El día que Nietzsche lloró (37 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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NOTAS DE FRIEDRICH NIETZSCHE SOBRE EL DOCTOR BREUER, 15 DE DICIEMBRE DE 1882

Por fin, una incursión digna de nosotros. Aguas profundas, zambullidas rápidas. Agua fría, agua refrescante. ¡Amo la filosofía viva! amo la filosofía extraída de la experiencia pura. Su coraje crece. Su voluntad y su ordalía llevan la delantera. Pero, ¿no es hora ya de que yo también comparta los riesgos?

El momento de la filosofía aplicada no está maduro todavía. ¿Cuándo? ¿Dentro de cincuenta, de cien años? Llegará el momento en que los hombres dejarán de temer el conocimiento, en que dejarán de disfrazar la debilidad de "ley moral", en que hallarán valor para rebelarse contra la obligación de los mandamientos. Entonces los hombres ansiarán mi sabiduría viva. Entonces los hombres necesitarán el camino hacia una vida sincera, una vida de escepticismo y descubrimientos. Una vida de superación. De voluptuosidad superada. ¿Y existe mayor voluptuosidad que someterse?

Tengo otras canciones que deben ser cantadas. Tengo la mente repleta de melodías y Zaratustra me llama con voz cada vez más fuerte. Mi oficio no es el del técnico. No obstante, tengo que poner manos a la obra y vislumbrar todos los callejones sin salida y todas las sendas prometedoras.

Hoy ha cambiado toda la dirección de nuestro trabajo. ¿Y cuál ha sido la clave? ¡La idea de "significado" en lugar de "origen"!

Hace dos semanas, Josef me dijo que curó cada uno de los síntomas de Bertha al descubrir su causa original. Por ejemplo, curó su temor a beber agua ayudándola a recordar que en una ocasión había visto que su doncella permitía al perro beber de su vaso. Al principio, fui escéptico, y ahora lo soy todavía más. Ver a un perro bebiendo agua del propio vaso, ¿es desagradable? ¡Para algunos, sí! ¿Catastrófico? ¡Difícilmente! ¿Causa de histeria? ¡Imposible!

No, ésa no era la causa, sino la manifestación de una angustia profunda y persistente. De ahí que la cura de Josef fuera evanescente.

Tenemos que buscar el significado. El síntoma no es más que un mensajero que trae la noticia de que la angustia está entrando en erupción en su reino mas profundo. Las preocupaciones fundamentales, referidas a la finitud, la muerte de Dios, la soledad, la finalidad, la libertad.., las preocupaciones fundamentales que hemos tenido bajo llave durante toda la vida, ahora rompen sus cadenas y golpean las puertas y ventanas de la mente. Claman por ser oídas. Y no sólo oídas, sino vividas.

Ese extraño libro ruso sobre el Hombre del Subsuelo sigue obsesionándome. Dostoievsky dice que hay cosas que no deben decirse, excepto a los amigos; hay otras que no deben decirse ni siquiera a los amigos; por último, hay cosas que uno ni siquiera debe decirse a sí mismo. Seguramente son las cosas que Josef nunca se había dicho a sí mismo las que están entrando en erupción ahora.

Consideremos lo que significa Bertha para Josef. Ella es la huida, una huida peligrosa, la huida del peligro de una vida segura. Y también es pasión, misterio y magia. Es la gran liberadora que le lleva el indulto tras haber sido condenado a muerte. Tiene poderes sobrehumanos; es la cuna de la vida, la gran madre confesora: perdona todo lo que hay en él de salvaje y bestial. Le garantiza la victoria sobre todos sus competidores, le brinda amor eterno, compañía permanente y existencia eterna en sus sueños. Es un escudo contra los colmillos del tiempo, se ofrece a rescatarlo del abismo interior y le da seguridad ante el abismo que se abre a sus pies.

Bertha es una cornucopia de misterio, protección y salvación. Josef Breuer llama a esto amor. Pero su verdadero nombre es plegaria.

Los clérigos como mi padre siempre han protegido a sus feligreses de Satanás y enseñan que Satanás es el enemigo de la fe; que, para socavar la fe, Satanás adopta cualquier aspecto y que ninguno es más peligroso e insidioso que el manto del escepticismo y la duda.

Sin embargo, ¿quién nos protegerá a nosotros los santos escépticos? ¿Quién nos advertirá de los peligros que acechan al amor a la sabiduría y al odio a la esclavitud? ¿Será ésta mi vocación? Nosotros los escépticos también tenemos enemigos, tenemos a un Satanás que socava nuestras dudas y planta la semilla de la fe en los resquicios más taimados. De ese modo, matamos a los dioses, pero santificamos a quienes los reemplazan: profesores, artistas, mujeres hermosas. Y Josef Breuer, prestigioso hombre de ciencia, beatifica, durante cuarenta años, la adorable sonrisa de una niña llamada Mary.

Nosotros los que dudamos debemos estar alerta. Y ser fuertes. El impulso religioso es feroz. He aquí, si no, a Josef Breuer, un ateo que quiere reincidir, que se le observe para siempre, que se le perdone, que se le adore y se le proteja. ¿Será mi vocación ser sacerdote que duda? ¿Tendré que agotarme detectando y destruyendo los deseos religiosos, sean cuales fueren sus disfraces? El enemigo es formidable; el temor a la muerte, al olvido y a la falta de sentido alimenta de forma inagotable la llama dela fe.

¿Adónde nos conducirá el significado? Si descubro el significado de la obsesión, ¿qué ocurrirá entonces? ¿Cederán los síntomas de Josef? ¿Y los míos? ¿Será suficiente una rápida zambullida en la "comprensión"? ¿O tendrá que ser una inmersión prolongada?

¿Y qué significado? Parece que un mismo síntoma posee múltiples significados y Josef ni siquiera ha empezado a agotar los significados de su obsesión por Bertha.

Tal vez debamos deshojar los significados de uno en uno hasta que Bertha no signifique nada más que ella misma. Una vez despojada de significados superfluos, la verá como al ser atemorizado, desnudo, humano, demasiado humano, que ella y en realidad todos somos.

Veinte

A la mañana siguiente Breuer entró en la habitación de Nietzsche con el abrigo forrado de piel todavía puesto y un sombrero de copa negro en la mano.

—Friedrich, mire por la ventana. ¿Reconoce ese tímido globo anaranjado que hay sobre el horizonte? Nuestro sol vienés ha decidido aparecer por fin. ¿Lo celebramos dando un paseo? Los dos pensamos mejor andando.

Nietzsche saltó de la silla como si tuviera muelles en los pies. Breuer nunca lo había visto moverse deprisa.

—Es una excelente idea. Hace tres días que las enfermeras no me dejan salir. ¿Por dónde pasearemos? ¿Tenemos suficiente tiempo para huir de los adoquines?

—Mi plan es el siguiente: un sábado de cada mes voy a visitar la tumba de mis padres; acompáñeme hoy. El cementerio está a menos de una hora de camino. Me detendré un momento, sólo para depositar unas flores, y luego seguiremos hasta Simmeringer Haide y pasearemos una hora por el bosque y el prado. Volveremos a la hora de comer. Los sábados no tengo citas hasta la tarde.

Breuer esperó a que Nietzsche se vistiera. Siempre decía que, si bien le gustaba el frío, el frío no le quería a él. Así que, para protegerse de la migraña se puso dos gruesos jerséis y se rodeó el cuello varias veces con una larga bufanda de lana antes de ponerse, no sin dificultad, el abrigo. Se puso una visera verde para protegerse los ojos de la luz y por último se caló un sombrero bávaro de fieltro verde.

Durante el viaje, Nietzsche le preguntó por qué tenía desparramados por los asientos del coche aquel montón de gráficas, revistas y manuales de medicina. Breuer contesto que el coche era su segundo despacho.

—Algunos días me paso más tiempo viajando que en mi consultorio de la Bäckerstrasse. Hace algún tiempo, un joven estudiante de medicina, Sigmund Freud, deseoso de conocer de cerca la vida cotidiana de un médico, me pidió que le dejara acompañarme durante un día entero. Se quedó atónito al comprobar el número de horas que me pasaba en este coche y decidió no dedicarse a la práctica médica, sino a la investigación.

Rodearon la parte sur de la ciudad por la Ringstrasse, cruzaron el río Wien por el puente Schwarzenberg, pasaron frente al palacio de verano y, primero por Renweg y luego por la Simmering Hauptstrasse, llegaron al Cementerio Central del Municipio de Viena. Tras cruzar la tercera verja y entrar en el sector judío del cementerio, Fischmann, que hacía diez años que llevaba a Breuer a visitar la tumba de sus padres, condujo el coche por un laberinto de senderos estrechos, en los que apenas cabía el simón, y se detuvo ante el gran mausoleo de la familia Rothschild. Cuando Breuer y Nietszche descendieron, Fischmann entregó a Breuer un gran ramo de flores que llevaba debajo del asiento. Los dos hombres caminaron en silencio por un sendero de tierra entre filas de monumentos. En algunos sólo había un nombre y la fecha de fallecimiento o una breve inscripción; otros llevaban una estrella de David o las manos esculpidas con los dedos extendidos que aludía al fallecimiento de los Cohen, la tribu más sagrada.

Breuer señaló los ramos de flores recién cortadas que había delante de muchas tumbas.

—En esta tierra de los muertos, éstos son los muertos y aquellos —señaló un viejo sector abandonado del cementerio— son los muertos de verdad. Ahora nadie cuida sus tumbas porque no hay nadie vivo que los haya conocido. Ellos sí saben lo que significa estar muerto.

Al llegar a su destino, Breuer se detuvo ante una parcela familiar rodeada por una estrecha barandilla de piedra tallada. Dentro había dos lápidas: una pequeña, vertical, con la inscripción "Adolf Breuer 1844— 1874", y otra grande, de mármol gris, en la que había dos inscripciones:

LEOPOLD BREUER 1791—1872

Amado maestro y padre

Tus hijos no te olvidan

BERTHA BREUER 18 18—1845

Amada madre y esposa

Falleció en la flor de la vida y la belleza

Breuer levantó un pequeño jarrón de piedra que había sobre la lápida, tiró las flores secas del mes anterior y con delicadeza puso las que acababa de llevar, abriéndolas en toda su plenitud. Después de poner un pequeño guijarro liso en la lápida de sus padres y en la de su hermano, permaneció en silencio con la cabeza gacha.

Respetando la necesidad de soledad de Breuer, Nietzsche echó a andar por un sendero bordeado de lápidas de granito y mármol. No tardó en entrar en la sección de los judíos ricos (los Goldschmidt, los Gomperz, los Altmann, los Wertheimer), que, tanto en la vida como en la muerte, querían integrarse en la sociedad cristiana de Viena. Los grandes mausoleos donde estaban enterradas familias enteras, de entrada protegida por pesadas verjas de hierro forjado y adornadas con enredaderas de hierro, estaban custodiados por suntuosas estatuas funerarias. Más allá había lápidas macizas con ángeles aptos cualquier religión, cuyos extendidos brazos de piedra imaginó Nietzsche que solicitaban atención y recuerdo.

Diez minutos más tarde, Breuer se reunió con él.

—Ha sido fácil encontrarle, Friedrich. Le he oído canturrear.

—Me divierto componiendo estrofas sentimentales mientras paseo. Escuche la última:

Aunque las piedras no oyen ni pueden ver

todas sollozan: "Recuérdame. Recuérdame".

Luego, sin esperar respuesta de Breuer, le preguntó:

—¿Quién era Adolf, el tercer Breuer que está enterrado junto a sus padres?

—Mi único hermano. Murió hace ocho años. Me dijeron que mi madre murió al darle a luz: Mi abuela se vino a vivir con nosotros para criarnos. Murió hace mucho. Todos han muerto y yo soy el siguiente.

—¿Y los guijarros? Veo muchas lápidas con guijarros.

—Una costumbre judía muy antigua, para honrar a los muertos. Simboliza el recuerdo.

—¿Para quién? Perdóneme, Josef, si traspaso el límite de la educación.

Breuer se desabrochó el cuello del abrigo.

—No, no pasa nada. En realidad hace usted las mismas preguntas iconoclastas que yo. Resulta extraño incomodarse cuando se está acostumbrado a poner incómodos a los demás. Pero no tengo respuesta. Yo no dejo los guijarros para nadie. Tampoco porque sea una norma social, para que lo vean los demás. No tengo familia y soy el único que visita la tumba. Tampoco lo hago por miedo o por superstición. Y desde luego, tampoco por la esperanza de una recompensa en el más allá: siempre, desde que era niño, he creído que la vida es una chispa entre dos vacíos idénticos, la oscuridad antes del nacimiento y la oscuridad después de la muerte.

—La vida, una chispa entre dos vacíos. Es una bella imagen, Josef. ¿Y no es extraño que estemos tan preocupados por el segundo vacío y que, en cambio, nunca pensemos en el primero?

Breuer asintió y al cabo de unos instantes dijo:

—Los guijarros. Usted me pregunta para quién los dejo. Puede que la apuesta de Pascal tiente a mi mano. Después de todo, ¿qué puedo perder? Es un guijarro pequeño, un esfuerzo pequeño.

—Y una pregunta pequeña también, Josef. Se la he hecho sólo para ganar tiempo y poder pensar en una pregunta mayor.

—¿Cuál?

—¿Por qué no me había dicho que su madre se llamaba Bertha? Breuer no esperaba aquella pregunta. Se volvió para mirar a Nietzsche.

—¿Por qué iba a hacerlo? Nunca había pensado en ello. Tampoco le he dicho que el nombre de mi hija mayor también es Bertha. No es importante. Como le dije, mí madre murió cuando yo tenía tres años y no guardo recuerdos de ella.

—No tiene recuerdos conscientes —dijo Nietzsche, corrigiéndolo—. Pero casi todos nuestros recuerdos existen en el subconsciente. Sin duda habrá leído La filosofía de lo inconsciente, de Harrmann. Se vende en todas las librerías.

Breuer asintió.

—La conozco muy bien. En el café donde tenemos la tertulia, nos hemos pasado muchas horas hablando sobre ella.

—Hay un genio detrás de ese libro, pero es el editor, no el autor. Hartmann es, a lo sumo, un filósofo viajero que no ha hecho más que apropiarse del pensamiento de Goethe, de Schopenhauer y de Shelling. Pero ante el editor, Duncker, yo digo chapeau! —Nietzsche se quitó el sombrero e hizo un ringorrango en el aire—. Ése sí sabe poner un libro delante de las narices de todos los lectores de Europa. ¡Ya va por la novena edición! Según me ha dicho Overbeck, se han vendido más de cien mil ejemplares. ¿Se imagina? ¡Y yo me deshago en agradecimientos cuando consigo vender doscientos ejemplares de uno de mis libros! —Suspiró y se volvió a poner el sombrero—. Pero volviendo a Hartmann, analiza dos docenas de aspectos de lo inconsciente y no le cabe la menor duda de que la mayor parte de nuestra memoria y de los procesos mentales se encuentran fuera del plano consciente. Estoy de acuerdo, pero pienso que no va lo bastante lejos: es difícil, creo, sobrestimas el grado en que el inconsciente vive la vida (la vida real). Lo consciente no es más que la piel translúcida que cubre la existencia: el ojo adiestrado puede atravesarlo hasta llegar a las fuerzas primitivas, los instintos, hasta la maquinaria misma de la voluntad de poder. De hecho, Josef, aludió usted ayer a lo inconsciente cuando imaginó que entraba en los sueños de Bertha. ¿Cómo lo expresó? Dijo que había logrado entrar en su recinto interior, en ese santuario donde nada se corrompe. Si su imagen permanece eternamente en la mente de ella , ¿dónde se encuentra durante esos momentos en que ella está pensando en otra cosa? Es obvio que tiene que haber un amplio depósito de recuerdos inconscientes.

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