—Daniel... —dijo ella tratando de conservar la calma—. No muevas un músculo. ¡Por el amor de Dios, Daniel! ¡No hagas el menor movimiento!
Entre El Cairo y Luxor
El tren nocturno con destino a Luxor no iba tan lleno como a la ida. De hecho, Jalifa tuvo el vagón para él solo. Se quitó los zapatos, encendió un cigarrillo y empezó a leer el expediente de Dravic, que Tauba le había hecho fotocopiar. Detrás de él, al fondo del vagón, dos mochileros, un chico y una chica, jugaban a las cartas.
La lectura del expediente no le resultó nada reconfortante. Dravic había nacido en 1951, en la ex Alemania del este, hijo de un oficial de las SS que luego ingresó en el Partido Comunista, donde alcanzó puestos de cierta relevancia.
Dravic había sido un buen estudiante, sobre todo en idiomas, y con sólo diecisiete años había ingresado en la Universidad de Rostock, donde se doctoró en arqueología de Oriente Próximo. A los veinte años había publicado su primer libro, un análisis sobre una inscripción minoica que nadie había logrado descifrar aún; a partir de entonces había escrito una serie de obras, una de las cuales,
Asentamientos griegos en el delta del Nilo en el período tardío
, seguía siendo considerada de obligada lectura para la especialidad.
Jalifa se terminó el cigarrillo y encendió otro. Recordaba haber tenido que leer aquel libro para hacer un trabajo en la facultad. Miró por la ventanilla. El paisaje era llano, oscuro y desierto. Sólo de vez en cuando se veían las luces de los poblados a lo lejos. Volvió a concentrarse en el expediente.
Desde el principio, los logros académicos de Dravic se habían visto ensombrecidos por su tendencia a la violencia. A los doce años le había sacado un ojo a un compañero de colegio durante una pelea. Se había librado de que lo procesasen gracias a la intervención de un alto cargo local del partido, amigo de su padre. Tres años después, se había visto implicado en la muerte de un mendigo, cuyo cuerpo fue encontrado carbonizado en un parque público, y, al año siguiente, en la violación en grupo de una joven judía. También en estas dos ocasiones se había librado del castigo gracias a la influencia de su padre.
Jalifa meneó la cabeza, estupefacto.
Dravic había empezado a participar en excavaciones con veintitantos años, primero en Siria, luego en Sudán y después en Egipto, donde había estado trabajando durante dos temporadas en Naucratis, en el Delta. A pesar de los persistentes rumores de escamoteo de antigüedades, y de cosas peores, nunca se había presentado ninguna denuncia contra él, que siguió progresando en su carrera. El historial incluía una fotografía de Dravic estrechándole la mano al presidente Anuar el Sadat, y otra en la que el presidente de la República Democrática Alemana, Erich Honecker, le entregaba un premio.
Parecía destinado a hacer grandes cosas. Pero entonces violó a una de las voluntarias que trabajaban con él, y eso supuso su fin. Aunque el hecho se había producido en Egipto, la chica era alemana, y en Alemania lo juzgaron. La justicia oficial no lo condenó, pero se hundió en el oprobio. Lo privaron de su beca de investigación, le retiraron la licencia para dirigir excavaciones y los editores dejaron de publicar sus libros. De eso hacía veinte años, y desde entonces se había ganado la vida en el mercado de antigüedades utilizando sus conocimientos para conseguir y autentificar objetos para personas adineradas. En 1994 había sido detenido en Alejandría por posesión de antigüedades robadas y había pasado tres meses en la prisión cairota de Tura, que era donde le habían hecho la última fotografía que tenían de él. Jalifa la estudió. Era una de esas características fotos carcelarias en blanco y negro. El alemán estaba de pie, apoyado contra una pared y sujetando a la altura del pecho un cartel con un número, mirando a la cámara con el entrecejo fruncido y expresión malévola. Jalifa se estremeció.
Tras salir de la cárcel de Tura, Dravic había pasado a la clandestinidad, saliendo y entrando ilegalmente en el país, organizando el contrabando de antigüedades y su venta en los mercados negros de Europa y del Lejano Oriente. A pesar de estar reclamado por la justicia de siete países, siempre había logrado escabullirse. Los datos sobre sus movimientos más recientes eran escasos. Todo lo que se sabía era que había empezado a trabajar para Saif al-Thar a mediados de los años noventa, y que seguía con él. Se rumoreaba que tenía cuentas numeradas en bancos suizos, vínculos con organizaciones neonazis e incluso con servicios secretos occidentales, pero de nada de ello había pruebas. A partir de 1994 había mantenido un tono discreto. Sin embargo, de lo que no cabía duda era de que seguía siendo tan canalla como siempre.
Jalifa terminó de leer el expediente y se puso de pie para estirar las piernas. Fue hasta el final del vagón. Los mochileros habían dejado de jugar a las cartas y escuchaban la música de un radiocasete. Los saludó con una inclinación de la cabeza y les preguntó adónde iban. Los jóvenes no hicieron caso de él.
«Tal vez crean que pretendo venderles algo», pensó, se encogió de hombros y volvió a su sitio. Encendió otro Cleopatra y se dispuso a leer el informe del forense sobre la muerte del viejo Iqbar.
La música del radiocasete de los mochileros parecía armonizarse con el traqueteo del tren. A Jalifa se le cerraban los ojos. Justo al sur de Beni Suef el tren se detuvo. Estuvo parado durante cinco minutos, emitiendo un siseo como si tomase aliento, y luego reemprendió la marcha. Al cabo de un minuto oyó que abrían la puerta que quedaba a su espalda. Se oyó un grito y a continuación un estrépito. La música del radiocasete cesó bruscamente. Jalifa se volvió.
Tres hombres vestidos con galabeyas negras se hallaban junto a los mochileros, cuyo radiocasete estaba destrozado en el suelo. Uno de los hombres agarró al chico por el pelo, le echó la cabeza hacia atrás y, con un movimiento tan rápido que Jalifa apenas lo vio, sacó un cuchillo y lo degolló. La sangre manó a borbotones de la herida.
El inspector se levantó y fue a sacar su pistola cuando recordó que se la había dejado en Luxor. Miró alrededor en busca de un objeto que pudiese utilizar como arma. Alguien había dejado un montón de libros en el asiento de enfrente. Empezó a lanzarles los libros a la vez que gritaba: «¡Policía! ¡Arrojen las armas!». Los tres rieron y se encaminaron hacia él. Jalifa sintió el impulso de hacerles frente. Pero eran tres y vaciló por un instante, se volvió y echó a correr hacia el otro extremo del vagón, en el que iban más pasajeros, incluyendo un grupo de niños que portaban lamparitas de bronce.
Jalifa siguió corriendo, pero tropezó con una lata de aceite y cayó al suelo. Una mano lo agarró por la frente y le echó la cabeza hacia atrás.
—¡Ayúdame, Dios mío! —exclamó con voz entrecortada—. ¡Protégeme, Alá!
Una cara, grande como una pelota de playa, medio blanca y medio morada, apareció delante de la suya.
—¡Pobre pequeño Alí! —farfulló el hombre—. Alí, Alí, Alí —añadió esgrimiendo una paleta triangular con los bordes afilados. Se echó a reír a carcajadas y la clavó en el cuello de Jalifa. El inspector despertó sobresaltado.
El informe del forense se le había caído al suelo. Oyó la música del radiocasete de los mochileros. Dormían, uno recostado en el otro.
Jalifa meneó la cabeza, soltó un suspiro de alivio y se agachó a recoger el informe.
Luxor, colinas de Tebas
La serpiente iba derecha hacia ellos por el pasadizo. Sus ojos brillaban a la luz de la linterna.
—Quédate completamente inmóvil —repitió Tara.
—¡Oh, Dios! —exclamó Daniel—. ¿Qué es eso?
—Una
Naja nigricollis
—repuso ella—. Una cobra de cuello negro.
—¿Es peligrosa?
—Humm...
—¿Muy peligrosa?
—Si te muerde, date por muerto. Es muy agresiva y muy venenosa. Y además escupe veneno. De modo que no hagas ningún movimiento brusco.
La cobra producía un ruido sibilante al arrastrarse por el suelo. Daniel trató de dirigir hacia ella el haz de luz de la linterna.
—¡Joder! —exclamó.
Al llegar a unos pasos de donde estaban, la cobra se detuvo, se irguió ligeramente y los miró con sus amenazadores ojos negros. Medía más de dos metros y tenía el cuerpo grueso como un brazo. Tara notó que Daniel estaba temblando.
—Si conservas la calma todo irá bien —le susurró.
La cobra balanceó el cuerpo hacia atrás y hacia delante por unos segundos. Después volvió a pegarse al suelo y siguió reptando hasta las botas de Daniel, proyectando la lengua como si quisiera lustrárselas. Se irguió de nuevo y empezó a explorar un tobillo.
—Apaga la linterna —dijo Tara.
—¿Qué?
—Que apagues la linterna. La luz está excitándola.
La cobra tenía la lengua cerca de la pantorrilla de Daniel, que jadeaba.
—No puedo. No puedo quedarme a oscuras con este bicho...
—¡Apágala! —insistió Tara con firmeza.
—Oh, Dios.
Daniel apagó la linterna y quedaron sumidos en las tinieblas, como si acabaran de taparles los ojos con una gruesa venda de terciopelo. El silencio era tan absoluto que resultaba opresivo, y sólo lo rompía el siseo de la cobra y la jadeante respiración de Daniel.
—Me está rozando una pantorrilla —dijo él con voz temblorosa.
—No te muevas.
—¡Va a morderme!
—Si permaneces quieto, no lo hará.
—Se está enrollando en torno a mi pierna. No puedo soportarlo, Tara. ¡Haz algo, por favor! ¡Por favor!
Daniel estaba aterrorizado. Si lo advertía, la serpiente se asustaría a su vez, y entonces las probabilidades de que lo mordiese aumentarían.
—Háblame de Meriamón —dijo ella, desesperada.
—¡A la mierda Meriamón!
—Háblame de él —insistió Tara.
—Era el segundo hijo del rey Amasis —dijo Daniel con voz entrecortada por el terror—. Vivió hacia el año quinientos cincuenta antes de Cristo. Fue sumo sacerdote de Amón en Karnak. ¡Oh, Dios!
—Sigue hablando.
—Carter encontró una tablilla con su nombre en el valle. Parecía contener información sobre el lugar donde se encontraba la tumba. Junto al camino sur, a veinte codos del Agua en el Cielo, que, según creemos, es un precipicio de la parte alta del valle.
Daniel guardó silencio, casi sin aliento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tara.
—No lo sé. Ya no está en mi pierna, pero aún la noto...
Tara guardó silencio, reflexionando.
—¿Tara?
—Enciende de nuevo la linterna, pero no la enfoques hacia el suelo sino hacia el techo. Y hazlo muy lentamente, sin movimientos bruscos.
Un fino haz de luz iluminó el techo, y Tara vio a la cobra. Estaba entre las piernas de Daniel, con la cabeza erguida, y casi rozando su entrepierna.
—Me parece que le gustas.
—Sí, debo de ser su tipo —masculló Daniel.
Tara se acuclilló, lentamente. La cola de la serpiente rozó una de las botas de Daniel.
—Baja un poco el haz, pero despacio.
El haz fue descendiendo lentamente hacia el suelo.
La cobra se balanceaba, con la boca abierta. Mala señal. Eso indicaba que se estaba poniendo nerviosa. Tara metió una mano en un bolsillo, sacó un pañuelo y lo agitó para llamar la atención de la cobra, que dirigió la cabeza hacia el pañuelo, luego hacia ella y de nuevo hacia el pañuelo. Siguió balanceándose, se irguió de pronto y lanzó un chorro de veneno hacia el pañuelo que también salpicó la mano y el brazo a Tara, produciéndole un intenso escozor.
—¿Qué ocurre? —musitó Daniel, tratando de mirar hacia abajo sin mover la cabeza.
—Sigue inmóvil. Voy a tratar de agarrarla.
—¿Estás loca? ¡Ni se te ocurra tocarla!
—No va a pasarme nada. Tenemos una cobra como ésta en el zoo. Las transporto continuamente de un lado para otro.
Pero... con un gancho apropiado, se dijo Tara, y con guantes y gafas protectoras. No había olvidado que ya la habían mordido en una ocasión, pero siguió agitando el pañuelo con la mano izquierda, a la vez que movía lentamente la mano derecha hacia el cuello del reptil, procurando no temblar demasiado. Notaba pinchazos en los oídos.
—¡Oh, Dios! —exclamó Daniel.
Tara hizo caso omiso de él y concentró toda su atención en la cobra, que volvió a erguirse y escupió por dos veces en dirección al pañuelo. En ambas Tara alejó la mano derecha y cerró los ojos, esperando lo peor para luego abrirlos lentamente y acercar con mucho cuidado los dedos al cuello de la serpiente, temiendo sentir de un momento a otro la mordedura de sus colmillos.
«He de agarrarla por el sitio exacto —se dijo Tara—. Si la agarro muy abajo podría girarse y morderme, y si lo hago muy arriba prácticamente metería la mano en su boca. Tiene que ser un movimiento milimétrico.»
—¿Qué haces? —preguntó Daniel, angustiado.
—Ya casi.... —musitó ella—. Casi la...
Tara tenía la mano derecha a sólo unos centímetros del cuello de la cobra. El sudor que resbalaba por su frente se le metía en los ojos, que le escocían. Le costaba controlar el temblor de los dedos.
—Por favor, Tara, ¿qué haces?
La serpiente se lanzó hacia delante, pero más hacia el pañuelo que hacia la mano. Tara retiró la mano izquierda a la vez que alargaba la derecha y agarraba a la cobra justo por debajo de la cabeza. La serpiente se agitó enfurecida y golpeó con la cola una pierna de Daniel.
—¡Dios santo! —gritó él, y al saltar hacia atrás dejó caer la linterna.