El día que Nietzsche lloró (19 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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"Este hombre es insufrible; para todo hace aflorar lo peor, los motivos peores, los más bajos", pensó Breuer, que vio que desaparecían los pocos vestigios de objetividad clínica que le quedaban. Ya no podía seguir conteniendo sus sentimientos.

—Profesor Nietzsche, permítame hablar con franqueza. He encontrado mérito en muchos de sus argumentos, pero esta última afirmación, esta fantasía acerca de mi deseo de debilitarlo, de mi poder sobre usted, es un verdadero disparate. —Breuer advirtió que la mano de Nietzsche se acercaba al asa del maletín, pero no podía detenerse—. ¿No se da cuenta? He aquí un ejemplo perfecto de por qué usted no puede examinar su propia psique. ¡Su visión está nublada!

—Vio que Nietzsche cogía el maletín y se disponía a partir. Sin embargo, continuó hablando—. Debido a sus desafortunados problemas con sus amistades, comete usted unas equivocaciones disparatadas. — Nietzsche se estaba abrochando el abrigo, pero Breuer no podía contenerse, no podía callarse—. Usted supone que sus propias actitudes son universales y entonces trata de extender a toda la humanidad lo que no puede comprender de usted mismo. —La mano de Nietzsche estaba ya en el tirador de la puerta.

—Siento interrumpirle, doctor Breuer, pero tengo que comprar el billete para volver esta tarde a Basilea. ¿Puedo volver dentro de dos horas para pagar la cuenta y recoger mis libros? Le dejaré una dirección para que me envíe el informe de la consulta. —Hizo una rígida reverencia y dio media vuelta. Breuer hizo una mueca al verlo salir del consultorio.

Diez

Breuer no se movió cuando se cerró la puerta, y seguía petrificado ante su escritorio cuando Frau Becker entró de forma apresurada.

—¿Qué ha pasado, doctor Breuer? El profesor Nietzsche ha salido corriendo del consultorio y ha musitado que volvería pronto a pagar la cuenta y a buscar sus libros.

—No sé cómo, pero esta mañana lo he echado todo a perder —dijo Breuer y en pocas palabras le relató los acontecimientos de su última hora con Nietzsche—. Cuando, al final, se ha levantado para irse, yo casi le estaba gritando.

—La culpa la tiene ese hombre. Un enfermo acude a su consulta en busca de ayuda, usted se esfuerza por ayudarle pero él le discute todo lo que le dice. El último médico para el que trabajé, el doctor Ulrich, lo habría echado mucho antes, se lo juro.

—Ese hombre necesita ayuda pronto. —Breuer se puso de pie y, dirigiéndose al balcón, habló en voz baja, casi para si—. Pero es demasiado orgulloso para aceptarla. Sin embargo, este orgullo es parte de su enfermedad, como si fuera un órgano enfermo de su cuerpo. ¡He sido un estúpido al levantarle la voz! Debería haber hallado una forma de acercarme a él, de atraerlo a él y a su orgullo, para que aceptara un tratamiento.

—Si es demasiado orgulloso para aceptar ayuda, ¿cómo podría usted tratarlo? ¿De noche, mientras duerme?

—No obtuvo respuesta de Breuer, que permaneció mirando por el balcón, balanceándose hacia atrás y hacia delante, lleno de autorrecriminación. Frau Becker volvió a intentarlo. ¿Recuerda, hace un par de meses, su intento de ayudar a esa anciana, Frau Kohl, la que tenía miedo de salir de su habitación?

Breuer asintió, todavía dando la espalda a Frau Becker.

—Si, lo recuerdo.

—Y después ella, de repente, interrumpió el tratamiento, en el momento en que ya era capaz de andar hasta otra habitación si usted la llevaba de la mano. Cuando usted me lo contó, le dije que debía de sentirse muy frustrado por el hecho de que ella hubiera abandonado cuando usted estaba a punto de curarla del todo.

Breuer asintió, impaciente; no entendía qué tenía aquello que ver con el presente caso.

—¿Y?

—Entonces usted dijo algo muy acertado. Dijo que la vida es larga y que hay pacientes que tienen tratamientos largos. Dijo que podían aprender algo de un médico, llevarlo dentro de la cabeza y, en algún momento del futuro, estar preparados para hacer algo más. Y que, mientras tanto, usted había desempeñado el papel para el que ella estaba preparada.

—¿Y? —volvió preguntar Breuer.

—Pues que tal vez suceda lo mismo con el profesor Nietzsche. Puede que oiga sus palabras cuando esté preparado, en algún momento del futuro.

Breuer se volvió para mirar a Frau Becker. Estaba conmovido por lo que acababa de decir. No tanto por el contenido, pues dudaba de que algo de lo sucedido en el consultorio pudiera resultar de utilidad para Nietzsche, cuanto por lo que aquella mujer había intentado hacer. A diferencia de Nietzsche, cuando él sufría daba la bienvenida a la ayuda.

—Espero que tenga razón, Frau Becker. Y gracias por tratar de darme ánimos: ése es un nuevo papel para usted. Unos cuantos pacientes más como Nietzsche, y será toda una experta. ¿A quién recibiremos esta tarde? Necesito algo más sencillo, una tuberculosis o un ataque cardiaco congestivo.

Horas después, Breuer presidía la cena familiar del viernes. Además de sus tres hijos mayores, Robert, Bertha y Margarethe (Louis ya había servido la cena a Johannes y a Dora), estaban presentes las tres hermanas de Mathilde, Hanna, Minna (ambas solteras) y Rachel; el marido de esta última, Max, y sus tres hijos; los padres de Matilde y una tía viuda, de cierta edad. Freud, a quien habían invitado, no estaba presente: acababa de mandar un mensaje anunciando que tenía que atender a seis nuevos pacientes admitidos a última hora en el hospital y que, por lo tanto, tendría que cenar allí solo. Breuer recibió la noticia con decepción. Turbado aún por la partida de Nietzsche, había estado esperando aquella ocasión para discutir el asunto con su joven amigo.

Si bien Breuer, Mathilde y todas sus hermanas eran judíos que sólo observaban las tres fiestas fundamentales de su religión, permanecieron en respetuoso silencio mientras Aarón, el padre de Mathilde, y Max —los dos judíos practicantes de la familia— entonaban las oraciones por el pan y el vino. Los Breuer no observaban ninguna restricción alimenticia, pero aquella noche Mathilde no sirvió carne de cerdo por respeto a Aarón. En realidad, a Breuer le gustaba el cerdo y a menudo comía cerdo al horno con ciruelas, que era su plato favorito. Además, tanto a Breuer como a Freud les gustaban las jugosas salchichas que se vendían en el Prater. Mientras paseaban, nunca dejaban de comer salchichas.

La comida de aquella noche, como era tradicional en las comidas de Mathilde, empezó con sopa caliente —una sopa espesa de cebada y alubias—, a la que siguió una gran fuente de zanahorias y cebollas asadas. El plato principal consistía en un suculento ganso relleno de coles de Bruselas.

Cuando se sirvió el crujiente pastel de hojaldre con cerezas y canela, recién sacado del horno, Breuer y Max cogieron sus respectivos platos y se dirigieron al estudio de Breuer. Hacia quince años que seguían el mismo ritual: después de la cena de los viernes, se trasladaban al estudio con el postre y jugaban al ajedrez.

Josef conocía a Max desde la época de la universidad, mucho antes de que ambos se casaran con las hermanas Altmann, pero, de no haberse convertido en cuñados, no habrían seguido siendo amigos. Si bien admiraba la inteligencia de Max, su habilidad como cirujano y su virtuosismo ajedrecístico, a Breuer le disgustaban la limitada mentalidad de secta y el materialismo vulgar de su cuñado. En ocasiones, incluso le disgustaba mirarlo: no sólo era feo —calvo, de piel manchada y morbosa obesidad—, sino que su apariencia era la de un viejo. Breuer trataba de olvidar que él y Max tenían la misma edad.

Bien, esa noche no habría ajedrez. Breuer dijo a Max que estaba demasiado nervioso y que prefería charlar. Él y Max raras veces sostenían conversaciones íntimas, pero, aparte de Freud, Breuer no tenía ningún otro confidente masculino. De hecho, desde la partida de Eva Berger, su enfermera anterior, no tenía ningún confidente. Aunque tenía dudas acerca de la sensibilidad de Max, se embarcó de lleno en su relato y, durante veinte minutos habló de Nietzsche (a quien, por supuesto, llamaba Herr Müller) y lo explicó todo, incluso el encuentro con Lou Salomé en Venecia.

—Pero Josef —empezó diciendo Max con un tono irritado—, ¿por qué te culpas? ¿Quién trataría a un hombre como ése? ¡Está loco, eso es todo! Cuando no soporte los dolores de cabeza, volverá a tí arrastrándose.

—Tú no lo entiendes, Max. Parte de su enfermedad es no querer aceptar ayuda. Es casi paranoico: sospecha lo peor de todo el mundo.

—Josef, Viena está llena de pacientes. Tú y yo podríamos trabajar ciento cincuenta horas por semana y aun así tendríamos que enviar pacientes a otros médicos. ¿No es cierto? —Breuer no respondió—. ¿No es cierto? —volvió a preguntar Max.

—No se trata de eso, Max.

—Se trata de eso, Josef. Los pacientes llaman a tu puerta para ser recibidos y tú suplicas a uno —que te permita ayudarlo. ¡No tiene sentido! ¿Por qué suplicas? —Max buscó una botella y dos vasos—¿Un poco de slivovitz?

Breuer asintió y Max sirvió la bebida. A pesar de que la fortuna de los Altmann se fundaba en la venta de vinos, el único alcohol que bebían cuando jugaban al ajedrez era un vasito de slivovitz.

—Escúchame, Max. Supón que tienes un paciente con... Max, no me estás escuchando. Tienes la cabeza en otra parte.

—Te estoy escuchando, sí —insistió Max.

—Supón que tienes un paciente con inflamación prostática y una uretra obstruida por completo — prosiguió Breuer—. Tu paciente tiene retención urinaria, su presión renal retrógrada aumenta, sufre envenenamiento urémico y, sin embargo, se niega a que lo ayudes. ¿Por qué? Quizá tenga demencia senil. Puede que le aterroricen más tus instrumentos, tus catéteres y los ruidos que haces con las bandejas de acero que la uremia. Tal vez sea un psicótico y crea que vas a castrarlo. Entonces, ¿qué? ¿Qué harías?

—En veinte años de práctica —respondió Max—, jamás me ha ocurrido nada así.

—Pero podría suceder. Utilizo este ejemplo para dar consistencia a mi argumento. Si sucediera, ¿qué harías?

—La decisión debe tomarla su familia, no yo.

—Venga, Max, estás evitando la pregunta. Supón que no haya familia.

—¿Qué sé yo? Lo que hacen en los asilos. Lo ataría, lo anestesiaría, le pondría catéteres, trataría de dilatarle la uretra con sondas.

—¿Todos los días? ¿Lo atarías para ponerle catéteres? ¡Vamos, Max, lo matarías en una semana! No, lo que harías seria tratar de cambiar su actitud hacia ti y hacia el tratamiento. Lo mismo que cuando atiendes a niños. ¿Hay algún niño que quiera tratarse?

Max pasó por alto el argumento de Breuer.

—Y dices que quieres hospitalizarlo y hablar con él todos los días. ¡Josef, piensa en el tiempo que eso llevaría! ¿Puede pagarlo? —Cuando Breuer habló de la pobreza del paciente y de su intención de utilizar la cama donada por la familia y de tratarlo gratis, aumentó la consternación de Max—. ¡Me preocupas, Josef Seré sincero contigo. Estoy muy preocupado por ti. Porque una guapa rusa a quien no conoces se acerca para hablarte, quieres tratar a un loco que no quiere que lo traten por una enfermedad que niega tener. Y ahora dices que quieres hacerlo gratis. Dime —dijo Max, señalándole con el dedo—, ¿quién está más loco, tú o él?

—Te diré lo que es una locura, Max. ¡Es una locura sacar a colación el dinero! Los intereses de la dote de Mathilde se siguen acumulando en el banco. Y más adelante, cuando obtengamos nuestra parte de la herencia Altmann, tú y yo nadaremos en dinero. No puedo ni siquiera empezar a gastar todo el dinero que ingresamos ahora, y sé que tú tienes mas dinero que yo. Entonces, ¿para qué hablar de dinero? ¿De qué sirve preocuparse por si tal o cual paciente puede pagarme? A veces, Max, no puedes ver más allá del dinero.

—Está bien, olvida el dinero. Tal vez tengas razón. A veces no sé por qué trabajo o por qué cobro. Pero, gracias a Dios, nadie nos oye: ¡pensarían que estamos locos! ¿No vas a comerte el resto del pastel?

Breuer negó con la cabeza. Max se sirvió la parte de Breuer.

—Pero, Josef, esto no es medicina. Este paciente al que tratas... ¿qué tiene? ¿Cuál es el diagnóstico? ¿Cáncer de orgullo? Esa muchacha, Pappenheim, a quien le daba miedo beber agua, ¿no era la que de pronto no podía hablar en alemán y sólo hablaba en inglés? ¿La que cada día presentaba una nueva forma de parálisis? ¿Y ese joven que creía ser el hijo del emperador? ¿Y esa señora a quien le daba miedo salir de su habitación? ¡Locura! ¡Tú no recibiste la mejor formación de Viena para acabar trabajando con locos! — Después de comerse de un solo bocado, como un mamut, todo el pastel de Breuer y de tomar un segundo vasito de slivovitz, Max siguió hablando—. Eres el médico que mejor diagnostica en toda Viena. Nadie en esta ciudad sabe más que tú de enfermedades respiratorias o sobre el equilibrio. Todo el mundo conoce tus investigaciones. Escúchame bien: algún día tendrán que invitarte a formar parte de la Academia Nacional. Si no fueras judío, hoy serías catedrático: todo el mundo lo sabe. Pero si sigues tratando a locos, ¿qué sucederá con tu reputación? Los antisemitas dirán: ¿Lo veis? —Max atravesó el aire con el índice, como si fuera una espada—. Por eso. Por eso no es catedrático de medicina. No está capacitado. No es competente.

—Max, juguemos al ajedrez. —Breuer abrió la caja de ajedrez y colocó las piezas en el tablero con firmeza—. Te digo que quiero hablar contigo porque estoy molesto y mira cómo me ayudas. Estoy loco, mis pacientes están locos y debería echarlos a todos. Estoy estropeando mi reputación, debería amontonar florines que no necesito...

—¡No, no! ¡He retirado ya lo del dinero!

—¿Eso es ayudar? No escuchas lo que te pido.

—¿Qué es lo que me pides? Dímelo de nuevo. Escucharé mejor. —La cara de Max se puso seria.

—Hoy he recibido en mi consultorio a un hombre que necesita ayuda, a un hombre que sufre, y no he manejado bien el caso. No puedo cambiar la situación con este paciente ahora, Max. Se acabó. Pero tengo pacientes neuróticos y tengo que entender cómo hay que proceder con ellos. Es un campo nuevo por completo. No hay manuales que me ayuden. Hay miles de pacientes que necesitan ayuda, pero nadie sabe cómo ayudarlos.

—Yo no sé nada de eso, Josef. Trabajas cada vez más con el cerebro y el pensamiento. Yo estoy en el extremo opuesto, yo... —Max rió entre dientes—. De los orificios por los que hablo a mis pacientes no sale ninguna respuesta. Sin embargo, puedo decirte algo: tengo la impresión de que has estado compitiendo con ese profesor, del mismo modo que lo hacías con Brentano en el curso de filosofía. ¿Recuerdas el día que te habló con brusquedad? ¡Han pasado veinte años y lo recuerdo como si fuera ayer! Te dijo: "Herr Breuer, ,por qué no trata de aprender lo que puedo enseñarle, en lugar de demostrar lo mucho que no sé?". —Breuer asintió con la cabeza y Max siguió hablando—. Pues bien, esta consulta me suena igual. Incluso el ardid de intentar atrapar a este Müller citando su propio libro. No es una artimaña inteligente: ¿cómo podías ganar? Si falla la trampa, él gana. Si funciona, se enfada tanto que no coopera.

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