Pero Gil sigue concentrado.
—La policía se hará cargo.
En ese momento siento la oleada de calor. La barra ha estallado en llamas.
—¡Atrás! —grita Gil.
Pero me quedo como clavado al suelo. El fuego se levanta hasta el techo, consumiendo las cortinas pegadas contra la pared. La llamarada, con la ayuda del alcohol, se mueve con velocidad, tragándose todo lo que hay a su alrededor.
—¡Tom! —Grita Gil—. ¡Aléjalos de ahí! ¡Voy a por un extintor!
Curry se incorpora con ayuda de Paul. De repente, el hombre aparta a Paul de unempujón y sale trastabillando al pasillo.
—Richard —le suplica Paul, siguiéndolo.
Gil regresa corriendo y comienza a rociar las cortinas con el extintor. Pero el fuego crece demasiado rápido. Es imposible apagarlo. El humo sale por la puerta y va rodando por el techo.
Al final retrocedemos hacia la puerta: el humo y el calor nos obligan a salir. Me cubro la boca con la mano y siento que los pulmones se me cierran. Cuando me dirijo a la escalera, alcanzo a distinguir, a través de una nube densa de humo negro, a Paul y a Curry, alzando la voz y forcejeando.
Llamo a Paul, pero las botellas del bar comienzan a estallar y ahogan mi voz. La primera ola de fragmentos golpea a Gil. Lo quito de en medio, siempre atento a una respuesta de Paul.
En ese momento la escucho a través del humo:
—¡Vete, Tom! ¡Salid de aquí!
Los reflejos diminutos del fuego se esparcen por las paredes. Un cuello de botella sale disparado por encima de la escalera, flota un instante sobre nosotros, lanzando llamas, y luego cae a la planta baja.
Durante un instante no ocurre nada. Pero enseguida el trozo de vidrio aterriza en la pila de trapos empapados, entrando en contacto con el whisky y el brandy y la ginebra, y el suelo relampaguea. De abajo llegan sonidos de cosas que estallan, de madera en combustión, de fuego esparciéndose. La puerta delantera ya está bloqueada. Gil pide ayuda a gritos por el móvil. El fuego se levanta hacia el primer piso. Me parece tener la cabeza llena de chispas, y cuando cierro los ojos veo una luz blanca. Siento que voy flotando sobre la ola de calor. Todo parece tan lento, tan pesado. La escayola del techo se cae en pedazos. La pista de baile tiembla como un espejismo.
—¿Cómo saldremos? —grito.
—La escalera de servicio —dice Gil—. Por arriba.
—¡Paul! —grito de nuevo.
Pero no hay respuesta. Me acerco un poco a la escalera, pero las voces handesaparecido. Paul y Curry no están allí.
—¡Paul!
La llamarada ha devorado el Salón de Oficiales y comienza a moverse hacia nosotros. Siento el muslo extrañamente dormido. Gil se vuelve hacia mí y me señala. La pernera del pantalón está rota, y la sangre corre por la tela del esmoquin, negro sobre negro. Gil se quita la chaqueta y la ata alrededor de la herida. El túnel de fuego parece encerrarnos, empujarnos hacia arriba. El aire está casi negro.
Gil me empuja hacia el tercer piso. Arriba no se ve nada, sólo sombras de gris. Una franja de luz resplandece por debajo de una puerta al fondo del pasillo. Avanzamos. El fuego ha llegado al pie de las escaleras, pero parece mantenerse a raya.
En ese momento lo escucho: un gemido agudo que llega desde dentro de la habitación.
El sonido nos paraliza durante un instante. Con la certeza de una premonición, siento que estamos entrando en la sombra del tiempo, un paso en la cima de una montaña elevada en el cual la oscuridad del cielo queda al alcance de la mano.
Gil se lanza hacia la puerta. Cuando lo hace, vuelve a mí la sensación de ebriedad del baile. El calor del cuerpo como el hormigueo previo al vuelo. Las manos de Katie sobre mi cuerpo, su aliento sobre mí, sus labios sobre mí.
Richard Curry discute con Paul detrás de una mesa larga, en el extremo opuesto de la habitación. Lleva en la mano una botella vacía. Su cabeza, cubierta de sangre, parece balancearse sobre sus hombros. Aquí no hay nada más que el olor del alcohol, los restos de una botella derramados sobre la mesa. Un armario abierto revela otro alijo de licor, el secreto de un antiguo presidente del Ivy. La habitación es tan ancha como el propio edificio. La luz de la luna la llena de un color plateado. Las paredes están cubiertas por estanterías; detrás de Curry, los lomos de cuero se hunden en la oscuridad. En la pared norte hay dos ventanas. Por todas partes relucen los charcos.
—¡Paul! —Grita Gil—. ¡Te está bloqueando la escalera de servicio!
Paul se vuelve para mirar, pero los ojos de Curry están fijos en Gil y en mí. La visión de ese hombre me paraliza. Las arrugas de su rostro son tan profundas que la gravedad parece tirar de él, arrastrarlo hacia abajo.
—Richard —dice Paul con firmeza, como si le hablara a un niño—, todos debemos salir de aquí.
—Aléjate —grita Gil, dando un paso adelante.
Pero cuando lo hace, Curry rompe la botella contra una mesa y ataca, cortando a Gil en el brazo con el cuello roto de la botella. La sangre corre como cintas negras entre los dedos de Gil. El retrocede, viendo cómo la sangre le cubre el brazo. Ante esto, Paul se apoya en la pared, como vencido.
—Toma —le digo, sacándome el pañuelo del bolsillo.
Gil se mueve con lentitud. Cuando se quita la mano del brazo para coger el pañuelo, veo que el corte es profundo. En cuanto la presión desaparece, la sangre llena el surco abierto.
—¡Vete! —le digo, llevándolo a la ventana—. ¡Salta! Las ramas amortiguarán la caída.
Pero él está paralizado con la mirada fija en el cuello de botella que Curry todavía tiene en la mano. Ahora la puerta de la biblioteca está temblando, porque el aire caliente se acumula al otro lado. Por debajo de la puerta comienzan a aparecer volutas de humo. Los ojos me lloran y siento una presión en el pecho.
—¡Paul! —Grito a través del humo—. ¡Tienes que salir de aquí!
—Richard —grita Paul—. Vámonos.
—¡Deja que se marche! —le grito a Curry, pero ahora el fuego ruge, a punto de entrar. De más allá llega el ruido de un desgarro terrible, la madera quebrándose bajo su propio peso.
De repente, Gil se desploma contra la pared, a mi lado. Me apresuro a llegar a la ventana y la abro, apoyando a Gil contra el marco, esforzándome por mantenerlo en pie.
—Ayuda a Paul… —masculla. Es lo último que me dice antes de que sus ojos empiecen a apagarse.
Un viento frígido cruza la habitación, levantando nieve de los arbustos. Alzo a Gil con toda la delicadeza posible. Bajo la luz, su figura es angelical, elegante y sutil incluso en estas circunstancias. Y mirando fijamente el pañuelo ensangrentado que se adhiere al brazo de Gil con la sola fuerza de su propio peso, comienzo a sentir que todo se disuelve a mi alrededor. Tras una última mirada lo suelto, y en cuestión de un segundo Gil se ha ido.
—Tom —me llega la voz de Paul, tan distante ahora que parece salir de una nube de humo—. Vete.
Me doy la vuelta y veo a Paul forcejeando entre los brazos de Curry, tratando de acercarlo a la ventana, pero el viejo es mucho más fuerte que él. No se deja mover. Curry empuja a Paul hacia la escalera de servicio.
—¡Salta! —me dicen desde abajo. Las voces entran por la ventana abierta—.¡Salta!
Son bomberos que me han visto. Me doy la vuelta.
—¡Paul! —Grito—. ¡Vamos!
—Vete, Tom —lo oigo decir una última vez—. Por favor.
Las palabras se vuelven distantes con demasiada rapidez, como si Curry lo hubiera arrastrado consigo entre la neblina. Los dos regresan a las viejas hogueras, luchando como ángeles a través de las vidas de los hombres.
—Abajo. —Es la última palabra que oigo llegar desde el interior de la habitación. Es Curry quien la pronuncia—. Abajo.
Y de nuevo, desde fuera:
—¡Date prisa! ¡Salta!
—¡Paul! —grito, retrocediendo hacia el alféizar de la ventana al tiempo que las llamas comienzan a acorralarme. El humo caliente me presiona el pecho como un puño cerrado. Del otro lado de la habitación, la puerta de acceso a la escalera de servicio se cierra de un golpe. Ya no se ve a nadie. Me dejo caer.
Esto es lo último que recuerdo antes de hundirme en la nieve fangosa. Lo siguiente es tan sólo una explosión, como un repentino amanecer en medio de la noche. Un cilindro de gas que hace que el edificio entero se desplome. Y comienza a llover hollín.
Me oigo gritar en medio del silencio. A los bomberos. A Gil. A quien pueda escucharme. Lo he visto, grito: Richard Curry abriendo la entrada a la escalera de servicio y arrastrando a Paul.
—Escuchadme. Y al principio lo hacen. Dos bomberos, al escucharme, se acercan al edificio. Hay un médico a mi lado. Trata de entender.
—¿Qué escalera? —Pregunta—. ¿Adonde salen?
—A los túneles —le digo—. Salen cerca de los túneles.
Enseguida el humo se dispersa y las mangueras revelan la fachada del club ytodo empieza a cambiar. Cada vez buscan menos, escuchan menos. No queda nada, dicen entre pasos lentos. No hay nadie adentro.
—Paul está vivo —les grito—. Lo he visto.
Pero cada segundo es un gol en su contra. Cada segundo es un puñado de arena.
Por la forma en que Gil me está mirando, me doy cuenta de cuánto ha cambiado todo.
—Estoy bien —le dice al médico que le cuida el brazo. Se limpia una mejilla húmeda y luego me señala—. Ayude a mi amigo.
La luna cuelga sobre nosotros como un ojo vigilante, y allí sentado, con la mirada fija más allá de los hombres que riegan con mangueras la casa destrozada, imagino la voz de Paul.
—De alguna forma —dice desde lejos, mirándome mientras nos tomamos un café—, siento que también es mi padre.
Sobre la cortina negra del cielo puedo ver su rostro, tan lleno de certeza que incluso ahora le creo.
—¿Entonces qué opinas? —me está preguntando.
—¿De ir a Chicago?
—De ir a Chicago juntos.
Adonde nos llevaron esa noche, qué preguntas nos hicieron, no lo recuerdo. El fuego seguía ardiendo frente a mí, y la voz de Paul me hablaba al oído, como si aún pudiera resurgir de entre las llamas. Antes del amanecer vi mil caras, mil portadores de mensajes de esperanza: amigos a quienes el fuego había sacado de sus habitaciones, profesores a quienes el ruido de las sirenas había despertado; incluso la misa en la capilla fue suspendida a media ceremonia debido al espectáculo. Y todos se reunieron alrededor de nosotros como un tesoro viajero —cada cara, una moneda—, como si se hubiera ordenado desde las altas esferas que habríamos de sufrir nuestras pérdidas contando lo que nos quedaba. Tal vez supe entonces que entrábamos en una pobreza muy, muy rica. Qué oscuro sentido del humor tienen los dioses que inventaron esto. Mi hermano Paul, sacrificado en el día de Pascua. El caparazón de la ironía cayéndonos con fuerza en la cabeza.
Esa noche los tres sobrevivimos juntos por simple necesidad. Nos reunimos en el hospital: Gil, Charlie y yo, compañeros de cuarto nuevamente. Ninguno habló. Charlie se acariciaba el crucifijo del cuello, Gil dormía, yo miraba las paredes. Mientras no tuviéramos noticias de Paul, seguíamos empeñándonos en el mito de su supervivencia, el mito de su resurrección. No debí haber creído que una amistad fuese indivisible, igual que no lo es una familia. Y sin embargo el mito me sostuvo en ese momento. En ese momento, y para siempre jamás.
El mito, digo, no la esperanza.
Pues la caja de la esperanza ya estaba vacía.
E
l tiempo, como un médico, se lavó las manos de nosotros. Antes de que Charlie hubiera salido del hospital, ya habíamos dejado de ser noticia. Nuestros compañeros de clase nos miraban como si estuviéramos fuera de contexto, como si fuéramos recuerdos fugitivos con un aura de antigua importancia.
En cuestión de una semana, la nube de violencia que había pasado sobre Princeton se había dispersado. Los estudiantes volvieron a recorrer el campus por las noches, primero en grupos, luego solos. Incapaz de conciliar el sueño, yo solía ir caminando al WaWa en mitad de la noche, y al llegar encontraba el lugar lleno de gente. Richard Curry pervivía en las conversaciones. También Paul. Pero poco a poco los nombres que me resultaban conocidos desaparecieron y fueron reemplazados por exámenes y partidos interuniversitarios de
lacrosse
y por la rutina anual de la Charla de Primavera, por la estudiante de último año que se había acostado con su asesor de tesina, por el episodio final de un programa de televisión. Incluso los titulares que leía mientras hacía fila en el registro, que fueron la única compañía que tuve mientras el resto del mundo parecía estar con amigos, sugerían que el mundo había comenzado a avanzar sin nosotros.
Diecisiete días después de Pascua, la primera página del
Princeton Packet
anunciaba que el plan para construir un parking subterráneo en el pueblo había sido rechazado. Sólo en la parte inferior de la página se dio la noticia de que un ex alumno adinerado había donado dos millones de dólares para la reconstrucción del Ivy.
Charlie salió del hospital al cabo de cinco días, pero pasó dos semanas más en rehabilitación. Los doctores sugirieron que se le hiciera la cirugía estética en el pecho, donde ciertas zonas de la piel se habían vuelto gruesas y cartilaginosas, pero Charlie se negó. Con una excepción, lo visité todos los días. Charlie me pedía que le llevara patatas fritas del WaWa, libros para sus clases, los resultados de todos los partidos de los Sixers. Siempre me daba un motivo para volver a verlo.
Más de una vez se propuso mostrarme sus quemaduras. Al principio me pareció que intentaba probarse algo a sí mismo: que no se sentía desfigurado, que era más fuerte que el accidente. Más tarde intuí que la verdad era la opuesta. Quería asegurarse de que yo supiera que aquello lo había cambiado. Parecía temer que hubiera dejado de formar parte de mi vida, de la vida de Gil, en el momento en que había entrado en los túneles siguiendo a Paul. Nos las arreglábamos sin él; cada uno se reponía de sus pérdidas por su cuenta. Sabía que habíamos empezado a sentirnos como extraños en nuestra propia piel, y quería que supiésemos que se encontraba en la misma posición, que estábamos juntos en esto.
Me sorprendió que Gil lo visitara tanto. Estuve presente en varias de esas visitas, y siempre percibí entre ellos la misma incomodidad. Ambos se sentían culpables, y sus culpas se hacían más intensas cada vez que se veían. Por más irracional que fuera, Charlie creía que nos había abandonado al no estar con nosotros en el Ivy. A veces llegaba a ver la sangre de Paul en sus propias manos, porque la muerte de nuestro amigo le parecía el precio de su propia debilidad. Gil parecía sentir que también él nos había abandonado, pero mucho tiempo atrás y de formas más difíciles de expresar. El que Charlie, habiendo hecho tanto por nosotros, pudiera sentirse tan culpable, sólo lograba que Gil se sintiera peor.