Cuando estaba llegando a la pastelería, notó cierto nerviosismo. No sabía muy bien cómo abordar el tema.
Al entrar vio al fondo un grupo de mujeres, unas siete, que charlaban animadamente. Una de ellas era la pastelera, que, en cuanto se dio cuenta de la presencia de Ana, avisó a la que estaba sentada a su derecha. Esta se levantó y le salió al encuentro.
—Soy Inés Mancebo, ¿nos sentamos? —dijo indicando una mesa bastante distante de la que ocupaba con sus amigas.
—Sí, gracias —respondió Ana, mientras observaba con todo detalle a la mujer que tenía enfrente. Inés estaría entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años. «Debió de ser guapa —pensó Ana—, aunque no ha envejecido de forma tranquila, se la ve contrariada. Como si las arrugas que surcan su cara fueran el desgarrado reflejo del dolor que le produce envejecer». Sus ojos eran azules; su mirada, felina, y Ana hubo de controlarse: desde muy niña odiaba a los gatos, nunca había podido soportar la mirada de uno sin que una sensación de desasosiego y temor recorriera todo su ser.
—¿Me buscaba usted? ¿Nos conocemos? —preguntó Inés.
—No, no nos hemos visto nunca.
—Usted dirá.
—Verá, estoy tratando de localizar a una profesora o profesor de violín que en los setenta tuvo que abandonar de forma inesperada e involuntaria la Escuela de Música y Madrid, sin poder despedirse ni de sus amigos.
—¿Y para qué quiere dar con esa persona?
—Tengo la sensación de que algo le ha pasado y necesita mi ayuda.
—¿No dice que no sabe quién es? —preguntó Inés de forma irónica.
—No, no lo sé.
—Entonces, ¿cómo sabe que la necesita?
Ana se dio cuenta de que si no tomaba las riendas de la conversación, aquella mujer la podía llevar por donde quisiera.
—Perdone, ¿señora…? —quiso saber Ana.
—Llámeme por mi nombre de soltera —le rogó Inés.
—Está bien. Usted fue profesora de violín en la Escuela de Madrid. Por favor, ¿le importaría decirme cuándo se marchó de allí?
—Me fui en 1871, pero lo hice de forma voluntaria. Mi novio vivía aquí en Córdoba y decidimos casarnos. Como verá, no encajo en el perfil que usted busca. Nadie me obligó a irme.
Resultaba evidente que ella no era la autora del texto, pero sí podría ser a quien fuera dirigido. Tal vez su marido, imaginó Ana, vivía entonces en Madrid y se vio obligado a desplazarse a Córdoba.
—¿Su marido también pertenece al mundo de la música?
—No.
—¿Es cordobés? ¿Siempre vivió aquí?
—Sí, pero ¿por qué le interesa mi marido? —preguntó Inés un tanto a la defensiva.
—Disculpe si la he molestado —le rogó Ana.
—No se preocupe. ¿Cómo me ha localizado? —preguntó la de Córdoba sin mostrar demasiado interés.
—La primera pista me la facilitó Fernando Gálvez, que, por cierto, me comentó que usted era muy buena interpretando a Paganini.
—¡Dios mío, Gálvez! Creo que él se fue antes que yo de la Escuela. ¿Cómo está?
—Bien. Toca por las tardes en un café. Tuve la oportunidad de escucharle y lo cierto es que es muy bueno.
—Sí que lo era. Un poco loco, pero un músico fantástico —corroboró Inés.
A Ana le dio la sensación de que con aquel contacto común había conseguido derribar parte de los muros de la mujer.
—¿Usted sigue impartiendo clases? —quiso saber.
—No. Cuando llegue aquí hace más de veinte años, no existía ningún centro donde pudiera enseñar. Después, una enfermedad grave de mi marido me llevó a prometerle a Dios que no volvería a tocar el violín, si él recuperaba la salud. Afortunadamente, se curó.
—¿Y puede soportarlo? —preguntó Ana, que no daba crédito a lo que acababa de escuchar.
—Sí, olvidándome de que existe la música.
—¿Y eso cómo se consigue?
—No es tan difícil —dijo Inés sonriendo.
—No me ha contestado —insistió Ana—, ¿le gustaba Paganini?
Mirándola a los ojos y con un tono serio, Inés respondió:
—Me gustaba él y otros muchos, pero eso pertenece al pasado.
—Gálvez me comentó que había otra profesora, compañera suya, que era buenísima interpretando a Paganini —siguió Ana. Algo en la reacción de Inés le llamó la atención; fue solo un segundo, pero suficiente para ver el miedo pintado en su cara.
—Depende de quién lo evalúe, para muchos la mejor era yo. No sé a quién podría referirse —contestó, y en un intento de cambiar la conversación le comentó—: Me han dicho que usted se apellida Sandoval, ¿tiene algo que ver con Pablo Sandoval?
—Era mi padre —contestó Ana sorprendida—. ¿Usted le conocía?
—Sí. Le conocí en mi época de estudiante. Aunque él era cinco años mayor que yo, coincidimos en la misma clase. Bien es verdad que por poco tiempo, porque su padre pronto se dio cuenta de que el violín no era lo suyo y abandonó la Escuela. Pero me ha dicho «era»… ¿Es que ha muerto?
Ana no tenía ni idea de que su padre hubiese pretendido tocar el violín, ¿por qué nunca se lo habían dicho ni él ni nadie de la familia? Es posible que su madre no lo supiera, pero su tía Elvira seguro que sí. Sintió deseos de preguntarle a aquella mujer mil cosas al respecto, pero no debía mostrarse interesada en conocer algo que en teoría debería saber. Por ello se limitó a decir:
—Desgraciadamente, mi padre murió hace unos meses.
—No sabe cómo lo siento —manifestó Inés—: Guardo un buen recuerdo de él.
Ana no permitió que la nostalgia por su padre la desviara del tema que la había llevado allí.
—Por favor, Inés, perdone que insista, pero tal vez este dato le ayude a recordar. La persona que busco puede que fuera la mejor interpretando el 24 de Paganini.
Como una ráfaga de aire, el miedo volvió a los ojos de Inés, que de inmediato se volvieron burlones.
—Lo siento, pero no recuerdo los nombres de mis compañeras. Han pasado más de veinte años. ¿Nunca le ha hablado su padre de nosotras? Nos conocíamos bastante bien. Menos él, que abandonó la Escuela en primero de violín, todos los demás fuimos bastante buenos. ¿Quién era la mejor interpretando a Paganini? Pues diría que yo.
Ana se dominó. Aquella mujer no quería facilitarle ningún tipo de información. Aludía a su padre porque sabía que estaba muerto y nada podía preguntarle. De todas formas, siguió insistiendo.
—Por favor —le dijo—, es muy importante para mí, ¿no recuerda a nadie que se haya ido de la Escuela en el mismo año que usted?
—No tengo ni la más remota idea.
La joven comprendió que no conseguiría nada prolongando aquella conversación y se despidió dándole las gracias, no sin antes preguntarle dónde podría localizarla si necesitaba ponerse en contacto con ella.
—Lo mejor será que escriba a la dirección de la confitería. Carmen es mi amiga y ella me hará llegar lo que sea —le respondió Inés al tiempo que se daba la vuelta.
Ana miró hacia el fondo del local para decir adiós a Carmen, pero vio que no se encontraba con el grupo, y se fue. Al cruzar la calle, observó que la iglesia de San Pablo estaba abierta y decidió entrar para rezar y reflexionar con tranquilidad.
Cuando abandonaba el templo, antes de subir las escaleras para traspasar la verja, Ana vio cómo Inés Mancebo se despedía de su grupo de amigas. Se detuvo y permaneció a la espera; no sentía ningún deseo de volver a ver a aquella mujer que, a decir verdad, no le agradaba nada. De repente pensó que no sería mala idea seguirla. Si tenía un poco de suerte e Inés se dirigía a casa, sabría dónde vivía. En realidad no le importaba, pero como todo el mundo parecía evitar darle su dirección, se sintió impulsada a descubrirlo.
La siguió durante más de un cuarto de hora hasta que por fin Inés se detuvo. Ana supo que aquel era su domicilio porque sacó la llave del bolso, abrió y cuando estaba a punto de cerrar la puerta, un hombre que llegaba con un perro la llamó. Se dieron un beso y juntos entraron en la casa.
Ella tomó buena nota del nombre de la calle y del número de la vivienda. Jamás hubiese podido imaginar lo importante que sería para ella contar con esta información.
—Por favor, tía, ¿quieres explicarme por qué nadie me ha dicho que mi padre fue estudiante de violín?
—No tenía ni idea de que no lo sabías. Lo cierto es que nunca se me ocurrió mencionártelo. Pero si tu padre nunca te lo contó, es porque no le daba ninguna importancia. Creo que estuvo un año escaso —dijo Elvira—. Yo me encontraba entonces en París, volcada en mis estudios de música.
—¿Por qué lo dejó? —quiso saber Ana.
—Pablo no había nacido para interpretar música.
—No conozco a nadie que la amase más que él.
—Es posible, pero no existe ninguna contradicción en ello. Tu padre fue un magnífico abogado. El mejor de su promoción —aseguró Elvira.
Ana entendía ahora el interés de su padre, que se había volcado en inculcarle el amor a la música y en conseguir que cursase la carrera de violín. Sin embargo, ¿por qué nunca le había comentado que él también había querido ser violinista? Ana pensó que tal vez lo hizo por no desanimarla. «Es posible que mi padre pensara que no era un buen ejemplo para mí —se dijo—, ya que si yo conocía su fracaso, al encontrarme con las primeras dificultades podría hacer lo mismo que él y abandonar la Escuela». De repente, pensó en su madre.
—Tía Elvira, ¿mi madre tampoco sabrá que mi padre estuvo en la Escuela de Música?
—La verdad es que no lo sé. Aunque casi me atrevería a asegurar que no. Cuando ellos se conocieron, habían pasado unos cuantos años. Tu padre ya era abogado.
Elvira estaba convencida de que su cuñada no sabía nada, pero no quería confirmárselo a Ana. Lo cierto es que su hermano Pablo había intentado borrar definitivamente de su vida el paso por la Escuela de Música. Ella desconocía las razones, aunque estaba segura de que durante aquel tiempo Pablo había vivido algo que luego quiso olvidar para siempre.
—Pero termina de contarme tu estancia en Córdoba —pidió Elvira.
—Ya te dije que no encontré lo que buscaba. Inés me pareció una mujer extraña. Tengo la impresión de que trata de ocultar algo —aseguró Ana—, es probable que no tenga nada que ver con el asunto que me interesa, aunque me cuesta creer que no recuerde ni un solo nombre de sus compañeras. De todas formas, su comportamiento me hizo volver a la Escuela para hablar con los profesores más antiguos y con el nombre de ella, tratar de que recordaran algo de aquellos años.
—¿Y?
—Esta mañana y cuando ya estaba a punto de abandonar la Escuela sin haber conseguido ningún dato que me sirviera, me encontré con Jesús de Monasterio, y te juro, tía Elvira, que sin saber muy bien por qué, le pregunté a él sobre las profesoras de violín que a finales de los sesenta enseñaban en el centro.
—Monasterio —exclamó Elvira—, es verdad. ¿Cómo no habíamos pensado en él?
—Sin dudarlo un momento —siguió contando Ana— me dijo que la mejor interpretando a Paganini era Elsa Bravo. Fue alumna y después profesora de violín al mismo tiempo que Inés. Monasterio trató de recordar y me contó que estaba casi seguro de que Elsa se había ido de la Escuela sin previo aviso en enero del 71. Desde entonces, me aseguró, nadie había podido dar con ella. Creo, tía Elvira, que esa es la mujer que buscamos, la autora del texto de la carpeta de los Caprichos.
—Pues intentemos localizarla —dijo Elvira muy animosa.
—Es inútil. Como me adelantó Monasterio, durante bastante tiempo trataron de dar con su paradero, pero toda su familia había desaparecido. Además, desde que conozco ese nombre, Elsa, varias noches he soñado que estoy en un lugar desconocido y que me acompaña una mujer a la que nunca he visto. Sé que es morena, y parece muy guapa, no puedo asegurarlo porque siempre está de perfil y no habla conmigo, solo me agarra de la mano para que la siga… Cuando parece que vamos a llegar a algún sitio, todo se desvanece. Al despertarme aún puedo ver su imagen, pero ahora, por ejemplo, no recuerdo ninguno de sus rasgos, solo el color del pelo y sobre todo un olor. El lugar donde nos encontramos es como un jardín o un patio y se respira un olor especial, dulce, empalagoso…
—¿Se lo has contado al doctor?
—Sí, ayer estuve con él y me dijo que era probable que esa imagen de mujer fuera la de Elsa Bravo.
—¿Cómo es posible?
—No he entendido muy bien su explicación, pero me volvió a hablar del inconsciente y de que tal vez fuera interesante someterme a una sesión de hipnosis, aunque tendría que ir a verle a París. Ya sabes que el doctor se va dentro de quince días.
—¿Has quedado en verle antes de que se vaya? —preguntó Elvira preocupada.
—Sí. —Ana guardó silencio unos instantes. Luego, de repente, decidió confesar algo a lo que ya había dado demasiadas vueltas—: Todo esto está influyendo en mi relación con Enrique, tía Elvira.
—¿En qué sentido?
—Tú sabes que no estoy enamorada de él y Enrique es consciente de ello, sin embargo, se muestra muy confiado en que un día le querré. Pero ahora me he dado cuenta de que no debo seguir con esta farsa. De verdad, no me interesa lo más mínimo. No entiendo cómo pude dejarme llevar y creer que podría ser el hombre que me desposara.
—Ana, no exageres. Lo que sucede es que no pasas por un buen momento.
—No. He pensado mucho en mi situación. ¿No ves que no confío en él? No le he dicho nada de lo que me sucede, porque en realidad no le siento cerca de mí. Es más, me exaspera pensar que pude haber compartido con él tantos momentos de mi vida. De verdad, tía Elvira, aunque esta experiencia no me conduzca a ninguna parte, ya ha servido para algo.
Elvira la escuchaba sorprendida y en el fondo contenta de la reacción de su sobrina. Tampoco a ella le parecía que Enrique fuera el hombre adecuado para Ana.
—Prométeme que te tomarás un tiempo para pensártelo —le dijo sin embargo.
—Sí, pero te juro que voy a tener que hacer auténticos esfuerzos. Por cierto, tía Elvira, ¿has conseguido localizar la documentación sobre las personas que te vendieron La Barcarola?
—Sí.
—¿Y no me lo habías dicho? —exclamó Ana.
—No te pongas nerviosa. De nada sirve que te diga que se la compré a los Alduccio Mendía. He escrito a unos amigos de Biarritz que los conocían, para ver si pueden facilitarme su dirección.
—Perdóname, pero es casi el único camino que me queda para tratar de averiguar el porqué de mis experiencias misteriosas. Sería estupendo que pudiéramos hablar con ellos. Imagínate que Elsa Bravo fuera conocida de esa familia y que pasara temporadas en La Barcarola.