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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (20 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Squires se puso al teléfono nada más oírlo sonar.

—Diga.

Escuchó lo que le decía la persona que llamaba sosteniendo el auricular con una mano mientras con la otra desenvolvía un caramelo; sin hablar, con el rostro inexpresivo. Cuando la persona que llamaba hubo terminado de hablar, se limitó a darle las gracias y a decirle que siguiese buscando. Colgó el auricular y en lugar de llevarse el caramelo a la boca lo dejó encima de la mesa. Hizo entonces tres llamadas, y en las tres dijo lo mismo: «La tenemos», y colgó.

Después de la tercera llamada se retrepó en su asiento, cogió el caramelo de encima de la mesa y se lo metió en la boca. Permaneció inmóvil durante un rato, con los ojos entornados y las yemas de los dedos frente a la cara, como si rezara. Cuando el caramelo se le hubo disuelto completamente en la boca se inclinó hacia delante, abrió un cajón y sacó un libro de tapa dura. En la cubierta había una fotografía de un muro cubierto con jeroglíficos de colores y el título:
Prácticas funerarias en la necrópolis de Tebas en el período tardío
, de Daniel Lacage.

Se puso las gafas, volvió a retreparse, cruzó las piernas y, con una sonrisa, abrió el libro.

20

Luxor

—Estos asesinatos están relacionados —insistió Jalifa—. No me cabe duda de ello.

Estaba sentado en un despacho grande, muy pulcro y ordenado, de la primera planta de la jefatura de policía de Luxor. Frente a un escritorio, sentado en un ostentoso sillón de piel negra, se encontraba el comisario Abdul ibn-Hassani, su jefe. Jalifa ocupaba una pequeña butaca, destinada a propósito para realzar el alto cargo que ocupaba Hassani en la jerarquía policial. El comisario no perdía ocasión de demostrarle a sus subordinados quién era el que mandaba.

—Bien. Comience de nuevo por el principio —dijo Hassani—. Pero ahora más despacio.

El comisario era un hombre alto y fornido con hombros de luchador, pelo muy corto y un vago parecido con el presidente Hosni Mubarak, cuyo retrato estaba colgado en la pared a su espalda. Nunca se había llevado bien con Jalifa, a quien le desagradaba la obsesión de su jefe por ceñirse siempre a la letra del reglamento. Y Hassani desconfiaba del talante académico de Jalifa y de su tendencia a dejarse llevar por la intuición más que por los hechos, así como por su fascinación por el pasado. El comisario era un hombre pragmático. Consideraba una pérdida de tiempo preocuparse por lo que hubiese ocurrido hacía miles de años. Prefería centrarse en los casos que se le presentasen, y solucionarlos. Y, en su opinión, eso se conseguía trabajando mucho, prestando atención al menor detalle y respetando a los superiores, y no haciendo conjeturas acerca de personas con nombres impronunciables, muertas tres mil años atrás. La historia constituía una distracción, una mera afición, y Jalifa se mostraba muy proclive a ese tipo de distracciones. Ésa era la razón de que Hassani no lo hubiese ascendido aún, porque en su opinión no daba la talla. Debería estar trabajando en una biblioteca y no en una comisaría.

—Según el artículo del periódico —dijo Jalifa—, el tal Iqbar fue encontrado en su tienda con la cara y el cuerpo acuchillados.

—¿Qué periódico?


Al-Ahram
.

Hassani dejó escapar una risita despectiva, pero le indicó a Jalifa con un ademán que prosiguiese.

—Tenía el mismo tipo de heridas que Nayar, quien traficaba con antigüedades. El tal Iqbar era anticuario. Ambos fueron asesinados de la misma manera, con un día de diferencia. Ha de ser algo más que una coincidencia, sobre todo si tenemos en cuenta lo del billete de tren de Nayar. Estuvo en El Cairo un día antes de que Iqbar fuese asesinado. Tiene que haber una relación.

—¿Existe alguna prueba contundente? Me gusta atenerme a los hechos, no guiarme por intuiciones.

—Bueno... todavía no he visto el informe del forense de El Cairo...

—En tal caso, podría ser que no los matasen de la misma manera. Ya sabe usted cómo exageran los periódicos, especialmente diarios como
Al-Ahram
.

—Todavía no he visto el informe del forense —repitió Jalifa—, pero estoy seguro de que demostrará que los mataron de la misma manera. Estoy convencido de que ambos casos están relacionados.

—Adelante, pues —dijo Hassani en tono resignado—. ¿Cuál es su hipótesis?

—Creo que Nayar encontró una tumba...

—¡Ya me temía yo que sacara a relucir lo de alguna tumba antigua!

—O quizá la descubriese otra persona y Nayar se enterase. En cualquier caso, debía de tratarse de un hallazgo importante. Fue a El Cairo. Le vendió a Iqbar algunos objetos y cobró. Luego regresó y se gastó el dinero. Probablemente pensó que iba a tener todo el que quisiese. Pero alguien estaba al corriente de lo de la tumba, y no estaba dispuesto a compartir lo que ésta contuviera.

—Eso es pura especulación, inspector, pura especulación.

Jalifa hizo caso omiso del comentario del comisario y prosiguió.

—Quizá Nayar se quedara con algo muy valioso que ellos querían. Puede que el solo hecho de conocer la existencia de la tumba bastase para firmar su sentencia de muerte. O quizá se debió a ambas cosas. En cualquier caso, quienes quiera que fuesen, lo localizaron y lo torturaron para que les dijese qué más sabía acerca del hallazgo. Después fueron a El Cairo e hicieron lo mismo con Iqbar. Y, si no los detenemos, harán lo mismo con otras personas.

—Y según usted, ¿quiénes son esos lunáticos que están dispuestos a hacer una carnicería por unos trastos viejos?

Lo dijo como si se burlase de las fantasías de un niño de cinco años. Jalifa guardó silencio por un instante antes de contestar.

—Tengo razones para sospechar que se trata de Saif al-Thar.

—¡Por el amor de Dios, Jalifa! —tronó el comisario—. Por si no bastase aventurar que nos las tenemos que ver con un asesino en serie, involucra usted nada menos que a ese sanguinario Saif al-Thar. ¿Qué pruebas tiene?

—Lo sé de buena fuente.

—¿Qué fuente?

—Una persona que trabaja en Deir el-Bahari. Antes era vigilante del templo.

—¿Antes?

—Resultó herido en un accidente.

—¿Y ahora? ¿En qué trabaja ahora su... buena fuente?

Jalifa se mordió el labio inferior, temiéndose la reacción de Hassani.

—Es encargado de los lavabos.

—¡Maravilloso! —bramó el comisario—. La fuente de Jalifa es el encargado de los lavabos.

—No conozco a nadie que sepa tanto como él de lo que ocurre en Luxor y sus alrededores. Y es una persona de absoluta confianza.

—Ya. Debe de ser de lo más eficiente limpiando mierda, pero de ahí a ser útil a la policía...

Jalifa encendió un cigarrillo y miró por la ventana. El despacho del comisario daba al templo de Luxor, del que tenía una de las mejores vistas. Era una pena malgastarla con alguien tan estúpido como Hassani, pensó.

Se oía la llamada del muecín a los fieles para los rezos de media tarde.

—Los anticuarios de la ciudad, sin excepción, están asustados —dijo Jalifa—. Todos aquellos con quienes he hablado de este caso están muertos de miedo. Estoy seguro de que ocurre algo grave, señor.

—Sin duda —masculló Hassani—, pero en su cabeza, inspector.

—Si me permitiese usted ir a El Cairo por un día y hacer algunas indagaciones...

—Eso sería dar palos de ciego. El tal Naydar, o como quiera que se llame, debió de ser asesinado por alguien a quien le debía dinero. ¿No me dijo usted que le debía dinero a todo el mundo?

—Sí, señor, pero...

—O por alguien a quien hubiese ofendido. ¿No me dijo usted también que se metía con todo el mundo?

Jalifa se encogió de hombros.

—Y a Iqbar debió de rajarlo un ladrón —prosiguió el comisario—, si es que lo rajaron, lo cual, sabiendo cómo suele informar Al-Ahram, es poco probable. Y, en todo caso, no los mató la misma persona. Creo que va usted demasiado lejos en su hipótesis.

—Es que tengo el presentimiento de que...

—Los presentimientos no tienen nada que ver con el trabajo policial. Lo que importa son los hechos. Pensar con claridad. Basarse en las pruebas. Los presentimientos no hacen más que desviarnos del camino correcto.

—¿Como en el caso de Al-Hamdi?

El comisario lo fulminó con la mirada.

El caso de Ommaya al-Hamdi los había sorprendido a todos, incluso al propio Hassani. Ommaya era una adolescente a la que habían encontrado desnuda y estrangulada en el fondo de un pozo. Sólo tenía catorce años. Detuvieron a un muchacho del pueblo, retrasado mental, que tras intensos interrogatorios confesó el crimen. Pero Jalifa no se quedó muy convencido con la confesión, porque intuyó que el caso no era tan sencillo como aparentaba. Sus dudas provocaron la ira de Hassani y las ironías de sus colegas, pero él hizo caso omiso y siguió con la investigación por su cuenta. Averiguó que el verdadero culpable era un primo de la chica, que se había enamorado de ella. Jalifa nunca obtuvo el menor reconocimiento por la solución del caso, pero desde entonces todos se mostraron más respetuosos con sus intuiciones.

—Bien —dijo el comisario—. ¿Qué es exactamente lo que me pide?

—Ir a El Cairo —contestó Jalifa, percatándose de que su jefe se ablandaba—. Hacer indagaciones sobre el asesinato de Iqbar y ver si ese caso puede arrojar alguna luz sobre el que nos ocupa aquí. Puedo ir y venir en el día.

Hassani hizo girar el sillón y miró hacia la ventana. Justo en aquel momento llamaron a la puerta.

—¡Espere! —gritó Hassani, que hacía tamborilear los dedos sobre la mesa.

—Iré en el tren nocturno —añadió Jalifa—. Así ahorraré el billete de avión.

—¡Por supuesto que irá en el tren! —exclamó Hassani—. No pretenderá viajar como un turista, ¿verdad? —agregó haciendo girar de nuevo el sillón hacia el inspector—. Un día. Ése es todo el tiempo que puedo concederle. Sólo un día. Vaya esta noche y vuelva mañana por la noche. ¡Y quiero un informe completo encima de mi escritorio a primera hora! ¿Está claro?

—Sí, señor.

—Pida el dinero en caja, y que lo carguen a gastos corrientes.

—Gracias, señor.

Jalifa se levantó y fue hacia la puerta.

—Espero que tenga razón en esto, inspector —gruñó Hassani—. Por su bien. Porque de lo contrario voy a tenerlo aún menos en cuenta que ahora para...

—¿Y si estoy en lo cierto, señor?

—¡Largo!

21

El Cairo

—¿Adónde, señor? —preguntó el taxista.

—A cualquier sitio —contestó Daniel—. Al centro.

—¿Por Midan Tahrir?

—Sí, está bien.

Al cabo de un par de minutos Daniel se inclinó hacia delante.

—Oiga... en lugar de a Midan Tahrir llévenos a Zamalek. Sharia Abdul Azim.

El taxista asintió con la cabeza y Daniel se recostó en el respaldo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Tara.

—A ver a mi abogado, Mohamed Samali. Puede que sea la persona menos de fiar de El Cairo, pero en estos momentos no se me ocurre nadie más que pueda ayudarnos.

El taxi zigzagueó entre el denso tráfico mientras Daniel y Tara miraban cada uno por su ventanilla. Al cabo de un par de minutos Daniel tomó la mano de Tara, pero siguieron en silencio, sin mirarse.

Zamalek era un barrio de lujosos chalets y altos edificios de apartamentos. Se detuvieron frente a un bloque de aspecto muy moderno, con jardines primorosamente cuidados y un vestíbulo con puertas de cristal y paredes revestidas de paneles de madera. Daniel pulsó el botón del interfono del apartamento 43. Aguardó unos segundos e insistió.

—¿Sí?

—¿Samali? Soy Daniel Lacage.

—¡Qué agradable sorpresa, Daniel! —exclamó Samali con un leve balbuceo—. Me pilla en un momento algo inoportuno. ¿No podría...?

—Es urgente. Necesito hablar con usted ahora mismo.

—Espere en el vestíbulo cinco minutos y luego suba. Es la cuarta planta, ya lo sabe.

Se oyó el zumbido del portero automático y Daniel empujó la puerta. Entraron en el vestíbulo, alfombrado y con aire acondicionado. Aguardaron cinco minutos y luego tomaron el ascensor hasta la cuarta planta. El apartamento de Samali estaba hacia la mitad de un pasillo enmoquetado y con grabados de monumentos en ambas paredes. Llamaron a la puerta, aguardaron y por fin oyeron pisadas.

—Ten cuidado con lo que le dices —musitó Daniel—. Y no saques la caja del bolso. Es mejor que no la vea. Samali vendería a su madre si eso fuera a reportarle algún beneficio. Cuanto menos sepa, mejor.

—Perdón por hacerles esperar —dijo Samali tras abrir varias cerraduras y franquearles la entrada—. Adelante, por favor.

Samali era alto y muy delgado, completamente calvo. Le brillaba tanto la piel que parecía que se hubiese bañado en aceite. Los condujo por un pasillo hasta un salón espacioso, de estilo minimalista, con un parquet de color muy pálido, paredes encaladas y varios sofás de piel y metal. A través de una puerta entreabierta Tara vio a dos muchachos. Uno de ellos iba en albornoz. Al verla cerraron la puerta de inmediato.

—No nos conocemos, ¿verdad? —dijo Samali mirando a Tara.

—No. Le presento a Tara Mullray —dijo Daniel—. Una buena amiga.

—Encantadora —dijo Samali, que le tomó la mano, se la acercó a los labios y se la besó. Se le dilataron las fosas nasales ligeramente, como si la olisquease. A continuación señaló un sofá de piel—. Tomen asiento, por favor. ¿Una copa?

—Sí, por favor —dijo Daniel.

—¿Y usted, señorita Mullray?

—Lo mismo, gracias.

Samali fue hasta un mueble-bar, sacó una botella y llenó dos vasos en los que puso sendos cubitos de hielo. Les pasó los vasos y se sentó frente a ellos a la vez que se cogía una boquilla de jade e introducía un cigarrillo en ella.

—¿No bebe usted nada? —preguntó Daniel.

—Yo prefiero mirar —dijo sonriente Samali, que encendió el cigarrillo y aspiró el humo con fruición. Tenía las cejas muy finas y negras y Tara reparó en que se las perfilaba con lápiz de ojos.

—Bueno... ¿y a qué debo el placer?

Daniel lo miró, pero de inmediato desvió la mirada hacia la ventana, tamborileando nerviosamente con los dedos sobre el brazo del sofá.

—Necesitamos ayuda.

—¡Claro que necesitan ayuda! —exclamó con una sonrisa Samali, que se volvió hacia Tara cruzando las piernas y alisándose los pantalones—. Pertenezco a la vilipendiada raza de los abogados, señorita Mullray; vilipendiada salvo cuando alguien necesita su ayuda. Entonces somos indispensables. —Señaló el lujoso apartamento con un amplio ademán y añadió—: Pero es una profesión rentable, aunque un poco descorazonadora. Una de las primeras cosas que aprendemos es que nunca se nos hace una visita puramente social; siempre se trata de, ¿cómo expresarlo?, alguna necesidad.

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