—Sinatra. —Pero sé que no es así.
—Samba —me dice—. Estaba buscando una emisora y la WPRB estaba dando un especial latino. Algo instrumental, sin voces. Muy buen ritmo. Un ritmo genial.
WPRB. La estación de radio del campus, la que puso el Mesías de Handel cuando las mujeres llegaron por primera vez a Princeton. Recuerdo a Gil la noche en que lo conocí, al pie del campanario de Nassau Hall. Salió de la oscuridad haciendo un pequeño paso de rumba y diciendo: «Ahora muévelo. Baila.» A su alrededor siempre ha habido música, el jazz que ha tratado de tocar en el piano desde el día en que nos conocimos. Después de todo, tal vez en lo nuevo se conserve algo de lo viejo.
—No la echo de menos —dice, tratando por primera vez de abrirse un poco—. Anna se ponía no sé qué cosa en el pelo. Pomada. Su peluquero se la había dado. ¿Sabes cómo huele después de que pasen el aspirador? Hay un olor entre cálido y limpio, ¿sabes?
—Sí.
—Pues así era. Debe haberse secado el pelo hasta quemárselo. Cada vez que apoyaba la cabeza en mi hombro, yo pensaba: hueles como mi alfombra.
Pasa de una cosa a otra por libre asociación de ideas.
—¿Sabes quién más olía así?
—No.
—Trata de recordar. Primero.
Algo cálido y limpio. La chimenea de Rockefeller me viene inmediatamente a la memoria.
—Lana McKnight —digo.
Gil asiente.
—Nunca he sabido cómo os lo hicisteis para durar juntos todo ese tiempo. Era una química tan rara… Charlie y yo apostábamos cuándo romperíais.
—Pero Charlie me decía que Lana le gustaba.
—¿Recuerdas a la chica con la que salió en segundo? —dice Gil, cambiando de tema.
—¿Charlie?
—Se llamaba Sharon, creo.
—¿La de los ojos de distinto color?
—Bueno, pues a ella sí que le olía bien el pelo. Iba a la habitación y se sentaba a esperar a Charlie, y todo empezaba a oler a una loción que usaba mi madre. Nunca he sabido qué era, pero siempre me ha encantado.
En ese instante se me ocurre que Gil siempre me ha hablado de sus madrastras, nunca de su verdadera madre. El cariño lo delata.
—¿Sabes por qué rompieron?
—Ella lo plantó.
—No. Él se cansó de recoger las cosas que dejaba tiradas. Ella dejaba cosas ennuestra habitación, jerséis, bolsos, cualquier cosa, y Charlie tenía que devolvérselos. No se dio cuenta de que era una estrategia. La chica quería darle razones para que la visitara por las noches. Charlie simplemente pensó que era muy desordenada.
Mientras lo escucho me esfuerzo por anudarme la pajarita en el cuello. El bueno de Charlie. El hombre aseado, el amigo devoto.
—No, ella no rompió con él —continúa Gil—. Las chicas que se enamoran de Charlie nunca lo hacen. Es siempre él quien rompe con ellas.
Hay en su voz la leve sugerencia de que éste es un hecho que vale la pena tener en cuenta, un rasgo importante de la personalidad de Charlie: su capacidad para encontrar defectos en los demás. Como si eso sirviera para explicar los problemas que Gil ha tenido con él.
—Es un buen tipo —dice Gil, recapacitando.
Parece satisfecho con esa conclusión. Durante un segundo no hay más ruido en la habitación que la fricción de un trozo de tela contra el otro cuando me quito la pajarita e intento anudármela de nuevo. Gil se sienta sobre su colchón y se pasa una mano por el pelo. Se acostumbró a hacerlo cuando llevaba el pelo largo. Sus manos no se han adaptado al cambio todavía.
Al fin consigo hacer un nudo, una especie de nuez con alas. Me miro al espejo y decido que así está bien. Me pongo la chaqueta. Me queda perfecta, mejor aún que la de mi propio traje.
Gil sigue en silencio, mirándose al espejo como si su imagen fuera un cuadro. Aquí estamos: al final de su presidencia. Su despedida del Ivy. Mañana el club estará bajo el mando de los responsables del año próximo, los miembros que el mismo Gil ha creado en las selecciones, y él se volverá un fantasma en su propia casa. Lo mejor del Princeton que le tocó en suerte llega poco a poco a su fin.
—Oye —digo, atravesando el vestíbulo y entrando a su habitación—. Trata de divertirte esta noche.
No parece escucharme. Pone el móvil en el cargador, observa la luz que parpadea.
—Me hubiera gustado que las cosas no salieran así —dice.
—Charlie se pondrá bien —le digo.
Pero él se limita a mirar su joyero, el diminuto cofre de madera donde guarda sus objetos de valor, y le pasa una mano por encima para limpiar el polvo acumulado. En la habitación, en el lado de Charlie, todo es viejo pero impecable: al borde del armario, un par de zapatillas de primero con los cordones bien metidos; Charlie todavía está ablandando las del año pasado. Pero todo lo que hay en el lado de Gil parece no tener vida, es nuevo y polvoriento al mismo tiempo. Saca de la caja un reloj de plata, el que suele ponerse en ocasiones especiales. Las manecillas han dejado de moverse; Gil lo sacude suavemente y comienza a darle cuerda.
—¿Qué hora tienes?
Le enseño mi reloj y él pone en hora el suyo.
Fuera, la noche ha caído. Gil coge su anillo y luego quita el móvil del cargador.
—El día favorito de mi padre en la universidad fue el baile del Ivy en cuarto —dice—. Siempre hablaba de eso.
Pienso en Richard Curry en las historias que le contó a Paul acerca del Ivy.
«Dijo que era como vivir un sueño, un sueño perfecto.»
Gil se acerca el reloj al oído. Escucha como si hubiera algo milagroso en el sonido, un océano preso en una caracola.
—¿Listo? —dice, metiendo la mano en la correa y abrochando el mecanismo de metal.
Ahora se concentra en mí, revisa el corte del esmoquin.
—No está mal —dice—. Creo que Katie lo aprobará.
—¿Estás bien? —le pregunto.
Gil se ajusta la chaqueta y asiente.
—No creo que le hable a mis hijos de esta noche. Pero sí, estoy bien.
En la puerta, ambos echamos una última mirada antes de cerrar. Tras apagar las luces, la habitación queda en sombras. Cuando miro una vez más la luna por la ventana, en mi mente aparece la imagen de Paul cruzando solo el campus con su viejo abrigo.
Gil se mira el reloj y dice:
—Llegaremos justo a tiempo.
Vestidos con nuestros trajes y zapatos negros, nos dirigimos al Saab entre los colores nocturnos de las dunas de nieve.
«Un baile de disfraces», me había dicho Gil. Y eso exactamente es lo que fue. El club está magnífico: es el centro de atención de Prospect Avenue. Altos arcenes de nieve se levantan como murallas a lo largo de la pared de ladrillo que lo rodea, pero han limpiado el sendero que lleva a la puerta principal, y lo han cubierto con una capa delgada de piedras negras. Igual que la sal de roca, las piedras abren un camino en el hielo. Como imitando ese efecto, de los salientes frontales de la casa cuelgan cuatro largas telas, cada una con una franja vertical del color de la hiedra flanqueada por delgados pilares dorados.
Gil aparca el Saab mientras los miembros del club y algunos otros invitados se acercan al Ivy en parejas, como si entraran al arca; cada entrada está separada de la siguiente por intervalos de cortesía, para no importunar a los demás. Los estudiantes de último año llegan al final, porque es costumbre que los miembros que se van a graduar sean recibidos con una calurosa bienvenida, me explica Gil al apagar los faros del coche.
Cruzamos el umbral y nos encontramos con un club en plena agitación. En el aire pesa el calor de los cuerpos, el dulce olor del alcohol y la comida, las conversaciones enredadas que se forman y se vuelven a formar por todo el lugar. Al entrar, Gil recibe aplausos y ovaciones. Los de segundo y tercero, instalados en la planta baja, se acercan a la puerta para darle la bienvenida, algunos gritando su nombre, y durante un instante parece como si esta noche pudiera todavía ser la noche que ha estado esperando, una noche parecida a la que vivió su padre.
—Bien —me dice, ignorando el aplauso cuando persiste demasiado tiempo—, pues aquí lo tienes.
Observo la transformación del club. El trabajo que Gil ha estado haciendo, los recados y los planes y las conversaciones con los floristas y los encargados de la comida, de repente deja de ser una mera excusa para irse del dormitorio cuando las cosas van mal. Todo es distinto. Las sillas y las mesas que había han desaparecido; en su lugar, las esquinas del vestíbulo principal han quedado redondeadas por mesas de cuarto de círculo cubiertas por manteles de color verde oscuro y engalanadas con vajillas chinas repletas de comida. Detrás de cada mesa, igual que detrás de la barra que tenemos a mano derecha, hay un camarero de guantes blancos. Por todas partes hay arreglos florales; en ninguno de ellos se ve una pizca de color. Sólo hay lirios blancos y orquídeas negras y variedades que nunca he visto. En medio de esta tormenta de esmóquines y vestidos negros es posible incluso pasar por alto el roble marrón de las paredes.
—¿Señor? —Dice un camarero vestido con corbata blanca que ha aparecido de la nada llevando una bandeja de canapés y trufas—. Cordero —dice, señalando los primeros—y chocolate blanco —dice al señalar las segundas.
—Pruébalos —dice Gil.
Lo hago, y todo el hambre del día, las comidas que me he saltado y las fantasías de la comida de hospital, regresan en un instante. Cuando pasa otro hombre con una bandeja de copas de champán, me sirvo de nuevo. Las burbujas se me suben a la cabeza, y me ayudan a evitar que mis pensamientos se concentren en Paul.
En ese instante un cuarteto musical empieza a sonar desde la antecámara del comedor, un lugar donde sólo había sillones desgastados. En la esquina hay un piano y una batería, y queda espacio suficiente entre ellos para un bajo y una guitarra eléctrica. Por ahora tocan clásicos de Rythm & Blues, pero sé que más tarde, si Gil se sale con la suya, habrá jazz.
—Vuelvo enseguida —dice, y de repente me deja solo y se dirige a la escalera. En cada escalón lo detiene un miembro del club para decirle algo amable, para sonreír y estrecharle la mano, a veces para abrazarlo. Veo a Donald Morgan ponerle en la espalda una mano cuidadosa al cruzarse con él: la enhorabuena fácil y sincera del hombre que quisiera ser rey. Las chicas de tercero, ya un poco bebidas, miran a Gil con ojos empañados, poniéndose sentimentales acerca de la pérdida del club, que es su propia pérdida. Me doy cuenta de que Gil es el héroe de esta noche, el anfitrión y a la vez el invitado de honor. Adonde quiera que vaya, tendrá compañía. Sin embargo, caminando así, sin nadie a su lado —sin Brooks, sin Anna, sin ninguno de nosotros—, ya ha comenzado de alguna manera a verse solo.
—¡Tom! —suena una voz a mis espaldas.
Me doy la vuelta, y el aire converge en una sola fragancia, que debe ser la que usaban la madre de Gil y la novia de Charlie, porque tiene el mismo efecto sobre mí. Si antes pensaba que Katie me gustaba más cuando veía sus defectos, con el pelo cogido y la camisa por fuera, estaba muy equivocado. Pues aquí está ella, vestida con un traje negro, con el pelo suelto, toda clavículas y senos: es el momento de mi perdición.
—Guau.
Me pone una mano en la solapa y quita una escama de polvo que resulta ser nieve, un copo que ha sobrevivido en este calor. —Lo mismo te digo —responde. Hay algo maravilloso en su voz, cierta bienvenida soltura.
—¿Dónde está Gil? —pregunta.
—Arriba.
Coge dos copas de champán de una bandeja pasajera.
—Salud —dice, dándome una—. ¿Y quién se supone que eres?
Vacilo un instante. No sé bien a qué se refiere.
—Tu disfraz. ¿De qué te has disfrazado?
Ahora reaparece Gil.
—Hola —dice Katie—. Cuánto tiempo sin verte.
Gil nos evalúa y sonríe como un padre orgulloso.
—Estáis guapísimos.
Katie ríe.
—¿Y de qué te has disfrazado tú? —pregunta.
Con una floritura, Gil se echa la chaqueta hacia atrás. Ahora veo qué es lo que ha subido a buscar. Allí, colgando entre el flanco izquierdo de su cintura y su cadera derecha, hay un cinturón de cuero negro. Sobre el cinturón hay una cartuchera de cuero; en la cartuchera, una pistola con el mango de marfil.
—Aaron Burr —dice—. Clase de 1772.
—Muy llamativo —dice Katie, mirando la culata nacarada de la pistola.
—¿Quién? —le espeto.
Gil parece desencantado.
—Mi disfraz. Burr mató a Hamilton en un duelo.
Me pone una mano en la espalda y me conduce al descansillo que hay entre la planta baja y la primera planta.
—¿Ves los pins que Jamie Ness lleva en la solapa? —Señala a un estudiante de cuarto que lleva una pajarita adornada con claves de sol y de fa. Sobre la solapa izquierda veo un óvalo marrón; sobre la derecha, un punto negro—. Eso es un balón de fútbol, y eso, un disco de hockey. Es Hobey Baker, miembro del Ivy en 1914. El único hombre que ha entrado jamás en los Salones de la Fama de fútbol y de hockey. Aquí en Princeton, Hobey formaba parte de un grupo de canto. Por eso Jamie lleva notas musicales en la pajarita.
Ahora señala a un estudiante de cuarto pelirrojo y alto.
—Chris Bentham. El que está al lado de Doug. Es James Madison, clase de 1771. Se sabe por los botones de la camisa. El botón superior es el sello de Princeton, porque Madison fue el primer presidente de la asociación de alumnos. Y el cuarto botón es una bandera de Estados Unidos.
Hay algo mecánico en su voz, las inflexiones de un guía turístico, como si leyera un guión que llevara en la cabeza.
—Invéntate un disfraz —interviene Katie, uniéndose a nosotros desde el pie de la escalera. La miro desde arriba, y el ángulo me permite apreciar de otra manera su vestido.
—Escuchad —dice Gil, mirando al fondo—, tengo que ir a encargarme de algo. ¿Podréis quedaros solos un par de segundos?
Junto a la barra está Brooks, señalando con el dedo a un camarero con guantes blancos que está apoyado con todo su peso contra la pared.
—Uno de los camareros está borracho —dice Gil.
—No te preocupes por nosotros —le digo, y me doy cuenta de lo delgado que se le ve el cuello a Katie desde esta altura: es el tallo de un girasol.
—Si necesitáis algo —añade—, decídmelo.
Comenzamos a bajar juntos. La banda toca Duke Ellington, las copas de champán tintinean, y el pintalabios de Katie tiene un brillo rojo intenso, del color de un beso.
—¿Quieres bailar? —le digo mientras bajo del rellano.