, lo enviara de inmediato a la peluquería. Quesito, a la que llamé a continuación, no había recibido ninguna llamada relacionada con el caso. Le insistí mucho en la conveniencia de tener el móvil libre y a mano. Respondió con dejadez: los acontecimientos se precipitaban pero ella, antojadiza como todos los adolescentes, parecía haber perdido el interés inicial. Cuando volvió el swami, algo más animado, le entregué las llaves de su coche, le dije que fuera a recoger al Pollo Morgan, al que reconocería sin dificultad, y lo llevara al aeropuerto. Luego debía regresar sin tardanza. Partió y me fui a cumplir la parte más delicada de mi plan. De resultas de las lluvias había remitido un poco el calor y aquel continuo ir y venir no resultaba tan extenuante.
Encontré a mi hermana entregada a los quehaceres del hogar: la lavadora rugía, borboteaba el puchero, ardían unos pantalones bajo la plancha olvidada y una tertulia radiofónica entonaba el rutinario coro de vehementes vituperios mientras ella pasaba una bayeta sucia por los muebles berreando una vieja canción desafinada. Con diplomacia me abstuve de interrumpir aquel despliegue de glamour, sabedor de que pronto un colapso pondría fin a tanta diligencia si antes no se producía un cortocircuito por sobrecarga en la red. Cuando sucedieron ambas cosas simultáneamente, apagué el gas, abrí la ventana para dejar salir el humo y los efluvios y dije:
—Cándida, he venido a hacerte una proposición altamente ventajosa.
Como era de esperar, Cándida se negó en redondo, incluso antes de escuchar lo que pensaba proponerle. Alertado por mi voz mi cuñado salió del dormitorio. Ahuyentó con un eructo la nube de moscas que ocultaba sus agraciadas facciones y reclamó la cena dando puñetazos en el aparador. Atacada por ambos flancos a la vez, Cándida se aturdía.
—Es por la mañana, pichoncito.
—¡En mi casa mando yo! —bramó Viriato. Y dirigiéndose a mí, aclaró—: Como hasta ahora no me he despertado de la siesta de ayer, para mí es de noche, pero esta inútil me condena a la desnutrición. Y tú, ¿a qué has venido?
—Buenos días, Viriato —dije yo—. He venido a hacer una propuesta a Cándida, pero ella se muestra intransigente al respecto.
—¿Intransigente? Pues vas a ver como le hago cambiar de actitud en un periquete. Porque yo a las buenas, soy muy bueno, pero ¡ay del que se cruce en mi camino!
Al cabo de media hora salí con el compromiso formal de colaborar en mi plan.
En la peluquería encontré al swami, regresado de su misión, en animada charla con el abuelo Siau. Aquél ponderaba las enseñanzas de Confucio y el entrometido anciano le llevaba la contraria.
—Desengáñese, honorable swami, donde esté Ortega y Gasset que se quite ese petimetre amarillo. Para entender éxito de bazares orientales hay que leer
Rebelión de masas
.
Como no me hacían ni caso, impuse silencio sin miramientos y pregunté al swami cómo le había ido al Pollo Morgan en el aeropuerto. Respondió que bien. Al principio la guardia civil había puesto pegas a la presencia de una estatua viviente en mitad de la Terminal 1, pero el Pollo Morgan había mostrado un permiso de la Conselleria de Cultura que le autorizaba a ejercer su pasividad en cualquier punto del principado, incluidos equipamientos y zonas verdes, y la fotocopia de un diploma de la UNESCO que declaraba Patrimonio de la Humanidad las estatuas vivientes de Barcelona. El permiso y el diploma eran burdas falsificaciones, pero habían surtido efecto y en aquel momento el Pollo Morgan obstaculizaba la salida de viajeros con su imponente presencia.
Concluido el parte, el abuelo Siau reveló el verdadero propósito de su presencia en la peluquería: advertida de que el swami tenía coche, la familia Siau había decidido aprovechar el día festivo para ir a la playa con nosotros o, cuando menos, con el propietario del vehículo. A cambio del transporte, la familia suministraría bañadores, toallas, sombrilla, salvavidas, gorras, gafas de sol, pelota, cubo, pala y moldes, tiburón inflable, crema bronceadora, protector solar y dos neveras portátiles rebosantes de comida la una y de bebidas la otra. Y un disolvente para eliminar las adherencias de alquitrán de la piel y el cabello. El swami se mostró encantado de la propuesta. Éste era el tipo de esparcimientos que convenían a una persona abrumada por las preocupaciones.
Decliné la invitación aduciendo soriasis y erisipelas contraídas en mi reciente excursión a la Costa Brava, pero les incité a marchar sin demora y disfrutar de un merecido asueto. A decir verdad, me venía bien librarme por unas horas de la tabarra del swami y el comadreo de mis vecinos. Hice prometer a aquél que estaría de vuelta a las siete, se avino a ello y al cabo de un rato vi el Peugeot 206 estacionado frente al bazar y a la familia Siau afanándose por embutir los bártulos primero y luego a sí misma en el vehículo. Conseguidos ambos propósitos, partió el animado grupo. Al pasar frente a la peluquería el swami hizo sonar repetidas veces el claxon y los demás ocupantes me saludaron agitando banderolas de colorines por las ventanillas. Miré al cielo con la esperanza de atisbar el rápido avance de una perturbación que les echara a perder el día, pero como el clima parecía dispuesto a desatender una vez más mis ruegos, me metí en la peluquería con intención de aprovechar la tranquilidad haciendo cábalas.
Poco duró la tregua, pues transcurrido un breve intervalo entró en la peluquería, aparatosa, expeditiva y pendenciera, la subinspectora Victoria Arrozales. Su presencia era un incordio y podía constituir un grave obstáculo a mis planes, pero también confirmaba lo acertado de mis previsiones respecto al desarrollo de los acontecimientos. Como en las visitas anteriores, colocó la pistola sobre la repisa a modo de credencial y se despatarró en el sillón con las piernas estiradas y los brazos colgando a los costados para escenificar el abandono de quien se sabe dueño de la situación. Así estuvo un rato, paseando con menosprecio la mirada por el local.
—¿Conoces —dijo finalmente— a un fulano de nombre Juan Nepomuceno, actualmente empleado en un hotel de la Costa Brava bien que usurpando la identidad de un compatriota llamado Jesusero?
Hice como que repasaba mentalmente la extensa agenda de mis contactos y dije:
—Así, de pronto, con tan pocos datos, no acierto…
—Lo suponía, sobre todo porque sé que ayer te entrevistaste con él.
—¿Quien lo afirma sustancia la aseveración en pruebas concluyentes?
—Eso no importa. Yo he venido por otro motivo. Dime qué estás tramando y, si me gusta la copla, quizá no salgas tan malparado del trance.
—No tramo nada —repuse—. Y todo acusado tiene derecho a conocer el delito que se le imputa. Lo dice la Constitución.
—No lo dice, pero lo puedes saber: Juan Nepomuceno ha desaparecido.
—Persisto en mi desconocimiento de los hechos, pero me consta que hoy el susodicho tenía fiesta.
—Todas sus pertenencias han desaparecido con él, y la caja con las propinas de los camareros del hotel. Si lo pillan, lo descuartizan. Se sospecha que huyó por haber cometido violación de secreto con abuso de confianza. Los hoteles de lujo son muy celosos de la privacidad de sus clientes. Y más si los frecuenta un importante productor cinematográfico de Hollywood como el que estuvo ayer dando la brasa.
Hizo una larga pausa, como si de repente hubiera olvidado el motivo de su visita y estuviera pensando en otra cosa; luego se levantó de sopetón y se guardó el arma donde solía.
—Si todavía no te han detenido —dijo—, no es por negligencia ni por falta de ganas, sino porque yo he pedido un aplazamiento. Me interesa más tenerte suelto que entre rejas. Por supuesto, puedo cambiar de parecer en cualquier momento y, si eso ocurre, te encerrarán para siempre, nadie lo lamentará, nadie te irá a ver, te pudrirás y te morirás y te echarán de cabeza a una fosa común. Tienes tiempo hasta mañana por la mañana. Si recuerdas algo relacionado con tu amigo Juan Nepomuceno, llámame y hablaremos.
Con esta admonición se fue. Una vez más estuve tentado de salir corriendo en su pos y contarle lo que sabía. Una vez más me contuve a sabiendas de que el tiempo se agotaba y de que, si mi plan no resultaba tan bueno en la práctica como a mí me lo parecía en su fase actual, es decir, en el aire, nada podría salvar a Rómulo el Guapo de ir a prisión, ni a mí con él al mismo sitio. Pensando en esto dejé que se alejara la subinspectora y yo volví a concentrarme en los preparativos para la operación del día siguiente. Me faltaba un elemento importante cuya obtención requería dinero. Se me hacía cuesta arriba recurrir al señor Siau, pero las circunstancias no estaban para melindres, por lo que decidí abordarle en cuanto regresara de la playa.
Declinaba el sol cuando el coche del swami se detuvo frente a la peluquería, salió de éste aquél muy alterado y empezó a desgranar un relato tanto más confuso cuanto que iba salpimentado de blasfemias contra dioses cuyos nombres yo no había oído nunca. Al final logró hilvanar un discurso inteligible del que inferí lo siguiente: la familia Siau en pleno y el propio swami llevaban un par de horas en la playa practicando baños de mar y solazándose con los demás alicientes propios del lugar cuando advirtieron que el abuelo Siau, a quien habían instalado en una tumbona con un Calippo para ver si se entretenía mirando a las bañistas y los dejaba en paz, presentaba síntomas de deshidratación. Para contrarrestarlos lo lanzaron con fuerza al agua; se hundió y al reflotar, cubierto de medusas, los presentaba de ahogo. Un vigoroso masaje en el costillar le hizo expulsar el agua ingerida, pero le provocó un corte de digestión. Camino de la caseta de la Cruz Roja, se cayó y se rompió el fémur. Ahora agonizaba en el Hospital Clínico rodeado del cariño de los suyos.
—En su delirio, el pobre anciano preguntaba por usted —dijo el swami—. Creo que debe acudir a su lado a escuchar sus últimas idioteces. Por principios humanitarios, yo le acompaño en mi coche sin cobrarle la carrera.
Me avine a ello con la condición de que me dejara en la puerta del hospital y se fuera sin perder un minuto al aeropuerto a recoger al Pollo Morgan. Luego los dos debían ir al restaurante
Se vende perro
, cuyas señas conocía aquél, y esperarme allí con el resto del grupo. Yo me reuniría con ellos al término de mi buena acción.