El día que Nietzsche lloró (25 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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—¿Te refieres a lo que sucederá cuando él se vuelva hacia ti en busca de ayuda para su desesperación? ¿A lo que puedes hacer para disminuir su carga?

Breuer asintió.

—Dime, Josef. Imagina que pudieras idear la fase siguiente a tu antojo. ¿Qué querrías que ocurriera? ¿Qué es lo que una persona puede ofrecer a la otra?

—¡Bien! ¡Bien! ¡Eres magnifico para esto, Sig! —Breuer reflexionó durante unos minutos—. Aun cuando sé que mi paciente es hombre y que, por supuesto, no es un histérico, creo que me gustaría que él hiciera lo mismo que hizo Bertha.

—¿Que haga de deshollinador?

—Sí, que me lo revele todo. Estoy convencido de que el desahogo tiene un efecto terapéutico. Fíjate en los católicos. Hace siglos que los sacerdotes ofrecen alivio mediante la confesión.

—Me pregunto —dijo Freud— si el alivio se debe a la descarga o a la creencia en la absolución divina.

—Tengo como pacientes a católicos agnósticos que se han beneficiado de la práctica de la confesión. Y en un par de ocasiones, en mi propia vida, hace años, experimenté alivio al confesárselo todo a un amigo. ¿Y tú, Sig? ¿Nunca has sentido alivio al hacer una confesión? ¿Nunca te has desahogado con nadie?

—Desde luego, con mi prometida. Escribo a Martha todos los días.

—Vamos, Sig. —Breuer sonrió y posó la mano sobre el hombro de su amigo—. Sabes que hay cosas que nunca contarías a Martha, sobre todo a Martha.

—No, Josef. Se lo cuento todo. ¿Qué es lo que no podría decirle?

—Cuando estás enamorado de una mujer, quieres que ella piense bien de tí en todos los sentidos. Es natural que le escondas cosas acerca de tí..., cosas que podrían presentarte bajo una luz desfavorable. Tus deseos sexuales, por ejemplo.

Breuer notó que Freud se sonrojaba. Él y Freud nunca habían mantenido una conversación de ese estilo.

—Pero mis deseos sexuales sólo se relacionan con Martha. Ninguna otra mujer me atrae.

—Bien, pues hablemos de tus deseos antes de Martha.

—No ha habido un "antes de Martha". Ella es la única mujer a quien he deseado.

—Pero debe de haber habido otras. Todo estudiante de Viena tiene una Süssmädchen. El joven Schnitzler parece que tiene una cada semana.

—Esa es exactamente la parte del mundo de la que quiero proteger a Martha. Schnitzler es un libertino, como todo el mundo sabe. A mí no me gustan las frivolidades. No tengo tiempo. Ni dinero. Y necesito hasta el último florín para comprar libros.

“Mejor será cambiar de tema cuanto antes, Josef. De todos modos, has aprendido algo importante: ahora dónde está el límite de lo que puedes compartir con Freud.”

—Sig, me he apartado del tema. Volvamos a él. has preguntado qué me gustaría que ocurriera. Digo que espero que Herr Müller hable de su desesperación. Espero que me utilice como padre confesor. Tal vez eso, en sí mismo, sea una cura; tal vez lo devuelva al rebaño humano. Es una de las criaturas más solitarias que conozco. Dudo se haya sincerado ante nadie.

—Pero me has dicho que le han traicionado. Sin duda, confió en esas personas y se sinceró con ellas. De contrario, no podría haber existido la traición.

—Sí, tienes razón. La traición es algo fundamental para él. De hecho, creo que ése debería ser un principio fundamental para mi procedimiento: primum non nocere. No hagas daño, ni nada que él pudiera interpretar traición. —Breuer pensó en sus propias palabras un instante—. ¿Sabes, Sig? dijo luego—, yo trato a todos mis pacientes de este modo, así que esto no debería representar —una dificultad en mi trabajo futuro con Herr Müller. Pero está mi pasada insinceridad con él y que Herr Müller podría considerar una traición. No consigo borrarla. Ojalá pudiera purificarme y compartirlo todo con él: mi encuentro con Fräulein Salomé, la conspiración de sus amigos para impulsarle a venir a Viena, y, sobre todo, el engaño de que soy yo, y no él, el paciente.

Freud sacudió la cabeza con fuerza.

—¡De ninguna manera! Esta purificación, esta confesión, te beneficiaría a ti, no a él. No, creo que, si de verdad quieres ayudar a tu paciente, deberás vivir con la mentira.

Breuer asintió. Sabía que Freud estaba en lo cierto.

—Muy bien, repasemos la situación. ¿Qué tenemos hasta ahora?

Freud respondió de inmediato. Le gustaban aquellos ejercicios intelectuales.

—Tenemos varios pasos. Primero, granjearse su confianza revelando tu intimidad. Segundo, invertir los papeles. Tercero, ayudarle a que se sincere del todo. Y tenemos un principio fundamental: conservar su confianza evitando todo lo que parezca una traición. Ahora, ¿cuál es el paso siguiente? Suponiendo que él confiese su desesperación, ¿qué pasará entonces?

—A lo mejor —replicó Breuer— no se necesita un nuevo paso. Puede que el hecho de que se revele a sí mismo constituya un logro tan importante, un cambio tal en su manera de ser, que resulte suficiente en sí mismo.

—La mera confesión no es tan poderosa, Josef. Si lo fuera, no habría católicos neuróticos.

—Sí, estoy seguro de que tienes razón. Pero tal vez —Breuer consultó su reloj— esto es todo cuanto podemos planear por ahora.

Breuer pidió la cuenta al camarero.

—Josef, he disfrutado con esta consulta. Y valoro la forma en que conversamos. Es un honor para mí que tomes en serio mis sugerencias.

—En realidad, Sig, eres muy bueno para esto. Juntos formamos un buen equipo. Sin embargo, no puedo imaginar que haya necesidad de nuestros nuevos procedimientos. ¿Con cuánta frecuencia aparecen pacientes que requieran semejante plan de tratamiento? De hecho, hoy he tenido la sensación de que, más que programar un tratamiento médico, lo que estábamos haciendo era planear una conspiración. ¿Sabes a quién preferiría como paciente? A ese otro..., al que me pidió ayuda.

—¿Te refieres a ese inconsciente que está atrapado dentro de tu paciente?

—Sí —respondió Breuer, entregando al camarero un florín sin fijarse en la cuenta: nunca lo hacía—. Sí, entonces resultaría mucho más fácil trabajar con él. ¿Sabes, Sig? Quizá ése debería ser el objetivo del tratamiento: liberar esa conciencia escondida, permitirle pedir ayuda a la luz del día.

—Si, eso está muy bien, Josef. Pero ¿"liberar" es la palabra apropiada? Después de todo, no tiene una existencia separada: es la parte inconsciente de Müller. ¿No es la integración lo que buscamos? —Freud parecía impresionado ante su propia idea y repitió, mientras con el puño daba un golpe suave sobre la mesa de mármol—: La integración del inconsciente.

—¡Ay, Sig, eso es! —La idea excitó a Breuer—. ¡Es fundamental! —Dejando unas cuantas monedas de cobre para el camarero, él y Freud salieron a Michaelerplatz—. Sí, que mi paciente pudiera incorporar esa otra parte de su ser sería un verdadero triunfo. ¡Si pudiera comprender lo natural que es buscar el consuelo de otra persona! Seguro que eso sería suficiente.

Bajaron por Kohlmarkt hasta llegar a la avenida de Graben, donde se separaron. Freud se fue por Naglergasse en dirección al hospital y Breuer siguió andando por Stephansplatz en dirección al número 7 de la Bäckerstrasse, que se encontraba después de las torres románicas de la iglesia de San Esteban. La conversación con Sig le había infundido más confianza para la reunión que a la mañana siguiente tenía que mantener con Nietzsche. Pero, a pesar de todo, Breuer tenía el inquietante presentimiento de que toda aquella complicada preparación podía acabar siendo tan sólo una ilusión y de que sería la preparación de Nietzsche, y no la suya, la que dominaría el encuentro.

Catorce

Nietzsche se había preparado de verdad. A la mañana siguiente, no bien Breuer hubo completado la revisión física, Nietzsche asumió el control.

—Como ve —dijo a Breuer, abriendo un cuaderno en blanco—, me he organizado bien. Herr Kaufmann, uno de los ordenanzas, fue muy amable y ayer me compró este cuaderno.

Se levantó de la cama.

—También pedí otra silla. ¿Por qué no nos sentamos y empezamos a trabajar? —Breuer, divertido por la gravedad con que su paciente asumía la autoridad, siguió su sugerencia y se sentó junto a él. Las dos sillas miraban al hogar, en el que chisporroteaba un fuego anaranjado. Después de entrar en calor, Breuer giró su silla para poder ver mejor a Nietzsche e invitó a éste a hacer lo mismo—. Empecemos —prosiguió Nietzsche— estableciendo las categorías principales para el análisis. He confeccionado una lista de los temas que usted mencionó ayer, al requerir mí ayuda. —Abriendo el cuaderno, Nietzsche le mostró que en hojas separadas había escrito cada uno de los temas mencionados por Breuer. Acto seguido, los leyó en voz alta—: Uno, la infelicidad general. Dos, el asalto de pensamientos extraños. Tres, el odio hacia usted mismo. Cuatro, el temor a envejecer. Cinco, el temor a la muerte. Seis, la tentación del suicidio. ¿Es completa la lista?

Sorprendido por el tono formal de Nietzsche, a Breuer no le gustó oír sus preocupaciones más íntimas condensadas en una lista y descritas de manera tan clínica.

—No del todo. Tengo serios problemas para comunicarme con mi mujer. No sé por qué, pero me siento distanciado de ella, como si estuviera atrapado en un matrimonio y en una vida que no he elegido.

—¿Considera que se trata de un problema adicional? ¿O de dos?

—Depende de su definición de unidad.

—Sí, eso es un problema, al igual que el hecho de que los puntos no se encuentren en el mismo nivel lógico. Algunos pueden ser el resultado, o la causa, de otros. —Nietzsche hojeó el cuaderno—. Por ejemplo, "infelicidad" puede ser el resultado de "pensamientos extraños". O "la tentación del suicidio" puede ser el resultado o la causa del temor a la muerte.

El desasosiego de Breuer creció. No le gustaba el rumbo que estaba tomando la situación.

—¿Para qué necesitamos una lista? La idea de una lista, en cierto modo, me incomoda.

Nietzsche pareció preocupado. Era obvio que su aire de seguridad era del mismo espesor del papel. Una observación de Breuer, y toda su actitud cambiaba. Respondió con un tono más conciliador.

—Pensaba que podríamos proceder de forma más sistemática si establecíamos un orden de prioridades. En cualquier caso, para serle franco, no tengo muy claro si debemos empezar por el problema más fundamental (de momento, llamémosle temor a la muerte), o por el menos fundamental, o de mayor derivación (al que, de forma arbitraria, podemos llamar invasión de pensamientos extraños). ¿O deberíamos empezar por el que es clínicamente más urgente, o que amenaza la vida (es decir, la tentación del suicidio)? ¿O con el que presenta mayores dificultades, el que más perturba su vida (o sea, el odio hacia usted mismo)?

El desasosiego de Breuer iba en aumento.

—No estoy seguro de que éste sea un buen enfoque.

—Pero lo he basado en su propio método clínico —replicó Nietzsche—. Si no recuerdo mal, usted me pidió que hablara de mi estado en general. Confeccionó una lista de mis problemas y luego procedió de manera sistemática (muy sistemática, por lo que recuerdo) a explorarlos uno a uno. ¿No es cierto?

—Sí, es el modo en que procedo en un examen médico.

—¿Por qué, entonces, doctor Breuer, se resiste tanto a ese enfoque ahora? ¿Puede sugerir una alternativa?

Breuer negó con la cabeza.

—Si lo expresa así, me siento inclinado a estar de acuerdo con el procedimiento que sugiere. Sólo que me parece forzado o artificial hablar de los problemas de mi vida más íntima en categorías tan ordenadas. En mi mente, todos estos problemas están inextricablemente entrelazados. Además, su lista me parece muy fría. Se trata de asuntos delicados, frágiles. No es tan sencillo hablar de ellos como del dolor de espalda o de una urticaria.

—No confunda la torpeza con la insensibilidad, doctor Breuer. Recuerde que soy una persona solitaria, ya se lo advertí. No estoy acostumbrado al intercambio social fácil y afectuoso. —Cerrando el cuaderno, Nietzsche miró un instante por la ventana—. Permítame que adopte otro enfoque. Recuerdo que usted dijo ayer que debíamos inventar el procedimiento juntos. Dígame, doctor Breuer, ¿tiene práctica en otra experiencia similar en la que podamos inspirarnos?

—¿Una experiencia similar? Mmm..., en la práctica médica no existen precedentes de lo que usted y yo estamos haciendo. Ni siquiera sé cómo llamarlo, quizá terapia de la desesperación o terapéutica filosófica, o algún otro nombre que todavía no se ha inventado. Es verdad que los médicos debemos tratar ciertos tipos de trastornos psicológicos: por ejemplo, los que tienen una base física, como el delirio de la fiebre cerebral, la paranoia de la sífilis cerebral o la psicosis por saturnismo. También somos responsables de pacientes cuyo estado psicológico perjudica su salud o amenaza su vida, como, por ejemplo, en el caso de una melancolía o manía involutiva severa.

—¿Amenaza la vida? ¿Cómo?

—Los melancólicos mueren de inanición o pueden suicidarse. Los maniáticos se agotan hasta morir. — Nietzsche no respondió. Se quedó en silencio, mirando fijamente el fuego—. Pero es obvio —siguió diciendo Breuer— que se trata de personas cuya situación es muy diferente de mi situación personal y que el tratamiento para cada una esas condiciones no es filosófico o psicológico, sino que consiste en un enfoque físico, como estimulación eléctrica, baños, medicación, descanso forzado y cosas por el estilo. En ocasiones, cuando se trata de pacientes que tienen temores irracionales, debemos idear algún método psicológico para tranquilizarlos. Hace poco visité a una anciana a quien le aterrorizaba el hecho de salir: llevaba meses sin salir de su habitación. Lo que hice fue hablarle en tono bondadoso hasta que me gané su confianza. Luego, cada vez: que la veía, le cogía la mano para aumentar su sentido de seguridad y la acompañaba fuera de su alcoba y hacía que cada vez se alejara un poco más de ella. Pero se trata de una improvisación basada en el sentido común, como cuando se enseña a un niño. Es un tipo de trabajo para el que no se necesita a un médico.

—Todo esto parece muy alejado de nuestra tarea —dijo Nietzsche—. ¿No hay nada más apropiado?

—Bueno, en los últimos tiempos numerosos pacientes están acudiendo a médicos a causa de síntomas físicos (parálisis, defectos en el habla, o alguna forma de ceguera o sordera) cuya causa se debe a conflictos psicológicos. A este estado lo llamamos "histeria", término que deriva de la palabra griega hysterus, que significa útero. —Nietzsche asintió de inmediato, como para indicar que no era necesario que le tradujera el griego. Recordando que su interlocutor había sido profesor de filología, Breuer prosiguió—. Pensábamos que estos síntomas eran causados por un útero delirante, una idea que, por supuesto, no tiene sentido desde el punto de vista anatómico.

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