—No me trates como a una niña —le espetó ella, retirando la mano—. No son figuraciones de una histérica. Ese tipo me ha seguido, me vigila. No sé por qué, pero me vigila. —Se levantó y fue hasta la ventana. Observó los tejados. Hacía calor y notó gotas de sudor entre sus pechos—. Ese tipo me dijo algo sobre una pieza que faltaba —prosiguió—. Insistió en preguntarme dónde se encontraba. Al parecer está convencido de que tengo algo que le pertenece; Dios sabe el qué, pero cree que lo tengo yo. —Se volvió hacia Daniel y agregó—: Y también debió de pensar que lo tenía mi padre. Estuvo en la casa de Saqqara, y probablemente en el apartamento de mi padre. Dejó un inconfundible olor a cigarro. Aquí pasa algo grave, Daniel, te lo aseguro.
Daniel guardó silencio. La miró fijamente con sus grandes ojos negros. Sacó un puro del bolsillo de su camisa y lo encendió.
—Pasa algo grave, Daniel —repitió ella, volviéndose de nuevo hacia la ventana—. Créeme, por favor.
Se produjo un breve silencio y luego lo oyó acercársele. Daniel posó las manos sobre sus hombros. Ella se rebulló, rechazándolo, pero cuando volvió a posarlas, se quedó inmóvil. No pudo evitar sentirse confortada por la energía y el calor de aquellas manos.
—Te creo, Tara —dijo él en tono cariñoso.
La hizo girar y la atrajo hacia sí, y aunque ella se resistió por unos segundos, finalmente apoyó la cabeza sobre su hombro y se echó a llorar.
—No sé qué hacer, Daniel. No sé qué está pasando. Alguien trata de matarme y ni siquiera sé por qué. En la embajada les he hablado de ello, pero no me creen. Piensan que son imaginaciones mías. Y no lo son.
—Bueno, bueno... —dijo él—. Ya verás como no ocurre nada.
La estrechó entre sus brazos y ella se dejó abrazar a pesar de saber lo peligroso que era estar tan cerca de aquel hombre. Pero no pudo evitarlo.
Permanecieron abrazados hasta que él la apartó con gentileza y le pasó los dedos por los ojos para enjugarle las lágrimas.
—¿Has dicho que eran tres?
Tara asintió con la cabeza.
—Dos egipcios y un europeo, o estadounidense —repuso—, muy alto, con una marca de nacimiento en la cara. Y ya te he dicho que lo vi también en Saqqara y frente a mi hotel.
—¿Y qué te dijo exactamente?
—Me preguntó dónde estaba la pieza. Y lo repitió varias veces: «¿Dónde está la pieza que falta?».
—¿Y eso fue todo?
—También dijo algo acerca de unos jeroglíficos.
Daniel frunció el entrecejo.
—¿Jeroglíficos?
—Sí. Me dijo exactamente: «¿Dónde están los jeroglíficos?».
—¿Estás segura de que utilizó esa palabra, «jeroglíficos»?
—Creo que sí, aunque estaba muy aturdida.
Daniel dio una calada al puro y unas cintas de humo azul grisáceo ascendieron desde la comisura de sus labios.
—Jeroglíficos —musitó—. Pero ¿qué jeroglíficos?
Le dio otra calada al cigarro y empezó a caminar arriba y abajo por la habitación.
—¿Has comprado algo desde que estás en Egipto? —preguntó—. ¿Alguna antigüedad?
—No he tenido tiempo.
—¿Y dices que ese hombre estuvo en la casa de tu padre en el campamento?
—Sí. Estoy completamente segura.
Daniel guardó silencio y se frotó las sienes, pensativo. Una avispa entró por la ventana y fue a posarse en el borde del vaso de Tara.
—Pues entonces está claro que creen que tienes algo que les pertenece —dijo al fin Daniel—. Y, presumiblemente, lo creen porque suponen que antes lo tenía tu padre. De modo que debemos contestar a dos preguntas; la primera: ¿de qué clase de objeto se trata? Y la segunda: ¿por qué creen que estaba en poder de tu padre?
Daniel fue hasta el sofá y se sentó a reflexionar. Tara recordaba que ésa era una actitud habitual en él: siempre que tenía que solucionar algún problema se sentaba a reflexionar como si estuviese en trance. Su mente parecía funcionar como una máquina. Tenía una expresión entre dolorida y placentera en el rostro, como si concentrarse le resultase duro y, a la vez, agradable.
Daniel siguió en silencio por unos minutos, y finalmente se levantó.
—Vamos —dijo dirigiéndose hacia la puerta.
—¿Adónde? ¿A la policía?
—No, si quieres seguir mi consejo. No harían sino archivar la denuncia. Sé cómo actúan.
—¿Adónde, entonces?
—A Saqqara. A la casa de tu padre. Empezaremos por ahí. ¿Vienes?
Tara lo miró a los ojos y vio en ellos la misma fuerza, energía y determinación de siempre. Pero también algo más. Algo que no había visto nunca. Tardó en precisar de qué se trataba, y no acababa de encontrar la palabra justa.
Sentimiento de culpabilidad. Eso era lo que veía.
—Sí —dijo Tara, que recogió su bolso y lo siguió—. Voy contigo.
Luxor
De camino a casa desde Deir el-Bahari, Jalifa se detuvo a ver al doctor Masri al-Masri, director del Departamento de Antigüedades del museo de Tebas occidental.
Al-Masri tenía un gran prestigio. Había ingresado muy joven en el funcionariado y, dado que estaba a punto de cumplir los setenta, debería haber ocupado un cargo más alto. Le habían ofrecido puestos de mayor lustre en numerosas ocasiones, pero siempre los había rechazado. Era un gran amante de su país y consideraba sus monumentos como algo propio. Había consagrado su vida a su conservación y protección, y, aunque carecía de título académico, todo el mundo lo llamaba «doctor», tanto por respeto como por el temor que inspiraba. Porque, al decir de todos, Al-Masri tenía peor carácter que Seth, el dios egipcio del trueno.
Estaba en una reunión cuando llegó Jalifa, de modo que éste tuvo que aguardar junto a su despacho, fumando y mirando hacia el otro lado de la carretera, en dirección a las ruinas del templo funerario de Amenofis III. No pudo evitar oír cómo el doctor Al-Masri discutía acaloradamente con alguien.
Tiempo atrás Jalifa había llegado a pensar en entrar a trabajar en el Departamento de Antigüedades. Y habría ingresado si Alí no hubiera muerto y él no se hubiese visto obligado a responsabilizarse del cuidado de su madre.
Por entonces estudiaba en la universidad, y durante cierto tiempo compatibilizó sus estudios con un empleo como guía turístico. Pero sus ingresos no bastaban, sobre todo después de casarse con Zainab y que ella quedase embarazada de su primer hijo. De modo que abandonó la egiptología e ingresó en el cuerpo de policía. Su madre y Zainab le rogaron que no lo hiciese, al igual que su tutor de la facultad, el profesor Al-Habibi, pero Jalifa no vio otro medio de sacar decorosamente adelante a su familia. No ganaba mucho, pero era más de lo que hubiese obtenido como funcionario del Departamento del Patrimonio Cultural, y además se trataba de un trabajo estable. Lo entristeció dejar los estudios, y en cierto modo aún lamentaba haberlo hecho. Habría sido estupendo poder trabajar entre los objetos y monumentos que tanto amaba. Sin embargo, lo que no lamentaba era haber antepuesto sus seres queridos a su vocación. Y, además, la arqueología y la tarea de investigación policial no eran tan distintas. En ambos casos se trataba de seguir pistas, de analizar pruebas y de aclarar misterios. La única diferencia era que mientras que la arqueología trataba de desenterrar cosas maravillosas, en la mayoría de los casos los detectives tenían que desentrañar cosas terribles.
Dio una calada al cigarrillo. La discusión que oía era más violenta por momentos. Oyó que alguien daba un puñetazo en la mesa, y de pronto la puerta del despacho de Al-Masri se abrió y salió un hombre fibroso vestido con una sucia galabeya.
—¡Ojalá que un perro se cague en su tumba! —le gritó a Al-Masri gesticulando como un poseso—. ¡Y que se mee también! —añadió mientras se alejaba a grandes zancadas, muy furioso.
Jalifa sonrió para sí y se puso de pie. La puerta del despacho estaba abierta, pero se asomó, por si acaso...
—
Ya, doktora?
Al-Masri se hallaba sentado detrás de un escritorio de madera contrachapada, cubierto de papeles. Era un hombre alto y delgado, moreno, de cara alargada y pelo rizado, muy corto. No podía negar que se trataba de un
saidee
, como llamaban a los nativos del alto Egipto.
—Ah, Jalifa —dijo al alzar la vista y ver al inspector—. Entre usted, entre —añadió señalando uno de los sillones—. ¡Condenado patán! —exclamó mirando hacia la puerta—. Descubrimos en sus tierras lo que parece una extensión del templo funerario de Seti I y él pretende ararla y sembrar
molochia
.
—Debe de necesitarlo para comer —observó Jalifa sonriente.
—Pero no a costa de destruir nuestra historia. Por mí... ¡que se muera de hambre! ¡Bárbaro ignorante! —Al-Masri dio una fuerte palmada en la mesa que hizo caer al suelo un montón de papeles. Se agachó a recogerlos—. ¿Té? —preguntó con la cabeza oculta aún detrás de la mesa.
—Sí, gracias.
Al-Masri dio una voz y al instante entró un joven.
—Tráiganos dos vasos de té, por favor, Mahmud. —Reordenó los papeles y los guardó en un cajón—. ¡Al diablo! —exclamó—. ¡No pienso ni leérmelo! —Se retrepó en el sillón y miró a Jalifa con las manos cruzadas tras la nuca—. Y bien, ¿qué puedo hacer por usted? Viene a pedirme empleo, ¿verdad?
El doctor conocía la vocación de Jalifa y le gustaba bromear con él al respecto y, aunque nunca se lo dijese, lo admiraba. Al-Masri conocía pocas personas cuya pasión por el pasado fuese tan grande como la del inspector.
—No exactamente —repuso con una sonrisa Jalifa, que se inclinó hacia delante y apagó el cigarrillo en el cenicero que había sobre el escritorio.
A continuación puso a Al-Masri al corriente del asesinato de Abu Nayar. Aquél lo escuchó con atención.
—Supongo que usted no sabrá nada, ¿verdad? —preguntó Jalifa cuando hubo terminado.
—Por supuesto que no sé nada —repuso Al-Masri, y se echó a reír—. Si se hiciese un nuevo descubrimiento por aquí seríamos los últimos en enterarnos.
—Pero es posible que se haya descubierto algo, ¿no?
—Claro que es posible. Creo que, hasta la fecha, no hemos descubierto más que un veinte por ciento de lo que queda del antiguo Egipto. O puede que menos. Las colinas de Tebas están llenas de tumbas por descubrir. Tardarán otros quinientos años en dar con ellas.
Mahmud entró en ese momento con el té.
—Creo que debe de tratarse de algo importante —dijo Jalifa, aceptando el vaso que le ofrecía el joven y bebiendo un sorbo—. Algo tan importante como para que haya gente dispuesta a matar por ello. Y a guardar el secreto.
—Por aquí no faltan quienes matarían por un par de estatuillas funerarias.
—Se trata de algo más importante, doctor. He interrogado a muchas personas, y todas están muy asustadas. Hemos hablado con todos los anticuarios de Luxor y con sospechosos de traficar con antigüedades, y el pánico es el denominador común. Estoy convencido de que se trata de algo muy importante.
Al-Masri bebió un sorbo de té con expresión displicente. Pero Jalifa advirtió que el tema le interesaba. El doctor bebió otro sorbo y, luego, tras dejar el vaso a un lado, se levantó y empezó a pasear arriba y abajo por el despacho.
—Curioso —musitó—. Muy curioso.
—¿Tiene idea de lo que pueda ser? —preguntó Jalifa—. ¿Una tumba real, quizá?
—No, no es probable. Mejor dicho, es muy improbable. La mayor parte de los grandes enterramientos reales ya se conocen, excepto los de Tutmosis II y Ramsés VIII; y posiblemente el de Smenjare, si aceptamos que el cuerpo de la KV55 era el de Akenatón, algo que personalmente no creo.
—Yo creía que la tumba de Amenofis I seguía sin ser descubierta —dijo Jalifa.
—Bobadas. Lo enterraron en la KV39, como admite todo arqueólogo sensato. Además, la cuestión es que, si se tratase de un enterramiento real importante, estaría, casi con toda seguridad, en el Valle de los Reyes, y allí no habría forma de mantener en secreto un descubrimiento semejante, por más gente a la que matasen. Aquello está tan lleno de turistas que uno apenas puede moverse.
El doctor andaba con las manos cruzadas a la espalda. De vez en cuando se pasaba la lengua por el labio inferior.
—¿Y en el valle occidental? —preguntó Jalifa refiriéndose a un valle pequeño, menos frecuentado, que se abría hacia el centro del Valle de los Reyes.
—Allí sería más factible; pero si se hubiese descubierto algo, lo sabríamos.
—¿Una momia oculta?
—Ya no quedan momias, o, por lo menos, no quedan momias importantes, aparte de algunas de la época de la vigésima dinastía, y dudo de que nadie las considere tan importantes como para matar por ellas.
—Pues entonces podría tratarse del enterramiento de un personaje menor; de un príncipe, una princesa o una reina secundaria.
—También estarían enterrados en el Valle de los Reyes o en el Valle de las Reinas, en algún lugar cercano a la necrópolis. Les gustaba estar juntos.
Jalifa se inclinó hacia delante y encendió un cigarrillo.
—¿Un funcionario importante? ¿Un noble?
—Eso ya es más probable —admitió Al-Masri—. Aunque me sorprendería. Casi todas las tumbas de altos cargos que hemos descubierto estaban en el Valle de los Reyes o muy cerca, demasiado cerca para poder realizar excavaciones clandestinas, de hecho. Y esos enterramientos rara vez contienen algo interesante. Históricamente son valiosos, por supuesto, pero me refiero a que no contienen oro ni nada por el estilo. O por lo menos no lo bastante para que alguien quiera matar para obtenerlo. Las excepciones obvias fueron Yuya y Tjuju, pero como digo, eran eso, excepciones.