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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (27 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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—Interesante —dijo—. Muy interesante. ¿De dónde proceden?

—Eso es lo que me gustaría que me dijese usted.

Habibi se echó a reír. Encendió la lamparita que tenía al lado y cogió la lupa. Examinó los objetos uno a uno, atentamente.

—¿Y bien? —preguntó Jalifa cuando hubieron transcurrido casi cinco minutos.

Habibi dejó en la mesa la figurita funeraria que estaba examinando en aquellos momentos y se retrepó en el sillón. Se le había apagado la pipa, que volvió a llenar y a encender. La expresión de su cara revelaba que estaba disfrutando de aquel momento, como un catador al que se hubiese pedido que identificara un vino raro y, después de paladearlo, tuviese la certeza de qué vino se trataba.

—Ocupación persa —declaró.

Jalifa enarcó las cejas.

—¿Ocupación persa?

—Exacto.

—¿La primera o la segunda?

—¡Qué duro examinador! —exclamó Habibi, entre risas—. ¡No me perdona una! Yo diría que de la primera, aunque no podría darte una fecha exacta. Quizá entre quinientos veinticinco y cuatrocientos cuatro antes de Cristo. Sin embargo, las figuritas funerarias parecen un poco posteriores.

—¿Posteriores?

—De la segunda ocupación persa, probablemente, aunque acaso sean de la trigésima dinastía. Es casi imposible fechar con precisión este tipo de objetos, sobre todo cuando son tan sencillos, sin ninguna leyenda o inscripción. Tampoco hay rasgos estilísticos que resulten claros. Sólo cabe hacer conjeturas.

—Y su conjetura es que datan de la segunda ocupación persa, ¿no?

—O de la trigésima dinastía…

Jalifa guardó silencio por unos instantes, pensativo.

—¿Y son auténticos?

—Desde luego que sí —contestó Habibi—. No me cabe duda de que lo son —añadió, y dio una profunda calada.

A través del sistema de megafonía anunciaron que el museo iba a cerrar en diez minutos.

—¿Puede decirme algo más? —preguntó Jalifa.

—Depende de lo que quieras saber. La jarrita de cerámica para ungüentos perteneció a un soldado. Tenemos otras del mismo tipo. Al parecer formaban parte de la impedimenta militar de aquellos tiempos. También la daga parece de origen militar. Fíjate en la hoja, presenta muescas y está desgastada, lo que demuestra que no fue ceremonial o votiva, sino que se utilizó. El peto es interesante. Es de alto rango, de mejor calidad que los habituales.

—¿Y qué le sugiere?

El profesor reflexionó por unos segundos y respondió:

—Pues que o bien su origen es distinto del de los otros objetos, o bien que la persona que poseía la jarrita y la daga progresó mucho en la vida.

Jalifa se echó a reír.

—Usted debería haber sido policía. Con su capacidad de deducción, habría llegado a ministro del Interior.

—Bah —dijo el profesor—. Quizá. Pero a lo mejor no he dicho más que tonterías. Eso es lo malo de hablar del pasado remoto. Uno puede aventurar la teoría que le venga en gana, porque nadie le demostrará nunca que está equivocado. Todo depende de la interpretación. —Se sirvió jerez por tercera vez. Pero en lugar de vaciar la copa de un trago sólo bebió un sorbo—. Y bien, Yusuf, dime: ¿de dónde procede todo esto?

Jalifa le dio una última calada al cigarrillo y aplastó la colilla en el cenicero.

—Creo que de Luxor; de una tumba recientemente descubierta.

—¿Tiene algo que ver con algún caso que llevas? —preguntó Habibi—. No hace falta que me des detalles.

—Será mejor que no lo haga.

Habibi se acercó el cenicero y dejó caer parte de la ceniza de la pipa. Volvieron a oír el anuncio de la hora del cierre del museo. Guardaron silencio por unos momentos.

—Tiene relación con Alí, ¿verdad? —preguntó al cabo el profesor.

—¿Cómo?

—El caso que llevas, estos objetos, tienen que ver con Alí, ¿no?

—¿Qué le hacer suponer que...?

—Lo leo en tu cara, Yusuf. Lo noto en tu voz. No pasa uno más de medio siglo estudiando la vida de personas muertas sin aprender de paso muchas cosas acerca de los vivos. Lo noto, Yusuf. Esto tiene que ver con tu hermano.

Jalifa guardó silencio. El profesor se levantó y rodeó la mesa lentamente. Pasó por delante de Jalifa y, por un momento, éste pensó que se dirigía hacia una estantería de libros que había al fondo del despacho. Luego notó la presión de la mano de Habibi en su hombro, una presión firme a pesar de la avanzada edad.

—Arwa y yo... —dijo el profesor con voz vacilante—. Cuando tú y Alí aparecisteis en nuestras vidas...

Habibi dejó la frase sin terminar, y Jalifa se volvió y le tomó una mano entre las suyas.

—Lo sé —dijo quedamente.

—Pero ten cuidado, Yusuf. Es todo lo que te pido. Ten cuidado.

Permanecieron inmóviles por unos segundos, y al fin Habibi se apartó y regresó a su sillón.

—¿Me permites volver a examinar estos objetos? —preguntó, esforzándose por disipar su preocupación—. A ver si logro decirte algo más. ¿Dónde habré dejado esa condenada lupa?

26

Luxor

Omar los condujo a una sencilla habitación de la planta superior de la casa, de un tosco suelo de cemento y sin espejo. Mientras su esposa y una hija mayor llevaban cojines y sábanas, sus otros tres hijos observaban a los recién llegados con curiosidad. El menor parecía fascinado por el cabello de Tara, que lo cogió en brazos. Él se enrolló un mechón a los dedos formando un bucle y le susurró algo a su madre.

—¿Qué dice? —preguntó Tara.

—Que tiene el tacto de la cola de un caballo —explicó Omar.

—Vaya, para eso gasta una en acondicionador —dijo ella con una sonrisa, y tras hacer una carantoña al pequeño, lo dejó en el suelo.

Tara sintió un extraño alivio al verse rodeada de aquella familia, como si formase una barrera de invisible calidez e inocencia que la protegía del mundo exterior.

Cuando se hubo asegurado de que Tara y Daniel tenían todo lo necesario en el dormitorio, Omar hizo salir a sus hijos y a su esposa.

—Ahora iré a ver qué averiguo —anunció—. Entretanto, hagan como si estuviesen en su casa. Aquí no correrán peligro. Por lo menos en Luxor el nombre de El-Faruk ofrece ciertas garantías al respecto.

Cuando Omar hubo salido, se ducharon y subieron a la azotea. Había un tendedero de alambres y un montón de dátiles de color marrón rojizo secándose encima de una sábana. Miraron hacia las colinas de Tebas, que se alzaban ante ellos como gigantescas olas parduscas, y luego hacia el este, en dirección al río. Se elevaba humo de los campos, en los que los campesinos quemaban rastrojo de la cosecha de maíz y de caña de azúcar. Una carreta cargada de paja avanzaba lentamente por un camino tirada por dos búfalos de agua. Un par de garcetas blancas sobrevoló una acequia. Un grupo de niños jugaba en lo alto de un montículo, lanzándole ramas a un perro atado más abajo. A lo lejos se oía el sordo golpeteo de una bomba de agua.

—Creo que tendríamos que hacer algo —dijo Tara.

—¿Como qué?

—No lo sé. Me parece un poco absurdo hacer un viaje tan largo para quedarnos aquí, contemplando el paisaje. Después de todo lo ocurrido...

—No podemos hacer gran cosa, Tara. Por lo menos hasta que Omar vuelva. Lo que hagamos depende de lo que él averigüe.

—Ya lo sé, pero me siento impotente teniendo que limitarme a esperar. Es como si estuviésemos a merced de los acontecimientos. Mi padre ha muerto, a nosotros quieren matarnos... Siento que debo hacer algo. Averiguar algo.

—Te comprendo —dijo Daniel, apoyando una mano en su hombro—. Yo me siento tan frustrado como tú. Pero tenemos las manos atadas.

Guardaron silencio mirando a un viejo que avanzaba por el camino llevando un camello del ronzal. Daniel volvió a mirar hacia las colinas, ensimismado. De pronto, cogió de la mano a Tara y fue hacia las escaleras.

—¡Vamos! Puede que no solucione nuestros problemas, pero al menos tendremos algo que hacer.

—¿Adónde vamos?

—Allí —contestó Daniel señalando hacia un risco achatado que se elevaba por encima de las lomas—. No hay ningún lugar mejor en Egipto para ver la puesta del sol. —Empezó a bajar por las escaleras y añadió—: Y tráete la caja.

—¿Por qué? ¿Temes que Omar la robe?

—No. Lo que no quiero es que lo maten si la encuentran en su casa. El problema es nuestro, Tara. No debemos separarnos de esa caja.

Tardaron casi una hora en llegar a lo alto del risco. Primero fueron por un sendero con precarios escalones de piedra reforzados con cemento, y luego otro que zigzagueaba hasta una estrecha garganta que desembocaba en la cumbre. Fue una dura ascensión y al llegar a lo alto ambos estaban cubiertos de sudor.

Se detuvieron a recobrar el aliento. Luego Daniel se sentó en una roca, encendió un cigarro y se puso a tamborilear con los dedos sobre el muslo como si aguardase a alguien. Tara se descolgó el bolso, que llevaba en bandolera, y fue a reunirse con él, impresionada por la extraordinaria vista. El sol poniente, rojizo y enorme, parecía una joya engastada en el cielo turquesa; la lejana cinta del Nilo reverberaba con la luz de la tarde; las lomas se ondulaban hasta el horizonte, silenciosas, desnudas, misteriosas.

—A este pico lo llaman Al-Qurn —dijo Daniel—. El Cuerno. Desde casi todos los ángulos sólo parece un risco achatado, pero desde el norte, desde el Valle de los Reyes, semeja una pirámide. Ésa es la razón de que eligiesen el valle como cementerio. Los antiguos egipcios lo llamaban Dehenet, «la cumbre».

—No me extraña. Es tan apacible... —dijo Tara.

—Eso mismo pensaron ellos hace tres mil quinientos años. El pico fue consagrado a la diosa Meret-Seger. Su nombre significa «La que ama el silencio».

Daniel se levantó y miró en dirección al camino por el que habían ascendido.

—Fíjate en eso —dijo señalando hacia abajo—. ¿Ves ese recinto rectangular a la derecha? Es Medinet Habu, el templo funerario de Ramsés III, uno de los monumentos más hermosos de Egipto. Y, más allá, al otro lado del palmeral, está la casa de Omar. ¿La ves?

—Me parece que sí —contestó ella, siguiendo la dirección de su índice.

—Y a la izquierda, por donde pasa la carretera que va al río, están los colosos de Memnón. Más a la izquierda. —Se arrimó a ella hasta que sus mejillas casi se tocaron y añadió—: Donde están esos bloques de edificios se encuentra el Ramaseo, el templo funerario de Ramsés II.

Tara notaba el aliento de Daniel en su oreja, y se echó un poco hacia atrás, mirándolo, un tanto desconcertada y también algo turbada.

—¿Qué?

—Yo... —Daniel no acertó a encontrar las palabras y bajó la vista.

—¿Qué ocurre, Daniel?

—Quería...

De pronto oyeron pisadas. Se volvieron y allí, justo en la boca de la garganta por la que habían trepado hacía unos minutos, vieron a un hombre de aspecto miserable, demacrado y con los ojos inyectados en sangre.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Daniel.

—Hola, por favor. Hola, por favor —farfulló el aparecido, que llevaba una galabeya tan rota y raída que era un milagro que no se le deshiciera—. Esperen, esperen... Les enseñaré una cosa, una cosa estupenda. Aquí, aquí. —Se acercó a ellos y les tendió una mano esquelética en la que sostenía un escarabajo de piedra negra—. Los he visto subir —dijo—. Es un largo camino. Muy largo. Miren, miren. Es muy buena. ¿Cuánto me dan?


La
—repuso Daniel meneando la cabeza—.
Mish delwa'tee
. Ahora no.

—Es muy buena, muy buena. Por favor, ¿cuánto me dan?


Ana mish aayiz
. No lo quiero.

—Deme veinte libras. Es muy barato.


La
—repitió Daniel con aspereza—.
Ana mish aayiz
.

—Quince... Diez...

Daniel meneó la cabeza.


Antika
—dijo el hombre bajando la voz—. Tengo
antika
. Se las enseñaré. Son muy buenas. Auténticas.


La
—repitió Daniel con firmeza—.
Imshi
. Váyase.

El hombre estaba desesperado.

—Sean compasivos. Sin dinero no podré comer, y moriré de hambre como un perro. —Echó la cabeza hacia atrás y profirió un aullido estridente—. ¿Lo ven? No soy un hombre, soy un perro. Un animal.

El hombre volvió a aullar, y Daniel lo fulminó con la mirada.


Jalas!
—exclamó—. ¡Ya basta!

Daniel se llevó la mano al bolsillo, sacó unos billetes y se los dio al pordiosero, cuyos sollozos cesaron como por ensalmo y dieron paso a una sonrisa que reveló unos dientes ennegrecidos y mellados. A continuación se puso a bailotear.

—Buen hombre, buen hombre... —murmuró—. Mi amigo ha sido muy bueno conmigo. —Miró a Tara, se le acercó y añadió—: Bonita señorita, puedo enseñarle tumbas. ¿Quiere ver a Hatshepsut? ¿El Valle de los Reyes? ¿El Valle de las Reinas? Conozco tumbas especiales. Tumbas secretas. Seré su guía, muy barato.

—Ya basta —dijo Daniel—. Ya le he dado dinero. Márchese.
Imshi!

—Pero es que puedo enseñarles muchas cosas especiales. Muchos secretos.


Imshi!

El hombre dejó de bailotear, se encogió de hombros y se alejó, manoseando el dinero y mascullando para sí.

—Dinero, dinero... Vamos, vamos...

Antes de desaparecer por la boca de la garganta, se volvió y miró a Tara fijamente.

—No es lo que usted cree, señorita —dijo en un tono que de pronto sonó sosegado y lúcido—. Los espíritus me han dicho que se lo diga. No es lo que usted piensa. Se dicen muchas mentiras.

Comenzó a descender por la ladera hasta perderse de vista.

—¿Qué habrá querido decir con que no es lo que creo? —preguntó Tara, a quien las palabras del pordiosero habían estremecido de forma inexplicable.

—¡Cualquiera sabe! —exclamó Daniel, que se acercó al borde del risco y miró hacia el Valle de los Reyes—. ¿No ves que está loco? Debe de llevar un mes sin comer.

Guardaron silencio por unos instantes. Daniel miraba hacia el valle mientras Tara lo observaba.

—Antes ibas a decirme algo, ¿no?

—Da igual —repuso Daniel volviéndose hacia ella—. Acércate a ver. Es el mejor momento del día para contemplar el valle, cuando no hay nadie, tal como debía de verse en la Antigüedad.

Tara se acercó a él y sus dedos se tocaron ligeramente. El valle estaba silencioso y desierto, sus valles tributarios partían de él como los dedos de una mano extendida.

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