—No sé por qué no pueden utilizar sillas —masculló.
—Preferimos vivir austeramente.
—Bueno... pues yo no.
—En tal caso, le aconsejo que la próxima vez se traiga su propia silla.
Saif al-Thar no lo dijo con acritud, sólo con firmeza. Dravic farfulló unas palabras ininteligibles pero no quiso seguir con el tema. Parecía algo apocado en presencia de Saif al-Thar. Sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente que, sólo dos minutos después de haber aterrizado, tenía empapada de sudor.
—¿Y bien? ¿Lo tenemos ya? —preguntó Saif al-Thar, que a diferencia de Dravic parecía estar muy cómodo en aquella postura, con las manos posadas sobre las rodillas.
—No —contestó el alemán—. Tal como le dije, estaba en Saqqara, pero la chica se lo llevó antes de que lográsemos atraparla. Mató a dos de nuestros hombres.
—¿La chica?
—Ella y el tipo que la acompañaba, un arqueólogo llamado Daniel Lacage.
—¿Lacage? —Los ojos verdes de Saif al-Thar brillaron en la oscuridad—. ¡Qué interesante! Su libro sobre iconografía funeraria del período tardío es uno de mis favoritos.
Dravic se encogió de hombros.
—No lo he leído.
—Pues debería hacerlo. Es un excelente trabajo de erudición.
El gigantón hizo una mueca de desagrado. No era la primera vez que se preguntaba por qué aquel hombre se molestaba en emplearlo, sabiendo tanto del antiguo Egipto, porque no perdía ocasión de dejarle claro que él, un egipcio, sabía mucho más acerca de su propio país que cualquier extranjero. Menudo gilipollas. De haber dependido de hombres como él, Egipto no hubiese tenido pasado. Todo habría sido desenterrado hacía tiempo y vendido al mejor postor. Apretaba tanto los puños que tenía los nudillos blancos. Mehmet llegó con el té, le pasó un vaso a Dravic y dejó el otro en el suelo, al lado de su maestro.
—Gracias, Mehmet. Aguarda fuera.
El muchacho volvió a marcharse, sin mirar a Dravic.
—¿Y por qué ayuda Lacage a esa chica? —preguntó la Espada Vengadora.
—Sólo Dios lo sabe. Ella se quedó en el hotel de Lacage anoche. Esta tarde han ido a Saqqara, han recogido la pieza y han desaparecido.
—¿Adónde han ido?
—No lo sé.
—¿Han acudido a la policía?
—No. Lo hubiésemos sabido.
—¿A la embajada?
—Tampoco. La hemos tenido vigilada durante todo el día.
—¿Adónde, entonces? —insistió Saif al-Thar.
—Ni idea. Como le he dicho, han desaparecido. Podrían encontrarse en cualquier sitio.
—¿Están personalmente interesados en la pieza? ¿Qué opina usted?
—¡Qué demonios voy a saber yo! No leo el pensamiento.
La boca de Saif al-Thar se crispó en un rictus de ira.
—Es una pena que no tuviese usted más cuidado en Saqqara, doctor Dravic. Si no hubiese presionado tanto al viejo nos habríamos ahorrado muchos problemas.
—Ya le dije que no fue culpa mía —replicó el alemán—. No le toqué ni un pelo al muy desgraciado. Entramos en la casa, pero, antes de que tuviésemos oportunidad de interrogarlo sufrió un ataque al corazón. Al ver la paleta en mi mano se desplomó fulminado delante de mí. No le toqué ni un pelo.
—Pues entonces la lástima es que no registrase usted la casa más a conciencia.
—La pieza no estaba en la casa. Por eso no la encontramos. La había ocultado en el exterior, en el murete de una de las viejas mastabas.
Saif al-Thar asintió lentamente con la cabeza y, sin apartar los ojos de Dravic, cogió el vaso de té. Se lo acercó a la boca y se humedeció los labios con el líquido, sin llegar a beber. Dravic bebió en cambio con sonoros sorbos. Le rezumaba el sudor por la cara. Le costaba respirar con aquel calor.
—Los encontraremos —dijo—. Es sólo cuestión de tiempo.
—Tiempo es precisamente lo que no tenemos, doctor Dravic, como usted muy bien sabe. No podemos mantener esto en secreto indefinidamente. Necesitamos la pieza de inmediato.
—Hemos montado vigilancia en todas las estaciones, en las terminales de autocares y en el aeropuerto. Tenemos hombres por todas partes. Los encontraremos.
—Eso espero.
—¡Los encontraremos! —repitió Dravic, que tenía que hacer un verdadero esfuerzo para dominarse. Pero se echó a reír para de ese modo disipar su furia y se pasó el pañuelo por la frente—. ¡Como esto salga bien, nos haremos todos millonarios!
Saif al-Thar lo miró con expresión risueña.
—Eso lo entusiasma, ¿verdad? Me refiero a la idea de hacerse millonario.
—¿Bromea? Por supuesto que me entusiasma. ¿A usted no?
—¿Qué? ¿Disponer de un millón de libras para gastarlas en mí? ¿Malgastarlas en lujos mientras hay niños que mueren de hambre? —replicó Saif al-Thar—. No, no me entusiasma. No me entusiasma en absoluto. Me produce asco. —Se humedeció de nuevo los labios con el té y añadió—: Pero disponer de un millón de libras para propagar la palabra de Dios, para expulsar a los opresores y restaurar la
sharía
, para limpiar este mundo y hacer que se cumpla la voluntad divina, eso sí me entusiasma, doctor Dravic. Me entusiasma mucho.
—¡A la mierda con Dios! A mí sólo me interesa el dinero.
De pronto, la sonrisa desapareció del rostro de Saif al-Thar. Miró a Dravic. Su mano se cerró con fuerza en torno al vaso de té, como si pretendiera romperlo.
—Tenga cuidado con lo que dice —susurró—. Tenga mucho cuidado. Hay algunos insultos que no deben pronunciarse.
Sus ojos se clavaron en Dravic, que no pudo sostenerle la mirada.
—Está bien, está bien... usted tiene sus prioridades y yo tengo las mías —dijo el gigantón, enjugándose la frente—. Dejémoslo ahí.
—Sí —repuso Said al-Thar con aspereza—. Dejémoslo ahí.
Guardaron silencio unos momentos y por fin la Espada Vengadora llamó a Mehmet.
—Acompaña al doctor Dravic al helicóptero —dijo cuando entró el muchacho.
Dravic se levantó lentamente, dolorido a causa de la postura, y fue hacia la entrada, aliviado por poder marcharse.
—Lo llamaré en cuanto tenga noticias —dijo—. Estaré en Luxor. Lo más probable es que aparezcan por allí.
—Esperemos que así sea. Aquí todo está dispuesto. Podemos cruzar la frontera y disponernos a partir en cualquier momento. Sólo necesitamos saber hacia dónde.
El alemán asintió con la cabeza y, cuando se disponía a salir de la tienda, la voz de Saif al-Thar lo obligó a detenerse.
—Encuentre la pieza que falta, doctor Dravic. Oportunidades como ésta sólo se presentan una vez en la vida. No podemos dejarla escapar. Encuentre la pieza.
Dravic asintió de nuevo y salió. Dos minutos después se oyó el ruido de los motores del helicóptero, que se elevó y se alejó bajo el cielo del desierto.
Solo en su tienda, Saif al-Thar se levantó y se acercó a un cofre que estaba al fondo. Sacó una llave que llevaba bajo la túnica, abrió el candado y levantó la tapa. Lo avergonzaba recurrir a infieles como Dravic, pero no tenía más remedio. Era demasiado peligroso cruzar la frontera e ir personalmente. Lo buscaban. Siempre estaban al acecho. No tardaría en cruzarla, pero por el momento era imposible. Además, sólo Dravic poseía las cualidades necesarias, sobre todo, la ausencia total de escrúpulos. Tenía que confiar en lo más inmundo, en la hez de la humanidad. Estaba visto que los caminos de Alá eran insondables. Se agachó y sacó un collar del cofre. Lo acercó a un haz de luz. Era de oro. Lo movió y los finos tubitos de que estaba hecho tintinearon. Lo volvió a dejar en el cofre y sacó otros objetos; unas sandalias, una daga, un peto de armadura primorosamente trabajado, con las correas de piel todavía en su sitio; y un amuleto de plata en forma de gato. Examinó los objetos uno a uno, extasiado. No cabía duda de que eran auténticos. Al principio, cuando Dravic le informó del descubrimiento de la tumba, se negó a creerlo. Era demasiado hermoso para ser verdad. Y, además, no era la primera vez que Dravic cometía un error. No siempre acertaba. Pero cuando tuvo los objetos entre sus manos, como en ese momento, y los vio con sus propios ojos, tuvo la seguridad de que todo era real, que la tumba era lo que Dravic le aseguraba que era. Que Alá les sonreía, que les concedía su favor.
Y aquella tumba no era más que el principio.
Volvió a guardar los objetos en el cofre y lo cerró. Aún oía a lo lejos el sonido de los rotores del helicóptero. Aquella tumba sólo constituía el principio. Pero podía ser la única, si no encontraban la pieza que faltaba. Su destino dependía de eso. De la pieza que faltaba.
Salió de la tienda y entornó ligeramente los ojos para evitar que lo deslumbrase el sol, que caía a plomo. Pero el calor no lo afectaba. Rodeó el campamento, subió hasta lo alto de una duna y miró hacia el este, más allá de las onduladas lomas de arena. Parecía una motita negra en aquella inmensidad desolada. «Ahí está —pensó—. En ese mar de arena.» Cerró los ojos y trató de imaginar cómo debió de ser aquel mundo.
El Cairo
Tardó diez horas en llegar a El Cairo. El tren iba atestado y Jalifa pasó el viaje embutido en un destartalado compartimento, entre una mujer que llevaba una cesta llena de palomas y un viejo que no paraba de toser. A pesar de las estrecheces y el espasmódico traqueteo, durmió profundamente durante todo el trayecto, con la chaqueta enrollada a modo de almohada y los pies apoyados sobre un saco de dátiles. Al despertar, se dio un golpe en la cabeza con las barras de la ventanilla, pero se sintió fresco y descansado. Musitó sus oraciones, encendió un cigarrillo y empezó a devorar el bocadillo de queso de cabra que Zainab le había preparado para el viaje, compartiéndolo con el viejo que iba a su lado.
Llegaron a las afueras de El Cairo a las seis de la mañana. No tenía que verse con Mohamed Tauba, el detective encargado del caso de Iqbar, hasta las nueve. Como disponía de tres horas libres, en lugar de seguir con el tren hasta la estación del centro de la ciudad, se apeó en Gizeh y allí cogió un minibús hasta Nazlat al-Samman, su pueblo natal. Desde que se había marchado, hacía trece años, sólo había vuelto dos veces. De pequeño creía que siempre viviría en el pueblo, pero después de la muerte de Alí y de la de su madre, que se produjo sólo unos meses después, el lugar ya no le parecía el mismo. Cada calle, cada casa, cada árbol le recordaban las desgracias que se habían abatido sobre ellos. No podía estar allí sin que lo embargase una sensación de desdicha y de vacío. Por eso había aceptado el destino en Luxor. Cuando había regresado lo había hecho para asistir a un funeral.
Se apeó en un cruce muy transitado y, mirando hacia la pirámide de Keops, semioculta por la bruma, echó a caminar por la carretera que conducía al pueblo, impaciente y nervioso. Aquello había cambiado mucho desde su infancia, cuando era un verdadero pueblo, un rosario de casas y tiendas esparcidas al pie de la llanura de Gizeh, bajo la silenciosa mirada de la Esfinge.
En la actualidad, con el crecimiento de la industria turística, y la inexorable extensión de la ciudad, el pueblo había perdido gran parte de su identidad. Las calles estaban flanqueadas de tiendas de recuerdos y las viejas casas de adobe habían dejado paso a impersonales viviendas de cemento.
Dio una vuelta recorriendo con la mirada las viviendas, unas conocidas y otras nuevas, sin saber exactamente por qué había ido allí, salvo porque necesitaba volver a verlo. Se acercó al lugar donde había estado su casa, demolida hacía tiempo y en cuyo lugar se alzaba un hotel de cuatro plantas. Luego pasó por delante del establo de camellos en el que habían trabajado su hermano y él. Se cruzó con algunos conocidos y se saludaron. Pero los saludos de los vecinos eran más corteses que cálidos, y hasta distantes y fríos en algunos casos. No era de extrañar teniendo en cuenta lo que había ocurrido con Alí.
Permaneció en el pueblo alrededor de una hora, embargado por la melancolía, preguntándose si no habría sido un error ir allí. Miró el reloj y se dispuso a salir del pueblo hacia las arenas del llano. Ya salía el sol, que disipaba la bruma y permitía ver con mayor nitidez el perfil de las pirámides. Se detuvo unos momentos a contemplarlas y luego giró a la izquierda, hacia la tapia de un cementerio situado al pie de una pronunciada y abrupta cuesta de piedra caliza, frente a la Esfinge.
La parte baja del cementerio era lisa y sus ornamentadas tumbas quedaban a la sombra de pinos y eucaliptos. Más cerca de la escarpadura, el cementerio ascendía por la cuesta arriba y las tumbas eran más sencillas, sin vegetación que les diese sombra y protegiese de los elementos, como suburbios marginales en las afueras de una gran ciudad. Y hacia aquella parte del cementerio se encaminó Jalifa, zigzagueando entre tumbas rectangulares hasta detenerse al llegar a la parte superior del recinto, frente a dos tumbas sencillas, poco más que losas sin adornos, con una piedra fijada con cemento a modo de lápida y dos versículos del Corán pintados en ella. Eran las tumbas de sus padres. Las miró y se arrodilló a besarlas; primero la de su madre y luego la de su padre, musitando una oración. Permaneció allí unos momentos, con la cabeza inclinada. Después se levantó y, lentamente, como si de pronto le pesaran las piernas, ascendió por la cuesta hasta un rincón donde la tapia del muro estaba derruida en varios puntos y el suelo cubierto de basura y cagarrutas de cabra.
Sólo había una tumba en aquel rincón, pegada a la pared, como si las otras tumbas la hubiesen empujado hasta allí. Era aún más sencilla que la de sus padres, un simple rectángulo de cemento, sin adornos, inscripciones ni versículos del Corán. Recordó lo mucho que había tenido que rogar a la dirección del cementerio para que le permitiesen enterrarlo allí. Había tenido que cavar la tumba con sus propias manos, de noche, para que nadie del pueblo lo viese. Y lo había hecho sin dejar de llorar. Se arrodilló junto a la sepultura e, inclinándose, acercó una mejilla a la superficie de cemento.
—¡Oh, Alí! —musitó—. Hermano mío. ¿Por qué? Dime por qué, por favor.
Mohamed Abd el-Tauba, el detective encargado del caso Iqbar, semejaba una momia. Tenía la piel seca como el pergamino, las mejillas hundidas y la boca cerrada en un rictus permanente, entre mueca y sonrisa.
Estaba asignado a una mugrienta comisaría de Sharia Bur Said, donde compartía un despacho lleno de humo con otros cuatro inspectores. Jalifa llegó poco después de las nueve, y tras charlar un rato sobre asuntos intrascendentes y beber un vaso de té, fueron al grano.