El día que Nietzsche lloró (16 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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Nietzsche, que unos minutos antes se había quitado el abrigo y lo había colocado sobre sus piernas junto con el sombrero, se puso en pie para colgar ambos en el perchero que estaba al lado de la puerta. Al sentarse de nuevo, lanzó un fuerte suspiro y pareció más relajado.

—Gracias, doctor Breuer. Usted sabe cumplir sus promesas. ¿No me oculta nada?

Breuer pensó que era una buena oportunidad para alentar a Nietzsche a que revelara más sobre sí mismo. Pero debía ser sutil.

—¿Ocultarle algo? ¡Mucho! ¡Muchos de mis pensamientos, de mis sentimientos, de mis reacciones! A veces me pregunto cómo sería una conversación con convenciones sociales diferentes: ¡sin ocultar nada! Pero le doy mi palabra de que no le he ocultado nada de lo que se refiere a su estado de salud. ¿Y usted? Recuerde que tenemos un pacto de sinceridad mutua. Dígame, ¿qué me oculta?

—Desde luego, nada relacionado con mi estado de salud —respondió Nietzsche—. Pero si oculto gran parte de los pensamientos que no deben compartirse. Usted piensa cómo sería una conversación en que nada se ocultara. Creo que sería un infierno. Abrirse a otro es el preludio de la traición y la traición hace que enfermemos, ¿no?

—Una posición provocativa, profesor Nietzsche. Pero ya que hablamos de sinceridad, permítame revelarle un pensamiento privado. La discusión que mantuvimos el miércoles me resultó muy estimulante y me gustaría tener la oportunidad de seguir manteniendo este tipo de conversaciones con usted en el futuro. Me apasiona la filosofía, pero apenas la estudié en la universidad. En mi práctica diaria raras veces puedo satisfacer mi pasión, que arde sin llama y ansia la combustión.

Nietzsche sonrió, aunque no hizo ningún comentario. Breuer se sentía seguro: se había preparado bien. Se estaba estableciendo una comunicación y la entrevista seguía el curso previsto. Ahora discutiría el tratamiento: primero drogas y, luego, alguna forma de "tratamiento coloquial".

—Pero hablemos del tratamiento de su migraña. Hay remedios nuevos que han resultado eficaces en algunos pacientes. Me refiero a productos como bromuros, cafeína, valeriana, belladona, nitrato de amilo y nitroglicerina, por nombrar algunos de la lista. He leído en sus informes que ya ha probado algunos. Todos estos productos han demostrado su eficacia por razones que nadie entiende, algunos por sus propiedades analgésicas y sedantes en general y otros, porque atacan el mecanismo básico de la migraña.

—¿Cuáles? —inquirió Nietzsche.

—Vascular. Todos los observadores coinciden en que los vasos sanguíneos, en especial las arterias temporales, están involucrados en un ataque de migraña. Se contraen con fuerza y luego parecen dilatarse. El dolor puede emanar de las paredes de los mismos vasos estirados o constreñidos, o de los órganos que piden su provisión normal de sangre, sobre todo las membranas que cubren el cerebro: la duramadre y la piamadre.

—¿Y a qué se debe esta anarquía de los vasos sanguíneos?

—La causa todavía se desconoce —respondió Breuer—. Pero creo que pronto tendremos la solución. Hasta entonces, sólo podemos especular. Muchos médicos, entre los que me incluyo, se sienten impresionados por la patología del ritmo que subyace tras la hemicránea. De hecho, hay quienes llegan a decir que el desorden del ritmo es fundamental, incluso más importante que la jaqueca.

—No lo entiendo, doctor Breuer.

—Quiero decir que el desorden del ritmo puede expresarse a través de una serie de órganos. En consecuencia, no es imprescindible que se produzca jaqueca en un ataque de migraña. Puede haber una migraña abdominal, caracterizada por ataques agudos de dolor abdominal, sin dolor de cabeza. Algunos pacientes han informado de episodios repentinos en que se sienten de pronto deprimidos o eufóricos. Otros pacientes, de forma periódica, tienen la sensación de que han experimentado con anterioridad ciertos momentos de la vida cotidiana. Los franceses lo llaman déjà vu: tal vez sea también una forma de migraña.

—¿Y qué se oculta tras el desorden del ritmo? ¿La causa de las causas? En última instancia, ¿llegaremos a Dios, el error final en la búsqueda falsa de la verdad última?

—¡No! ¡Podríamos llegar al misticismo médico, pero no a Dios! No en este consultorio.

—Eso está bien —dijo Nietzsche con cierto alivio.

De pronto, he pensado que, al hablar con toda libertad, quizá me había mostrado insensible a sus sentimientos religiosos.

—No tema, profesor Nietzsche. Sospecho que soy un judío tan devoto del librepensamiento como usted, que es luterano.

Nietzsche sonrió más generosamente en esta ocasión y se acomodó en el asiento.

—Si aún fumara, éste sería el momento de ofrecerle un cigarro.

Breuer se sentía estimulado. "La sugerencia de Freud de que insista en la tensión como causa soterrada de los ataques de migraña es brillante y va a ser un éxito. Ahora puedo disponer el escenario de forma adecuada.¡Ha llegado el momento de actuar!"

Se inclinó hacia delante en la silla y habló en tono confidencial y sincero.

—Me interesa mucho su pregunta referente a la causa del desorden del ritmo biológico. Como la mayoría de expertos en migraña, creo que una de sus causas fundamentales radica en el nivel general de tensión personal. La tensión puede ser causada por una serie de factores psicológicos, por ejemplo, hechos perturbadores en el trabajo, la familia, las relaciones personales o la vida sexual. Si bien algunos consideran que este punto de vista es poco ortodoxo, yo creo que es la dirección que seguirá en el futuro la medicina. — Silencio. Breuer no estaba seguro de la reacción de Nietzsche. Por una parte, movía la cabeza como si asintiera, pero por otra flexionaba el pie, lo que siempre era síntoma de tensión—. ¿Qué le parece mi respuesta, profesor Nietzsche?

—¿Implica su posición que es el paciente quien elige la enfermedad?

"Cuidado con esta pregunta, Josef", pensó Breuer.

—No, no quería decir eso, profesor Nietzsche, aunque he conocido pacientes que, de un modo extraño, sacaban provecho de la enfermedad.

—¿Se refiere, por ejemplo, a los jóvenes que se hieren para librarse del servicio militar?

Una pregunta traicionera. Breuer procedió con más cautela todavía. Nietzsche le había dicho que había servido en la artillería prusiana durante un tiempo y que había sido dado de baja a causa de una torpe lesión en tiempos de paz.

—No, me refiero a algo más sutil. —Breuer se dio cuenta al instante de que había sido poco delicado. Nietzsche podía ofenderse por aquella respuesta. Pero como no supo rectificar, prosiguió—: Me refiero a un joven que se libra del servicio militar gracias al advenimiento de una enfermedad real. Por ejemplo —Breuer buscó algo que no tuviera nada que ver con la experiencia de Nietzsche—, tuberculosis o una infección de la piel.

—¿Ha visto usted esas cosas?

—Todo médico ha visto ese tipo de coincidencias extrañas. Pero, volviendo a su pregunta, yo no digo que uno elija la enfermedad, a menos que uno se beneficie, de algún modo, de la migraña. ¿Es éste su caso?

Nietzsche guardó silencio, al parecer sumido en la reflexión. Breuer se relajó, satisfecho consigo mismo. ¡Una buena reacción! Esta era la manera de manejarlo. Había que ser directo y desafiarlo. A Nietzsche le gustaba. ¡Y también había que hacerle preguntas con las que su intelecto se sintiera comprometido!

—¿Me beneficio yo, de alguna forma, de este sufrimiento? —respondió Nietzsche por fin—. He reflexionado sobre esto durante años. Tal vez sí me beneficie. De dos maneras. Usted sugiere que los ataques son causados por la tensión, pero a veces sucede lo opuesto: que los ataques disipan la tensión. Mi trabajo produce tensión. Exige que me enfrente al lado oscuro de la existencia. El ataque de migraña, por terrible que sea, puede ser una convulsión purificadora que me permite continuar.

¡Magnífica respuesta! Y que Breuer no había previsto, por lo que tuvo que esforzarse por recuperar el equilibrio.

—Dice usted que se beneficia de dos maneras. ¿Cuál es la otra?

—Creo que me beneficio por mi problema de la vista. Desde hace años no puedo leer los pensamientos de otros pensadores. Así, separado de los demás, lucubro mis propios pensamientos. Desde el punto de vista intelectual, debo alimentarme de mi mismo. Tal vez sea bueno. Quizá por eso he llegado a ser un filósofo sincero. Escribo sólo a partir de mi propia experiencia. Escribo con sangre y la mejor verdad es la verdad bañada en sangre.

—De modo que no se relaciona usted con sus colegas de profesión...

—¡Otro error! Breuer se dio cuenta en el acto. Su pregunta estaba fuera de lugar y sólo reflejaba su propia preocupación por el reconocimiento de sus colegas.

—Eso me tiene sin cuidado, doctor Breuer, sobre todo cuando pienso en el estado lamentable de la filosofía alemana actual. Hace mucho que escapé de los salones académicos y no dudé en dar un portazo al salir. Pero ahora que lo pienso, puede que ésta sea otra de las ventajas de mi migraña.

—¿En qué sentido, profesor Nietzsche?

—La enfermedad me ha emancipado. Tuve que renunciar a mi cátedra en Basilea a causa de la enfermedad. Si todavía estuviera allí, viviría preocupado por defenderme de mis colegas. Incluso mi primer libro, El nacimiento de la tragedia, una obra en parte convencional, provocó tanta censura y controversia profesional que el claustro de profesores de Basilea incitó a los estudiantes a que no asistieran a mi curso. Yo, quizá el mejor profesor de toda la historia de Basilea, hablé, durante los dos últimos años que permanecí allí, sólo ante dos o tres personas. Me han dicho que, en su lecho de muerte, Hegel se lamentó de que sólo un estudiante lo entendiera y que, además, ese estudiante lo malinterpretó. Yo ni siquiera puedo jactarme de que un solo estudiante me haya malinterpretado. —Breuer se sentía inclinado a simpatizar con Nietzsche, pero temiendo volver a ofenderlo, decidió hacer un gesto de comprensión, no de simpatía—. Y se me ocurre otra ventaja causada por la enfermedad, doctor Breuer: gracias a ella, me dieron de baja en el ejército. Hubo un tiempo en que era tan necio que lo que me importaba era tener una cicatriz causada por un duelo —Nietzsche señaló con el dedo la pequeña cicatriz que tenía en el puente de la nariz— o demostrar mi aguante a la hora de beber cerveza. Era tan estúpido que llegué a pensar en seguir la carrera de las armas. Recuerde que en aquellos días, yo carecía de guía paterna. Pero la enfermedad me libró de todo eso. Incluso ahora, mientras hablo, pienso que la enfermedad me ha ayudado incluso de otras maneras también fundamentales... —A pesar de su interés por las palabras de Nietzsche, Breuer se impacientó. Su objetivo era inducir al paciente a comprometerse en un tratamiento coloquial y su comentario sobre los beneficios de la enfermedad había sido improvisado, o sea, tan sólo un preludio de su plan. Pero no había contado con la fertilidad de la mente de Nietzsche. Cualquier cuestión que planteara a su paciente, por ínfima que fuera, ocasionaba un chorro de ideas. Las palabras de Nietzsche fluían. Parecía dispuesto a discurrir durante horas sobre el tema—. La enfermedad también me ha enfrentado a la realidad de la muerte. Durante un tiempo creía que padecía un mal incurable que me llevaría a la muerte siendo todavía joven. El espectro de la muerte inminente ha sido una bendición: he trabajado sin descanso impelido por el temor a morir antes de terminar lo que necesitaba escribir. ¿Y no es superior una obra de arte si el final es catastrófico? El sabor de la muerte en la boca me proporcionaba perspectiva y valor. Es el valor de ser yo mismo lo que importa. ¿Soy profesor, filólogo, filósofo? ¿A quién le importa? —El ritmo de Nietzsche se aceleró. Parecía satisfecho con el fluir de sus pensamientos—. Le doy las gracias, doctor Breuer. Hablar con usted me ha ayudado a consolidar estas ideas. Sí, debería bendecir mi enfermedad. Para un psicólogo, el sufrimiento personal es una bendición, el campo de prueba en que se afronta el dolor de la existencia. —Nietzsche parecía tener una visión interior y Breuer dejó de pensar por unos instantes que sostenían una charla. Esperaba que en cualquier momento su paciente cogiera la pluma y se pusiera a escribir. Pero entonces Nietzsche levantó la mirada y le habló sin rodeos—. ¿Recuerda mi frase de granito del miércoles, "Llega a ser quien eres"? Hoy le entrego otra: "Lo que no me mata, me hace más fuerte". Y vuelvo a decirle: "Mi enfermedad es una bendición".

El sentimiento de poder y convicción de Breuer se esfumó. Sentía ahora un vértigo intelectual: Nietzsche había vuelto a ponerlo todo patas arriba. Lo blanco era negro, el bien era el mal. Su migraña, una bendición. Breuer creyó que todo se le escapaba de las manos. Luchó por recuperar el control.

—Una perspectiva fascinante, profesor Nietzsche, que hasta este momento nunca había oído. Pero estamos de acuerdo en que ya ha cosechado los mejores frutos de su enfermedad. Ahora, hoy, en la mitad de su vida, armado con la sabiduría y la perspectiva obtenidas gracias a la enfermedad, estoy seguro de que podrá trabajar mejor sin su interferencia. La enfermedad ya ha cumplido su misión. —Mientras hablaba y ordenaba sus pensamientos, Breuer arreglaba los objetos que había sobre el escritorio: la maqueta del oído interno, el pisapapeles veneciano de cristal azul veteado, el mortero y la mano de bronce, el recetario, el grueso volumen farmacológico—. Además, si le he entendido bien, profesor Nietzsche, usted no se refiere tanto a la elección de una enfermedad como a la conquista y los beneficios obtenidos gracias a ella. ¿Estoy en lo cierto?

—Hablo, sí, de conquistar, de dominar, una enfermedad —respondió Nietzsche—, pero en cuanto a la elección, no estoy seguro; puede que uno elija una enfermedad. Depende de quién se trate. La psique no funciona como una entidad simple. Hay partes de la mente que funcionan con independencia de otras. Tal vez "yo" y mi cuerpo formen una conspiración en lo más hondo de mi mente. La mente está llena, ¿sabe?, de callejones y trampas.

Breuer se sorprendió de la semejanza entre las ideas de Nietzsche y las manifestadas por Freud durante la víspera.

—¿Sugiere usted que existen reinos mentales independientes, compartimentados? —preguntó.

—Es imposible no llegar a esa conclusión. De hecho, gran parte de nuestra vida puede ser vivida por nuestros instintos. Puede que las representaciones mentales conscientes sean ideas tardías, ideas que se nos ocurren después de los hechos para darnos la ilusión de poder y control. Doctor Breuer, una vez más le doy las gracias: nuestra conversación ha originado un importante proyecto que deberé considerar este invierno. Por favor, discúlpeme un instante.

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