El día que Nietzsche lloró (21 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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—¿Qué ha sucedido después de que se negara a que un médico le viera?

—Ha seguido insistiendo en que mejoraría si lo dejábamos solo. Con los buenos modales que le caracterizan, me ha dicho que me ocupe de mis propios asuntos. Es de los que sufren en silencio o tiene algo que esconder. ¡Y obstinado! Si no hubiera sido tan testarudo, le habría llamado a usted hace ya muchas horas, antes de que empezara a nevar, y no le habría obligado a levantarse de madrugada.

—¿Qué más ha notado?

Herr Schlegel se animó al oír la pregunta.

—Bien, para empezar, se ha negado a darme una dirección futura y la anterior era sospechosa: Lista de Correos, Rapallo, Italia. Nunca he oído hablar de Rapallo y cuando le he preguntado dónde quedaba, sólo ha respondido que "en la costa". Desde luego, por su actitud misteriosa, por su forma de salir subrepticiamente y sin paraguas, por su falta de dirección y por esa carta (los problemas con Rusia, la deportación, la policía), creo que hay que avisar a la policía. Por supuesto, he buscado la carta al limpiar la habitación, pero no la he encontrado. Debe de haberla quemado u ocultado.

—¿No habrá usted llamado a la policía? —preguntó Breuer.

—Todavía no. Es mejor esperar a que amanezca. Sería malo para el negocio. No conviene que la policía moleste a mis huéspedes a altas horas de la madrugada. ¡Y luego, por si fuera poco, su repentina enfermedad! ¿Sabe lo que creo? ¡Que es veneno!

—¡No, hombre, no! —exclamó Breuer—. Estoy seguro de que no. Por favor, Herr Schlegel, olvide a la policía. Le aseguro que no hay razón para preocuparse. Conozco a este hombre. Me hago responsable de él. No es un espía. Es exactamente lo que dice su tarjeta, un profesor de universidad. Y padece estas jaquecas a menudo. Por eso fue a verme. Por favor, olvide sus sospechas. —A la luz mortecina del farol del carruaje, Breuer vio que Herr Schlegel no estaba dispuesto a olvidar nada—. No obstante —añadió—, comprendo que un observador agudo pueda llegar a semejante conclusión. Pero confíe en mi. La responsabilidad será mía. — Trató de que el posadero volviera a hablar de la enfermedad de Nietzsche—. Dígame, después de verlo por la tarde, ¿qué más ha sucedido?

—He vuelto a su habitación otras dos veces por sí necesitaba algo, un té o algo de comer. En ambas ocasiones me lo ha agradecido y me ha dicho que no, sin volver la cabeza siquiera. Parecía débil y estaba pálido. —Herr Schlegel hizo una pausa. Luego, incapaz de omitir un comentario, añadió—: Ninguna gratitud hacia mi esposa, que lo ha cuidado. No es persona amable, ¿sabe? Incluso parecía que le fastidiaran nuestras atenciones. ¡Lo ayudamos y le molesta! Eso a mi esposa no le ha gustado. Ella también se ha enfadado y ya no quiere saber nada de él. Quiere que se vaya mañana mismo.

Breuer hizo caso omiso de la queja.

—¿Qué ha ocurrido después? —preguntó.

—Cuando he vuelto a verlo eran las tres de la mañana. Herr Spitz, que ocupa el cuarto contiguo, se ha despertado. Ha oído que alguien movía muebles y luego gemidos e incluso gritos. Entonces ha llamado a la puerta de Herr Nietzsche y, al no obtener respuesta y comprobar que la puerta estaba con el pestillo echado, me ha despertado. Herr Spitz es un alma tímida y no dejaba de disculparse por haberme despertado. Pero ha hecho bien. Se lo he dicho enseguida.

"El profesor se había encerrado por dentro. He tenido que romper la cerradura”. Tendrá que pagar una nueva. Al entrar, lo he hallado inconsciente. Estaba acostado, en ropa interior, sobre el colchón desnudo, y se quejaba. Se había quitado el traje y había deshecho la cama. Supongo que ha tirado la ropa al suelo sin moverse de la cama, ya que estaba toda esparcida cerca del lecho. Una actitud que no coincide con su carácter, doctor. Por lo general, es hombre ordenado y cuidadoso. Mi mujer se ha escandalizado al ver el espectáculo: había vómitos por todas partes. Pasará una semana hasta que podamos volver a alquilar la habitación, a causa del olor. Él debería pagarnos esa semana. Tenemos derecho a exigírselo. Y también había manchas de sangre en las sábanas. He inspeccionado el cuerpo del profesor, pero no he visto heridas. La sangre debe de haber salido con el vómito. —Herr Schlegel meneó la cabeza—. Ha sido entonces cuando he buscado en sus bolsillos, he encontrado su dirección y he ido a su casa, doctor. Mi esposa me ha dicho que esperara hasta el amanecer, pero he temido que para entonces Herr Nietzsche estuviera ya muerto. Y puede imaginar lo que eso significaría: funeraria, encuesta oficial, la policía husmeando todo el día. Lo sé muy bien. Los demás huéspedes se irían en veinticuatro horas. En el Gasthaus de mí cuñado, en Schwarzland, murieron dos huéspedes en una semana. ¿Sabe que, diez años después, la gente todavía se niega a ocupar las habitaciones donde fallecieron? Y eso a pesar de que han sido redecoradas por completo: cortinas, pintura, papel en las paredes. Pero la gente las evita. Las cosas se saben, los aldeanos hablan y nadie olvida.

Herr Schlegel sacó la cabeza por la ventanilla, miró a su alrededor y gritó a Fischmann:

—¡En la próxima manzana, a la derecha! —Se volvió hacia Breuer—. Ya llegamos. ¡Es la próxima casa, doctor!

Breuer ordenó a Fischmann que aguardara y siguió a Herr Schlegel. Entraron en el Gasthaus y subieron cuatro tramos de estrechas escaleras. El aspecto desolado de las escaleras atestiguaba el hecho de que a Nietzsche sólo le preocupaba la mera subsistencia: mostraban una limpieza espartana, eseaban cubiertas por una alfombra raída cuyo desvaído dibujo cambiaba en cada tramo y carecían de barandillas. No había muebles en ninguno de los rellanos. Ni cuadros ni adornos que suavizaran las paredes, recientemente blanqueadas: ni siquiera había un certificado oficial de inspección.

Respirando con dificultad a causa de la subida, Breuer siguió a Herr Schlegel hasta la habitación de Nietzsche. Necesitó un momento para acostumbrarse al olor acre y dulzón del vómito y luego inspeccionó a toda prisa la escena. Era tal y como la había descrito Herr Schlegel. El posadero no sólo era un excelente observador, sino que no había tocado nada para no alterar alguna preciosa pista.

Nietzsche yacía en una cama pequeña, en un rincón del cuarto. Llevaba puesta la ropa interior y estaba profundamente dormido, tal vez en coma. De hecho, no se movió ni mostró reacción alguna ante los ruidos que hicieron al entrar. Breuer pidió a Herr Schlegel que recogiera la ropa de Nietzsche y las sábanas manchadas de vómito y sangre.

Una vez quedó despejado, el aposento mostró su brutal desnudez. A Breuer le pareció que no era muy diferente de la celda de una cárcel: arrimada a una pared, había una endeble mesa de madera sobre la que descansaban una lámpara y una jarra de agua medio vacía. Frente a la mesa, una silla de madera de respaldo recto y debajo la maleta y el maletín de Nietzsche, cada uno envuelto en una delgada cadena con su respectivo candado. Sobre la cama, un ventanuco de cristales mugrientos con patéticas cortinitas amarillas constituía la única concesión de la estancia a la estética.

Breuer dijo al posadero que le dejara a solas con su paciente. Herr Schlegel, cuya curiosidad era superior a su fatiga, protestó, pero accedió cuando Breuer le recordó sus obligaciones con respecto a los demás huéspedes: para atenderlos bien, tenía que dormir un poco.

Una vez solo, Breuer aumentó la intensidad de la luz de gas e inspeccionó la escena con más atención. La palangana esmaltada, en el suelo junto a la cama, estaba llena de un vómito sanguinolento, de un tono verde pálido. También el colchón, el rostro y el pecho de Nietzsche estaban cubiertos de una fina capa de vómito seco. Sin duda, se había sentido demasiado enfermo, o había caído en un estupor, de tal modo que no había podido llegar hasta la palangana. Junto a ésta, había un vaso de agua y una botellita que contenía grandes tabletas ovaladas: sólo faltaba una cuarta parte de su contenido. Breuer inspeccionó las tabletas y, a continuación, probó una. Hidrato de cloral, posiblemente, lo que explicaría el estupor, aunque no podía estar seguro, pues no sabia cuándo había ingerido Nietzsche las tabletas. ¿Habría transcurrido el tiempo suficiente que fueran absorbidas por la sangre antes de que Nietzsche vomitara todo el contenido de su estómago? Al calcular la cantidad de tabletas que faltaba, Breuer llegó a la conclusión de que, aunque Nietzsche hubiera tomado las tabletas esa misma noche y su estómago hubiera absorbido todo el cloral, lo más probable era que hubiese consumido una dosis peligrosa, pero no letal. Sí, de todos modos, había tomado una dosis superior, Breuer sabía que ahora poco era lo que podía hacer: un lavado de estómago no tenía sentido, pues el estómago de Nietzsche ya estaba vacio. Por otra parte, el estupor y las náuseas le impedirían ingerir cualquier estimulante que pudiera suministrarle. —Nietzsche parecía moribundo: el semblante grisáceo, los ojos hundidos, el cuerpo frío, pálido, con piel de gallina. Respiraba con dificultad, tenía el pulso débil, con ciento cincuenta y seis pulsaciones por minuto. Ahora temblaba, pero cuando Breuer trató de cubrirlo con una de las frazadas que había dejado Frau Schlegel, se quejó y se destapó. "Es probable que se trate de una hiperestesia extrema", pensó Breuer. "Todo le resulta doloroso, hasta el leve roce de una sábana."

—Profesor Nietzsche, profesor Nietzsche —exclamó. No hubo reacción. Tampoco se movió cuando lo llamó "Friedrich". Cuando dijo "Fritz", Nietzsche dio un respingo y volvió a agitarse cuando Breuer trató de levantarle un párpado. "Hiperestesia incluso al sonido y a la luz", observó Breuer, y se levantó para bajar la intensidad de la luz y subir el gas de la estufa.

Una inspección más minuciosa confirmó el diagnóstico de migraña bilateral espasmódica: la cara de Nietzsche, sobre todo la frente y las orejas, estaba fría y pálida; tenía las pupilas dilatadas y las dos arterias temporales tan comprimidas que al tacto parecían dos cordeles congelados.

La preocupación primordial de Breuer, no obstante, no era la migraña, sino la taquicardia, que ponía en peligro su vida. Así pues, procedió a ejercer con el pulgar una firme presión sobre la arteria carótida derecha de Nietzsche. En menos de un minuto, las pulsaciones bajaron a ochenta. Después de vigilar el estado cardíaco del enfermo durante quince minutos, Breuer se mostró satisfecho y pasó a concentrar su atención en la migraña.

Buscó en su maletín unas cápsulas de nitroglicerina y pidió a Nietzsche que abriera la boca, pero no obtuvo respuesta. Cuando intentó abrírsela por la fuerza, Nietzsche apretó los dientes y Breuer cejó en su empeño. "Tal vez lo consiga con nitrato de amilo", pensó Breuer. Vertió cuatro gotas en un paño y lo sostuvo debajo de la nariz de Nietzsche. Éste aspiró, dio un respingo y giró la cara. "Resiste hasta el final incluso cuando está inconsciente", se dijo Breuer.

Colocó las dos manos sobre las sienes de Nietzsche y empezó a hacerle un masaje, primero con suavidad; luego, de manera gradual, fue aumentando la presión. Extendió el masaje a toda la cabeza y el cuello. En especial, se concentró en las áreas que, por la reacción del enfermo, parecían ser las más afectadas. A medida que procedía, Nietzsche gritaba y sacudía la cabeza. Pero Breuer persistió y mantuvo su posición con calma, mientras le susurraba con delicadeza al oído:

—Soporte el dolor, Fritz, soporte el dolor.

Nietzsche se debatió menos, pero siguió gimiendo. Era un "no" profundo, gutural, que brotaba de su garganta.

Pasaron diez, quince minutos. Breuer seguía aplicándole el masaje. Al cabo de veinte minutos, los gemidos disminuyeron hasta casi desaparecer, pero los labios de Nietzsche se movían, musitando algo inaudible. Breuer acercó el oído a los labios de su paciente, pero no pudo entender lo que decía. Quizá decía "déjeme", o tal vez "váyase". No podía asegurarlo.

Pasaron treinta, treinta y cinco minutos. Breuer continuó con el masaje. Notó que la cara de Nietzsche estaba más tibia y que empezaba a recuperar el color. Quizá el espasmo estaba desapareciendo. Aunque todavía estaba sumido en el estupor, parecía descansar mejor. Seguía mascullando, en voz un poco más alta, un poco más clara. Otra vez, Breuer acercó el oído a los labios de Nietzsche. Ahora logró entender sus palabras, aunque al principio no pudo dar crédito a sus oídos. Nietzsche estaba diciendo:

—¡Ayúdeme, ayúdeme, ayúdeme!

Una ola de compasión inundó a Breuer. ""¡Ayúdeme!" De modo que eso es lo que me ha estado pidiendo todo el tiempo." Lou Salomé estaba equivocada: su amigo era capaz de pedir ayuda, si bien se trataba de otro Nietzsche, de alguien a quien Breuer acababa de conocer.

Durante unos minutos, Breuer se paseó por la pequeña celda de Nietzsche. Luego mojó una toalla con el agua fría de la jarra, colocó la compresa sobre la frente del durmiente y le susurró:

—Si, le ayudaré, Fritz. Cuente conmigo.

Nietzsche hizo una mueca. Quizá todavía le causaba dolor que lo tocaran, pensó Breuer, pero dejó la compresa en el mismo lugar. Nietzsche abrió apenas los ojos, miró a Breuer y se llevó la mano a la frente. Tal vez sólo intentaba quitarse la compresa, pero su mano se acercó a la de Breuer y por un momento, por un breve momento, sus manos se rozaron.

Pasó otra hora. Estaba amaneciendo: eran casi las siete y media. El estado de Nietzsche parecía estable. Había muy poco más que hacer, se dijo Breuer. Ahora era mejor ocuparse de sus otros pacientes y volver más tarde, cuando a Nietzsche se le hubieran pasado los efectos del cloral. Después de cubrir a su paciente con una manta ligera, Breuer escribió una nota en que decía que regresaría antes del mediodía, colocó junto a la cama una silla y dejó la nota en ella, de manera que se viera bien. Después de descender las escaleras, dijo a Herr Schlegel —que se hallaba en su puesto, en el mostrador de la entrada— que fuera a ver a Nietzsche cada treinta minutos. Breuer despertó a Fischmann, que dormitaba en un banco del vestíbulo, y juntos salieron a la nevada mañana para iniciar la ronda de visitas matinales.

Cuando regresó, cuatro horas más tarde, Herr Schlegel, sentado en su puesto, le saludó. No, no había pasado nada más: Nietzsche había dormido todo el tiempo. Sí, parecía más cómodo y se portaba mejor: algún quejido ocasional, pero ni gritos, ni sacudidas, ni vómitos.

Nietzsche parpadeó cuando Breuer entró en su habitación, pero siguió durmiendo profundamente, incluso cuando Breuer se dirigió a él.

—Profesor Nietzsche,¿me oye? —No hubo respuesta—. Fritz. —Sabía que este tratamiento informal estaba justificado, pues con frecuencia los pacientes sumidos en estupor reaccionaban al oír el nombre con que se les llamaba de jóvenes; aun así, se sentía culpable porque sabía que estaba utilizando el diminutivo porque disfrutaba llamando a Nietzsche por el nombre de pila—. Fritz. ¡Fritz! Soy Breuer. ¿Puede oírme? ¿Puede abrir los ojos?

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