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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (17 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Al-Masri se detuvo frente a la ventana y dejó de hacer girar los pulgares.

—La verdad es que me deja usted perplejo, Jalifa —prosiguió—. Que alguien descubra una nueva tumba no es sorprendente. Como le he dicho, las colinas están llenas de tumbas por descubrir. Pero que alguien descubra una tumba que contenga tesoros y que esa tumba esté lo bastante alejada de los emplazamientos habituales como para poder mantenerlo en secreto, sería algo insólito.

—O sea, que no tiene ni idea de qué pueda tratarse, ¿no?

—Ni la menor idea. Por supuesto, abundan las historias sobre secretos enterrados en las colinas. Dicen que los sacerdotes de Karnak enterraron todo el oro del templo en una cueva bajo el Qurn para evitar que cayese en manos de los persas. Diez toneladas de oro. Pero son cuentos de viejas. No, inspector, me temo que estoy tan a oscuras como usted.

Al-Masri volvió a su mesa y se dejó caer en el sillón. Jalifa se terminó el té y se levantó. No había dormido en toda la noche y de pronto se sintió agotado.

—De acuerdo, doctor —dijo—. Pero, si se enterase de algo no deje de informarme. Y nada de pesquisas de aficionados. Se trata de un asunto policial.

El doctor agitó una mano como desestimando tal posibilidad.

—No irá a creer en serio que iré por mi cuenta a esas colinas a tratar de encontrar su condenada tumba, ¿verdad?

—Eso es exactamente lo que creo —repuso Jalifa mirando al doctor con expresión risueña.

Al-Masri frunció el entrecejo con fingido enojo y a continuación soltó una carcajada.

—De acuerdo, inspector. Haré lo que me dice. Si me entero de algo usted será el primero en saberlo.

Jalifa fue hacia la puerta.


Maah salama, ya, doktora
. Que la paz sea con usted.

—Y con usted, inspector. Aunque, si es cierto lo que me ha contado de este caso, me parece que tendrá muy poca paz.

Jalifa asintió con la cabeza y salió.

—Ah, inspector —lo llamó Al-Masri.

Jalifa se volvió a mirarlo.

—Si alguna vez viene de verdad a pedirme empleo, me encantaría concedérselo. Buenos días.

17

Saqqara

Cogieron un taxi para ir a Saqqara y siguieron prácticamente la misma ruta que había hecho Tara dos días antes. Hassan, el hombre con quien había encontrado el cadáver de su padre, no estaba en la oficina. Pero uno de sus colegas la reconoció y le dio las llaves de la casa del campamento. Siguieron con el taxi y se detuvieron frente a la casa. Se apearon y le dijeron al taxista que aguardase. Cruzaron el patio, abrieron la puerta y entraron.

El interior estaba oscuro y frío. Daniel abrió dos ventanas y los postigos para dejar entrar la luz. Tara miró alrededor. Al ver las paredes encaladas, el deshilachado sofá y las desvencijadas estanterías, pensó con tristeza en lo feliz que había sido allí su padre y que, en cierto sentido, aquella casa se había convertido en parte de su vida. Se pasó la manga por los ojos y se volvió hacia Daniel, que estaba mirando un grabado enmarcado.

—¿Qué tenemos que buscar exactamente? —preguntó Tara.

—No lo sé —repuso él, encogiéndose de hombros—. Algo antiguo, supongo; con jeroglíficos.

Daniel fue hacia las estanterías y se puso a hojear uno de los libros. Tara dejó caer el bolso en una silla y fue a una de las habitaciones que comunicaba con el salón. Había una cama turca en un rincón, un armario junto a la pared y, colgada de un gancho de la puerta, una raída chaqueta de safari. Metió la mano en uno de los bolsillos y sacó una cartera. Se mordió el labio inferior. Era de su padre.

—Este es su dormitorio —dijo en voz alta.

Daniel fue hacia allí y juntos examinaron las pertenencias del finado. No tenía muchas, sólo un poco de ropa, equipo fotográfico, un par de cuadernos y un diario encuadernado en piel. Sus anotaciones eran breves y poco reveladoras, relativas casi exclusivamente al día a día de sus excavaciones. Había varias menciones a Tara, a quien se refería con la inicial T. La última anotación acerca de ella era del día anterior a su llegada a Egipto, o sea, el penúltimo día de su vida.

A El Cairo por la mañana. Reunión en la Universidad Americana para decidir el programa de estudios del curso que viene. Almuerzo en el Departamento de Antigüedades. Compra por la tarde en Jan al-Jalili para la llegada de T. De vuelta en Saqqara a última hora de la tarde.

Eso era todo. Nada que arrojase luz sobre los acontecimientos recientes. Dejaron el diario a un lado.

—A lo mejor es que ya han encontrado lo que buscaban —aventuró Tara.

—Lo dudo. De ser así no te habrían perseguido.

—¿Y cómo podemos saber que lo que buscan está aquí y no en El Cairo?

—No tenemos modo de saberlo. Mi impresión es que, fuera lo que fuese, no debía de hacer muchos días que obraba en poder de tu padre. Y como es aquí donde vivió durante los tres últimos meses, lo lógico es empezar la búsqueda por aquí. Inspeccionemos el resto de la casa.

Pasaron una hora mirando en todos los armarios y en todos los cajones; e incluso debajo de las camas, sin éxito. Aparte del equipo fotográfico, no había allí nada que pudiese interesar ni siquiera a un ladronzuelo.

—Empiezo a temer que me he equivocado —dijo Daniel, desanimado.

Tara estaba en una de las habitaciones. La excitación de la búsqueda le había provocado una descarga de adrenalina, pero de pronto se sintió abatida. El dolor por la muerte de su padre, momentáneamente olvidado, volvió con mayor intensidad que antes, junto con una opresiva sensación de impotencia ante su irreparable pérdida. Se pasó la mano por el pelo, se dejó caer en la cama y apoyó la cabeza en la almohada. Al oír un crujido debajo de ésta, se incorporó y la levantó. Allí doblado encima de la sábana había un papiro con su nombre, Tara, escrito con tinta negra. Lo abrió y leyó.

—¡Daniel! —llamó—. Ven a ver esto.

Daniel entró en la habitación y ella le pasó el papiro. Daniel se apresuró a leerlo:

Uno de ocho, primer eslabón de la cadena,

pista a pista, paso a paso,

y al final la recompensa, algo oculto,

pero ¿se trata de un tesoro o sólo de huesos?

Quizá los dioses te ayuden si se lo pides amablemente,

acaso Imhotep, o puede que Isis o Seth.

Aunque, personalmente, yo lo buscaría

un poco más cerca de casa,

porque nadie sabe más que el viejo Mariette.

—¿No crees que eres ya un poco mayorcita para jugar a la busca del tesoro? —dijo Daniel.

—Cuando yo tenía quince años mi padre me preparó una busca del tesoro para mi cumpleaños —dijo ella con una sonrisa de tristeza al recordarlo—. Fue una de las pocas veces que tuve la sensación de que realmente me quería. Creo que ésta es su manera de curar viejas heridas. Una especie de ofrecimiento de paz.

Daniel le apretó cariñosamente el hombro y volvió a mirar el papiro.

—Quizá... —dijo.

—Ya sé lo que piensas —lo interrumpió ella.

—Que la recompensa acaso sea lo que buscamos, ¿no? No lo sé. Pero merece la pena averiguarlo —dijo Daniel volviendo hacia el salón—. Mariette es Auguste Mariette —añadió—. Uno de los pioneros de la egiptología. Realizó importantes trabajos en Saqqara. Descubrió el Serapeo, las galerías subterráneas de Saqqara donde los egipcios enterraban a los toros sagrados, deidades adoradas en el templo de Menfis.

Tara lo siguió y él volvió a detenerse delante del grabado que había estado contemplando.

—Auguste Mariette —dijo señalando la imagen, que representaba a un hombre de barba vestido con traje y el tradicional turbante egipcio.

Descolgó el grabado de la pared y le dio la vuelta. Fijado con cinta adhesiva había otro papiro doblado.

—Me parece que lo hemos encontrado —dijo con un brillo de entusiasmo en los ojos.

—Vamos, léelo, me estás poniendo nerviosa —lo apremió Tara.

Daniel desprendió el papiro y lo leyó.

Es una reina para un faraón y un faraón también,

gobernó entre el esposo y el hijo de su esposo,

se llamaba Nefertiti, un bello nombre,

y con ella llegó el hermoso.

El herético esposo, el condenado Akenatón,

abandonado por los dioses por haberlos abandonado.

Vivieron juntos, pero ¿dónde vivía ella?

Quizá encuentres la respuesta en el libro.

—¿Y qué demonios significa esto? —exclamó Tara.

—Nefertiti fue la principal esposa del faraón Akenatón —le explicó Daniel—. Su nombre significa «La Bella Venida». Después de la muerte de Akenatón, Nefertiti cambió su nombre por el de Smenjare y gobernó como un faraón. La sucedió Tutankamón, un hijo que Akenatón tuvo con otra esposa.

—Clarísimo —dijo Tara.

—Posteriores generaciones repudiaron a Akenatón por haber abandonado a los dioses tradicionales de Egipto en favor de la adoración de un único dios: Atón —explicó Daniel—. Él y Nefertiti mandaron construir una nueva capital, a trescientos kilómetros de aquí, que fue llamada Akenatón, el Horizonte de Atón, aunque en la actualidad se conoce con el nombre árabe: Tell el-Amarna. Realicé excavaciones allí una temporada. —Se acercó a la librería y añadió—: Al parecer tenemos que buscar un libro sobre Amarna.

Tara fue con él y recorrieron con la mirada los títulos de los libros. Había varios relativos a Amarna, pero que no contenían ninguna pista. En uno de los dormitorios había otra librería, cuyos libros también examinaron, aunque sin éxito.

Tara meneó la cabeza, desanimada.

—Esto es muy propio de mi padre. Si con la ayuda de un egiptólogo no logro dar con la pista, ¿qué hubiese podido hacer yo sola? ¡Nunca acabó de metérsele en la cabeza que a mí no me interesaban estas cosas!

Daniel no le prestaba atención. Estaba en cuclillas, con el entrecejo fruncido.

—¿Dónde vivió? —musitó—. ¿Dónde vivió Nefertiti? —Se irguió de pronto y exclamó—:
Merde!
¡Seré imbécil! —Volvió a la habitación principal, se arrodilló frente a la librería y pasó el índice de la mano derecha por los lomos de los libros. Sacó un pequeño volumen y miró la portada—. Me he pasado de listo. La clave era más literal de lo que parecía.

Daniel le tendió el libro a Tara y con una sonrisa de satisfacción señaló el título:
Nefertiti vivió aquí.

—Probablemente es el mejor libro sobre excavaciones que se haya escrito nunca. Es de Mary Chubb. Tuve ocasión de conocerla. Una mujer fascinante. A ver qué dice la clave.

El siguiente pasaje, acerca de las dinastías del antiguo Egipto resultó ser más fácil que los últimos y los condujo a un póster de la máscara mortuoria de Tutankamón colgado en una pared de la cocina. La quinta clave se hallaba en el interior de un ánfora, en uno de los dormitorios; la sexta dentro del cañón de la chimenea; la séptima detrás de la cisterna del lavabo, y la octava y última enrollada dentro de un tubo para guardar planos, en un armario del salón.

Tara y Daniel ya se sentían muy impacientes. Leyeron el último pasaje juntos, atropellándose con las palabras por su impaciencia por descubrir lo que decía:

La última al fin, ocho de ocho,

la más difícil, que obliga a usar la cabeza,

cerca de donde estás, pero no dentro,

un viejo banco de cinco mil años,

para los muertos,

quince pasos hacia el sur (o quince hacia el norte),

golpea en el centro, y ahora utiliza mis ojos,

busca la señal de Anubis el Chacal,

porque Anubis es el guardián del tesoro.

—¿Banco para los muertos? —preguntó Tara.

—Una mastaba —explicó Daniel—. Un tipo de tumba rectangular hecha de adobe. Mastaba significa «banco» en árabe. Ven.

Tara recogió su bolso y salió de la casa tras él, haciendo una mueca de agobio ante el contraste del calor del exterior con el frescor que reinaba dentro de la casa. El taxista había aparcado a la sombra enfrente de la casa y se había adormilado, con la cabeza recostada en el respaldo y los pies asomando por la ventanilla. Daniel miró alrededor, haciendo visera con la mano para protegerse del sol, y a continuación señaló a un montículo de forma redondeada que se alzaba de la arena a unos cincuenta metros por delante de ellos, a su izquierda.

—Debe de ser eso —le dijo—. No veo por aquí ninguna otra mastaba.

Cruzaron el camino y fueron hasta el montículo. A medida que se acercaban, Tara reparó en una estructura hecha de adobes muy deteriorados que coronaba el montículo. Daniel contó quince pasos y alcanzó uno de los lados de la mastaba, cuya parte superior le llegaba casi al cuello.

—Debe de ser aquí —dijo Daniel—. Tenemos que buscar la imagen de un chacal.

Se acuclillaron y estudiaron la desigual superficie. Tara no tardó en descubrirlo.

—¡Aquí está! —exclamó llena de júbilo.

Grabada en uno de los adobes, apenas visible, se apreciaba la imagen de un chacal echado, con las patas extendidas y las orejas erguidas. El adobe parecía estar algo desencajado. Tara introdujo los dedos por las rendijas y empezó a extraerlo. Era obvio que ya lo habían retirado antes, porque le resultó fácil sacarlo. El hueco dejó una profunda cavidad. Daniel se remangó, echó un vistazo para asegurarse de que no hubiese escorpiones, introdujo la mano en el hueco y la retiró enseguida sujetando una caja de cartón plana atada con un cordel. La posó sobre una rodilla y empezó a deshacer los nudos del cordel.

—¿Qué es esto? —preguntó Tara.

—No estoy seguro —respondió él—. Pesa bastante. Creo que podría tratarse de...

Una sombra se cernió sobre ellos a la vez que oían un «clic» metálico. Alzaron la vista, sobresaltados. De pie en lo alto de la mastaba, empuñando una pistola, un hombre de barba, con vestiduras y turbante negros, les hizo señas de que se levantasen y les habló en árabe.

—¿Qué dice? —preguntó Tara mirando a Daniel.

—Quiere la caja —contestó él. Fue a tenderle la caja al individuo, pero Tara le sujetó el brazo.

—No —dijo.

—¿Qué...?

—Primero hemos de saber qué contiene —añadió ella.

El de la barba volvió a hablar sin dejar de apuntarles. Daniel se aprestó a tenderle la caja, y de nuevo Tara le sujetó el brazo.

—¡He dicho que no! —masculló—. Antes quiero saber qué se proponen.

—¡Por el amor de Dios, Tara! ¡Esto no es un juego! ¡Nos matará! ¡Conozco a esta gente!

El de la barba empezaba a impacientarse. Apuntó a Tara a la cabeza, luego a Daniel y después a la parte superior de la mastaba. Hizo varios disparos contra los adobes provocando una lluvia de esquirlas y de polvo que les dio en la cara y en los pies. Daniel se soltó el brazo y lanzó la caja al interior de la tumba.

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