—¿Ya?
—No.
Desdoblé el papel y leí el mensaje copiado por Quesito: «Papá sigue vivo stop en vez de 500 sólo pude reunir 116 stop suerte Siau.» Volví a escrutar el vestíbulo. Frente a la puerta lateral la agitación iba en aumento. Los agentes inclinaban la cerviz, se tapaban la boca con la mano y hablaban quedamente con las solapas de sus chaquetas mientras entre los pliegues de éstas con la otra mano acariciaban las culatas de las pistolas. Uno de los periodistas sacó una cámara fotográfica. De inmediato fue aprehendido, conducido a la tienda de ropa deportiva y sometido a torturas y trato vejatorio. El reloj señalaba las ocho y cincuenta y ocho. Entré por última vez en el váter de minusválidos e hice una señal. El Pollo Morgan se había colocado una gardenia en el ojal, un monóculo en la cuenca del ojo derecho y un bombín. Cogió del brazo a Cándida y se pusieron en marcha. Los dos estaban pálidos, pero este detalle, lejos de delatarlos, les daba un aire nórdico muy convincente.
Abandonamos nuestro refugio y caminamos hacia la puerta lateral procurando pasar inadvertidos al amparo de la nutrida concurrencia del vestíbulo y el enredo de los periodistas y los guardias. El cálculo se cumplió a la perfección: cuando estábamos a pocos metros de nuestro objetivo, se abrió la puerta y la comitiva hizo su entrada. Primero salieron cuatro agentes muy bien trajeados, con camisa blanca, corbata y gafas oscuras. Probablemente pertenecían a la escolta personal de la señora Merkel y eran muy peligrosos. Por fortuna los neutralizaba una nube de secretarios, amanuenses y correveidiles de escasa relevancia a la hora de ofrecer resistencia con las manos y los pies. Luego salió un individuo que debía de pertenecer al departamento de protocolo del aeropuerto, porque caminaba con la espalda arqueada hacia delante, el cuello curvado hacia arriba, los ojos vueltos hacia abajo y la boca partida por una sonrisa rayana en la risotada. Y a pocos centímetros de este rodrigón, con paso seguro y mirada displicente, desembocó en el vestíbulo Angela Merkel, con un discreto traje chaqueta de color beige y un peinado que, francamente, no estaba a la altura de su cargo. Con el corazón encogido miré en dirección contraria y respiré hondo. Por el vestíbulo avanzaba, en estrecha formación, dando voces y entonando cantos, una manifestación encabezada por una pancarta de siete metros donde se leía:
WILKOMMEN
Y debajo:
COLONIA ALEMANA DE CATALUNYA
¡VISCA ANGELA MERKEL I VISCA GENERAL TAT!
Eran los ciento dieciséis chinos reclutados, instruidos y enviados por el señor Siau. Como no había dispuesto de mucho tiempo para organizar a su gente, sólo los de las primeras filas iban vestidos de tiroleses. Los demás llevaban los disfraces que habían podido encontrar en sus respectivos bazares: Batman, Ferran Adrià, Magneto y otros ídolos. Aun así, el conjunto producía buen efecto y, en definitiva, causaba la confusión necesaria para coronar con éxito la parte más delicada del plan. Como es lógico, las fuerzas de seguridad trataron de frenar el avance de la manifestación con órdenes terminantes y amenazas, pero como los chinos no entendían lo que se les decía y los guardias no se atrevían a recurrir a la violencia y mucho menos a hacer uso de las armas contra la colonia alemana pronto se vieron desbordados por el número y reinó el caos. Aprovechando el cual, Cándida, el Pollo Morgan y quien este singular suceso relata llegamos a donde estaba Angela Merkel. Cándida y el Pollo Morgan se colocaron en su lugar y yo, a falta de mejor idea, le agarré la mano y tiré de ella al tiempo que le indicaba que me siguiese. La aludida me miró fijamente, parpadeó con desconcierto, dudó una fracción de segundo y me siguió con inesperada mansedumbre.
Antes de que la policía hubiese empezado a controlar la situación con ayuda del restante personal del aeropuerto y de algunos viajeros que, atraídos por el alboroto habían acudido a prestar ayuda a aquélla, Angela Merkel y yo habíamos entrado en el parking donde nos esperaba el swami con el coche en marcha. Subimos al asiento trasero del Peugeot 206 y partimos a toda velocidad. Al llegar a la barrera, el swami introdujo el ticket en la ranura y salimos sin contratiempo. A poco circulábamos por la autovía de Castelldefels. En total, la operación había durado un minuto y medio mal contado. De acuerdo con mis previsiones, en aquel mismo instante la manifestación ya debía de haberse disuelto y la policía, la escolta de la canciller y el personal del aeropuerto debían de estar moliendo a palos a la pobre Cándida.
Emboscados en el flujo continuo del tráfico rodado, el swami aminoró la velocidad al entrar en la Ronda y aprovechó la relativa calma para señalar cortésmente a la ilustre ocupante del vehículo los puntos más interesantes del recorrido.
—Voilà Pronovias. Voilà El Corte Inglés de Cornellà. Y allí lejos, in der ferne, el nuevo estadio del Espanyol. Hier alles Barça-Barça, aber ich, periquito de toda la vida.
Sus esfuerzos, sin embargo, no obtenían resultado. Angela Merkel seguía con la mirada clavada en mi plebeyo perfil, sin dar muestras de sorpresa ni de temor ni de indignación.
Así llegamos a la puerta del restaurante
Se vende perro
.
El señor Armengol nos esperaba a la puerta del restaurante, ataviado con un mandil sucio y zurcido y agitando en la mano un banderín del Bayern München AG. Nos apeamos Angela y yo y el swami se fue a guardar el Peugeot 206 en un parking de pago como medida de precaución excepcional: tal vez había sido tomada una foto del vehículo o registrada su matrícula y si lo estacionábamos en la calle la policía podía localizarlo a partir de estos datos, bien desde un helicóptero bien desde un satélite artificial. Por supuesto si las autoridades se proponían dar con nosotros, toda precaución sería inútil a largo, medio e incluso corto plazo; pero, como ya he dicho, sólo se trataba de dejar transcurrir el tiempo suficiente para frustrar el atentado y convencer a Alí Aarón Pilila de que debía salir huyendo y no dar más la lata. Entonces podríamos llevar a Angela a donde se la esperaba, referir lo sucedido y esperar el premio o el castigo que, conforme al imprevisible juicio de los de arriba, hubiese merecido nuestra actuación.
Entramos, pues, en el restaurante y el señor Armengol se metió corriendo en la cocina, de donde salía una hedionda humareda. Para obsequiar a una clienta tan excepcional había empezado a cocinar unas salchichas; luego, esperando nuestra llegada a la puerta del local, se había olvidado de apagar el fuego y una tras otra las salchichas se habían dilatado primero y finalmente explosionado con la consiguiente proyección de gases y de un relleno supuestamente cárnico que se integró sin dificultad en la capa de residuos, grasa y hollín que tapizaba las paredes y el techo de la cocina y el comedor.
—Ach! —exclamó Angela cuando nos quedamos solos y nos hubimos sentado a una mesa, después de exhalar un hondo suspiro—. Tú mucho loco, Manolito. Ya te dije que lo nuestro no posible. Pero tú, terco como un jumento, Manolito.
Obviamente me confundía con otra persona y esta confusión había sido la causa de que en el aeropuerto hubiese consentido en fugarse conmigo. Ahora, sin embargo, no tenía sentido mantenerla en el error, y me disponía a sacarla de él cuando reapareció el señor Armengol con la cara tiznada.
—Ha llamado el Juli desde el aeropuerto —dijo—. Al parecer algo ha salido mal. No me ha querido explicar el qué sin haber hablado antes contigo. Dice que le llames a la farmacia de la terminal. Me ha dado el número.
Me levanté y fui hacia la cocina.
—Vuelvo en seguida, Angelines —dije prolongando el engaño en contra de mi voluntad, pero apremiado por las circunstancias.
Cerré la puerta para no ser oído y a tientas di con un teléfono de pared. El auricular estaba tan aceitoso que se me escurrió varias veces de las manos hasta que se me ocurrió envolverlo en una servilleta. Marqué el número y contestó una voz femenina. A mi vehemente ruego de que me pasara al Juli respondió temblorosa que se lo acababa de llevar esposado una pareja de la Guardia Civil. No me supo decir el motivo de la detención: ni se lo habían dicho ni ella había querido hacer indagaciones. En su opinión, el detenido hacía de estatua viviente en zona de alta seguridad sin obtener el permiso reglamentario. Colgué y salí. El señor Armengol hacía profesión de su deontología gastronómica.
—Aquí nada de mocos y mariconadas por el estilo. Aquí cerdazo puro y duro. En mi restaurante kein Schwule, qué cojones.
—Du Doktor Schwule? Jawohl!
Como ninguno de los dos entendía lo que decía el otro, cada uno iba a su bola y así se cimentaba una buena amistad que no pudo pasar de la fase embrionaria por la brusca entrada en el restaurante del swami en un estado de gran excitación.
—¿Habéis oído la radio? —dijo casi sin aliento.
—No, ¿qué sucede? —respondimos los presentes simultáneamente.
—Algo terrible —dijo el swami—. Terrible y confuso. La radio del coche no se oye muy bien. Creo que lo están dando por TV3.
El restaurante disponía de un viejo aparato que había dejado de funcionar seis años atrás a raíz de una retransmisión deportiva, cuando en la discusión ocasionada por una decisión arbitral, uno de los dos clientes que en aquel momento se encontraban allí había golpeado la pantalla con la cabeza del otro. Y a la radio le faltaban pilas. Angela Merkel se mostró encantada: el reencuentro con quien creía ser Manolito y la tecnología de la RDA la devolvían a su juventud. Siempre llevaba consigo un iPad, un iPhone y una Blackberry, dijo, pero todos estos adminículos habían quedado en poder de sus asistentes cuando ella decidió abandonarlos en el aeropuerto para fugarse conmigo. En vista de lo cual salimos a buscar un bar. Encontrado éste no lejos del restaurante, pudimos presenciar la crónica en directo de la enviada especial de TV3 en el lugar de autos.
Dolor e indignación había causado en toda la ciudad el horrible atentado perpetrado por un terrorista internacional el cual, en el momento de ser detenido, dijo llamarse Alí Aarón Pilila, reivindicó la autoría del magnicidio y lanzó proclamas contra el capitalismo y contra Mahoma. El hecho se había producido un rato antes, cuando Angela Merkel, acompañada del Excelentísimo Señor Alcalde de Barcelona se disponía a pronunciar un discurso desde el balcón de la casa consistorial ante una nutrida representación de la colonia alemana en Cataluña que con anterioridad había acudido al aeropuerto a recibirla y luego, en varios autocares, la había acompañado hasta la puerta del ayuntamiento sin dejar de cantar y de vitorear a la honorable canciller y gran timonel de la República Federal de Alemania. Fue en aquel preciso momento cuando, desde la terraza elevada de un hotel cercano, un criminal, haciendo caso omiso de la indignación que había de causar su acto, disparó un proyectil con un bazooka, impactando en el ya citado balcón y provocando el desprendimiento del mismo, que cayó en la plaza con todos sus ocupantes, ante el horror y la indignación de la ya mencionada multitud allí congregada, la cual se disolvió de inmediato. En el momento de producirse el atentado, la señora Merkel hacía referencia a su vinculación afectiva con la ciudad condal y a su amistad personal con el arzobispo de Tudela. Los cuerpos de las víctimas habían sido trasladados al Hospital Clínico, a donde en aquel preciso instante se dirigía otra unidad móvil de TV3 para seguir informando en directo del ulterior desarrollo de los acontecimientos.
La pausa publicitaria me encontró anonadado. El descalabro había sido completo. Y si bien desde un punto de vista estrictamente moral no se me podía culpar de lo ocurrido, pues mal podía yo haber previsto que nuestras primeras autoridades, de suyo tan perspicaces, fueran a tomar al fantoche de mi hermana por la ilustre dama que, dicho sea de paso estaba a mi lado, sana y salva, del todo ajena a la tragedia y zampándose una ensaimada en la barra del bar, en la práctica mi plan había conducido a Cándida a un fin triste y prematuro y no había exonerado a Rómulo el Guapo de sus responsabilidades.
Ya era, sin embargo, tarde para lamentaciones. Pedí al swami que fuera a recuperar el coche para trasladarnos sin tardanza al Hospital Clínico y así lo hizo con prontitud y sin protestar en vista de lo penoso de mi estado. Dejamos al señor Armengol liquidando el monto de la consumición y partimos. Camino del hospital hice parar el coche delante de una floristería, le pedí prestados seis euros al swami, entré y compré un ramo de flores con la intención de depositarlos sobre los restos de Cándida o del recipiente que los contuviera. Pero al volver a entrar en el coche, Angela Merkel me lo arrebató y exclamó:
—¡Manolito, tú mucho romántico!
Tampoco entonces la quise desengañar, y el resto del trayecto fui pensando que Cándida se iría de este mundo tan desapañada como había venido a y transitado por él.
• • •
Fue preciso aparcar lejos del hospital, frente al cual la guardia urbana pugnaba por contener una avalancha de equipos de televisión, periodistas, ciudadanos conscientes y turistas desocupados, así como de los pertinaces manifestantes, que se habían trasladado a la puerta del Hospital Clínico y seguían coreando frases de bienvenida tras una nueva pancarta en la que se leía:
VISCA SERVICIOS ASISTENCIALES DE GENERAL TAT
A fuerza de empellones y codazos conseguimos abrirnos paso hasta el pie de la escalera central del augusto edificio, donde montaban guardia aguerridos mossos d’esquadra. Seguido de mis dos acompañantes, me dirigí al que, conforme a la nueva nomenclatura, ostentaba el cargo, a mi parecer algo grandilocuente, de Petit Caporal y le pedí permiso para entrar a ver a las víctimas del atentado.
—Somos allegados —le aclaré para justificar el ruego—. De hecho, soy hermano de la interfecta.
Al oír esto, se quitó la gorra. No como prueba de respeto y condolencia, como pensé al principio, sino para rascarse la cabeza. Luego dijo que tenía que consultar con su superior y fue en su busca. Al cabo de poco regresó con un oficial que ostentaba el título de Imperator.
—¿Tú eres el hermano de la señora Merkel? —me preguntó en tono de poca condolencia.
—Jawohl! —dijo la aludida, que había entendido parte de la pregunta—. Yo soy Frau Merkel. Él es Manolito. Mucho romántico. Ich Merkel. No puedo acreditarlo porque me he dejado el bolso con la documentación.
—Vaya. ¿Y este averiado, quién es? —preguntó el oficial señalando al swami, que había puesto los ojos en blanco y emitía por la nariz un ruido como de tubo de escape. Respondió que era discípulo de Ramakrishna y que a aquella hora le tocaba un ejercicio de purificación. Fue una suerte que estuviéramos al pie de la escalera y no en la parte superior.