El enigma del cuatro (37 page)

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Authors: Dustin Thomason Ian Caldwell

Tags: #Intriga, Historia

BOOK: El enigma del cuatro
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—Su estado es estacionario —dice el hombre de los guantes verdes.

«Estacionario», pienso. Una palabra de médico. Yo estuve «estacionario» durante los dos días posteriores a la interrupción de la hemorragia de mi pierna. Sólo significaba que me estaba muriendo más despacio que antes.

—¿Podemos verlo?

—No —dice el hombre—. Charlie está inconsciente todavía.

Paul vacila, como si «estacionario» e «inconsciente» fueran excluyentes.

—Pero ¿se pondrá bien?

El médico inventa una especie de mirada amable pero llena de certidumbre ydice:

—Creo que lo peor ya ha pasado.

Paul le sonríe débilmente. Prefiero no explicarle a Paul lo que eso quiere decir en realidad. En la sala de Urgencias están lavándose las manos y fregando los suelos, esperando que bajen otra camilla de la ambulancia. Para los médicos, lo peor ha pasado. Para Charlie, está apenas comenzando.

—Gracias a Dios —dice Paul casi para sí mismo.

Y viéndolo ahora, observando la manera en que el alivio le llena el rostro, me doy cuenta de algo. Nunca creí que Charlie pudiera morir a consecuencia de lo que ha ocurrido allá abajo. Nunca creí que eso fuera posible.

Mientras me doy de alta en el hospital, Paul no dice gran cosa, excepto algo acerca de la crueldad de lo que Taft me ha dicho en su despacho. Apenas si hay papeles que llenar, tan sólo hay que firmar uno o dos impresos y enseñar mi carnet del campus. Mientras me esfuerzo por escribir mi nombre con el brazo herido, intuyo que el decano ya ha estado aquí, ejerciendo su influencia. Me pregunto de nuevo qué le habrá dicho a la detective para lograr que nos dejen marcharnos.

En ese momento recuerdo lo que Gil me ha contado.

—¿Ha venido Curry?

—Se ha ido justo antes de que salieras. No tenía buen aspecto.

—¿Por qué no?

—Llevaba el mismo traje que anoche.

—¿Sabía lo de Bill?

—Sí. Era casi como si pensara… —Paul deja la frase incompleta—. Me ha dicho: «Tú y yo nos entendemos, hijo mío».

—¿Y eso qué significa?

—No lo sé. Creo que me estaba perdonando.

—¿Perdonándote? ¿A ti?

—Me dijo que no me preocupara. Que todo iba a salir bien.

No sé qué decir.

—¿Cómo ha podido pensar que tú habías hecho algo semejante? ¿Qué le has dicho?

—Le he dicho que no lo había hecho. —Paul vacila—. No sabía qué más decirle, así que le he explicado lo que encontré.

—¿En el diario?

—No se me ha ocurrido nada más. Parecía tan excitado… Dijo que estaba tan preocupado que no podía dormir.

—¿Preocupado por qué?

—Por mí.

—Mira —le digo, porque ya he empezado a escuchar en su voz la influencia de Curry—, ese tipo no sabe de qué habla.

—«Si hubiera sabido lo que harías, habría hecho las cosas de otra forma.» Eso es lo último que me ha dicho.

Siento deseos de arremeter contra Curry, pero me obligo a recordar que el hombre que ha dicho estas cosas es lo más parecido a un padre que tiene Paul.

—¿Qué te ha dicho la detective? —pregunta Paul, cambiando de tema.

—Ha tratado de asustarme.

—¿Pensaba lo mismo que Richard?

—Sí. ¿Han tratado de que lo admitieras?

—El decano ha llegado antes de que me pudieran hacer preguntas y me ha dicho que no respondiera a nada.

—¿Qué harás ahora?

—Me ha aconsejado que busque un abogado.

Lo dice como si fuera más fácil encontrar un basilisco o un unicornio.

—Ya nos las arreglaremos —le digo. Cuando he terminado el papeleo del alta, nos dirigimos al exterior. Cerca de la entrada hay un agente de policía que nos mira cuando caminamos hacia él. Un viento frío nos envuelve en cuanto ponemos un pie fuera del edificio.

Emprendemos solos la breve caminata de vuelta al campus. Las calles están desiertas, el cielo se oscurece, y ahora una bicicleta pasa por la acera llevando un pedido a domicilio de una pizzería. El repartidor deja tras de sí un rastro de olores, una nube de almidón y vapor y al levantarse de nuevo el viento, que remueve la nieve como si fuera polvo, me suenan las tripas, recordatorio de que nos encontramos nuevamente en el mundo de los vivos.

—Acompáñame a la biblioteca —dice Paul al acercarnos a Nassau Street—. Quiero enseñarte algo.

Se detiene en el cruce. En el otro extremo del patio blanco está Nassau, y me viene a la cabeza la imagen de los pantalones aleteando en la cúpula, del badajo que no estaba allí.

—¿Enseñarme qué?

Paul tiene las manos en los bolsillos y camina con la cabeza gacha, enfrentándose al viento. Atravesamos la puerta Fitz-Randolph sin mirar atrás. Dice la leyenda que puedes cruzar la puerta cuantas veces quieras para entrar al campus, pero si la cruzas para salir, aunque sólo sea una vez, nunca te graduarás.

—Vincent me decía que nunca confiara en los amigos —dice Paul—. Decía que los amigos eran inconstantes.

Un guía turístico cruza con su pequeño grupo frente a nosotros. Parecen un coro de villancicos. Nathaniel Fitz-Randolph donó los terrenos en los que se construyó Nassau, explica el guía. Está enterrado en el lugar que ahora ocupa el patio de Holder.

—Cuando ha estallado ese tubo, no he sabido qué hacer. No me he dado cuenta de que Charlie sólo había entrado en el túnel para ir a buscarme.

Cruzamos hacia East Pyne de camino a la biblioteca. A lo lejos se levantan los salones de mármol de las antiguas sociedades de debates. Whig, el club de James Madison, y Cliosophic, el de Aaron Burr. La voz del guía perdura en el aire una vez lo hemos dejado atrás. De repente tengo la sensación creciente de ser un visitante en este lugar, un turista, de que he caminado en la oscuridad de un túnel desde mi primer día en Princeton, al igual que lo hicimos por las entrañas de Holder, rodeados de tumbas.

—Luego he escuchado que ibas tras él. No te importaba qué hubiera allá abajo. Sólo sabías que Charlie estaba herido. —Paul me mira por primera vez—. Yo te oía pedir ayuda, pero no podía ver nada. No podía moverme, tenía demasiado miedo. Lo único que me pasaba por la cabeza era esto: ¿qué clase de amigo soy? Yo soy el amigo inconstante.

—Paul —le digo, parándome en seco—. No tienes por qué hacer esto.

Estamos en el patio de East Pyne, un edificio en forma de claustro. La nieve cae por el espacio abierto del centro. Mi padre ha vuelto a mi lado inesperadamente, como una sombra en las paredes, porque me doy cuenta de que él caminó por estos senderos antes de que yo naciera, y vio estos mismos edificios. Sigo sus pasos sin siquiera saberlo, porque ninguno de los dos ha dejado la más mínima impronta en este lugar.

Paul se da la vuelta cuando ve que me detengo, y durante un instante somos los únicos seres vivos entre estas paredes de piedra.

—Sí, sí que tengo —dice, volviéndose hacia mí—. Porque cuando te diga lo que he encontrado en el diario, todo lo demás va a parecer pequeño. Y no todo lo demás es pequeño.

—Sólo dime que es algo tan grande como lo que habíamos esperado.

Porque si así es, por lo menos la sombra que mi padre proyecta será una sombra larga.

Mira hacia delante, me dice la voz del fisioterapeuta. Siempre hacia delante. Pero ahora, igual que entonces, me veo rodeado de paredes.

—Sí —dice Paul, perfectamente consciente de lo que quiero decir—. Lo es.

Hay en su rostro una chispa que me transmite el significado de esas tres palabras, y de nuevo me siento golpeado, sacudido por la misma sensación que había esperado encontrar. Es como si mi padre hubiera atravesado un obstáculo inconcebible, como si hubiera regresado y logrado reivindicarse de un solo golpe.

Ignoro lo que me dirá Paul, pero la idea de que su revelación pueda ser más grande de lo que he imaginado es suficiente para hacerme sentir algo que ha estado ausente durante más tiempo del que hubiera creído. Me hace mirar hacia delante otra vez y ver frente a mí algo real, algo distinto de una pared. Me hace sentir esperanzado.

Capítulo 21

D
e camino a Firestone nos cruzamos con Carrie Shaw, una estudiante de tercero que reconozco por una clase de Literatura a la que fuimos juntos el año pasado. Carrie pasa frente a nosotros, nos saluda. Durante semanas, antes de que yo conociera a Katie, ella y yo intercambiamos miradas de un lado al otro de la mesa del seminario. Me pregunto cuánto habrá cambiado su vida desde entonces. Me pregunto si podrá ver cuánto ha cambiado la mía.

—Me parece tan accidental la forma en que me absorbió la
Hypnerotomachia
—dice Paul mientras seguimos hacia el este, hacia la biblioteca—. Todo fue tan indirecto, tan fortuito. Igual que le ocurrió a tu padre.

—Te refieres a lo de conocer a McBee.

—Y a Richard. ¿Qué habría pasado si ellos dos no se hubieran conocido? ¿Y si no hubieran ido juntos a esa clase? ¿Y si yo no hubiera cogido nunca el libro de tu padre?

—No estaríamos aquí.

Paul toma esto como un comentario informal, pero enseguida se da cuenta de lo que quiero decir. Sin Curry, sin McBee, sin
El Documento Belladonna
, Paul y yo nunca nos habríamos conocido. Nos habríamos cruzado en el campus igual que nos acabamos de cruzar con Carrie, saludándonos, preguntándonos dónde nos hemos visto antes, pensando de manera distante: es una lástima que hayan pasado cuatro años y siga habiendo tantas caras desconocidas.

—A veces —dice—me pregunto: ¿por qué tuve que conocer a Vincent? ¿Por qué tuve que conocer a Bill? ¿Por qué siempre tengo que tomar el camino más largo para llegar a donde quiero?

—¿A qué te refieres?

—¿Te has fijado en que tampoco las indicaciones del capitán de puerto van directamente al grano? Cuatro sur, diez este, dos norte, seis oeste. Se mueven en un gran círculo. Uno casi acaba llegando al punto de partida.

Al final entiendo la conexión: la extensa curva de las circunstancias, la manera en que su viaje con la
Hypnerotomachia
ha serpenteado en el tiempo y en el espacio, a partir de los dos amigos de Princeton en la época de mi padre, llegando a los tres hombres en Nueva York, y ahora de vuelta a otros dos amigos en Princeton: todo se parece al extraño acertijo de Colonna, a las indicaciones que se curvan sobre sí mismas.

—¿No crees que tiene sentido que fuera tu padre quien me inició en la
Hypnerotomachia
?—pregunta Paul.

Llegamos a la entrada y, mientras nos protegemos de la nieve, Paul me abre la puerta de la biblioteca. Ahora estamos en el viejo corazón del campus, un lugar hecho a base de piedras. En verano, cuando pasan coches con las ventanillas bajadas y la música a todo volumen, cuando todos los estudiantes llevan shorts y camisetas, edificios como Firestone y la capilla y Nassau Hall parecen cuevas en una metrópolis. Pero cuando cae la temperatura y comienza a nevar, no hay lugar más reconfortante.

—Anoche estuve pensando —continúa Paul—en que los amigos de Francesco le ayudaron a diseñar los acertijos, ¿correcto? Ahora nuestros amigos nos ayudan a resolverlos. Tú resolviste el primero. Katie dio la respuesta al segundo. Charlie supo el último. Tu padre descubrió
El Documento Belladonna
. Richard encontró el diario.

Nos detenemos en la entrada giratoria y les enseñamos nuestras identificaciones a los guardias de la puerta. Mientras esperamos a que llegue el ascensor que nos llevará a la planta C, la inferior del edificio, Paul señala una placa de metal que hay en la puerta del ascensor. Hay en ella un símbolo que no había advertido antes.

—La Imprenta Aldina —digo. Lo reconozco por el viejo despacho de mi padre.

El impresor de Colonna, Aldus Manutius, tomó su famoso emblema del delfín con el ancla, uno de los más famosos de la historia de la imprenta, de la
Hypnerotomachia

Paul asiente, e intuyo que esto forma parte de lo que quiere transmitirme. Durante esta espiral de cuatro años que nos ha llevado de vuelta al principio, Paul ha sentido, en todas partes, la presencia de una mano sobre su espalda. Aun en los detalles más silenciosos, su mundo entero lo ha estado empujando hacia delante, ayudándolo a resolver el libro de Colonna.

Las puertas del ascensor se abren y entramos.

—En fin: anoche estuve pensando en todo esto —dice, presionando el botón de la planta C; enseguida comenzamos el descenso—. En la forma en que todo parece trazar un círculo completo. Y entonces me di cuenta.

Una campana tintinea sobre nuestras cabezas, y la puerta se abre frente al más desolado paisaje de toda la biblioteca, metros y metros bajo tierra. Las estanterías de la planta C llegan hasta el techo, y están tan atiborradas que parecen diseñadas para soportar el peso de las cinco plantas que hay encima. A nuestra izquierda está Microform Services, la gruta oscura donde los profesores y los estudiantes se agolpan ante macizos grupos de máquinas de microfilms y miran con ojos entrecerrados aquellos paneles de luz. Paul comienza a conducirme a través de las pilas de libros, pasando el dedo por los lomos empolvados mientras camina. Me doy cuenta de que me lleva a su cubículo.

—Hay una razón para que todo en este libro vuelva a su punto de partida. Los principios son la clave de la
Hypnerotomachia
. La primera letra de cada capítulo crea el acróstico de Fra Francesco Colonna. Las primeras letras de los términos arquitectónicos forman el primer acertijo. No es coincidencia que Francesco hiciera que todo regresara a sus orígenes.

A lo lejos veo largas hileras de puertas verdes y metálicas casi tan apiñadas como taquillas de instituto. Las habitaciones a las que dan paso no son más grandes que un armario. Pero cientos de estudiantes de último año se encierran durante semanas en estos lugares para terminar su tesina en paz. El cubículo de Paul, que no he visitado en meses, está cerca de la esquina más remota del pasillo.

—Tal vez era sólo el cansancio, pero empecé a preguntarme: ¿Y si Francesco sabía exactamente lo que hacía? ¿Y si la forma de descifrar la segunda parte del libro fuera concentrarse en el primer acertijo? Francesco dijo que no había dejado ninguna solución, pero no dijo que no hubiera dejado pistas. Y ahí estaban las indicaciones del diario del capitán para ayudarme.

Llegamos frente a su cubículo y Paul introduce la combinación del candado. En la pequeña ventana rectangular hay una cartulina negra que impide ver el interior.

—Pensé que las indicaciones hacían referencia a una ubicación física. Cómo llegar de un estadio a una cripta, todo medido en
stadia
. Incluso el capitán creyó que las indicaciones eran geográficas. —Niega con la cabeza—. No estaba pensando como Francesco.

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