Fernando Gálvez formaba un todo con el violín; aquella noche la Chacona de Bach era suya. Tan suya como lo fue en otras ocasiones, aunque esta vez era distinto. Quizá fuese verdad que Bach la había escrito como un lamento por la muerte de su esposa, pero aquella noche él, Fernando Gálvez, la había convertido en su grito de amor desesperado. Esa sería su última oportunidad. ¿Qué significaban aquellas lágrimas de Elvira?
—¡Maravilloso! —exclamó Ana—, no sabía que Gálvez fuera tan bueno. Genial. Ha sido increíble. ¿No estás de acuerdo, tía?
Ana se sorprendió al ver los ojos enrojecidos de su tía y los esfuerzos que hacía para contestarle.
—Sí, me he emocionado como nunca —dijo con un hilo de voz, pero recobrando su tono habitual al ver que Gálvez se acercaba, manifestó—: ¡Felicidades! Es la mejor interpretación de la Chacona que he escuchado en mi vida. Pero hay algo que no entiendo, ¿por qué su corazón elige un lamento por el amor perdido cuando aún no lo ha conseguido? El día que venga a casa, yo le interpretaré mi respuesta al chelo.
—Qué amable es usted —dijo el violinista a la vez que, emocionado, besaba su mano.
—Creo que es la hora de retirarnos —apuntó Elvira mientras intentaba levantarse con cierta dificultad. Ana se fijó e inmediatamente le brindó su apoyo—. Pronto tendrá noticias nuestras —dijo a Gálvez a modo de despedida.
—Las acompañaré hasta la salida —dijo Santiago.
—No se moleste —respondió la joven.
—Por favor, no es ninguna molestia, sino un placer.
Elvira se estaba dando cuenta ahora de sus excesos con el oporto. Todo le daba vueltas y no controlaba muy bien la situación; por ese motivo, sin pensarlo dos veces, se dirigió al profesor:
—Santiago, le voy a pedir un favor. No me encuentro muy bien y prefiero quedarme en casa antes de llevar a mi sobrinas ¿Le importaría venir con nosotras en el coche para así poder acompañarla después y que no vaya sola?
—Encantado, no faltaría más —contestó él solícito.
—Qué tontería es esa, tía. Yo puedo ir a casa sola. Por favor, don Santiago, no le haga caso.
Pero él no estaba dispuesto a desaprovechar aquella ocasión.
Santiago no sabía dónde vivía la tía de Ana. Suponía que sería en una buena calle porque conocía la casa en Almagro y no se le escapaba que la situación económica de la familia era importante. Aunque no imaginaba que la residencia de Elvira se levantara en el mismo paseo de Recoletos donde se encontraban algunos de los más bellos palacios de Madrid.
La casa de los Sandoval era un palacete; no resultaba tan espectacular como el del marqués de Salamanca o el de Alcañices, situados los dos en aquel paseo, pero no desdecía en absoluto de ellos. Bueno, en realidad el profesor no podía sino comparar el aspecto exterior de los tres edificios, pues nunca había entrado en ninguno de ellos.
Elvira Sandoval bajó del coche ayudada por su sobrina y el profesor tras un trayecto dominado por el silencio.
—Querido Santiago, no le invito a pasar, perdone mi descortesía, pero me encuentro francamente mal. No te molestes, Ana —añadió luego—, seguro que María está a punto de aparecer. Siempre lo hace en cuanto escucha el ruido de la puerta de la verja.
—Gracias por todo, tía. Mañana pasaré a verte.
—No te preocupes —respondió Elvira, que añadió mirando a Santiago—: Cuide bien de ella, es una mujer extraordinaria.
Mientras entraba en la casa apoyada en María, los dos jóvenes se quedaron mirándola y solo se volvieron al cerrarse la puerta.
—¿Vive ella sola? —preguntó Santiago.
—Sí, con tres criados. La verdad es que es una casa grande. Recuerdo que mi padre la animaba a venderla y a comprar otra más pequeña, y con menos gastos de mantenimiento. Pero mi tía siempre se negó alegando que esta casa había sido de los Sandoval durante varias generaciones y no sería ella quien truncase la tradición. Dice que serán sus herederos los responsables del futuro del palacete. Mientras ella viva, asegura, esta será su casa.
Caminaban hacia el coche y Ana se dio cuenta de la insistencia con la que Santiago miraba al jardín del palacio del marqués de Salamanca. En su interior la fuente, realizada en mármol de Carrara, mostraba una bellísima composición con unos cuantos angelotes. Todos excepto uno se hallaban situados en un mismo nivel sosteniendo una gran concha sobre sus hombros, y en lo alto el otro angelote hacía sonar una caracola.
—¿Lo conoce? —preguntó Ana.
—No. He admirado el jardín desde el exterior. Le confesaré un secreto: pocas fuentes centellean como esta los días de sol, y siempre me he preguntado cómo luciría bajo la luna. Además, esta noche está en su plenitud —dijo Santiago mirando al cielo.
—Pues acerquémonos. No me había dado cuenta de que había luna llena. Creo que nunca la he visto más luminosa. Manuel —dijo al cochero—, ahora volvemos, solo unos minutos.
—Cuando usted quiera, señorita —respondió servicial.
—No tengo ni idea de las veces que habré pasado por aquí y nunca me he fijado en la fuente.
—Probablemente a mí me habría pasado lo mismo —afirmó Santiago—, pero tengo un amigo escultor que me habló de su belleza y por eso la he observado en varias ocasiones.
—¡Sí que es bonita! —exclamó Ana—. Fíjese, don Santiago, parece que la caracola emitiera sonido.
—Es verdad, son tan reales esos angelotes que incluso parecen cansados bajo el peso de la concha. Pero ese es su destino.
—Seguro que por las noches, cuando nadie los ve, la colocan en lugar seguro y se dedican a corretear por el jardín —comentó Ana risueña.
—Le gusta soñar, ¿verdad?
—Sí, disfruto imaginando. Por ejemplo, este momento me hace pensar en las personas que habrán estado aquí contemplando la fuente y en qué pensarán esas figuras al vernos detrás de los barrotes.
Habían buscado el lugar de la verja desde el que mejor podían contemplar la fuente. La luna, como si hubiese querido hacerles un favor, iluminaba en su totalidad aquella zona del jardín.
—¿Y qué cree que pensarán de nosotros esta noche, Ana?
—Para mí es difícil imaginar cuando conozco la realidad. Y sé muy bien lo que hacemos aquí.
—¿Está segura de que lo sabe?
—Claro —respondió ella con cierto nerviosismo.
—Haga un esfuerzo. Conviértase por unos minutos en uno de esos angelotes y mire, ¿qué es lo que ve en la calle a través de las rejas?
Ana decidió no oponer resistencia a aquel juego con el que su profesor quería ponerla a prueba. ¿Quería jugar?, pues de acuerdo.
—Veo a una mujer y a un hombre que nos miran y tengo la sensación de que los angelotes somos un simple pretexto para que sigan muy juntos, disimulando que les interesamos, porque en el fondo sus pensamientos no se centran en nosotros. ¿He acertado, don Santiago? ¿En qué está pensando usted ahora? —le preguntó Ana con voz sugerente.
—Es un momento muy hermoso el que estamos viviendo. Tiene usted una voz maravillosa…
Y sin poder reprimir su emoción, Santiago tomó las manos de su alumna y las besó con respeto. Caminaban hacia el coche en silencio. Los dos sabían que estaban pensando lo mismo: les gustaría que aquel breve paseo durara siglos.
En el coche se sentaron juntos, uno al lado del otro. Sus cuerpos estaban tensos. Santiago, sin poder contenerse, tomó de nuevo la mano de Ana y dijo emocionado:
—Voy a contestar a su pregunta. Pensaba en usted, que es la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Jamás olvidaré estos momentos, Ana. Ana, Ana… —repitió—. Me gusta tanto decir su nombre…
La joven se quedó callada y le miró a los ojos con total sinceridad. Un traqueteo del coche hizo que perdieran el equilibrio: cayeron uno en brazos del otro y, sintiendo un impulso irrefrenable, sus labios se acercaron hasta juntarse y besarse con pasión. A ninguno de los dos les hubiera importado que el mundo se terminase en aquellos momentos. Nunca habían sido tan felices. Ana deseaba permanecer siempre así, abrazada por él y besando su boca, sintiendo sus manos, que ansiosas recorrían su cuerpo. Todos los poros de su piel eran sensibles a aquel contacto.
Recobrando el dominio sobre sí mismo, Santiago se separó de Ana y se disculpó avergonzado.
—Lo siento, no tenía que haber pasado. Le pido disculpas.
Ana no dijo nada, simplemente sonrió. Nadie la había besado con tanta pasión. No tenía ni idea de lo maravilloso que era sentirse deseada por alguien a quien admiras y te gusta.
Manuel detuvo los caballos delante de la casa de la señorita y esperó a que salieran del coche. «El joven caballero la acompañará hasta la puerta», pensó, y por ello no bajó a abrirles. Pero después de unos minutos, y al ver que no daban señales de vida, se acercó. Sorprendido de que hubieran echado las cortinas, golpeó en la puerta.
—Hemos llegado, señorita Ana.
—Gracias, Manuel —respondió ella. Luego, mirando a Santiago mientras se arreglaba un poco el pelo, le dijo—: Me alegro tanto de que mi tía nos haya dejado a solas…
—¿Estás segura de lo que dices? —preguntó
él,
tuteándola—. Mi posición es muy comprometida. No debería seguir dándote clases.
—Ni hablar —contestó Ana simulando enfado—. Pasado mañana te espero como siempre y podremos charlar con tranquilidad.
—Sea como quieres. Sabes que no puedo negarte nada —le aseguró mientras besaba su mano a modo de despedida.
Manuel observaba sonriente la solemne despedida de los dos jóvenes, mientras esperaba para llevar al profesor de violín al Café de Levante.
Al entrar en casa, Ana se sorprendió al ver entreabierta la puerta del despacho de su padre y la luz encendida. «Sería un sueño —se dijo— que él estuviera ahí esperándome como tantas veces había hecho». Le gustaría contarle lo feliz que era, hablarle de Santiago. Pedirle consejo.
Caminaba por el pasillo ensimismada en sus pensamientos y no se percató de la presencia de su madre, que la miraba con cara de enfado desde el fondo del pasillo.
—¿Se puede saber de dónde vienes? ¿Cómo es que tu tía no te ha acompañado? Me han dicho que te has ido de casa a las diez de la mañana y son casi las diez de la noche. Doce horas fuera, ¿qué es lo que has estado haciendo? Déjame que te vea —siguió diciendo Dolores mientras tomaba a su hija de un brazo y la hacía girarse para mirarla directamente a la cara—. Tú vienes de estar con un hombre, esa expresión de alelada te delata.
Ana sentía deseos de gritar, de decirle a su madre que no la tratara de aquella forma; su padre jamás se habría comportado así con ella. Pero no estaba dispuesta a que nadie le amargara la noche. Quería disfrutar recordando los momentos vividos con Santiago y deseaba quedarse sola cuanto antes.
—No se preocupe, madre. No he hecho nada malo. Tía Elvira y yo hemos ido a El Escorial y no me ha acompañado a casa porque se encontraba mal. La he dejado antes a ella. Eso es todo.
—No. A mí no puedes engañarme. Tú acabas de estar con un hombre. Dime quién es. ¿Has dejado a Enrique por él? Se acabaron las salidas con tu tía. Sabes que puedo encerrarte en casa hasta que recobres el juicio y vuelvas con tu prometido.
—Madre, no tengo ningún prometido, nunca lo tuve. Enrique es historia pasada. No volveré a salir con él.
—Eso ya lo veremos. Me ha dicho que está dispuesto a esperar el tiempo que sea necesario.
—Es inútil, no voy a cambiar de idea. Y usted, madre, me puede encerrar, pero sabe que no más de un año, hasta que cumpla la mayoría de edad. Después podré hacer lo que quiera y disponer del dinero que me ha dejado mi padre.
—Tu padre, tu padre. El es el culpable de haberte educado como a un muchacho.
—No quiero seguir escuchándola, madre. Me voy a mi habitación.
—Espera —le pidió—, tengo que enseñarte algo.
Ana se fijó entonces en el libro que su madre sostenía y del que sacó un sobre. Era un sobre pequeño, desgastado y amarillento, señal inequívoca del paso del tiempo.
—Esta noche tenía una cena en casa de los Núñez Colina a la que por tu culpa no pude asistir, porque no podía irme sin saber nada de ti desde esta mañana —dijo Dolores—. Pues bien, para no aburrirme mientras te esperaba, entré en el despacho de tu padre y curioseando entre los innumerables libros que llenan las estanterías me fijé en uno del que no podía leer el título. Al ir a colocarlo de nuevo en su sitio cayó al suelo este sobre. ¿Sabías que tu padre había sido alumno de la Escuela de Música?
Mientras escuchaba a su madre, la curiosidad de Ana iba en aumento. Estaba deseando ver qué contenía aquel sobre, pero se contuvo.
—No tenía ni idea de que papá estudiara música —mintió Ana—. ¿Por qué me lo pregunta?
—Mira esta fotografía.
Dolores extrajo del sobre una foto antigua y junto a ella una cartulina en la que a Ana le pareció reconocer que había una especie de poema escrito. Nerviosa, la tomó en sus manos y la observó con interés. Inmediatamente descubrió a su padre entre el grupo de jóvenes que posaron para el fotógrafo: eran siete chicos y cuatro muchachas.
—Dale la vuelta —pidió Dolores. Ana miró el reverso y leyó lo escrito: «Alumnos de 1.° de violín del Real Conservatorio de Madrid. 1863»—. ¿No te extraña que nunca nos lo dijera? —insistió.
—Bueno, tal vez fue algo pasajero a lo que no le dio importancia —contestó muy segura, aunque sabía que su madre tenía razón, pues ella también se había hecho esa pregunta.
—Puede que sí, aunque el hecho de guardar esta fotografía y con este poema escrito de su puño y letra —dijo su madre mostrándole la cartulina, mucho más amarilla que el sobre— me lleva a pensar que tu padre nunca olvidó su paso por el Conservatorio y tal vez por eso no me habló de ello —dijo pensativa para añadir—: Claro, que yo conocí a tu padre a los cinco años de haberse hecho esa fotografía y entonces ya estaba terminando sus estudios de Derecho. Lo cierto —siguió diciendo Dolores— es que no debo dedicar a este tema ni un minuto más. Si lo hice fue por comprobar si tú lo sabías. Te confieso que a veces tuve la sensación de que tu padre y tú me dejabais al margen de vuestras vidas. Siempre me he sentido distinta porque no compartíamos las mismas aficiones. Además, él se preocupó de moldearte a su antojo y yo me quedé aislada.
Ana sintió pena. Su madre le estaba revelando algo en lo que jamás hubiera pensado: se encontraba sola. Entonces se dio cuenta de que posiblemente el comportamiento de Dolores respondiera a esa situación. En un gesto de ternura la abrazó.