»Cuando regresa con sus hombres y les cuenta las noticias, comienzan a prepararse para sus últimos actos. Los cuatro, Francesco y Terragni, Matteo y Cesare, van a la
Piazza della Signoria
. Mientras los ayudantes de Savonarola preparan la hoguera, Francesco, Matteo y Cesare comienzan a retirar libros y pinturas de la pirámide, exactamente como prometió Francesco. Terragni se queda a un lado mirándolos y escribiendo. Los ayudantes preguntan a Savonarola si deben detenerse, pero éste les dice que continúen. Mientras Francesco y los hermanos hacen un viaje tras otro con los brazos llenos de libros que sacan del montón y ponen en una pila a una distancia prudente, Savonarola les dice que la hoguera será encendida. Les anuncia que morirán si continúan. Los tres hombres lo ignoran.
»En ese momento, la ciudad entera ya se ha reunido en la plaza para ver el fuego. La multitud canta. Las llamas comienzan en la base de la pirámide y crecen hacia arriba. Francesco y los dos hermanos siguen haciendo viajes. El fuego se calienta más y más, y ellos se cubren la boca con ropas para no inhalar el humo. Llevan guantes para protegerse las manos, pero el fuego los quema. Tres o cuatro viajes después, el humo ha oscurecido sus caras. Tienen las manos y los pies negros de tanto hurgar en el fuego. Sienten que la muerte se acerca, y en ese instante, escribe el arquitecto, se percatan de la gloria del martirio.
»Al ver cuánto ha crecido la pila de Francesco, Savonarola ordena a un monje con una carretilla que devuelva los objetos rescatados a las llamas. Tan pronto como los hombres dejan los libros y las pinturas, el monje las recoge y las lleva a la hoguera. Después de seis o siete viajes, todo lo que Francesco había sacado del fuego se ha quemado. Matteo y Cesare se han dado por vencidos con las pinturas, porque los lienzos están destruidos. Los tres palmotean sobre las tapas de los libros para apagar las llamas, para que las páginas no se quemen. Uno de ellos comienza a gritar de agonía, invocando a Dios.
»En ese momento ya no hay esperanza de salvar nada. Todas las obras de arte que hay en la pirámide han quedado destrozadas, la mayoría de los libros están carbonizados. El monje de la carretilla sigue devolviendo a la hoguera todo lo que hay en la pila. Cada uno de sus viajes deshace lo que los tres hombres han conseguido hacer. Poco a poco, la muchedumbre se ha quedado en silencio. Los pitos y abucheos desaparecen. La gente que antes gritaba a Francesco, llamándolo necio por intentar salvar los libros, se ha callado. Algunos gritan a los hombres que se detengan. Pero los tres continúan haciendo sus viajes, yendo de un lado al otro, metiendo los brazos entre las llamas y escalando las cenizas, desapareciendo durante unos instantes y reapareciendo enseguida. En la plaza, el ruido más fuerte es el rugido de las llamas. Los tres hombres respiran entrecortadamente. Han tragado demasiado humo y ya ni siquiera logran gritar. Cada vez que llegan a su pila, dice el arquitecto, puede verse la carne viva de sus manos y pies, allí donde el fuego ha quemado la piel.
»El primero de ellos se desploma boca acabo sobre las cenizas. Es Matteo, el más joven. Cesare se detiene para ayudarlo, pero Francesco lo aparta de un tirón. Matteo queda inmóvil. El fuego lo rodea y su cuerpo se hunde en la pirámide. Cesare intenta llamarlo, decirle que se ponga de pie, pero Matteo no responde. Finalmente, Cesare llega a tropezones al lugar donde su hermano ha caído. Cuando casi ha llegado junto a Matteo, también él se desploma. Francesco lo observa todo desde el borde de la hoguera. Cuando escucha la voz de Cesare llamando a Matteo, y luego oye cómo se apaga bajo el fuego, se da cuenta de que se ha quedado solo y cae de rodillas. Durante un instante permanece inmóvil.
»En el momento en que la multitud lo da por muerto, Francesco se pone de pie. Tras meter la mano en la hoguera por última vez, coge dos puñados de cenizas y avanza tambaleándose hacia Savonarola. Uno de los ayudantes de Savonarola sale a su paso, pero Francesco se detiene. Abre las manos y deja que las cenizas caigan entre sus dedos como arena. Luego dice:
In-de ferunt, totidem qui vivere debeat annos, corpore de patrio parvum phoenica renasci
. Es una frase de Ovidio. Quiere decir: «Un pequeño fénix ha vuelto a nacer del cuerpo del padre, y es su destino vivir el mismo número de años». Francesco cae a los pies de Savonarola y muere.
»La narración de Terragni termina con el entierro de Colonna. Francesco y los dos hermanos reciben de sus familias y sus amigos humanistas un entierro casi imperial. Y sabemos que su martirio tiene éxito. En cuestión de semanas, la opinión pública se vuelve contra Savonarola. Florencia está cansada de su extremismo, su actitud constantemente apocalíptica. Sus enemigos hacen correr rumores sobre él, tratando de propiciar su caída. El papa Alejandro lo excomulga. Cuando Savonarola se resiste, Alejandro lo declara culpable de herejía y enseñanzas sediciosas. Savonarola es condenado a muerte. El 23 de mayo, tan sólo tres meses después de que Francesco muera quemado, Florencia levanta una nueva pira en la Piazza della Signoria. Allí mismo, en el mismo lugar en el que estaban las dos hogueras, cuelgan a Savonarola y encienden una nueva hoguera para quemar su cuerpo.
—¿Qué le sucedió a Terragni? —pregunto.
—Sólo sabemos que honró la promesa que le había hecho a Francesco. La
Hypnerotomachia
fue publicada por Aldus al año siguiente, 1499.
Me levanto de la silla. Estoy demasiado excitado para seguir sentado.
—Desde entonces —dice Paul—todos los que han tratado de interpretarla han usado claves del siglo diecinueve o veinte para abrir un candado del siglo quince. —Se recuesta y exhala—. Hasta el día de hoy.
Se detiene, sin aliento, y queda en silencio. En el pasillo se oyen pasos amortiguados por la puerta. Atónito, miro a Paul. Poco a poco las cosas de la realidad, del mundo real que hay de puertas para afuera, comienzan a penetrar de nuevo, devolviendo a Savonarola y a Francesco Colonna a las estanterías de mi cabeza. Pero sigue habiendo una interacción incómoda entre los dos mundos. Miro a Paul y me doy cuenta de que de alguna manera él se ha transformado en el punto de intersección entre ambos, en la ligadura que une al tiempo consigo mismo.
—No me lo puedo creer —le digo.
Mi padre debería estar aquí. Mi padre, y también Richard Curry, y también McBee. Todos los que alguna vez supieron algo de este libro y sacrificaron algo para resolverlo. Esto es un regalo para ellos.
—Francesco da señas para llegar a la cripta desde tres mojones distintos —dice Paul—. No será difícil encontrar su ubicación. Incluso da las dimensiones y hace una lista de todo lo que la cripta contiene. Lo único que falta es el plano del cerrojo de la cripta. Terragni diseñó un cerrojo especial, de cilindro, para la entrada. Es tan hermético, dice Francesco, que protegerá la cripta tanto de los ladrones como de la humedad durante el tiempo que se tarde en resolver su libro. Repite una y otra vez que va a revelar el plano del cerrojo y las instrucciones para abrirlo, pero siempre se distrae hablando de Savonarola. Tal vez le dijo a Terragni que lo incluyera en los capítulos finales, pero Terragni tenía tantas otras cosas de qué preocuparse que no llegó a hacerlo.
—Y eso es lo que estabas buscando en el despacho de Taft.
Paul asiente.
—Richard dice que había un plano en el diario del capitán cuando lo encontró hace treinta años. Creo que Vincent se lo quedó cuando permitió a Bill que encontrara el resto del diario.
—¿Y lo recuperaste?
—No. Sólo conseguí un puñado de viejas notas manuscritas de Vincent.
—¿Y qué harás ahora?
Paul comienza a buscar algo más bajo el escritorio.
—Estoy a merced de Vincent.
—¿Cuánto le has contado?
Cuando vuelve a sacar las manos, están vacías. Paul pierde la paciencia, echa la silla hacia atrás y se arrodilla en el suelo.
—Vincent no sabe ningún detalle acerca de la cripta. Sólo que existe.
Me doy cuenta de que en el suelo hay marcas, surcos que trazan un cuarto de círculo bajo las patas metálicas del escritorio.
—Anoche empecé a hacer un mapa de todo lo que Francesco dijo sobre ella en la segunda parte de la
Hypnerotomachia
. La ubicación, las dimensiones, los mojones. Sabía que Vincent vendría a buscar mis hallazgos, así que puse el mapa donde guardo los mejores descubrimientos que he hecho aquí.
Suena el tintineo del metal contra el metal; de la esquina opuesta del escritorio, Paul saca un destornillador. La larga tira de celo que lo mantenía pegado por debajo del escritorio cuelga de su mano como si fuera un hierbajo. Arranca el celo y hace girar el escritorio en nuestra dirección. Las patas delanteras se deslizan por los surcos del suelo de baldosas, y de repente aparece el conducto de ventilación. Cuatro tornillos sostienen la rejilla a la pared. Sobre cada uno de ellos, la pintura está descascarada.
Paul comienza a desatornillar la rejilla. Esquina a esquina, el ventilador va quedando desarmado. Paul mete la mano en el conducto; cuando la saca, lleva en ella un sobre atiborrado de papeles. Mi primer instinto es mirar por la ventana del cubículo para ver si alguien nos observa. Ahora comprendo lo de la lámina de papel negro que la cubre.
Paul abre el sobre. Primero saca un par de fotografías ajadas y manoseadas. La primera es de Paul y Richard Curry en Italia. Están en medio de la
Piazza della Signoria
, en Florencia, justo en frente de la fuente de Neptuno. Al fondo hay una imagen borrosa del
David
de Miguel Ángel. Paul lleva shorts y una mochila; Richard Curry lleva traje, pero su corbata está suelta, al igual que el botón del cuello. Ambos sonríen.
La otra foto es de nosotros cuatro en segundo. Paul está de rodillas en el centro de la foto; lleva una corbata prestada y levanta una medalla. Los demás estamos de pie a su alrededor, con aire divertido, frente a dos profesores que aparecen al fondo. Paul acaba de ganar el concurso anual de ensayo de la Sociedad Francófila de Princeton. Los tres nos hemos disfrazado de figuras de la historia francesa para apoyar a Paul. Yo soy Robespierre, Gil es Napoleón, y Charlie, con un gigantesco vestido de miriñaque que encontramos en la tienda de disfraces, es María Antonieta.
Paul no parece dar importancia a las fotos: las pone suavemente sobre el escritorio como si estuviera acostumbrado a verlas. Ahora vacía el resto del sobre. Lo que he confundido con un fajo de papeles es en realidad una sola página extensa, doblada varias veces para hacerla caber en el sobre.
—Aquí está —dice Paul, desdoblándola sobre la superficie del escritorio.
Allí, minuciosamente detallado, hay un mapa topológico dibujado a mano. Las líneas de elevación describen círculos desiguales, y la señalización de las direcciones aparece en una leve cuadrícula. Cerca del centro, dibujado en rojo, hay un objeto angular que tiene la forma de una cruz. Según la escala de la esquina, tiene más o menos el tamaño de una residencia de estudiantes.
—¿Ahí es? —pregunto.
—Ahí es.
Es enorme. Durante un instante los dos quedamos en silencio, tratando de asimilarlo.
—¿Qué harás con el mapa? —pregunto, ahora que el cubículo está vacío.
Paul abre la mano. Los cuatro tornillos del conducto de ventilación ruedan como semillas en la palma.
—Ponerlo en un lugar seguro.
—¿En la pared?
—No.
Se inclina para volver a atornillar la tapa del conducto con el aspecto de estar absolutamente en calma. Cuando se levanta y comienza a arrancar las hojas de papel de las paredes, los mensajes desaparecen uno tras otro. Reyes y monstruos, nombres antiguos, notas que Paul nunca tuvo la intención de permitir que alguien viera.
—¿Qué vas a hacer con esto? —digo, todavía mirando el mapa.
Paul hace una bola de papel con las demás páginas. Las paredes son blancas de nuevo. Tras sentarse y doblar el mapa por los pliegues, dice sin alterarse: —Te lo doy.
—¿Qué?
Paul mete el mapa en el sobre y me lo entrega. Se queda con las fotos.
—Te prometí que serías el primero en saberlo. Te lo mereces.
Lo dice como si tan sólo estuviera cumpliendo su palabra.
—Pero ¿qué quieres que haga yo con esto?
Sonríe.
—No lo pierdas.
—¿Y si Taft viene a buscarlo?
—Ésa es la idea. Si lo hace, vendrá a buscarme a mí. —Paul hace una pausa antes de seguir hablando—. Además, quiero que te acostumbres a tenerlo cerca.
—¿Porqué?
Paul se recuesta.
—Porque quiero que trabajemos juntos. Quiero que encontremos juntos la cripta de Francesco.
Finalmente lo comprendo.
—El año que viene.
—En Chicago —asiente—. Y en Roma.
El ventilador chirría por última vez, susurrando a través de la rejilla.
—Esto es tuyo —es todo lo que logro decir—. Es tu tesina. Tú la has terminado.
—Esto es mucho más grande que una tesina, Tom.
—También es mucho más grande que una tesis doctoral.
—Exacto.
Lo noto en su voz. Esto es sólo el principio.
—No quiero hacerlo solo —dice.
—Pero ¿qué puedo hacer yo?
—Sólo guarda el mapa —dice sonriendo—. Aunque te haga un agujero en el bolsillo.
Me irrita el poco peso del sobre, la contingencia de lo que sostengo en mi mano. Parece un argumento en contra de la realidad que nos rodea: la sabiduría de la
Hypnerotomachia
me cabe en la palma de la mano.
—Ven —dice finalmente, mirando la hora en su reloj—. Vámonos a casa. Tenemos que recoger unas cosas para Charlie.
Coge el último vestigio de su trabajo con un movimiento final del brazo. No queda en este cubículo ni un solo rastro de Paul, ni de Colonna, ni de la larga cadena de ideas que los une a través de más de quinientos años. La hoja de papel negro de la ventana ha desaparecido.
L
a última pregunta que el jefe de contratación de Daedalus me hizo durante mi entrevista era un acertijo: si una rana cae en un pozo de veinte metros de profundidad y tiene que escalarlo para salir, avanzando tres metros cada día pero resbalando dos metros cada noche, ¿cuántos días tardará en salir?
La respuesta de Charlie era que no saldría nunca, porque una rana que cae veinte metros no vuelve a levantarse. La respuesta de Paul tenía algo que ver con un filósofo antiguo que murió al caer en un pozo mientras iba mirando las estrellas. La respuesta de Gil era que nunca había oído hablar de una rana capaz de escalar pozos, ¿y qué diablos tenía que ver eso con desarrollar software en Texas?