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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (45 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Alabado sea Alá, señor de todas las cosas,

el Misericordioso,

Señor del Día del juicio,

el único a quien servimos.

Sólo a Ti acudimos en busca de ayuda.

Guíanos por el camino recto,

el camino de aquellos a quienes bendices,

no el de aquellos que provocan Tu ira

ni el de los descarriados.

Mientras rezaba, pidiéndole a Dios que lo protegiese a él y a su familia, su inquietud y su temor se fueron mitigando, como le ocurría siempre que se dirigía a Alá. Era como si el mundo exterior menguase y el templo se agigantase, de manera que su serenidad y silencio llenasen el universo entero. Saif al-Thar, Dravic, el comisario Hassani y el ejército de Cambises parecían quedar reducidos a motitas de polvo que flotaban en la eternidad del abrazo de Dios. Una confortadora calma inundó todo su ser.

Siguió allí durante veinte minutos, rezando diez rekahs, o ciclos de oración. Nada más terminar se encendieron varios candelabros y el interior de la mezquita se llenó de una radiante claridad.

Jalifa sonrió. La súbita luz se le antojó una señal de que sus plegarias habían sido escuchadas.

También la plaza estaba en aquellos momentos iluminada. Los surtidores de la gasolinera volvían a funcionar. El empleado llenó el depósito del todoterreno y las ocho latas, mientras Jalifa llenaba los tres bidones de agua del grifo que asomaba de la pared. Después de pagar la gasolina y tres paquetes de Cleopatra, se quedó prácticamente sin dinero. Volvió a subir al Toyota, cruzó la población y puso rumbo de nuevo hacia las dunas que se extendían al sudeste.

Al cabo de un par de kilómetros se detuvo junto a una loma de arena cubierta de maleza. A su espalda titilaban las luces de Siwa. Hacia el otro lado, en dirección a la inmensidad del desierto, no había nada, sólo una superficie desolada iluminada por la luna. Se oía aullar a un perro a lo lejos.

Jalifa dio cuenta de parte de la comida que Zainab le había preparado; era la primera vez que probaba bocado aquel día. Luego cogió las dos mantas que llevaba bajo el salpicadero, a la derecha del volante, echó el asiento hacia atrás y se recostó mirando las estrellas a través de la ventanilla. De pronto cayó en la cuenta de que, después de haber llegado tan lejos, no tenía ni idea de qué haría cuando encontrase el lugar donde se hallaba el ejército de Cambises. Trató de pensar en ello, pero estaba demasiado cansado. Cuanto más intentaba concentrarse, más se desvanecían en su mente Saif al-Thar, Dravic y el ejército, hasta desaparecer y dejar paso a un enorme manantial que brotaba del desierto y convertía la arena en un paraje rebosante de vegetación.

Puso el seguro de ambas puertas, comprobó que la pistola que reposaba en el asiento del acompañante tuviese bala en la recámara y se dispuso a dormir.

En el desierto occidental

Tara despertó sobresaltada. Tenía la cabeza recostada en el regazo de Daniel, que estaba mirándola.

—Me arrancabas el corazón —musitó ella—. Me arrancabas el corazón con una paleta.

—Tranquila, que sigues teniéndolo en su sitio. No ha sido más que una pesadilla —le dijo él en tono cariñoso, acariciándole la cabeza.

—Ibas a enterrarme. Había un ataúd al lado.

Daniel se inclinó hacia ella y la besó en la frente.

—Vuelve a dormirte —le susurró—. Todo irá bien.

Ella alzó la vista hacia él, pero enseguida se le cerraron los ojos y volvió a quedarse dormida. Estaba pálida. Daniel la miró, le recostó la cabeza en el suelo con delicadeza y se levantó. Empezó a caminar de un lado a otro de la tienda, mirando constantemente hacia la entrada. Estaba tan crispado que, a la luz de la lámpara de queroseno, su rostro parecía una máscara.

—Vamos —musitó—. ¿Dónde estás? ¡Vamos!

El centinela lo miró impasible, con el dedo en el gatillo de su fusil.

En el desierto occidental, cerca de Siwa

Jalifa sintió que Zainab lo acariciaba, pero al despertar y abrir los ojos reparó en que el calorcillo que sentía era el de los primeros rayos del sol que penetraban por la ventanilla. Retiró las mantas, abrió la puerta y bajó del vehículo, temblando, porque el mundo aún no había tenido tiempo de entrar en calor.

Rezó sus oraciones matinales, encendió un cigarrillo y subió a la loma junto a la que había aparcado. Al norte se veía la dentada media luna del oasis que se extendía a derecha e izquierda. Sus salinas reflejaban un resplandor sonrosado con los primeros rayos del sol. De los palmerales y los olivares se elevaban columnas de humo. Alrededor todo era desierto, un paisaje árido de arena, grava y escarpaduras. Permaneció unos momentos contemplándolo, sobrecogido por la desolación. Arrojó la colilla, volvió al vehículo y sacó el GPS portátil de la guantera. Tal como Abdul le había asegurado, era muy fácil de manejar. Marcó las coordenadas de la roca en forma de pirámide y pulsó el botón de activación. Según lo que indicaba la pantalla de cristal líquido, estaba a ciento setenta y nueve kilómetros de allí, ciento treinta y tres grados al norte. Marcó también las coordenadas de su posición y las del oasis Al-Farafra, y a continuación guardó el GPS en su bolsa junto al teléfono móvil y a su pistola. Después desinfló un poco los neumáticos del todoterreno para mejorar la tracción y volvió a subir. Arrancó y se adentró lentamente en el desierto, dejando profundos surcos en la arena.

Como nunca había conducido por el desierto se lo tomó con calma, manteniendo una velocidad moderada y regular. Aunque la superficie del terreno pareciese firme, cedía en muchos tramos en los que la arena ocultaba baches y hondonadas. A veces, llegaba a lo alto de lo que parecía una duna de suave pendiente y de pronto se encontraba con una pared de arena casi vertical, en ocasiones hasta de unos veinte metros. En una ocasión había estado a punto de volcar, pero había logrado dominar el vehículo y hacerlo bajar de costado por la pendiente. A partir de entonces redujo la velocidad aún más.

A lo largo de los primeros kilómetros vio huellas de neumáticos, presumiblemente de los todoterrenos que llevaban a los turistas desde Siwa a hacer safaris o excursiones por el desierto. Dejó atrás matorrales que porfiaban por elevarse en las dunas, y en un par de ocasiones pasó junto a esqueletos semienterrados en la arena, tan abrasados por el sol que eran de un blanco sobrenatural. Pensó que debía de tratarse de chacales, aunque no estaba seguro. Aquéllos eran los únicos rastros de vida, por así decirlo. El resto era arena, roca, y grava, bajo un cielo azul blancuzco. El verdor de la vegetación del oasis se iba difuminando en la distancia hasta perderse por completo en el horizonte.

Jalifa no tardó en ver claro que, aunque el GPS hubiese calculado que la distancia hasta la roca piramidal era de ciento setenta y nueve kilómetros, iba a tener que recorrer muchos más para llegar a su destino. El GPS le había proporcionado la distancia en línea recta. Pero sobre el terreno era imposible atenerse a ésta debido a las inaccesibles pendientes de arena, los altos riscos de piedra caliza y los pedregales llenos de grietas, que lo obligaban a zigzaguear de continuo y seguir por un firme practicable para el vehículo. A veces, los rodeos que tenía que dar eran cortos, de sólo unos centenares de metros, pero en otras ocasiones eran de tres o cuatro kilómetros. Al cabo de dos horas de conducir en esas condiciones y, tras haber recorrido setenta kilómetros, miró la pantalla de cristal líquido del GPS, la cual le indicó que en realidad sólo había avanzado cuarenta kilómetros. De seguir así, se eternizaría.

La mañana transcurrió lentamente. Se detuvo un rato para hacer sus necesidades, cerró el contacto y se alejó unos metros del Toyota. El silencio era tan absoluto e insólito para él que lo sobrecogía. Reparó en la intrusión que debía de significar el ruido del motor del todoterreno en aquel entorno callado. Si Saif al-Thar tenía hombres patrullando por la zona, como era casi seguro, lo oirían desde varios kilómetros a la redonda.

«Sería como decirles por radio que voy de camino», pensó mientras regresaba al vehículo. Al arrancar se sintió muy vulnerable.

Durante las dos horas siguientes el paisaje siguió siendo muy similar. Después, hacia mediodía, vio lo que parecía una sucesión de colinas que se elevaban en el horizonte. Era imposible distinguirlas con claridad a aquella distancia porque el calor enturbiaba la atmósfera y difuminaba los contornos. Reverberaban como si fuesen formas líquidas, dilatándose y encogiéndose. A medida que se acercaba, los contornos se veían más nítidos, y advirtió que no se trataba de colinas sino de una enorme duna, de una altísima pared de arena que se extendía hasta donde abarcaba la vista describiendo una curva, frente a otras dunas similares que semejaban olas gigantescas. Eran las primeras dunas del Gran Mar.


Allahu akbar!
—musitó.

Siguió adelante hasta llegar al pie de la primera duna, que daba la impresión de ejercer de parapeto, a la manera de un enorme dique que impedía que las otras dunas se desbordasen.

Se apeó y ascendió hasta lo alto de la duna, jadeante y sudoroso. Ante él se extendían otras que se perdían hasta el horizonte. Pero aquéllas eran suaves y de contornos nítidos y configuraban un paisaje completamente distinto del que había visto hasta el momento. Recordó que de pequeño su padre le había contado que el desierto era, en realidad, un león que se había quedado dormido en el amanecer de los tiempos, y que un día despertaría y devoraría todo el mundo. Al ver aquel mar de dunas estuvo tentado de creer que era verdad, porque la arena tenía el color y la aterciopelada textura de la piel de los leones, y los riscos semejaban las arrugas del lomo de una fiera viejísima, de edad incalculable. Sintió un extraño e irracional sentimiento de culpabilidad al enterrar la colilla en la arena, como si estuviese quemando la piel de un ser vivo. Siguió allí unos momentos contemplando el panorama y luego volvió al vehículo, hundiéndose en la arena hasta las rodillas. Había oído que por aquella zona abundaban las arenas movedizas, especialmente al pie de las dunas. Se estremeció al pensar que podía ser tragado por uno de aquellos traicioneros rodales. Pero se dijo que, terminase como terminara su aventura, no lo haría de aquel modo. Desinfló un poco más los neumáticos del Toyota, descargó tres de las latas de gasolina que llevaba en la baca y rellenó el depósito, que ya estaba por la mitad. Volvió a arrancar, puso primera y aceleró en dirección a las dunas. Según el GPS le faltaban aún cien kilómetros por recorrer.

Condujo durante toda la tarde. El todoterreno parecía una motita saltarina entre las enormes paredes de arena, como una barca que cabecease en un inmenso océano.

Jalifa iba despacio, reducía aún más la velocidad cada vez que llegaba a lo alto de una duna y descendía con suma precaución. En algunos tramos las dunas estaban muy cerca unas de otras; en otras, se hallaban separadas por varios centenares de metros. Por detrás de él las huellas de los neumáticos se extendían a lo lejos como una línea pespunteada.

Inicialmente pudo seguir un rumbo razonablemente recto, pero poco a poco fue encontrándose con dunas cada vez más altas y pendientes más pronunciadas, de manera que, a veces, al remontar la cumbre se encontraba mirando hacia la base de una pared casi vertical. Entonces tenía que bajar del vehículo y gatear por el borde hasta encontrar una pendiente menos pronunciada o dar media vuelta, volver a descender y dar un rodeo, lo que podía significar recorrer diez o doce kilómetros más. Incluso con las ventanillas cerradas y el aire acondicionado a toda potencia el calor era asfixiante. Cuanto más se adentraba en el desierto, más se le antojaba que aquel paisaje poseía una rudimentaria conciencia propia, que los cambios de tonalidad del amarillo y del anaranjado de la superficie reflejaban distintos estados de ánimo.

Se detuvo un momento a beber agua y notó que se levantaba un suave viento que hacía sisear la arena, como si las dunas respirasen. Sintió el impulso de gritar, de decirle al desierto que no pretendía hacerle ningún daño, que no era más que un intruso temporal que se adentraba en su corazón secreto y que, en cuanto terminase lo que tenía entre manos, se marcharía para no volver. Jamás se había sentido tan pequeño ni solo. Pensó volver a poner el casete de Kadim al-Saher pero le pareció inapropiado. Estaba tan sobrecogido por aquel mar de arena que incluso se olvidó de fumar.

Hacia las cinco de la tarde el sol estaba ya muy bajo. Jalifa llegó a la cima de una de las dunas más enormes que había encontrado y redujo la velocidad para examinar cómo era la pendiente por el otro lado. Al hacerlo, casi echado encima del volante para mirar por el parabrisas, algo llamó su atención hacia la izquierda. Cerró el contacto y bajó del vehículo.

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