Nos quedamos sin habla.
El ogro se vuelve hacia nosotros.
—He trabajado treinta años en esto —dice, con una extraña serenidad en la voz—. Y ahora los resultados ni siquiera llevan mi nombre. Nunca me has agradecido nada, Paul. Ni cuando te presenté a Steven Gelbman. Ni cuando recibiste acceso especial a la sala de Libros Raros y Antiguos, ni cuando te concedí múltiples prórrogas para tu inútil trabajo. Nunca.
Paul está demasiado sorprendido para responder.
—No aceptaré que me quites esto —continúa Taft—. He esperado demasiado tiempo.
—Tienen mis otros informes —tartamudea Paul—. Tienen los registros de Bill.
—Nunca han visto ninguno de tus informes —dice Taft, abriendo un cajón y sacando un fajo de impresos—. Y mucho menos los registros de Bill.
—Sabrán que no es tuyo. No has publicado nada sobre Francesco en veinticinco años. Ya ni siquiera trabajas en la
Hypnerotomachia
.
Taft se acaricia la barba.
—La
Renaissance Quarterly
ha visto tres borradores preliminares de mi artículo. Y he recibido varias llamadas felicitándome por mi conferencia de anoche.
Recordando las fechas de las cartas de Stein, me doy cuenta de que el plan se remonta a hace mucho tiempo, a meses de sospechas entre Stein y Taft sobre quién robaría primero la investigación de Paul.
—Pero él ya ha llegado a algunas conclusiones —digo cuando veo que Paul no parece percatarse de ello—. No le ha hablado a nadie de ellas.
Espero que Taft reaccione de mala manera, pero parece divertido.
—¿Conclusiones tan pronto, Paul? —dice—. ¿A qué podemos atribuir este repentino éxito?
Taft sabe lo del diario.
—Dejaste que Bill lo encontrara —dice Paul.
—Pero tú todavía no sabes lo que Paul ha encontrado —insisto.
—Y tú —dice Taft, volviéndose hacia mí—eres tan iluso como tu padre. Si un chico puede resolver el significado del diario, ¿crees que yo no puedo?
Paul está aturdido. Sus ojos dan vueltas por la habitación.
—Para mi padre, usted no era más que un imbécil —digo.
—Tu padre se murió esperando que una Musa le susurrara al oído —ríe Taft—. La erudición es rigor, no inspiración. Nunca quiso escucharme y sufrió las consecuencias.
—Él tenía razón sobre el libro. Tú estabas equivocado.
El odio baila en sus ojos.
—Sé muy bien lo que hizo, niño. No estés tan orgulloso.
Miro a Paul, sin entender, pero él ha dado varios pasos hacia la estantería.
Taft se inclina hacia mí.
—Pero ¿cómo juzgarlo? Había fracasado, caído en desgracia… El rechazo de su libro fue el
coup de grace
.
Me doy la vuelta, estupefacto.
—Y lo hizo con su propio hijo en el coche —continúa Taft—. Qué significativo.
—Fue un accidente… —digo.
Taft sonríe, y en su sonrisa hay mil dientes.
Doy un paso hacia él. Charlie me pone una mano en el pecho, pero me la sacudo de encima. Lentamente, Taft se levanta de su silla.
—Fue culpa tuya —digo, vagamente consciente de estar gritándole.
La mano de Charlie está de nuevo sobre mí, pero me aparto, caminando hacia delante hasta que la esquina de la mesa me roza la cicatriz de la pierna.
Taft rodea el escritorio y se pone a mi alcance.
—Te está provocando, Tom —dice Paul en voz baja desde el otro extremo de la habitación.
—No, se lo hizo él solo —dice Taft.
Y lo último que recuerdo, antes de empujarlo con todas mis fuerzas, es la sonrisa de su rostro. Taft cae —se desploma sobre su propio peso—y en el suelo de la habitación resuena un trueno. Todo parece escindirse: las voces que gritan, las imágenes que se hacen borrosas, y en ese momento las manos de Charlie están de nuevo tirando de mí.
—Vamos —dice. Trato de zafarme, pero Charlie es más fuerte. —Vamos —le repite a Paul, que sigue mirando a Taft, que está tirado en el suelo.
Pero es demasiado tarde. Taft se levanta, tambaleante, y avanza hacia mí.
—No te acerques —dice Charlie, extendiendo una mano en dirección a Taft.
Taft me mira fijamente desde el otro extremo del brazo de Charlie. Paul, ajeno a ellos, mira alrededor de la habitación, buscando algo. Finalmente, Taft recobra la cordura y coge el teléfono.
Un golpe de terror se registra en el rostro de Charlie.
—Vámonos —dice, dando un paso atrás—. Ahora.
Taft pulsa tres números, tres números que Charlie ha visto demasiado a menudo para no reconocerlos. —Policía —dice, mirándome a los ojos—. Vengan de inmediato, por favor. Me están atacando en mi despacho.
Charlie me empuja hacia fuera.
—Vamos —dice.
En ese momento, Paul se lanza hacia la caja abierta y saca todo lo que queda en su interior. Luego empieza a sacar papeles y libros de las estanterías, arrancando sujetalibros, dándole la vuelta a todo lo que encuentra a su paso.
Cuando tiene en su mano una pila de papeles de Taft, retrocede y sale disparado por la puerta, sin ni siquiera mirarnos a Charlie o a mí.
Lo perseguimos. El último sonido que sale del despacho es el de Taft al teléfono, anunciando nuestros nombres a la policía. Su voz sale por la puerta y hace eco en el pasillo.
Nos apresuramos a través del pasillo hacia las oscuras escaleras del sótano cuando una bocanada de aire frío llega desde arriba. Dos oficiales del campus han llegado al pie de la escalera, encima de nosotros.
—¡Quédense donde están! —grita uno de ellos a través de la estrecha escalera.
Nos paramos en seco.
—¡Policía del campus! ¡No se muevan!
Paul mira por encima de mi hombro hacia el extremo opuesto del pasillo, aferrado a los papeles que lleva en la mano izquierda.
—Obedece —le dice Charlie.
Pero sé bien lo que ha llamado la atención de Paul. Hay un armario de conserje. Y dentro, una de las entradas a los túneles.
—No es seguro —dice Charlie en voz baja, poniéndose delante de Paul para impedir que siga corriendo—. Están construyen…
Los vigilantes interpretan el movimiento como un intento de huida y uno baja la escalera a toda velocidad mientras Paul se dirige a la puerta.
—¡Deténganse! —grita el vigilante—. ¡No entren allí!
Pero Paul ya está en la entrada, abriendo de un tirón el panel de madera. Luego, desaparece.
Charlie no lo duda. Antes de que cualquiera de los policías se dé cuenta, se adelanta y se dirige con rapidez hacia la puerta. Oigo un golpe seco cuando Charlie salta al suelo del túnel, tratando de detener a Paul.
Enseguida su voz, gritando el nombre de Paul, hace un eco que me llega desde abajo.
—¡Salgan! —ruge el vigilante, pero su voz no hace más que empujarme hacia delante.
El agente se inclina hacia dentro y vuelve a llamar, pero sólo hay silencio.
—Llámalo… —comienza a decir el primero, pero entonces un ruido atronador sube rugiendo desde los túneles, y la caldera, junto a nosotros, comienza a silbar. De inmediato me doy cuenta de lo que ha ocurrido: un tubo de vapor ha estallado. Y en ese instante oigo a Charlie gritar.
Nos apresuramos a través del pasillo hacia las oscuras escaleras del sótano cuando una bocanada de aire frío llega desde arriba. Dos oficiales del campus han llegado al pie de la escalera, encima de nosotros.
—¡Quédense donde están! —grita uno de ellos a través de la estrecha escalera. Nos paramos en seco.
Un momento después llego al umbral del armario. La alcantarilla es pura oscuridad, de manera que doy un salto al vacío. Cuando toco tierra, la adrenalina atraviesa mis venas, viva como un relámpago, y el dolor de la caída se desvanece antes de expandirse. Me obligo a levantarme. Charlie gime a lo lejos, y al hacerlo me conduce a donde está, mientras los vigilantes gritan desde arriba. Uno de los agentes tiene la sensatez de percatarse de lo que ha pasado.
—Llamaremos una ambulancia —grita al interior del túnel—. ¿Me oyen?
Me muevo a través de una niebla densa como la sopa. El calor se hace más intenso, pero sólo puedo pensar en Charlie. El silbido del tubo ahoga los demás sonidos a intervalos regulares.
Los gemidos de Charlie se han vuelto más claros. Avanzo intentando llegar hasta él, y al final, tras una curva de los tubos, lo encuentro. Está doblado sobre sí mismo, inmóvil. Tiene la ropa destrozada y el pelo pegado a la cabeza. Desde lejos, mientras mis ojos se ajustan a la luz, alcanzo a ver un hoyo abierto en un tubo del tamaño de un barril que hay cerca del suelo.
—Hum —gime Charlie.
No le entiendo.
—Hum…
Me doy cuenta de que trata de decir mi nombre.
Tiene el pecho empapado. El vapor lo ha golpeado en pleno estómago.
—¿Puedes ponerte en pie? —pregunto, tratando de poner su brazo alrededor de mi hombro.
—Hum… —murmura, y enseguida pierde el conocimiento.
Aprieto los dientes y trato de levantarlo, pero es como tratar de mover una montaña.
—Vamos, Charlie —le ruego, levantándolo un poco—. No te desmayes.
Pero intuyo que a cada segundo me escucha menos. Su peso es más mortecino.
—¡Socorro! —Gritó al vacío—¡Ayúdenme!
Tiene la camisa hecha jirones en el lugar en el que ha recibido el impacto delvapor y la piel empapada. A duras penas lo oigo respirar.
—Mmm… —gorjea, tratando de enroscar un dedo alrededor de mi mano.
Lo cojo por los hombros y lo sacudo de nuevo. Al final oigo pasos. Un rayo de luz penetra la niebla y logro ver a un médico —dos, en realidad—apresurándose hacia mí.
Un segundo después están tan cerca que puedo distinguir sus rostros. Pero cuando los rayos de luz de las linternas pasan sobre el cuerpo de Charlie, uno de ellos dice:
—Dios mío.
—¿Está herido? —me dice el otro, dándome pequeñas palmadas en el pecho.
Lo miro fijamente, pero no puedo entender lo que dice. Enseguida, cuando miro el círculo de mi estómago iluminado por la linterna, lo entiendo todo. El agua que cubría el pecho de Charlie no era agua. Estoy cubierto con su sangre.
Ambos enfermeros están con él, tratan de reanimarlo. Un tercero llega y trata de moverme, pero lo rechazo para quedarme junto a Charlie. Lentamente siento que me desvanezco. En medio de la oscuridad y del calor, comienzo a perder la noción de la realidad. Un par de manos me conducen fuera del túnel, y veo a los dos agentes, acompañados ahora de otros dos policías: todos observan mientras el equipo de enfermeros me saca a la superficie.
Lo último que recuerdo es la expresión del rostro del vigilante que me observa surgir de la oscuridad, ensangrentado desde la cara hasta la punta de los dedos. Al principio parece aliviado de verme salir a trompicones del desastre. Enseguida su expresión cambia, y el alivio desaparece de sus ojos cuando se da cuenta de que la sangre no es mía.
R
ecobro el conocimiento en una cama del Centro Médico Princeton varias horas después del accidente. Paul está sentado a mi lado, contento de verme despertar, y afuera hay un policía. Alguien me ha cambiado la ropa y me ha metido en una bata de papel que cruje como un pañal cuando me siento en la cama. Tengo sangre debajo de las uñas, negra como la tierra, y hay en el aire un olor familiar, algo que recuerdo de mi pasado hospitalario. El olor de la enfermedad limpiada con desinfectante. El olor de la medicina.
—¿Tom? —dice Paul.
Me yergo para darle la cara, pero una punzada de dolor me recorre el brazo.
—Con cuidado —dice, inclinándose—. El doctor dice que te has hecho daño en el hombro.
Ahora, a medida que recupero la conciencia, siento el dolor bajo el vendaje.
—¿Qué os ha pasado allá abajo? —le pregunto.
—Ha sido estúpido. Una simple reacción. Después de la explosión del tubo, no he podido volver con Charlie. Todo el vapor venía hacia mí. He regresado por la salida más cercana y la policía me ha traído aquí.
—¿Dónde está Charlie?
—En urgencias. No dejan que lo vea nadie.
Su voz se ha vuelto llana. Tras frotarse un ojo, echa una mirada por la puerta. Una vieja pasa en su silla de ruedas, ágil como un niño en un cochecito. El policía la observa, pero no sonríe. En el suelo hay un pequeño triángulo amarillo que dice
cuidado: superficie resbaladiza.
—¿Está bien?
Paul mantiene la mirada en la puerta.
—No lo sé. Will ha dicho que estaba justo enfrente del tubo roto cuando lo han encontrado.
—¿Will?
—Will Clay, el amigo de Charlie. —Paul pone una mano sobre la barandilla de la cama—. Es él quien te ha sacado.
Trato de recordarlo, pero no veo más que siluetas en los túneles, iluminadas en los bordes por las linternas.
—Charlie y él cambiaron de turno cuando decidisteis ir a buscarme —añade Paul.
Hay una gran tristeza en su voz. Cree que todo esto es culpa suya.
—¿Quieres que llame a Katie?
Le indico que no. Antes quiero estar más consciente.
—La llamaré después —digo.
La anciana pasa por segunda vez, y ahora veo la escayola de su pierna izquierda,entre la rodilla y los dedos de los pies. Está despeinada y lleva los pantalones arremangados por encima de la rodilla, pero en sus ojos hay un brillo leve, y al pasar le muestra al agente una sonrisa desafiante, como si hubiera quebrado la ley en lugar de haberse quebrado un hueso. Charlie me dijo una vez que a los pacientes geriátricos les gusta sufrir una caída pequeña o una enfermedad menor de vez en cuando. Perder una batalla les recuerda que aún están ganando la guerra. Y de repente me golpea la ausencia de Charlie, el vacío existente donde tendría que estar su voz.
—Debe haber perdido mucha sangre —digo.
Paul se mira las manos. En el silencio, oigo a alguien que respira con dificultad al otro lado de la mampara que separa mi cama de la siguiente. En ese momento una doctora entra en la habitación. El agente le toca el codo de la bata blanca; cuando la doctora se detiene, los dos intercambian frases en voz baja.
—¿Thomas? —dice, acercándose a la cama con una carpeta y el ceño fruncido.
-¿Sí?
—Soy la doctora Jansen. —Se dirige al lado opuesto de la cama para examinarme el brazo—. ¿Cómo te encuentras?
—Bien. ¿Cómo está Charlie?
Me palpa el hombro levemente, lo suficiente para hacerme reaccionar.
—No lo sé. Ha estado en urgencias desde su llegada.