Squires condujo a Tara hasta un despacho muy espacioso y soleado, con cuatro sillones alrededor de una mesa. Junto a la ventana había otro hombre.
—Es el doctor Sharif Yamal, del Consejo Supremo del Patrimonio Cultural —dijo Squires—. Me ha pedido verla a usted esta mañana.
Sharif Yamal era bajito, rechoncho y con la cara picada de viruela.
—Permítame expresarle mi condolencia por la muerte de su padre —le dijo en tono solemne—. Era un gran egiptólogo y un verdadero amigo de mi país. Lo echaremos mucho de menos.
—Gracias —dijo Tara.
Se sentaron los tres en torno a la mesa.
—El embajador me ha pedido que le transmita sus condolencias —dijo Squires—. Dada la relevancia de su padre le habría gustado estar presente, pero por desgracia, como seguramente ha oído, anoche se produjo otro atentado terrorista, cerca de Asuán. Han muerto dos ciudadanos británicos y ha tenido que ocuparse de lo propio en estos casos. —Hablaba en tono muy pausado y con las delgadas manos cruzadas sobre el regazo—. Sin embargo —prosiguió—, estoy seguro de hablar en su nombre, y en el de todo el personal de la embajada, al decirle lo mucho que hemos sentido la muerte de su padre. Tuve ocasión de tratarlo. Ha sido una gran pérdida.
Oates entró portando una bandeja.
—¿Lo toma con leche? —preguntó Squires.
—Solo y sin azúcar, por favor —repuso Tara.
Squires asintió y Oates sirvió el café y a continuación se sentó. Se produjo un silencio expectante.
—Cuando yo era estudiante tuve la suerte de pasar una temporada con su padre en Saqqara —dijo por fin Yamal—. Fue en mil novecientos setenta y dos. Encontramos la tumba de Ptah-Hotep. Nunca olvidaré nuestro entusiasmo cuando entramos en la cámara mortuoria. Estaba prácticamente intacta desde el día en que la sellaron. Había una magnífica estatua junto a la entrada, así de alta —añadió alzando la mano—. Era de un realismo asombroso y estaba en perfecto estado de conservación. Actualmente se encuentra en el Museo de El Cairo. Me gustaría que me acompañase a verla.
—Me encantaría —dijo Tara con fingido entusiasmo.
—Su padre me enseñó mucho —continuó Yamal—. Y era una buena persona.
Yamal sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó, aparentemente afectado por el recuerdo. Todos guardaron silencio por unos instantes y tomaron un sorbo de café.
—El médico me ha asegurado que su padre murió rápidamente y sin dolor —dijo Squires—. Por lo visto, a causa de un infarto.
—Sí —dijo Tara—, padecía del corazón. Se medicaba.
—Por favor, no interprete mal mis palabras —intervino Yamal—, pero creo que si su padre hubiese podido elegir un lugar donde morir, habría elegido Saqqara. Siempre fue muy feliz allí.
—Sí, era como su hogar —admitió Tara.
Oates volvió a llenar las tazas.
—Me temo que tendremos que cumplir con ciertas formalidades —dijo Squires—. Pero Crispin la ayudará en todas las gestiones... No, gracias, ya no quiero más —añadió tapando su taza con la mano. Y prosiguió—: Tendrá usted que decidir si desea que repatriemos el cuerpo de su padre o si prefiere que se quede en Egipto. Elija lo que elija, puede contar con nuestra ayuda.
—Gracias —dijo Tara, que jugueteó unos momentos con la taza—. Hay algo que...
Squires enarcó las cejas al advertir que a ella le costaba continuar.
—No sabría cómo explicarlo —prosiguió Tara—. Suena ridículo, pero...
—¿Sí?
—Pues que ayer, al entrar en la casa del campamento, noté olor a humo de cigarro, algo muy raro, porque mi padre no permitía que nadie fumase en su presencia. Se lo comenté a la policía y al señor Oates.
Oates asintió con la cabeza. Yamal sacó un rosario con cuentas de jade del bolsillo y empezó a juguetear con él. Tara notó que los tres la miraban expectantes.
—En Saqqara vi a un hombre muy alto...
—¿Muy alto? —la interrumpió Squires inclinándose hacia delante.
—Sí, altísimo. La verdad es que quizá sea una tontería...
El inglés miró a Yamal y le indicó a Tara con un ademán que continuase. Yamal movía las cuentas de jade cada vez con mayor rapidez. Se habría dicho que tenía en la mano un bailarín de claqué.
—Creo que estaba observándome con unos prismáticos.
—¿El hombre alto? —preguntó Yamal.
—Sí, y anoche vi al mismo hombre, o por lo menos a uno que se le parecía mucho, entrar en el hotel. Y estoy segura de que estaba fumando un cigarro. Más tarde, por la noche, alguien intentó entrar en mi habitación. Al abrir la puerta no vi a nadie, pero el pasillo olía a humo de cigarro. —Tara esbozó una sonrisa, consciente de que debían de pensar que era una histérica. Lo que a ella le parecía sospechoso y amenazador, ellos seguramente lo consideraban pura coincidencia—. Ya les he dicho que suena ridículo —añadió.
—En absoluto —dijo Squires, que se inclinó hacia delante y posó una mano en las suyas—. Está pasando unos momentos muy difíciles, y por lo tanto no es sorprendente que se sienta... algo insegura. Está usted en un país extranjero, al fin y al cabo, y su padre acaba de morir. Es fácil perder el sentido de la realidad en estas circunstancias.
Tara notó que Squires trataba, sencillamente, de ser amable.
—He tenido la sensación de que ocurría algo extraño —dijo.
—No creo que deba usted preocuparse, señorita Mullray —le dijo Squires con una sonrisa—. Egipto es uno de esos países en los que es fácil imaginar que ocurren cosas extrañas, aunque no sea así, ¿verdad, doctor Yamal?
—En efecto —reconoció el egipcio—. No pasa un solo día sin que imagine que alguien trama algo contra mí. ¡Es lo que suele ocurrir en el Servicio de Antigüedades!
Los tres se echaron a reír.
—Estoy seguro de que todo lo que nos ha contado tiene una explicación lógica —dijo Squire—. Me refiero a que no es alarmante. —Hizo una pausa y añadió—: A menos, claro está, de que no nos lo haya contado todo. —Aunque su expresión era risueña, había un leve tono amenazador en sus palabras, como si la acusara de ocultarles algo—. ¿Nos lo ha contado todo?
—Creo que sí —repuso Tara.
Squires la miró fijamente, se retrepó en el sillón y soltó una carcajada.
—Pues entonces, señorita Mullray, puede dormir tranquila.
Desviaron la conversación hacia temas intrascendentes y, al cabo de unos minutos, Squires se levantó.
—Creo que ya le hemos robado demasiado tiempo, señorita Mullray. Crispin la conducirá a su despacho para ayudarla a cumplimentar todo el papeleo. No dude en llamarnos por teléfono si necesita algo. Y, desde el hotel, puede poner tantas conferencias como quiera. Correremos con todos los gastos de su estancia.
Le tendió una tarjeta y se dirigieron todos hacia la puerta.
—Éste es mi teléfono directo. No dude en llamarme si me necesita —insistió.
Luego le estrechó la mano y la acompañó hasta el antedespacho.
Yamal le dirigió una leve inclinación de cabeza a Tara a modo de despedida.
—Vamos —dijo Oates—. Almorzaremos juntos.
Squires y Yamal permanecieron unos momentos en silencio. El agregado cultural estaba mirando por la ventana y el funcionario egipcio jugueteaba con el rosario de cuentas de jade.
—¿Cree que es cierto lo que nos ha contado? —preguntó Yamal.
—Me parece que sí —contestó Squires con una sonrisa—. Ella no sabe nada, o por lo menos no cree saber nada —precisó sacando del bolsillo un caramelo.
—¿Qué ocurre entonces? —preguntó Yamal.
—Pues el caso es que no ocurre nada —repuso Squires enarcando las cejas—. Al parecer, Dravic la sigue, pero a mí me sorprende tanto como a usted que Mullray se mezclase en el asunto. —Se llevó el caramelo a la boca.
—¿Se lo ha dicho a Massey? —preguntó Yamal—. Los estadounidenses deberían saberlo.
—Ya me he ocupado de todo. No les ha hecho mucha gracia, pero eso ya era de esperar.
—¿Y qué hacemos ahora?
—No podemos hacer gran cosa. No deben enterarse de que sabemos lo de la tumba. Sólo nos queda confiar en que todo vaya bien.
—¿Y si no?
Squires desvió la mirada
—No me gusta esto —dijo Yamal—. Quizá sería mejor que lo dejásemos correr.
—Vamos, vamos... Es una de esas oportunidades que sólo se presentan una vez en la vida. Piense en la recompensa.
—No sé, la verdad. Se nos está yendo de las manos. —El egipcio se levantó y empezó a pasear de un lado a otro de la estancia—. ¿Y la chica?
Squires hizo tamborilear los dedos sobre el brazo del sofá, dándole vueltas al caramelo en la boca.
—Quizá nos resulte útil —dijo—. Podría ayudarnos a... aclarar la situación, siempre y cuando no se ponga histérica. Confío en que sea usted capaz de controlar las cosas.
—La policía hará lo que yo le diga —repuso Yamal—. No formularán preguntas innecesarias.
—Estupendo. Entonces creo que debería hacerme cargo de la señorita Mullray. Crispin la vigilará. Aparte de que tengo a otras personas trabajando. Lo más importante es que no sospechen que la utilizamos. Eso sería fatal. —Squires se levantó y miró por la ventana hacia el cuidado césped del jardín de la embajada—. Tenemos que jugar nuestras cartas con cuidado. Y si lo hacemos así estoy convencido de que alcanzaremos nuestro objetivo.
—Eso espero —dijo Yamal—. Por el bien de todos. De lo contrario los habremos jodido.
—No ha podido usted expresarlo mejor —dijo Squires, riendo sin ganas.
Luxor
Jalifa no tenía ni idea de que hubiese tantas tiendas de productos de alabastro en Luxor. Sabía que había muchas, por supuesto, pero hasta que no empezó a recorrerlas una a una no comprendió lo difícil que iba a ser localizar la que andaba buscando.
El inspector y Sariya habían empezado el día anterior por la tarde, inmediatamente después de la autopsia; Jalifa por la orilla oeste y Sariya por la orilla este, mostrando a los dueños y empleados de las tiendas una fotografía del escarabeo tatuado, preguntando si alguien lo reconocía. Continuaron hasta última hora de la tarde y reanudaron la tarea aquella mañana.
Ya era mediodía. Jalifa calculaba que habrían visitado unos cincuenta establecimientos, entre tiendas y talleres, sin éxito. Empezaba a temer que Anwar lo hubiese inducido a no hacer más que dar palos de ciego. Se detuvo frente a un taller en cuyo dintel un letrero anunciaba «Reina Tiye. El mejor alabastro de Luxor». A un lado de la puerta había un avión y un camello pintados, y al otro lado la estructura cúbica de la Kaaba, símbolo de que el propietario había hecho el ritual viaje a La Meca.
Varios obreros estaban sentados con las piernas cruzadas a la sombra de un toldo, cincelando piezas de alabastro. Tenían los brazos y la cara cubiertos de un polvillo blanco. Jalifa los saludó con un movimiento de la cabeza, encendió un cigarrillo y entró. Al instante salió de la trastienda un hombre que lo saludó con una sonrisa.
—Policía —dijo Jalifa mostrándole la placa.
—Tengo la licencia en regla —dijo el propietario, que palideció.
—Sólo quiero hacerle unas preguntas.
—¿Se trata de la seguridad social?
—No. Ya le he dicho que sólo quiero hacerle unas preguntas. Buscamos a una persona desaparecida. —Jalifa sacó una fotografía del bolsillo interior de la chaqueta y se la mostró—. ¿Reconoce este tatuaje?
El dueño se acercó la fotografía y la miró.
—¿Y bien? —preguntó Jalifa.
—Quizá.
—¿Qué quiere decir? ¿Lo reconoce o no?
—Sí.
¡Por fin!, exclamó Jalifa para sí.
—¿Es uno de sus obreros?
—Lo ha sido. Lo despedí hace una semana. ¿Por qué? ¿Se ha metido en algún lío?
—Es un modo de decirlo. Ha muerto.
El dueño de la tienda volvió a mirar la foto.
—Lo han asesinado —puntualizó Jalifa—. Encontramos su cuerpo ayer, en el río.
—Será mejor que pase —dijo el dueño tras devolverle la fotografía—. Sígame.
Cruzaron una cortina de abalorios y entraron en la amplia trastienda. Había una cama turca adosada a la pared del fondo, un televisor encima de una mesita, y una mesa dispuesta para el almuerzo, con pan, cebollas y un trozo de queso. En la pared junto a la que estaba la cama había una fotografía de color sepia de un viejo barbudo con fez y galabeya, que Jalifa dedujo que debía de ser un antepasado del dueño, y al lado un grabado enmarcado de la primera sura del Corán. Una puerta abierta comunicaba con un patio en el que estaban trabajando otros obreros.
—Se llamaba Abu Nayar —dijo el dueño tras cerrar la puerta—. Trabajó aquí durante aproximadamente un año. Era un buen artesano, pero bebía mucho. Llegaba tarde y no se concentraba en el trabajo. Siempre con problemas.
—¿Dónde vivía?
—En Qurna, cerca de la tumba de Reimire.
—¿Casado?
—Sí, y con dos hijas. Maltrataba a su esposa, le pegaba.
Jalifa le dio una calada al cigarrillo mirando hacia un busto de piedra caliza pintada que estaba en un rincón. Era una copia de la famosa cabeza de Nefertiti, que estaba en el museo de Berlín. Había querido contemplar el original desde niño, y siempre quedaba extasiado al ver imágenes parecidas en los escaparates de tiendas de Gizeh y El Cairo. Dudaba de que llegase a verla nunca. Si no podía pagarse una excursión en globo con sus hijos por el Valle de los Reyes, menos aún podría pagarse un viaje a Berlín.
—¿Tenía enemigos? ¿Alguien que quisiera vengarse?
—¿Por dónde quiere que empiece? Le debía dinero a todo el mundo. Insultaba a todo el mundo. Se peleaba. Debe de haber por lo menos cincuenta personas que se alegrarán de que haya muerto.
—¿Alguna en concreto? ¿Alguien que se la tuviese jurada?
—No, que yo sepa.
—¿Estaba implicado en algo ilegal? ¿Drogas? ¿Tráfico de antigüedades?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Pues porque por aquí todo el mundo sabe lo de todo el mundo —espetó Jalifa—. Así que déjese de bromas.
El dueño se rascó el mentón y se sentó en el borde de la turca. Los obreros entonaban una canción folclórica; uno cantaba una estrofa y los otros la repetían a coro.
—En drogas, no —dijo el dueño.
—¿Tráfico de antigüedades?
El dueño se encogió de hombros.
—Puede que en algunas cosillas.
—¿Qué cosillas?
—De poca monta. Figuritas, escarabajos. Todo el mundo trafica con esas cosas, ¡por el amor de Dios! Son naderías.
—Ilegales.
—Para ganarse la vida.