El enigma de Ana (18 page)

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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

BOOK: El enigma de Ana
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—Madre, sabe que eso no es cierto. Papá la adoraba. Era para él lo más importante en el mundo —dijo mientras le daba un beso en la mejilla.

—Yo sé que no es así. Pero eso ahora poco importa —replicó Dolores, y dejando a Ana con el sobre en la mano, se fue pasillo adelante. Cuando estaba a punto de entrar en su cuarto, se volvió para decirle—: Tienes que prometerme que mañana nos sentaremos para hablar con calma de Enrique.

—Está bien, madre.

Ana volvió a mirar la fotografía. ¿Sería alguna de aquellas chicas la autora del texto de la partitura? ¿Por qué no un chico? Estaba convencida de que se trataba de una pareja de enamorados y que el bibliotecario, Bruno Ruscello, era uno de los protagonistas… por lo tanto, la otra persona era una mujer… Aunque bien es verdad que podría equivocarse. Pero ¿qué papel jugaba su padre en aquella historia? Leyó despacio los versos que Pablo Sandoval había copiado en una tarjeta.

¿Por qué volvéis a la memoria mía

tristes recuerdos del placer perdido,

a aumentar la ansiedad y la agonía

de este desierto corazón herido?

¡Ay!, que de aquellas horas de alegría

le quedó al corazón solo un gemido

y el llanto que al dolor los ojos niegan,

¡lágrimas son de hiel que al alma anegan!

¿Dónde volaron, ¡ay!, aquellas horas

de juventud, de amor y de aventura,

regaladas de músicas sonoras,

adornadas de luz y de hermosura?

imágenes de oro bullidoras,

sus alas de carmín y nieve pura,

al sol de mi esperanza desplegando,

posaban, ¡ay!, a mi alrededor cantando.

Ana reconoció inmediatamente aquellos versos: eran unos fragmentos del poema «Canto a Teresa» de Espronceda. ¿Alguna de las chicas de la foto se llamaría Teresa? ¿Habría sido el primer amor de su padre? ¿Habría muerto como la Teresa de Espronceda? Recordó que Inés Mancebo le había dicho que su padre era muy amigo de todas sus compañeras. Volvió a mirar la fotografía y creyó identificar a Inés en una de las muchachas. ¿Cuál sería Elsa?

Al ir a guardar en el libro el sobre con la fotografía y los versos, tuvo la sensación de haberlo visto antes en las manos de su padre. Estaba forrado con un papel azul fuerte y ella recordaba que muchas tardes su padre leía un libro como aquel. Sin grandes esfuerzos podía ver de nuevo su imagen sentado en su despacho con un libro azul en las manos mientras ella estudiaba. Dirigió una mirada rápida a la librería y no descubrió ningún ejemplar forrado de aquel color. Se fijó entonces en el título del ejemplar,
Madame Bovary,
y le sorprendió que su padre leyera novelas, no le encajaba nada. Ana advirtió que nunca había hablado con él sobre sus gustos literarios y sintió una punzada en su corazón al pensar que ya no podría nunca más contar con la opinión paterna sobre tantos y tantos temas que se le irían planteando a lo largo de la vida.

De haber sabido que su padre poseía aquel libro, Ana lo hubiese leído en secreto, ya que siempre le habían prohibido ese tipo de lecturas. Mientras lo colocaba en el estante, seguía dándole vueltas a por qué su padre habría guardado la foto y el poema en aquel libro. «Tal vez la historia de
Madame Bovary
le atraía por alguna razón —se dijo—, o simplemente lo leyó cuando frecuentaba la Escuela. También pudo regalárselo alguno de los que están en la fotografía».

A punto estuvo de volver a buscar el libro para empezar a leerlo, pero no; lo dejaría para otro día. Aquella noche solo quería pensar en la maravillosa sensación de los labios de Santiago sobre los suyos.

IX

C
aminaban despacio. En un intento de calmarse, Ana había convencido a su tía Elvira para ir a la consulta del doctor Martínez Escudero dando un paseo. Era incapaz de dominar sus nervios; la inquietaba la idea de que fueran a someterla a una sesión de hipnosis. Elvira estaba aún más nerviosa que ella, pero trató de animarla.

—Me ha comentado Rodrigo que su amigo el doctor Louveteau es buenísimo y que ha sido una suerte que viniera a Madrid estos días porque de esta forma nos evita un viaje a París. Además —apuntó—, allí no sería tan fácil que pudiese atenderte, pues tiene el día ocupado con sus clases en la Escuela de Neurología de la Salpétriér.

—Le pediré que te deje estar presente. Luego quiero que me cuentes con todo detalle mi reacción cuando esté bajo los efectos de la hipnosis. ¿Tú crees que servirá para algo? —preguntó Ana preocupada.

—No lo sé. Pero debemos fiarnos del doctor. Recuerda que nos lo dijo muchas veces: él está convencido de que será tu inconsciente quien le dé pistas para descubrir el porqué de ese tipo de anormalidades en tu comportamiento.

—Me siento como un animal de laboratorio con el que van a experimentar. Te aseguro que me dan ganas de volver a casa y anular la cita.

—No seas tonta. No sentirás nada. Además, como nos ha explicado el doctor, no deja ningún tipo de secuelas. Es muy temprano —comentó Elvira mirando el reloj—, ¿quieres que te convide a un chocolate caliente? Ya verás qué bien nos sienta a las dos.

—De acuerdo. Eres estupenda —respondió entusiasmada—, no sé qué haría sin ti.

Siempre que estaba nerviosa, Elvira recurría al chocolate: un remedio para ella eficaz que la ayudaba a enfrentarse con mayor energía a todo tipo de dificultades. Entraron en el café Suizo; como no iban a estar mucho tiempo, en vez de dirigirse al salón destinado exclusivamente a mujeres, se sentaron en una mesa de la entrada y pidieron chocolate con los famosos bollos que este establecimiento inmortalizaría.

—Yo soy la que tiene que estarte agradecida —dijo de pronto Elvira mirando a su sobrina con cariño—. ¿Sabes que al compartir conmigo tus preocupaciones y problemas has hecho que me sintiera viva?

—¿Que te sintieras viva? —repitió Ana incrédula—. Pero si tú eres la vitalidad personificada.

—No, querida. Puede que no me haya explicado bien. Claro que me gusta la vida y por supuesto que no me considero una persona desgraciada, pero por la edad y otra serie de circunstancias me he acomodado. Estoy bien —continuó—, lo que sucede es que estos días me he dado cuenta de que puedo sentir emociones olvidadas, por lejanas. La otra noche experimenté algo parecido al placer ante la mirada de un hombre. Esa mirada, mezcla de admiración y deseo, que jamás te deja indiferente.

Ana la escuchaba emocionada. Se estaba estableciendo entre ellas un lazo indestructible. Cómo no iba a confiar en su tía si esta le abría su corazón para descubrirle sus más íntimos sentimientos. Quería agradecerle esa muestra de confianza, pero Elvira seguía hablando.

—He conocido a personas que de no ser por ti jamás habría conocido. Personas como la niña de la venta, que me ha hecho tomar conciencia de la inutilidad de mi vida: fiestas, viajes, conciertos, reuniones sociales… Siempre las mismas caras, los mismos temas de conversación, los mismos lugares, el mismo hastío.

—Pero, tía, tú siempre fuiste para mí la imagen de la felicidad.

—Es probable que dé esa sensación, aunque es una felicidad solo aparente. Contigo he descubierto lo importante que es preocuparse por los demás. Ana, quiero que sepas que he asumido tus problemas y preocupaciones como si fueran míos.

—Es posible que no hayas ayudado a otros porque no necesitaban apoyo.

—Sí, es posible. Aunque lo más seguro es que yo no haya captado sus necesidades. Cuando solo se piensa en uno mismo, la receptividad del individuo se anula y queda incapacitado para todo lo que no se refiera a él.

—¿Sabes lo que pienso? —preguntó Ana—. Creo que la energía, la persona* la fuerza, el inconsciente o lo que sea que me hace vivir experiencias extrañas es lo que está influyendo en nosotras.

—Quizá tengas razón, aunque si me pones en esa tesitura, lo que sí creo es que puede ser nuestra respuesta la que nos descubre nuevas posibilidades. Es decir, tú podrías olvidarte de lo que te pasó y del texto de la partitura, sin embargo, tu buena disposición hace que algo cambie dentro de ti y reacciones para tratar de ayudar porque estás convencida de que alguien te necesita. Lo mismo me sucede a mí al escucharte y apoyarte. Pero ahora tomemos el chocolate, que se nos enfría.

Subieron las escaleras de forma pausada, como si no les apeteciera llegar. El doctor vivía en el tercer piso del número 9 de la calle San Bernardo. Les sorprendió que fuera el propio Martínez Escudero quien les abrió la puerta.

—Qué puntuales. Pasen, por favor. He preferido que no estuviesen las enfermeras y como esta tarde no tengo consulta, les he dado permiso.

—Muy amable —dijo Ana con un hilo de voz.

—No esté usted intranquila —replicó el doctor—. Ya verá como es muy sencillo. Una simple conversación.

—No, si no estoy nerviosa. Lo que sucede es que no me hago a la idea de que mi inconsciente pueda revelarle, por ejemplo, por qué hablo del asesinato de Prim y de toda la confusión que rodeó el suceso, sin tener ni idea del tema.

—Mi querida señorita Sandoval, la hipnosis no es infalible, pero el doctor Louveteau tiene experiencia y seguro que logramos una respuesta fiable. Perdónenme un segundo, voy a decirle que han llegado ustedes. Pueden pasar al despacho —dijo señalando la puerta del fondo del pasillo—. Bueno, ya conocen el camino.

Era una habitación muy amplia con un gran ventanal que estaba abierto y por el que penetraba la luz del día ofreciendo un aspecto muy distinto a lo que podría esperarse del despacho de un psiquiatra. Las paredes aparecían cubiertas de recias estanterías de madera en las que se apilaban cientos de libros, junto con diplomas y títulos que acreditaban los conocimientos del doctor Martínez Escudero. En una hermosa mesa de caoba, dos curiosas tulipas verdes, a juego con la tapicería de dos de los sillones. Los otros dos eran de cuero negro, como el diván.

—¿Te has tumbado alguna vez en el diván? —preguntó Elvira a su sobrina.

—No. Siempre hemos charlado sentados en los sillones.

—Pues tiene que ser comodísimo. Estoy segura de que yo me quedaría totalmente relajada a los dos minutos —bromeó.

—De eso se trata —dijo Martínez Escudero entrando en el despacho, justo antes de añadir—: Este es el doctor Louveteau.

—Encantado, señoritas —saludó el doctor en un excelente español. De no ser por el leve acento que sobrevolaba sus erres, habrían jurado que el francés llevaba toda la vida en España. Elvira recordó que Rodrigo había mencionado que Louveteau había pasado aquí parte de su adolescencia.

Era relativamente joven para la imagen que de él se habían formado. Tanto Ana como Elvira pensaban encontrarse con un hombre de barba canosa, de unos sesenta años, y sin embargo quien las saludaba era un hombre rubio, alto y bastante agraciado que no pasaría de los cincuenta.

—Señorita Ana —dijo Louveteau—, me imagino que ya sabe en qué consiste la sesión a la que voy a someterla.

—Bueno, el doctor me explicó que primero me induciría al sueño y luego intentaría que regresara al pasado.

—Perfecto. Confíe en mí, ya verá como rápidamente llegamos al punto que nos interesa.

—Perdón, doctor —le interrumpió Ana—, ¿puede quedarse mi tía?

—Por supuesto. Ahora, echemos las cortinas y usted, Ana, túmbese en el diván.

Elvira contempló el cambio efectuado en la habitación en solo unos segundos. Cerrado el ventanal y corridos los tupidos y sólidos cortinones, solo las lámparas de la mesa, con una luz tenue, iluminaban la estancia creando un ambiente intimista. Ella y Martínez Escudero observaban sentados frente al diván.

El doctor Louveteau, de pie, miraba a Ana a los ojos.

La joven se sentía tranquila, pero le costaba mantener la mirada de Louveteau; era tan profunda que le hacía daño. Por eso cuando le pidió que fijase toda su atención en dos dedos de su mano, al fin logró relajarse. El doctor hacía pequeños círculos con los dedos que ella debía seguir, aunque estaba convencida de que aquello no iba a funcionar…

La voz del doctor se había vuelto un tanto monótona, distante. Le pidió que cerrase los ojos. Obedeció, mas el doctor insistía.

—Cierre los ojos, despacio… Disfrute de esa ausencia de imágenes, relaje los párpados, despacio, despacio… No piense en nada, solo concéntrese en mi voz y sienta la laxitud…

Se resistió y vio la imagen de Santiago. Recordó su expresión, la noche en que se besaron. Quería volver a sentirse como entonces. Sin embargo, aquella voz resultaba tan persuasiva…

—Relájese, Ana, déjese llevar por esta paz…

Luchaba por mantener la visión de Santiago…, pero la voz, cada vez más susurrante, insistía.

—No piense en nada, solo en esta sensación placentera… Se encuentra maravillosamente bien…
Alors,
déjese llevar por esta dulce sensación que la envuelve.

Ana descubrió una nueva emoción. Estaba flotando. Su cuerpo no existía. Toda ella era etérea…

Elvira, que seguía el proceso con verdadero interés, observó la cara relajada de Ana y se asustó al ver que el doctor Louveteau se acercaba a su sobrina aguja en mano.

—No se inquiete —le comentó Martínez Escudero—, solo es para comprobar si la paciente ha conseguido la profundidad deseada.

El doctor introdujo la aguja en el antebrazo derecho de Ana y Elvira comprobó sorprendida que su sobrina no reaccionaba. «Qué intenso ha de ser el trance para que no perciba el dolor del pinchazo», se dijo. Satisfecho con el estado de la paciente, Louveteau inició la regresión haciendo a la joven preguntas que la llevaron a su pasado. Primero la situó en los veinte años. Se interesó por las clases en la Escuela de Música; quería que le hablara de sus compañeros, de sus profesores; le preguntó por sus amigos.

Elvira no salía de su asombro, si su sobrina estaba inconsciente, ¿cómo podía hablar? Y sobre todo, ¿cómo era posible que sus gestos estuviesen de acuerdo con lo que decía, igual que si se hallara consciente? Solo su voz era distinta: se expresaba con una gran lentitud, en un tono bajo, como si estuviera descubriendo un secreto y no quisiera que nadie se enterase.

—Dime, Ana, ¿te gusta algún chico? —siguió preguntando el doctor.

—Bueno, sé que unos cuantos se interesan por mí.

—Y tú ¿a cuál prefieres?

—No me decido por ninguno.

—Pero tienes acompañante, ¿no?

—No. Bueno, alguna vez me acompaña un joven abogado, Enrique.

—¿Le quieres?

—Como amigo sí. Estoy bien con él.

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