Santiago intentaba disimular, no quería que nadie notara su arrobamiento. Desde que Ana había entrado en el salón, no existía nada en el mundo más que ella. Se sentía nervioso. Sabía que las personas que estaban en la reunión eran de confianza, y además Ana le había hecho un retrato perfecto de cada una de ellas; pero aunque nada tenía que temer, no conseguía tranquilizarse. Hablaba con todos e intentaba ser simpático, sin embargo, sus ojos seguían a Ana, no podía dejar de mirarla.
Llevaba días convencido de que era la mujer de su vida. No tenía ni idea de lo que les depararía el futuro, pero sabía que nunca querría a nadie como a ella. Su amor era tan auténtico e intenso que haría cualquier cosa que Ana le pidiera… Incluso renunciar a ella. Y es que Santiago estaba de acuerdo con la frase «todo por amor» cuando se refería a la felicidad del ser amado, no a la propia. Es decir, estaría incluso dispuesto a retirarse de su camino si ella podía ser más feliz con otra persona.
También Ana estaba pendiente de Santiago en todo momento. Era la primera vez que coincidían en un acto social y se sentía gratamente sorprendida. No es que lo estuviera sometiendo a ninguna prueba, pero a pesar de su juventud sabía que muchas
veces
una persona te puede fascinar en un determinado ambiente que es en el que la conoces, pero después al observarla en otros escenarios y con otro tipo de personas, ya no resulta lo mismo. No es que fuera clasista; era solo que se movía en aquel mundo y resultaba muy importante para ella que Santiago, que era el hombre que más la atraía, siguiera pareciéndole igual de seductor rodeado de aquellos extraños en casa de su tía.
Quería charlar a solas con él, y sin pensárselo dos veces fue en su busca y le pidió que la acompañara al jardín, pues de repente había sentido la necesidad de respirar un poco de aire. Salieron sin que nadie le diera la menor importancia.
—Ya te comenté que los amigos de mi tía son especiales —le dijo Ana.
—Y muy divertidos —apostilló Santiago.
Solo habían transcurrido nueve días desde la noche en que se besaron. Dos veces volvieron a verse, porque a pesar de los deseos de Santiago de suspender las clases, se impuso la opinión de Ana, que le rogó que siguiera acudiendo a su casa hasta finales de mes, y ambos pudieron comprobar lo difícil que les resultaba, sintiendo la misma atracción, permanecer solos en una misma habitación ignorándose. Lo lograron por respeto a sí mismos. De ahí que ahora sus manos acudieran presurosas a encontrarse.
—Ana,
si
supieras cuánto he soñado con
este
momento. Ni un solo minuto he dejado de pensar en ti.
La había tomado por los brazos y la atraía hacía sí, mientras admiraba extasiado el rostro de la mujer a la que amaba. Ella esperaba ansiosa que los labios de Santiago se posaran en los suyos. Los dos jóvenes se fundieron en un apasionado abrazo. Pasó un rato hasta que él advirtió lo expuestos que estaban a las miradas ajenas que pudiesen sorprenderlos al otro lado de los cristales. Se separó de ella lo justo para musitarle unas palabras al oído:
—Ana —dijo quedamente—, paseemos un momento. No escandalicemos a alguien que pueda observarnos. Además, quiero hablar contigo, pero, por favor, tú no digas nada. No tienes que responder. Deseo decirte que te amo. Te quiero más que a mi propia vida y sé que siempre será así. Hace mucho tiempo que vengo acallando mis sentimientos. Lo cierto es que desde el primer día que te vi y observé la delicadeza con la que colocabas el violín en el hueco de tu cuello, supe que me enamoraría locamente de ti.
Caminaban muy despacio. Santiago hablaba sin mirarle a la cara. Ella, nerviosa, se agarraba a su brazo y lo apretaba sin darse cuenta.
—Me has dicho unas cosas tan hermosas, Santiago. ¿De verdad lo piensas? —preguntó la joven por decir algo, pues era presa de un gran nerviosismo.
—Puedes estar segura. Pero, por favor, no te sientas agobiada por mi amor. He querido que lo supieras y este me pareció el momento adecuado. Mírame —dijo Santiago mientras se paraba frente a ella.
Siguiendo las indicaciones de Ana, últimamente había prescindido de las gafas y esa noche tampoco las llevaba. Ella miró los ojos verdes de su profesor y le parecieron los más expresivos del mundo.
—Dentro de tres días me voy a Roma —musitó—. No estaré allí más de una semana, pero antes de irme quiero que hablemos despacio sobre lo que me has dicho esta noche. Le pediré a tía Elvira que nos permita reunimos aquí en su casa. —Ana necesitaba tiempo. Su profesor de violín era la persona que más le interesaba del mundo, pero se había asustado un poco al conocer la profundidad del amor de Santiago. Un sentimiento al que tal vez ella no pudiera corresponder con la misma intensidad.
Santiago no quería engañarse sobre los sentimientos de Ana. «Es muy posible —se dijo— que se sienta atraída y se deje querer, pero nada más». Ella le había contado que a su lado, por primera vez, experimentó el placer de un beso y la felicidad que proporcionaban unas caricias.
Elvira se había dado cuenta de que Ana y Santiago no estaban en el salón. Disimuladamente miró hacia el jardín con idea de salir un rato con ellos, pero al verlos abrazados decidió no interrumpirlos. Echó un poco las cortinas y pensó en lo maravilloso que era sentir la emoción del enamoramiento. Volvió a mirarlos antes de irse y sintió envidia. ¡Cuánto daría ella porque Juan la abrazara así! ¿Por qué había tenido que enamorarse de un hombre que no se sentía atraído por ella sexualmente? Le entraron ganas de llorar, pero como siempre se contuvo y como buena anfitriona, se dedicó a sus invitados. Una de sus amigas se acercaba en aquel momento.
—Elvira, tienes que decirme dónde has conocido al tal Gálvez. Es divertidísimo. Podríamos contar con él para otras veladas: Además, nos ha dicho que es violinista. Te felicito porque es todo un hallazgo.
La amiga se fue antes de que pudiera contestarle, pero estaba en lo
cierto:
Fernando Gálvez había conquistado a todos. Elvira deseaba tener la opinión de Juan, con quien lo había visto charlar a solas durante un buen rato. Ahora el maduro violinista estaba sentado con el doctor Louveteau, que no dejaba de reír.
Se sirvió una copa de champán y se acercó al grupo en el que se encontraba Juan con el doctor Martínez Escudero. Sin oírlos, ya supo por la expresión de Juan, que gesticulaba de forma apasionada, que les estaba hablando de ópera, su otra gran pasión, además de la pintura. Lo miró con cariño y se dijo que su amigo envejecía bien. Se notaba que hacía deporte y que se preocupaba de su aspecto externo. Nada en él ponía de manifiesto su condición sexual; solo su extrema sensibilidad y su pasión por la belleza podrían dar pie a pensar que no se trataba de un varón al uso. Aun así, era una persona muy vital y dejaba constancia de ello en todo su comportamiento… Como en ese instante, en que defendía la ópera española.
—Os aseguro que tenéis que ir a verla. Tú has estado en el estreno —le dijo a Martínez Escudero— y has podido comprobar que
La Dolores
es una ópera muy buena.
—No está mal, pero yo soy partidario de la zarzuela porque creo que es lo nuestro. Dejemos la ópera para otros —opinó el doctor.
—Ni hablar —exclamó Juan—, se pueden hacer las dos cosas y no tenemos por qué limitarnos a un solo género, cuando además somos capaces de hacerlo bien.
—Perdona, Juan —dijo una de sus amigas—, no es que dude de tu criterio. Sé que eres un entendido y una de las personas que más en contacto están con el mundo de la escena, pero puede que tu amistad con Bretón te reste objetividad. Me han contado que fuiste uno de los que lo acompañaron en olor de multitudes a su casa después del estreno.
Unos días atrás, el 16 de marzo, Tomás Bretón había estrenado en el Teatro de la Zarzuela su última ópera,
La Dolores,
y aunque según los críticos, los intérpretes no eran los ideales y hubiese sido mejor representarla en el Real, el éxito fue apoteósico y a la salida un grupo de aficionados y seguidores de la ópera acompañaron a Bretón a la calle de la Bola, donde vivía.
—Tienes razón —contestó Juan a su amiga—. Aquella noche fui un aficionado más. La verdad es que pude manifestar en libertad toda mi alegría. Elvira no estaba conmigo, le fue imposible asistir al estreno, y eso me permitió comportarme de esa forma. Pero no es verdad que mi amistad con Bretón sea la causa de mis comentarios positivos sobre la ópera.
Elvira, que escuchaba divertida, tuvo la sensación de que Juan se expresaba como un niño que se sentía libre al conseguir eludir la tutela de los mayores. ¿La quería Juan como a una madre o tal vez como a una hermana mayor? Nunca se lo había planteado así, y pensar que tal vez aquello fuese cierto la entristeció. Decidió apartarlo de su mente, al menos por ahora, y se dirigió hacia el grupo con expresión radiante.
—Como Juan os decía, no pude asistir al estreno de
La Dolores,
aún no la he visto, aunque he leído algunas críticas y son todo elogios.
—Y tanto —apuntó Martínez Escudero—, hasta el extremo de que algunos críticos señalan que
La Dolores
profundizaba con mayor propiedad en los elementos locales que la
Carmen
de Bizet.
—Estoy totalmente de acuerdo —manifestó Juan—. Siempre he opinado que la música de
Carmen
es fantástica, pero impropia de un asunto popular español.
Ante los sonrientes ojos de la anfitriona, la animada charla derivó en cómo Bretón había acertado al adaptar el drama rural de Feliú y Codina consiguiendo un relato alejado de los melodramas románticos y de ahí pasó a matices operísticos y opiniones enfrentadas sobre las nuevas corrientes que barrían Europa, rompiendo a su paso con los principios neorrománticos tan presentes hasta la fecha. Para cuando el grupo comenzó una acalorada discusión sobre la conveniencia o no de fomentar la aparición de obras españolas —al hilo de las últimas declaraciones de Bretón, uno de los más destacados defensores de que la ópera se escuchara en el idioma propio. Elvira decidió que ya estaba bien de ópera y retomó la palabra.
—Juan, ¿por qué no nos hablas de los últimos estrenos teatrales? Sabemos que no te pierdes ni uno.
El, satisfecho de poder seguir hablando de algo que le apasionaba, empezó a facilitarles un pormenorizado recorrido por los carteles de los teatros madrileños, y es que la vida teatral en Madrid gozaba de buenísima salud: más de doce locales abrían sus puertas rivalizando por atraer al mayor número de espectadores posible.
Elvira solía asistir con Juan a todos los estrenos, pero desde hacía unos meses, ocupada como estaba con las preocupaciones de su sobrina, no había podido acompañarle. En aquellos momentos se preguntó con quién habría ido Juan al teatro y sintió algo parecido a los celos. Totalmente absorta en sus pensamientos, sin escuchar las explicaciones de este, volvió a pensar en algo que habría preferido olvidar. No comprendía por qué aquella noche cobraban vida los aspectos más frágiles de su relación con el pintor.
—Elvira, la felicito —dijo el doctor Martínez Escudero—, es una velada estupenda. Tiene usted unos amigos muy agradables.
—No sabe cómo me alegro de que se esté divirtiendo, doctor.
—Muchísimo. Solo necesito ver su cuadro para que la fiesta resulte inolvidable.
A Elvira se le había olvidado el comentario del doctor sobre sus deseos de ver el lienzo pintado por Juan. No lo hizo de forma consciente, aunque bien podría ser así porque no le agradaba nada enseñarlo: el cuadro era, sin duda, la creación de un artista y como tal debía ser considerado, pero ella no podía evitar cierto rubor cada vez que alguien lo veía y procuraba mantenerlo lo más alejado posible de las miradas ajenas, aunque fueran amigos como en este caso.
—Disculpadnos unos momentos —dijo Elvira poniendo la mejor de sus sonrisas en un intento de que nadie percibiera el desagrado que le producía aquello—. Antes de que María coloque las bandejas con los dulces, voy a enseñarles a los doctores el último cuadro que me regaló Juan. La mayoría ya lo habéis visto, así que no os molestéis en acompañarnos.
—¿Yo puedo? —preguntó Gálvez con un divertido gesto.
—Por supuesto —respondió Elvira, y al ver la mirada que Gálvez dirigía hacia donde se encontraba Santiago, añadió—: Santiago, usted tampoco lo conoce.
El joven no se había separado ni un momento de Ana y charlaba con ella y con dos amigas de Elvira. Al escucharla se levantó de inmediato a la vez que decía:
—Tengo enormes deseos de verlo, muchas gracias. —Yo también os acompaño —dijo Ana.
Elvira los observaba a hurtadillas. Nunca sabía cómo reaccionar en aquella situación. Todos miraban el cuadro en silencio. El primero en hablar fue Martínez Escudero.
—Te felicito, Juan. Es muy bueno, aunque sin duda la belleza de la modelo ayuda.
—Es uno de los desnudos más bonitos que he visto —apuntó el doctor Louveteau—. ¿Conoce usted algo de la obra del pintor austríaco, Gustav Klimt?
—He oído hablar de él, pero no tengo ni idea de lo que hace —aseguró Juan.
—Pues le aseguro que tienen ustedes mucho en común. —Paul Louveteau, buen amigo de Sigmund Freud, había pasado con él un año en Viena y allí conoció al pintor Gustav Klimt, que le entusiasmó—. Cuando conocí a Klimt —les comentó el doctor— era un joven y prometedor artista que acababa de recibir el Premio del Emperador por la creación de un lienzo en el que plasmaba el interior del auditorio del Burgteather y en el que aparecían unos doscientos cincuenta personajes. Se lo habían encargado para recordar el auditorio a los siglos venideros, porque iban a derribarlo, ¿saben? Y ahí estaban dibujados el emperador, los distintos miembros de la corte, varias personalidades… ¡y con esos ropajes!… Una maravilla. No se hacen una idea. Luego tuve la suerte de ir a su estudio, donde pude admirar algunos cuadros sensacionales. Me parece un artista genial.
Ana escuchaba muy atenta y pensó que le gustaría conocer al pintor, tenía que ser un personaje interesante. Seguro que podría hacerlo cuando viajara a Viena.
—Doctor Louveteau —dijo dirigiéndose a él—, ¿dice que Gustav Klimt es muy joven?
—
Non,
no es muy joven aunque a mí me lo parezca. Estoy acostumbrado a calificar así a la gente cuando aún no han cumplido los cuarenta —aclaró sonriendo—. Ahora debe de andar por la treintena, porque cuando yo le conocí, que es cuando empezaba a hacerse famoso, no pasaría de los veinticinco o veintiséis. —Louveteau seguía examinando el cuadro de Juan y mirando a Elvira—. Pues sí,
mon ami,
me reafirmo en lo dicho. No sé cómo es el resto de su obra, pero en este cuadro el colorido presenta cierta similitud con la de Klimt y la modelo también es muy parecida a las que él pinta. Aunque en realidad usted no ha inventado ni retocado nada porque la modelo aquí presente es tal cual usted la ha reflejado —dijo contemplando a la anfitriona con admiración—. Desconozco cómo serán las de Klimt, pero estoy seguro de que si el joven austríaco la viera, le entusiasmaría pintarla. Le felicito, Juan, es un cuadro
magnifique.