No tenía mucha confianza en encontrar nada aunque, tal como sospechaba, Iqbar le hubiese comprado antigüedades a Nayar. Porque lo más probable era que las hubiese vendido, o que quien lo había asesinado se las llevase. Y aunque hubiera algo allí, lo más probable era que no lo encontrase. Los anticuarios de El Cairo eran muy hábiles a la hora de camuflar objetos valiosos. Con todo, merecía la pena echar un vistazo. Hurgó en varios cajones y levantó la parte inferior de un espejo que colgaba de la pared, por si ocultaba una caja fuerte. Luego pasó entre dos cestos de mimbre, entró en la trastienda y encendió la luz. Era un cuartucho, tan atestado como la otra estancia, con una hilera de desvencijados archivadores junto a la pared y, en un rincón, una estatua de tamaño natural, de madera, negra y dorada. Se trataba de una tosca reproducción de las estatuas que representaban a los guardianes de la tumba de Tutankamón. Jalifa se acercó a la estatua y la miró a los ojos.
—¡Uuuh! —exclamó.
Los archivadores rebosaban de papeles. Les echó un vistazo al azar. Al cabo de unos minutos renunció a intentar descubrir allí algo que le resultase de utilidad y volvió a la parte delantera de la tienda.
«Esto es como buscar una aguja en un pajar —musitó para sí, mirando los estantes atestados de baratijas—. Y ni siquiera sé si hay una aguja en este pajar.»
Estuvo dando vueltas por la tienda durante más de una hora, abriendo cajones y cajas, hasta que al fin desistió. Si en aquel maremágnum había alguna pista sobre el asesinato del viejo, estaría bien oculta, y, salvo vaciando por completo el local, no habría manera de encontrarla. Echó una última ojeada detrás del mostrador, fue a apagar la luz de la trastienda y, con un suspiro de resignación, sacó las llaves del bolsillo y se encaminó hacia la entrada.
Una cara lo miraba a través del cristal de la puerta.
Era un rostro menudo, sucio, tan pegado al cristal que se le achataba la punta de la nariz. Al abrir la puerta, vio a una niña harapienta de no más de seis años, de pie en el umbral, mirando escrutadoramente hacia el interior. Jalifa se acuclilló.
—Hola —le dijo.
La niña no pareció reparar en él, tan ensimismada estaba. Jalifa la cogió de una mano.
—Hola —repitió—. Me llamo Yusuf. ¿Y tú?
La niña lo miró con sus grandes ojos pardos, que desvió casi de inmediato hacia la tienda al tiempo que apartaba la mano.
—Hay un cocodrilo ahí dentro —dijo señalando un cofre de madera que tenía un candado grabado.
—¿Ah sí? —exclamó Jalifa, recordando que, de pequeño, estaba firmemente convencido de que bajo la cama de sus padres vivía un dragón—. ¿Cómo lo sabes?
—Es verde —prosiguió la niña, haciendo caso omiso de la pregunta—, y por la noche sale y se come a la gente.
La niña tenía los brazos y las piernas muy delgados y el vientre hinchado. Debía de ser uno de los muchos niños a quienes sus padres enviaban a rebuscar entre los desperdicios por no tener con qué alimentarlos. Jalifa la miró condolido y le retiró un mechón que le cubría los ojos. No debía extrañarse de que los fundamentalistas tuviesen tantos seguidores. Sus métodos eran reprobables, pero por lo menos trataban de hacer algo por aquella gente, de darle alguna esperanza en un futuro mejor.
—¿Te gustan los dulces? —le preguntó Jalifa, irguiéndose. Por primera vez la niña prestó atención a lo que le decía.
—Sí.
—Pues... espera aquí un momento.
Se acercó al tenderete que estaba frente a la tienda y compró dos dulces. Al volverse observó que la niña había entrado en la tienda. Pero no la reprendió. Le dio los dulces; ella quitó el envoltorio a uno y empezó a mordisquearlo.
—¿Sabes qué hay allí? —le preguntó la niña, señalando una lámpara de bronce.
—No, no lo sé —respondió Yusuf.
—Un genio —contestó la niña—. Se llama Al-Ghul. Tiene diez millones de años y puede convertirse en otras cosas. Cuando entraron aquellos hombres le pedí que ayudase al señor Iqbar, pero no lo ayudó.
Lo dijo en un tono tan inocente que Jalifa tardó unos instantes en percatarse de la importancia de sus palabras. Puso una mano sobre su hombro y la hizo girarse hacia él.
—¿Estabas aquí cuando esos hombres le hicieron daño al señor Iqbar?
La niña seguía entusiasmada con el dulce y no contestó. Jalifa no la apremió, sino que aguardó en silencio.
—¿Cómo te llamas? —preguntó al fin ella como si no lo hubiese oído unos momentos antes.
—Yusuf —repitió él—. ¿Y tú?
—Mafia.
—Es un nombre muy bonito.
La niña estaba examinando el otro dulce.
—¿Puedo guardarme éste para luego?
—Claro.
La pequeña se lo guardó en un bolsillo del vestido y rodeó el mostrador.
—¿Quieres ver una cosa? —preguntó mirando a Jalifa.
—Bueno.
—Cierra los ojos.
Jalifa obedeció y oyó las tenues pisadas de la pequeña, que corrió hacia la trastienda.
—Ahora ábrelos.
Al abrirlos la niña había desaparecido. Jalifa aguardó un instante y a continuación fue muy despacio hacia la dirección de la que procedía la voz, escudriñando a izquierda y derecha la penumbra, hasta que vio asomar la coronilla de Mafia entre dos cestos de mimbre.
—Un buen escondrijo, ¿eh? —dijo inclinándose hacia la niña. Mafia alzó la vista y sonrió. Pero la sonrisa fue extinguiéndose lentamente, hasta que la niña se echó a llorar desconsolada. Tenía la carita tan sucia que las lágrimas le formaron enseguida varios churretes. Empezó a temblar como una hoja. Jalifa se agachó y la cogió cariñosamente en brazos.
—Vamos... vamos... —le susurró acariciándole el pelo, sucio y apelmazado—. No pasa nada, Mafia. No pasa nada.
Jalifa empezó a caminar arriba y abajo por el local con la niña en brazos, tarareando una canción infantil que su madre solía cantarle, dejando que se desahogara.
Por fin Mafia dejó de temblar y su respiración se sosegó.
—Estabas escondida detrás de los cestos cuando entraron aquellos hombres, ¿verdad, Mafia? —preguntó él.
La niña asintió con la cabeza.
—¿Cuántos eran?
—Tres —repuso la niña—. Y uno tenía un agujero en la cabeza. —Se puso de puntillas, le tocó la frente con el índice y añadió—: Aquí. Otro era alto como un gigante, blanco, y tenía una cara muy rara.
—¿Rara?
—Morada —contestó la niña, pasándose la mano por una mejilla—. Todo esto lo tenía morado. Y todo esto blanco —agregó tocándose la otra mejilla—. Y llevaba una cosa con la que le hizo sangre al señor Iqbar mientras los otros dos lo sujetaban. Yo le pedí a Al-Ghul que saliese para ayudarlo, pero no salió.
La niña contó la historia atropelladamente. Se extendió explicando que aquellos hombres le habían hecho preguntas a Iqbar y que, desde su escondrijo, había visto que lo rajaban varias veces, y que habían seguido haciéndolo después de que les hubiese dicho todo lo que querían saber. También explicó que, cuando se marcharon, ella estaba muy asustada, porque había fantasmas en la tienda y que había salido corriendo y no le había contado nada a nadie, porque si su madre se enteraba de que estaba con Iqbar en lugar de pidiendo limosna le pegaría.
Jalifa la escuchó en silencio, acariciándole el pelo, dejando que refiriese los hechos a su manera. Cuando hubo terminado, dejando una frase sin concluir, como un juguete parlante al que se le hubiesen agotado las pilas, el inspector la aupó y la sentó en el mostrador. Luego le secó las lágrimas con un pañuelo. Mafia sacó entonces el dulce que se había guardado y empezó a mordisquearlo.
—No debes estar enfadada con Al-Ghul —le dijo Jalifa limpiándole la nariz—. Estoy seguro de que quiso ayudar al señor Iqbar pero no consiguió salir de la lámpara.
—¿Por qué?
—Porque un genio sólo puede salir de la lámpara si alguien la frota. Has de hacerlo y llamarlo para que acuda.
Mafia enarcó las cejas ante aquella importante información y sonrió, como si acabase de caer en la cuenta de que un amigo que creía que la había dejado en la estacada le hubiese demostrado que era leal.
—¿Podríamos frotar la lámpara ahora?
—Debes tener en cuenta que a un genio sólo se le puede llamar tres veces. Y sería una lástima llamarlo por nada, ¿no crees?
La niña volvió a enarcar las cejas.
—Es verdad —asintió—. Eres simpático.
—Tú también, Mafia, y muy valiente. —Jalifa hizo una pausa y añadió—: Me gustaría hacerte unas preguntas.
Mafia no contestó, sino que mordisqueó el dulce y balanceó las piernas golpeando el mostrador con los talones.
—Verás —prosiguió él—, quiero atrapar a quienes le hicieron daño al señor Iqbar, y creo que tú puedes ayudarme. ¿Querrás hacerlo?
—Bueno —repuso la niña sin dejar de balancear las piernas.
Jalifa se sentó de un salto en el mostrador, a su lado, y la niña se arrimó a él.
—Aquellos hombres querían que el señor Iqbar les diese una cosa. ¿Recuerdas qué era?
Mafia meneó la cabeza.
—¿Estás segura?
La niña volvió a menear la cabeza.
—¿Recuerdas qué les dijo el señor Iqbar... cuando le hacían daño?
—Les dijo que lo había vendido —contestó la niña.
—¿Y a quién les dijo que se lo había vendido? ¿Lo recuerdas?
Mafia bajó la vista y frunció el entrecejo como si tratara de concentrarse. Luego lo miró apenada.
—No me acuerdo —dijo.
—No importa. —Jalifa le acarició la cabeza—. Lo estás haciendo muy bien.
Tenía que ayudarla más, darle más pistas para que intentase recordar. Pensó en su anterior conversación con Tauba y aventuró una posibilidad.
—¿Dijo el señor Iqbar, por casualidad, que se lo había vendido a un inglés?
La niña asintió con la cabeza.
—¿Recuerdas si dijo que ese inglés trabajaba en Saqqara?
Pronunció el nombre lentamente, silabeando. Y tras una breve pausa la niña volvió a asentir.
—¿Recuerdas a algún hombre que entrase en la tienda hace unos días?
Jalifa había asistido en dos ocasiones a sendas conferencias del profesor Mullray, en la Universidad Americana, hacía ya años, y trató de recordar qué aspecto tenía.
—Un hombre alto, Mafia, con el pelo muy blanco y unas gafas redondas y...
—¡Ah, sí! —exclamó la niña, risueña—. ¡Hizo una cosa muy divertida! ¡Se quitó el dedo gordo de la mano y volvió a ponérselo!
Mafia le contó que aquel hombre había estado en la tienda hacía unos días y que, mientras el señor Iqbar iba a la trastienda a buscar algo, le dijo si quería que le hiciese un truco de magia, y, como ella le respondió que sí, le hizo aquel truco, que tanto le había hecho reír.
—¿Le compró algo al señor Iqbar? —preguntó Jalifa.
La niña se llevó el índice de la mano derecha a la nariz, con expresión pensativa.
—Una pizarrita con dibujos —dijo Mafia.
—¿Una pizarrita con dibujos?
—Era así. —La niña trazó un rectángulo imaginario en el mostrador—. Había serpientes y garabatos.
Garabatos, pensó Jalifa. Garabatos. Podía tratarse de jeroglíficos. Una tablilla con jeroglíficos.
—Ayudé al señor Igbar a envolverla —prosiguió Mafia—. En una caja. Yo siempre lo ayudaba a envolver cosas.
Mafia le dio otro mordisquito al dulce. Jalifa bajó del mostrador y empezó a pasear de un lado a otro del local. Éstas son las piezas del rompecabezas, pensó: Nayar va a El Cairo y le vende una tablilla a Iqbar; Mullray se la compra a Iqbar y regresa a Saqqara; matan a Nayar y matan a Iqbar. Mullray muere de un infarto, por pura coincidencia o por otra causa. La hija de Mullray va a Saqqara, se apodera de la tablilla y unos desconocidos tratan de apoderarse de ésta.
Bien. Lejos de aclararse, el caso se complicaba y se hacía más confuso. ¿Por qué había comprado Mullray una tablilla robada? ¿Qué había ocurrido exactamente en Saqqara aquel día? ¿Cuál era la implicación de la hija de Mullray?
La tablilla era la clave, pensó Jalifa; pero ¿por qué interesaba tanto a todo el mundo aquella tablilla?
Jalifa volvió a mirar a la niña. No hacía falta volver a preguntarle por la tablilla. Seguro que ya le había dicho todo lo que, dada su corta edad, podía decirle. La única posibilidad era que supiese algo de otros objetos que Nayar le hubiese vendido a Iqbar y que todavía se encontraran en la tienda.
—¿Tenía el señor Iqbar algún escondrijo en la tienda, Mafia? —preguntó el inspector—. ¿Algún sitio donde guardase sus cosas importantes?
La niña bajó la vista hacia las rodillas, sin contestar. Jalifa percibió algo raro en su actitud.
Apretaba los puños y los labios, como si la pregunta le hubiese hecho recordar algo especial.
—Por favor, pequeña. Es muy importante.
Mafia siguió sin contestar.
—Creo que el señor Iqbar querría que me lo dijeses —la apremió Jalifa—. Porque, si no me lo dices, no lograré atrapar a los que le hicieron tanto daño.
—Si le digo dónde está, ¿podré quedarme con la lámpara de Al-Ghul?
Jalifa sonrió y bajó a la niña al suelo.
—Me parece un trato justo. Me enseñas el escondrijo y a cambio te quedas con el genio.
La niña se echó a reír, complacida por tan ventajoso trato. Cogió a Jalifa de la mano y lo condujo a la trastienda.
—Soy la única persona en el mundo que sabe dónde está —dijo Mafia mientras se acercaba a la estatua de tamaño natural que representaba un guardián de un templo—. Los fantasmas tampoco lo saben. Es un secreto.
Se trataba de una estatua negra, con un tocado de color dorado, una vara, sandalias y una falda de oro con vuelo. La niña metió una mano por debajo de la falda, que parecía ser de sólida madera, y empujó con fuerza. Se oyó un «clic» y descendió un cajón oculto, como el cargador de una pistola que sale de la culata. Mafia tiró del cajón y lo puso en el suelo. A continuación desenroscó un dedo de los pies del guardián y, al retirarlo, apareció una cavidad de la que sacó una pequeña llave de metal. La insertó en la cerradura de la tapa del cajón y la hizo girar por dos veces.
—Qué buen escondrijo, ¿eh? —dijo.
—Ya lo creo que sí —respondió Jalifa arrodillándose a su lado—. Muy bueno.
El cajón estaba dividido en dos compartimentos. En uno había un fajo de billetes, unos cuantos documentos y una jarrita llena de turquesas sin tallar; en el otro, un paquete con envoltorio de tela sujeto con un cordel. Jalifa deshizo el nudo del cordel y soltó un silbido de asombro al ver lo que contenía el paquete. Eran siete objetos: una daga de hierro con una tosca tira de cuero en torno a la empuñadura; un amuleto de plata en forma de pilastra Djed; un peto de oro; una jarrita de barro para ungüentos con la cara del dios-enano Bes grabada en un lado, y tres estatuillas de porcelana de color azul pálido.