—Y si fuera así —dijo Elvira siguiéndole la corriente—, ¿quién es la otra persona? ¿Para qué crees que quieren que tú lo descubras?
—Si lo supiera, resultaría más fácil. De todas formas, sé que debo llegar hasta el final, agotar todas las posibilidades.
—Perdona que te interrumpa —dijo Elvira—, pero ese profesor o profesora pudo irse al año siguiente o seguir todavía en el centro.
—Ya lo sé —contestó Ana molesta—, y también puedes decirme que Elsa o quien haya sido el autor del texto regresó y nadie necesitó ausentarse. Ese no es el problema. Estoy segura de que si he leído ese mensaje, ha sido por algo. Y si todo hubiese sido maravilloso, no tendría sentido que yo diese con él. Convéncete, voy a seguir investigando. Y deja que te diga más: esta mañana, cuando estaba en las oficinas de la Escuela, al saber que me interesaba por los nombres de los que se habían ido en el 71, alguien comentó que creía que un bibliotecario de origen italiano se había marchado por esas fechas. Lo sabía porque un amigo suyo había ocupado su puesto. Me han prometido buscar su dirección.
—O sea, que puede que te faciliten un nuevo camino —dijo Elvira resignada.
—Lo estoy deseando.
Elvira no dudaba en ayudar a su sobrina, siempre estaría a su lado, pero consideraba que estaban perdiendo el tiempo. En el fondo deseaba que no continuase encontrando pistas que la animasen a proseguir con aquella absurda investigación. Debía hablar a solas con el doctor Martínez Escudero. ¿Cómo su sobrina podía ver el rostro de una mujer a la que supuestamente no había conocido? Ella ignoraba todo de la hipnosis, pero la palabra le producía rechazo y miedo. Aquella misma tarde intentaría ver al doctor.
—¿Ha resultado fructífero su viaje a Córdoba? —le preguntó don Santiago.
—En cierta forma sí. Inés Mancebo no era quien yo pensaba, no me ha facilitado ningún dato, pero su comportamiento me llevó a volver a la Escuela a recabar nueva información y he conseguido el nombre de una profesora: Elsa Bravo. Aunque es imposible dar con ella ni con nadie de su familia. Todos han desaparecido —dijo Ana resignada.
—No desespere —le aconsejó el profesor—, siempre hay alguien que puede facilitar algún dato. Es cuestión de tiempo y paciencia.
No lo decía para animarla, sino porque así lo creía. No quería inmiscuirse en lo que le estaba sucediendo a Ana, le resultaba incomprensible, pero también era consciente de que él desconocía todo del funcionamiento de la mente. De lo que estaba seguro era de la sinceridad de su alumna. Lo creía a pies juntillas y no porque cada día se sintiera más feliz a su lado. Se había acostumbrado a la presencia de Ana, tanto que creyó que nunca finalizaría la semana que ella estuvo fuera. Le gustaba todo de su alumna y aunque no quería concebir esperanzas, a veces tenía la sensación de que él no le resultaba indiferente. «Aunque nada entre nosotros tendrá futuro —se decía—, pertenecemos a mundos distintos». Santiago quería invitarla a pasear alguna tarde, pero le faltaba valor y además no estaría bien que lo hiciera siendo su profesor.
Habían terminado unos ejercicios y se disponían a continuar cuando las campanadas del reloj les alertaron de la hora.
—Me parece imposible que sean las seis —exclamó Ana.
—Es verdad. Me cuesta creer que ya hayan pasado dos horas —corroboró Santiago.
—¿Tiene mucha prisa? ¿Le esperan? —preguntó Ana.
—No. La clase que tenía ahora a las seis y media la han anulado esta mañana*
—Le invito a un café con pastas, ¿o prefiere té?
—Por favor, no se moleste.
—No es ninguna molestia.
—Puede que sea imprudente por mi parte —dijo Santiago.
Ana había reaccionado de una forma espontánea, aunque hacía tiempo que pensaba en invitar a su profesor. Deseaba hablar con él fuera de las clases, conocerle un poco mejor. Notaba que cada día le interesaba más. Ana quería descubrir la realidad de sus sentimientos y había llegado la hora. Se comportaría de una forma directa y desenfadada, como si la persona que estaba con ella no fuera don Santiago.
—No sea tan serio y formal. No hacemos nada malo tomándonos un café —dijo Ana mientras hacía sonar una preciosa campanita de cristal.
—¿Desea algo, señorita?
—Ignacia, por favor, nos prepara —dirigiéndose a Santiago le preguntó—: ¿café o té, profesor?
—Lo que tome usted —respondió Santiago galantemente.
—Café, Ignacia.
—¿Se lo sirvo aquí? —preguntó la doncella.
—Sí —respondió Ana—, haremos un hueco en la mesa auxiliar.
Santiago no sabía muy bien cómo interpretar el gesto de su alumna; tal vez quisiera decirle algo de todo aquel misterio en el que estaba metida.
—Don Santiago —llamó Ana—, venga, siéntese aquí a mi lado.
Sorprendido por aquella repentina familiaridad, miró a Ana. La joven había tomado asiento en un hermoso sofá azul de tres plazas situado al lado de la mesita de cristal en la que se encontraba la figura de payaso que él había salvado de una caída destructora y que ahora ella acariciaba de forma inconsciente. Sin saber muy bien qué decir, Santiago pensó que la figura del payaso le podría servir como tema recurrente en aquellos, para él, tensos momentos.
—Le tiene un cariño especial, ¿verdad?
—Prométame que no se va a reír de mí. Lo cierto —dijo Ana— es que tengo la sensación de que me necesita.
—¿El payaso la necesita? —repitió él con cierta guasa.
Ana le contó la historia de por qué
Bepo,
el triste payaso, se encontraba con ella en Madrid.
—¿Siempre es usted tan receptiva a las necesidades de los demás? —preguntó Santiago.
—Sí —afirmó rotunda—, aunque debo hacer una matización: cuando se trata de objetos inanimados, mi respuesta es inmediata, no tengo dudas.
—¿Quiere eso decir que es más receptiva a las necesidades de las cosas que a las de las personas? —interrogó él sorprendido.
—No exactamente. Lo que sucede es que a veces dudo de las necesidades de las personas y como las de las cosas me las he imaginado yo, no tengo por qué dudar —dijo ella riendo.
—Escuchándola, Ana, es inevitable pensar en la suerte que tienen algunas de esas figuritas.
Nunca había pronunciado su nombre sin utilizar delante el «señorita» y Ana se sintió bien. Santiago no podía creer la conversación que estaban manteniendo. Era impropio de él, pero se sentía tan feliz al lado de ella… Le parecía imposible que le estuviera sucediendo.
—¿Un poquito de leche? —le preguntó Ana.
—Sí, por favor.
—¿Azúcar?
—No, gracias.
—Mi padre también lo tomaba así —dijo ella.
—Su padre era una persona extraordinaria.
—Sí que lo era. Pero ¿usted le conocía?
—No, muy poco. Solo nos vimos tres o cuatro veces y siempre para hablar de usted. Estaba muy pendiente de sus estudios y deseaba que fuera la mejor con el violín. Si la viera ahora, se sentiría muy orgulloso. Sí, muy orgulloso. Lo mismo que yo de ser su profesor.
—Por favor, don Santiago —exclamó ella tímidamente.
—Es verdad. Está en el camino correcto para convertirse en una gran violinista —sentenció Santiago.
Ana se sentía turbada, más que por los halagadores comentarios de Santiago, por la emoción que percibió al rozar su mano cuando le servía la leche. Había sido como una corriente que la recorrió de arriba abajo. Y lo cierto era que deseaba volver a experimentarla.
—Don Santiago, ¿no cree que sería interesante que nosotros, que amamos la música, intentáramos, como juego, buscar la melodía adecuada para reflejar nuestros sentimientos?
—Claro que podría ser, aunque considero más interesante ponerle música al recuerdo. Es decir, para mí la música tiene el poder de llenar un vacío, de recrear un sueño, de rememorar una añoranza. La música expresa aquello que sin ella permanecería siempre en silencio.
—¿Cómo recordaría este momento, profesor?
—Prometo decírselo algún día.
Santiago se había quitado las gafas, que limpiaba cuidadosamente y de forma mecánica. Ana sabía que los ojos de su profesor eran verdes, pero nunca los había visto sin la barrera protectora del cristal. «Qué pena que tenga que ocultarlos tras las gafas», pensó. Un deseo irrefrenable de que Santiago la mirara directamente la llevó a retomar la palabra.
—Don Santiago, ¿necesita las gafas todo el tiempo?
Él siguió limpiándolas y levantó los ojos para responderle, momento que aprovechó Ana para escudriñarlos a fondo. Nunca nadie le había mirado de aquella forma y Santiago Ruiz Sepúlveda, diez años mayor que su alumna, no pudo resistir aquella mirada sin riesgo de delatarse, de modo que disimuló colocándose las lentes.
—Las llevo desde joven y casi podría prescindir de ellas, pero me he acostumbrado.
—Pues es una pena —se atrevió a decir ella.
Santiago prefirió tomarlo a broma y en tono de guasa, le respondió:
—Es lo mismo que me dice mi hermana. No pierde oportunidad para tratar de convencerme de que no lleve gafas.
—Si no hace caso a su hermana, será porque a su novia le gusta con ellas —dijo Ana con la única intención de descubrir la vida sentimental de su profesor.
Santiago iba a responderle que no tenía novia, pero pensó que ya que ella se mostraba tan interesada, lo mejor sería mantenerla así.
—No, es una decisión personal. Cualquier día me las quito —dijo riendo.
—Usted, que es tan bueno con el violín, ¿no ha pensado en probar suerte en Europa?
—Hace unos años sí, pero lo he descartado definitivamente.
—¿Por qué?
—La situación de mi familia no hace aconsejable que me aleje de Madrid. Verá, tengo una hermana que es disminuida. Hace años que mi padre murió y es mi madre quien se ocupa de ella, ya que no tengo más hermanos. De momento se arreglan perfectamente y no me necesitan, pero sé que es muy importante para las dos sentirme cerca.
Ana jamás hubiese imaginado aquella respuesta tan íntima y hermosa.
—Qué orgullosa debe de sentirse su madre al tener un hijo como usted —dijo con admiración.
—Lo único que hago es responder al cariño y a la entrega que ella nos ha dedicado siempre.
A punto estuvo de preguntarle qué minusvalía padecía su hermana, pero prefirió no incidir en el tema. Un ligero golpe en la puerta les hizo volverse y antes de que ella pudiera decir nada, Santiago observó cómo un agraciado joven irrumpía en el salón, sin esperar a que le autorizaran. «Tal vez sea un familiar», pensó, aunque algo en su comportamiento le decía que no. Pronto Enrique eliminó sus dudas.
—Perdón, Ana, seguro que has olvidado que habíamos quedado para ir a casa de mi hermana. Usted es Santiago Ruiz Sepúlveda, ¿verdad? Yo soy Enrique Solórzano, el novio de Ana. Hace tiempo que deseaba conocerle. Todos hablan de su arte con el violín —dijo mientras tendía su mano para saludarle.
Santiago no terminaba de creer lo que acababa de oír; Ana tenía novio. Sin embargo, juraría que unos minutos antes había coqueteado con él. La miró fijamente mientras se levantaba y vio la contrariedad pintada en su cara. Ana hubiese fulminado a Enrique con la mirada. No sabía cómo reaccionar.
—Por favor, don Santiago, no se vaya. Tenemos que seguir hablando. —Y dirigiéndose a Enrique—: No me esperes porque no voy a ir a casa de tu hermana. Mañana, si quieres, hablamos. Ya ves que ahora estoy ocupada.
—Perdona, Ana —contestó Enrique—, pero habíamos quedado y tú terminas la clase a las seis.
—Te he dicho que no me esperes.
Santiago recogió sus cosas. Era una situación muy violenta. No debía seguir allí, ¿le estaba utilizando Ana para darle celos a su novio?
—Me voy, señorita Sandoval. El viernes nos vemos a la misma hora. Encantado, señor Solórzano —dijo Santiago al despedirse de Enrique.
Ana guardó silencio mientras su profesor abandonaba la habitación, pero una vez que hubo cerrado la puerta, se dirigió a Enrique.
—Estarás satisfecho. Has conseguido arruinarme la tarde. Hoy no tengo humor, pero tenemos que hablar. Creo que nuestra relación no tiene ningún sentido y es absurdo que intentemos seguir juntos. Lo he pensado mucho, Enrique, no soy la mujer que tú necesitas, así que desde este mismo momento eres libre. Mañana, si quieres, hablamos —dijo Ana mientras se encaminaba hacia la puerta.
Enrique miraba a Ana intentando adivinar qué le pasaba. «Seguro que ha tenido algún contratiempo —se dijo—, y no siente nada de lo que está diciendo, no puede hablar en serio».
—Ana, tranquilízate —le pidió—. Esta crisis se te pasará enseguida.
—No tengo ninguna crisis. Lo siento de verdad, Enrique, pero se acabó.
—No sé por qué me imagino que tu tía Elvira y ese artista que no se separa de su lado tienen algo que ver en esto.
A Ana no le gustó el tono empleado por Enrique y mucho menos que se refiriera a Juan como «el artista» dándole un sentido peyorativo.
—¿Qué tienes tú en contra de Juan Blasco? ¿No te agradan sus cuadros?
—No. Además, no me refiero a eso.
—¿A qué, entonces?
—Pregúntaselo a tu tía. Que ella te explique por qué Juan no me gusta.
Ana no quería seguir hablando, pero le volvió a recordar a Enrique que entre ellos todo había terminado.
—No sabes lo que dices —dijo él casi gritando—. ¿Se lo has comentado a tu madre?
—Deja a mi madre. Ella nada tiene que decir en esta historia que solo nos atañe a nosotros.
—Está bien, mañana hablaremos. Espero que te encuentres mejor. Adiós, mi amor —dijo Enrique al abandonar el salón.
Ana ni siquiera se molestó en contestarle. Nunca le había parecido tan fatuo y engreído. Estaba decidida a romper porque había descubierto que nunca se podría enamorar de él y no deseaba permanecer a su lado toda la vida, y además la exasperaba la total confianza que demostraba en ella, no porque la considerase fiel, sino por la imposibilidad de que a él le pudieran hacer tal cosa.
Al quedarse sola, se sintió liberada. El primer paso ya estaba dado. A su madre no le quedaba más remedio que aceptar aquella ruptura por mucho que le doliera. Ana estaba dispuesta a luchar por lo que quería; nadie podía obligarla a hacer nada en contra de su voluntad.
Santiago caminaba despacio, intentando disfrutar de los últimos rayos de sol que aún calentaban la acera derecha de la calle Almagro. En un gesto espontáneo, se quitó las lentes. «A ella le gusto más sin gafas y debo acostumbrarme», se dijo mientras una amplia sonrisa iluminaba su rostro. Se estaba comportando como un colegial y eso, en vez de hacerle reaccionar en contra, le animaba. El escalofrío que recorrió su cuerpo al comprobar que Ana tenía novio fue desapareciendo ante la mirada de ella que intentaba decirle que no, que deseaba seguir a su lado.