El dios de las pequeñas cosas (26 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Rahel tardó un momento en descifrar aquello. Volvió a arremeter contra él otra vez.
¡Tiqui, tiqui, tiqui!

Todavía riéndose, Velutha miró hacia la Representación buscando a Sophie.

—¿Dónde está nuestra querida Sophie Mol? Vamos a echarle un vistazo. ¿Te has acordado de traerla o te la has dejado por ahí?

—No mires hacia allí —dijo Rahel inmediatamente.

Se puso de pie sobre el murete de cemento que separaba los árboles del caucho del camino de entrada y le tapó los ojos a Velutha con las manos.

—¿Por qué? —dijo Velutha.

—Porque no quiero.

—¿Dónde está Estha Mon? —dijo Velutha, que llevaba a una embajadora (disfrazada de Insecto Palo disfrazado de Hada de Aeropuerto) colgando de la espalda con sus piernas enlazadas alrededor de la cintura, la cual le tapaba los ojos con sus manitas pegajosas—. No lo he visto.

—Ah, lo hemos vendido en Cochín —dijo Rahel displicente—. Por un saco de arroz y una linterna.

Las ásperas flores de encaje del almidonado vestido se clavaban en la espalda de Velutha. Flores de encaje y una hoja de la buena suerte florecían juntas sobre una espalda negra.

Pero cuando Rahel buscó a Estha en la Representación, vio que no estaba allí.

En el escenario de la Representación, Kochu Maria había hecho su entrada; parecía aún más pequeña detrás de la alta tarta.

—Aquí llega la tarta —le dijo a Mammachi alzando la voz.

Kochu Maria siempre alzaba la voz cuando se dirigía a Mammachi, porque daba por supuesto que la mala vista afectaba automáticamente a los demás sentidos.


Kando, Kochu Mariye?
—dijo Mammachi—. ¿Ves a nuestra querida Sophie Mol?


Kandoo
, Kochamma —dijo Kochu Maria en voz muy alta—-. ¡Sí que la veo!

Le dirigió a Sophie una sonrisa amplísima. Tenía la misma estatura que ella. Era más baja que cristiana siria, a pesar de todos sus esfuerzos.

—Tiene el color de su madre —dijo Kochu Maria.

—Y la nariz de Pappachi —insistió Mammachi.

—¡Eso no lo sé, pero es preciosa! —gritó Kochu Maria—.
Sundarikutty!
¡Es como un angelito!

Los angelitos tenían el color de la arena de la playa y llevaban pantalones acampanados.

Los diablillos eran pardos como el barro y llevaban vestidos de Hadas de Aeropuerto y chichones en la frente que tal vez pudieran transformarse en cuernos. Y fuentes atadas con un «amor-en-To-kio». Y tenían la costumbre de leer al revés.

Y, si se los observaba detenidamente, podía verse a Satanás en sus ojos.

Kochu Maria le cogió las dos manos a Sophie, puso las palmas hacia arriba, se las llevó a la cara y aspiró profundamente.

—¿Qué hace? —quiso saber Sophie cuando sus suaves manos londinenses fueron atrapadas por unas callosas manos de Ayemenem—. ¿Quién es y por qué me huele las manos?

—Es la cocinera —dijo Chacko—. Es su forma de besarte.

—¿Besarme?

Sophie Mol no parecía muy convencida, aunque sí interesada.

—¡Qué maravilla! —dijo Margaret Kochamma—. ¡Es como si la olfatease! ¿También se hacen eso los hombres y las mujeres unos a otros?

No había querido decirlo exactamente como sonó, y se puso muy colorada. Un agujero en el universo con forma de maestra de escuela avergonzada.

—¡Ah, sí, continuamente! —dijo Ammu en tono un poco más sarcástico de lo que había pretendido—. Así es como hacemos a los niños aquí.

Chacko no le dio una bofetada.

Así que ella no se la devolvió.

Pero el Aire Detenido se puso furioso.

—Creo que le debes una disculpa a mi mujer, Ammu —dijo Chacko, con aires de amo protector (y esperando que Margaret Kochamma no dijera
«¡Ex mujer, Chacko!»
y le increpara con su rosa).

—¡Ay, no! —dijo Margaret Kochamma—. ¡Ha sido culpa mía! No he querido decirlo exactamente como ha sonado… Lo que quise decir fue… quiero decir… que es fascinante pensar que…

—Fue una pregunta perfectamente razonable —dijo Chacko—. Y creo que Ammu debería disculparse.

—¿Es que tenemos que comportarnos como una jodida tribu dejada de la mano de Dios a la que acaban de descubrir? —preguntó Ammu.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Margaret Kochamma.

En la furiosa quietud de la Representación (con el Ejército Azul todavía observando en medio del calor verdoso) Ammu se dirigió al Plymouth con sus hombros lustrosos, sacó su maleta, cerró de un portazo y se alejó hacia su cuarto. Dejó a todo el mundo preguntándose dónde había aprendido a ser tan descarada.

Y, a decir verdad, no era ninguna tontería preguntárselo.

Porque Ammu no había recibido la clase de educación, ni había leído la clase de libros, ni había conocido a la clase de gente, que hubieran podido influir para que pensara como pensaba.

Simplemente, como algunos animales, había adquirido un reflejo condicionado.

De niña, había aprendido rápidamente a hacer caso omiso a los cuentos de Papá Oso y Mamá Osa que le daban a leer. En su versión, Papá Oso pegaba a Mamá Osa con floreros de latón y Mamá Osa aguantaba aquellas palizas con muda resignación.

A medida que iba creciendo, Ammu había visto cómo su padre tejía su espantosa tela de araña. Era encantador y cortés con los invitados, cortesía que rayaba casi en la adulación si resultaban ser blancos. Donaba dinero a orfanatos y leproserías. Se esforzaba por que su imagen pública fuera la de un hombre generoso, refinado y de principios elevados. Pero cuando estaba a solas con su mujer y sus hijos se convertía en un tirano desconfiado y monstruoso con una veta de astucia retorcida. Les pegaba, los humillaba y después les hacía sufrir la envidia de familiares y amigos por tener un marido y un padre tan maravilloso.

Ammu y su madre habían soportado frías noches de invierno en Delhi escondidas en el seto que había alrededor de su casa (para que la gente de Buena Familia no las viera) porque Pappachi había vuelto de mal humor del trabajo y les había pegado a Mammachi y a ella y después las había echado de casa.

Una de esas noches, Ammu, que tenía nueve años, estaba escondida con su madre en el seto y observaba en las ventanas iluminadas la atildada silueta de Pappachi, que iba de una habitación a otra. No contento con haber pegado a su mujer y a su hija (Chacko estaba fuera, en un colegio), arrancó cortinas, dio patadas a los muebles y destrozó una lámpara de mesa. Una hora después de que se apagaran las luces, la pequeña Ammu, desoyendo los atemorizados ruegos de Mammachi, entró sigilosamente en la casa por un hueco de ventilación para rescatar sus botas de goma nuevas, que eran lo que más le gustaba del mundo. Las metió en una bolsa de papel y, cuando cruzaba el salón de puntillas, de pronto, se encendieron las luces.

Pappachi había estado todo el tiempo sentado en su mecedora de caoba, meciéndose silenciosamente en la oscuridad. Cuando la atrapó, no dijo ni una sola palabra. Le pegó con su fusta con el mango de marfil (la misma que sostenía sobre las rodillas en aquella fotografía de estudio). Ammu no lloró. Cuando acabó de azotarla, le hizo traer las tijeras dentadas que Mammachi guardaba en su armario de costura. Mientras Ammu observaba, el Entomólogo Imperial cortó a tiras sus botas de goma nuevas con las tijeras dentadas de su madre. Las tiras de goma negra caían al suelo. Las tijeras tijereteaban. Ammu hizo caso omiso del rostro demacrado y muerto de miedo de su madre, que apareció al otro lado de la ventana. La destrucción total de las botas que tanto le gustaban duró diez minutos. Cuando la última tira de goma hubo caído, rizada, al suelo, su padre la miró con ojos fríos e inexpresivos y siguió meciéndose, meciéndose y meciéndose. Rodeado de un mar de retorcidas serpientes de goma.

Cuando se hizo mayor, Ammu aprendió a convivir con aquella crueldad fría y calculadora. Desarrolló un marcado sentido de la injusticia y esa veta tozuda y temeraria que caracteriza a aquellos de abajo que toda su vida han sido acosados por los de arriba. No hacía nada para evitar las discusiones y los enfrentamientos. De hecho, hasta podría decirse que los provocaba, e incluso que disfrutaba con ellos.

—¿Se ha marchado? —le preguntó Mammachi al silencio que la rodeaba.

—Sí, se ha marchado —dijo Kochu Maria muy fuerte.

—¿En la India se puede decir «jodida»? —preguntó Sophie Mol.

—¿Quién ha dicho «jodida»? —preguntó Chacko.

—Ella. La tía Ammu. Dijo: «Una jodida tribu dejada de la mano de Dios».

—Kochu Maria, corta la tarta y sirve un trozo a cada uno —dijo Mammachi.

—Porque en Inglaterra no se puede —le dijo Sophie Mol a Chacko.

—¿El qué? —dijo Chacko.

—Decir jodi…. —dijo Sophie Mol.

Mammachi dirigió una mirada sin vida a la tarde resplandeciente.

—¿Estáis todos ahí? —preguntó.


Oower
, Kochamma—dijo el Ejército Azul en medio del calor verdoso—. Estamos todos aquí.

Fuera de la Representación, Rahel le dijo a Velutha:


Nosotros
no estamos ahí, ¿verdad? Ni siquiera Actuamos. —Eso es Absolutamente Cierto —dijo Velutha—. Ni siquiera Actuamos. Pero me gustaría saber dónde está nuestro querido Esthappappychachen Kuttappen Peter Mon.

Y aquello se transformó en un delicioso baile estilo gnomo entre los árboles del caucho que los dejó sin aliento.

¡Ay Esthappappychachen Kuttappen Peter Mon!

¿Dónde, dónde te has metido, chicarrón?

Y el baile estilo gnomo fue cambiando hasta convertirse en el de la Pimpinela Escarlata.

Lo buscamos por aquí, lo buscamos por allá,

los franchutes se preguntan dónde está.

¿Está en el infierno? ¿Está en el Edén?

¿Ese engañoso y maldito Estha-Pen?

Kochu Maria cortó un pedacito y se lo ofreció a Mammachi para que lo catara y diera su aprobación.

—Dale un pedazo a cada uno —le dijo Mammachi a Kochu Maria a modo de aprobación, y tocó el pedazo suavemente con los dedos, llenos de anillos de rubíes, para comprobar que era lo suficientemente pequeño.

Kochu Maria cortó laboriosamente el resto de la tarta de un modo chapucero, respirando por la boca, como si estuviera trinchando un trozo de cordero asado. Colocó los trozos en una gran bandeja de plata. Mammachi tocó una melodía de
¡Bienvenida a casa, querida Sophie Mol!
en su violín. Una melodía achocolatada y empalagosa. Pegajosa, melosa de tan dulce. Olas de chocolate sobre una playa de chocolate.

A la mitad de la melodía, Chacko alzó su voz por encima del sonido achocolatado.

—¡Mamá! —dijo con la voz de leer en alto—. ¡Es suficiente! ¡Ya está bien de violín!

Mammachi dejó de tocar y miró en dirección a Chacko con el arco suspendido en el aire.

—¿Suficiente? ¿Crees que ya es suficiente, Chacko?

—Más que suficiente —dijo Chacko.

—Suficiente, suficiente —murmuró Mammachi por lo bajo—. Creo que voy a dejar de tocar.

Lo dijo como si fuera una idea que se le acababa de ocurrir.

Guardó el violín en su caja negra con forma de violín. Se cerraba como una maleta. Y la música se cerró con ella.

Clic. Y clic.

Mammachi volvió a ponerse sus gafas oscuras. Y corrió las cortinas sobre el día caluroso.

Ammu salió de la casa y llamó a Rahel.

—¡Rahel! ¡Después de comer la tarta quiero que entres a dormir la siesta!

A Rahel se le cayó el alma a los pies. Odiaba dormir la siesta.

Ammu volvió a entrar.

Velutha bajó a Rahel, que se quedó parada al borde de la entrada para coches sin ningún entusiasmo, en la periferia de la representación, con una siesta alzándose amenazadora en su horizonte.

—¡Y, por favor, basta ya de tantas confianzas con ese hombre! —le dijo Bebé Kochamma a Rahel.

—¿Tantas confianzas? —dijo Mammachi—. ¿Quién es, Chacko? ¿Quién está dando tantas confianzas?

—Rahel —dijo Bebé Kochamma.

—Pero ¿tantas confianzas a
qué
?

—A quién —corrigió Chacko a su madre.

—Está bien, ¿a
quién
le está dando tantas confianzas? —preguntó Mammachi.

—A tu adorado Velutha, ¿a quién va a ser? —dijo Bebé Kochamma, y luego, volviéndose hacia Chacko, añadió—: Pregúntale dónde estuvo ayer. Pongámosle el cascabel al gato de una vez por todas.

—Ahora no —dijo Chacko.

—¿Qué es dar confianza? —le preguntó Sophie Mol a Margaret Kochamma, que no respondió.

—¿Velutha? ¿Está ahí Velutha? ¿Estás ahí? le preguntó Mammachi a la tarde.


Oower
, Kochamma.

Velutha salió de entre los árboles y entró en la Representación.

—¿Has descubierto lo que era? —preguntó Mammachi.

—Era la arandela de la válvula de fondo —dijo Velutha—. La he cambiado y ya funciona de nuevo.

—Entonces pon en marcha la bomba —dijo Mammachi—. El tanque está vacío.

—Ese hombre va a ser nuestra Némesis —dijo Bebé Kochamma. No es que fuera clarividente y hubiese tenido una visión profética repentina. Lo dijo sólo para crearle problemas. Nadie le prestó ni la más mínima atención—. ¡Ya veréis! —añadió con amargura.

—¿La ves? —dijo Kochu Maria cuando se acercó a Rahel con la bandeja de la tarta. Se refería a Sophie Mol—. Cuando sea mayor, será nuestra Kochamma y nos aumentará el salario y nos dará saris de nilón por Navidad.

Kochu Maria coleccionaba saris, aunque nunca se había puesto ninguno ni era probable que lo hiciera.

—¿Y a mí, qué? —dijo Rahel—. Para entonces estaré viviendo en África.

—¿En África? —dijo Kochu Maria con tono burlón—. África está llena de negros feos y de mosquitos.

—Tú eres la única fea —dijo Rahel, y añadió en inglés—: ¡Enana tonta!

—¿Qué has dicho? —dijo Kochu Maria en tono amenazador—. No me lo digas, ya lo sé. Te he oído. Se lo diré a Mammachi. ¡Ahora vas a ver!

Rahel pasó por delante de ella y se dirigió hacia el pozo donde solía haber hormigas para matar. Hormigas rojas, que soltaban un olor agrio, como de pedo, cuando las aplastabas. Kochu Maria la siguió con la bandeja de la tarta.

Rahel le dijo que no quería probar aquella tarta tonta.


Kushumbi
—dijo Kochu Maria—. La gente celosa se va derechita al infierno.

—¿Y quién está celosa?

—No lo sé. ¿Tú qué crees? —dijo Kochu Maria con su delantal de volantes y su corazón avinagrado.

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