El día que murió Chanquete (9 page)

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Authors: José L. Collado

BOOK: El día que murió Chanquete
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—¿Es coca? —pregunté, y creo que la sorpresa era bastante evidente en mi cara.

—Sí, pero ya te digo que no es mía —se justificó él, seguramente pensando que acababa de meter la pata—. A mí tampoco te creas que... Muy de vez en cuando...

Decía la verdad, un farlopero profesional jamás dejaría un moco abierto y desparramado en una caja oxidada. Disfrutando de su inseguridad, fruncí el entrecejo intentando aparentar enfado, le tendí el pastillero y tras unos segundos de suspense dije:

—Un día es un día, ¡qué coño!

Le besé a modo de disculpa por la broma y por fin nos lanzamos a la calle dispuestos a una noche de diversión, con el aliciente que siempre supone saber que se cuenta con apoyo químico.

Dimos un paseo hasta el Eixample, que se preparaba ya para otra plumífera noche de sábado, y tomamos una cerveza en Punto, admirando el variopinto ganado y aprovechando para criticar las estridentes tendencias estéticas de los especímenes más jóvenes. No teníamos mucho tiempo antes del concierto, así que optamos por la Bodegueta de Muntaner, justo en la acera de enfrente. Cenamos bien, rodeados de parejas gays, atendidos por camareros gays, y la atmósfera gay del local daba sensación de normalidad a nuestra historia gay. Y a la luz de las velas, acariciándonos las manos sobre la mesa, nos mirábamos comer y charlábamos con total libertad sobre lo gay y lo no gay, sobre guetos y visibilidad, sobre la sociedad ideal y la aún utópica igualdad de derechos.

Al salir de allí, contentos de Priorato y muy sintonizados, convinimos en que el taxi era la mejor opción para ir hasta Celeste, con lo cual aún teníamos tiempo para una copa previa. La tomamos en un bar semivacío de la calle Consell de Cent, un local insulso cuyo único aliciente era un amplio retrete con cerrojo que era precisamente lo que andábamos buscando.

—Hazlas tú —Enric me tendió la cajita metálica.

—¿Yo? Pero si yo no he hecho una raya en mi vida —Era cierto, pero tampoco quería que pensase que me estaba corrompiendo—. A mí lo que se me da bien es hacer el rulo —dije, y saqué un billete de 5.000 pesetas que comencé a enrollar cuidadosamente.

Resignado, Enric abrió la bolsita, desparramando aún más su contenido, y con mi única tarjeta (de débito) extrajo dos montoncitos que depositó sobre la piel pulida de mi cartera. Definitivamente no era un profesional. Un par de hermosos grumos resbalaron y cayeron sobre el suelo húmedo en el arduo proceso de pulverizar el montoncito blanco, que al ser dividido dio como resultado dos enormes cordilleras nevadas. Yo aspiré primero, con entreacto para tomar aire y cambiar de orificio nasal, y luego me imitó él.

Tras comprobar que no habían quedado restos visibles en la nariz contraria, nos besamos y salimos del cubículo con el característico amargor en la garganta y los primeros síntomas de anestesia en el paladar. La musculoca de la barra nos miró con cara de «sé lo que hicisteis el último cuarto de hora» y en dos aliviadores tragos apuramos los gintónics y salimos en busca de un taxi.

Cuando llegamos, el show ya estaba en marcha y la sala abarrotada. La publicación de
Una temporada en el infierno
había devuelto a Alaska y Nacho Canut a su merecido lugar en el panorama musical tras años de fracasos, problemas con las discográficas y la deserción de Carlos Berlanga, que prefirió dedicar los últimos años de su vida a su proyecto en solitario. Olvido estaba más redonda y radiante que nunca, con su espectacular melena roja y un ceñido modelito negro que, por fin, dejaba atrás las estridencias cromáticas de su etapa ácida.

Mi problema con la cocaína es que se me nota mucho. Con la primera raya, mi pierna derecha cobra vida propia y se dedica a taconear siguiendo un ritmo real o imaginado. Con la segunda, mi mandíbula empieza a moverse de lado a lado, tensando los músculos y haciendo rechinar los dientes. Pues bien, aquella primera y abundante dosis me había llevado directamente al segundo nivel de euforia. Por suerte, los destellos de luz y los contundentes ritmos electrónicos ayudaban a pasar desapercibido, aunque estoy seguro de que no éramos, ni mucho menos, los únicos allí bajo los efectos de sustancias prohibidas.

Enric miraba al escenario sin alteración visible, siguiendo el ritmo de la música con un leve balanceo de cabeza. A su espalda, yo le abrazaba la cintura acolchada y de vez en cuando besaba su nuca. Sonaba
Hagamos algo superficial y vulgar
cuando se dio la vuelta, me miró y, divertido ante la evidencia de mi excitación química, me besó lascivamente en un acto de obediencia al estribillo que estábamos escuchando. Yo le correspondí con más lascivia y vulgaridad, y durante un buen rato intercambiamos amargores apoyados contra una columna, ajenos a las poco probables miradas reprobadoras, conscientes de que la mayoría del público allí presente era del gremio o afín, porque ningún homófobo asistiría a un concierto de la que sin duda es la diva gay por excelencia en nuestro país.

El espectáculo terminó con un medley electrificado de algunos clásicos de la época de Dinarama aderezados con unas notas del
I will survive,
para regocijo del público gay. No eran ni las dos y la noche estaba yendo muy bien. Ya en la calle, la estática luz sepia de las farolas y la ausencia de música debían de hacer bastante evidente mi alteración, pero yo no era consciente. La noche era joven y todavía teníamos combustible en el pastillero, así que volvimos al centro dispuestos a seguir la fiesta. Elegimos La Bata de Boatiné por las reminiscencias almodovarianas del nombre, porque ninguno de los dos conocíamos el bar. No nos equivocamos. Música chochi de los 70 y 80 en un ambiente quizá demasiado juvenil. Sonaba
Este amor no se toca,
único éxito de Yuri, cuando por fin dejaron libre el retrete. Enric repitió la operación ilegal vaciando sobre mi cartera lo que quedaba en la bolsita. Salieron otras dos raciones casi tan abundantes como las primeras, a pesar del despilfarro provocado por las prisas y los efectos de la raya anterior, que por fin se dejaban ver también en él en forma de tensión en las manos y la casi total desaparición del verde de sus ojos, engullido por las pupilas en cuarto creciente.

Junto a la pequeña pista, con la copa en la mano y disfrutando de una selección musical de lo más petarda, el subidón de la última dosis disparó el taconeo de mi pierna derecha y, tras la pierna, mi cuerpo entero se puso en movimiento al ritmo de Boney M. Enric sonreía y se mecía levemente. Le cogí de la mano, le besé y le animé a imitarme, cosa que hizo con un particular y comedido estilo. Realmente, pensé, en este local atestado de gente de mi edad e incluso más jóvenes, Enric es el perfecto daddy cool. Y era mío.

Aún cayó otra copa y unos cuantos éxitos de mi infancia, pero los empujones del desconsiderado público y la evolución de la sesión hacia un estilo más macarenil nos convencieron para abandonar el local en busca de otro antro donde seguir liberando energías. Metro era por aquel entonces la única alternativa al convencionalismo de las miles de salas Arena, y hacia allí nos dirigimos eufóricos y bastante borrachos, besándonos en los portales y cogidos de la mano en un inconsciente alarde de visibilidad que podía habernos costado caro en una de las ciudades con mayor presencia de esos especímenes a medio evolucionar que se hacen llamar skinheads.

En la discoteca predominaba una estética dura, con algún toque leather y hasta un guiri de uniforme, gorra de plato incluida. Enric me guió por las diferentes áreas del local para terminar en la barra del fondo. Esta vez no le acompañé en su gintónic, porque empezaba a ver el mundo desde fuera y por nada del mundo me hubiese arriesgado a perder la consciencia aquella noche. Opté por una cocacola y le arrastré hasta la pista, donde decenas de tíos musculados sudaban licra con botellines de agua en las manos. El techno machacón no era precisamente mi estilo, pero cualquier cosa servía para dar salida al subidón. Enric hizo un intento, pero pronto se refugió a la sombra de una columna. Le veía observarme desde allí, sonriente pero con un matiz inquietante en su sonrisa, una especie de condescendiente lejanía que atribuí al efecto de las drogas.

Capté un par de miradas interesadas provenientes de la pista. Una de ellas en concreto era bastante insistente, y el cachitas bronceado que no me quitaba ojo parecía no darse por aludido ante mis evidentes muestras de desinterés. Reconozco que me produce un cierto placer el hecho de que alguno de esos ejemplares de belleza estándar me tire los trastos, pero aún más placer me produce despreciar ese interés. Es una actitud didáctica en realidad, porque creo que es bueno para ellos que sepan que no todos nos derretimos por un bíceps y que quizá deberían cambiar las pesas por un libro. Al fin y al cabo, en unos años esos músculos desaparecerán o se convertirán en grasa, y entonces se encontrarán sin músculos ni actividad neuronal. Al final captó el mensaje y se dio por vencido.

No sé cuánto tiempo pasó, pero de pronto Enric no estaba allí. Ni en su columna ni en ningún lugar a la vista. Me pareció extraño, pero supuse que no tardaría en volver. Pasaron dos maxis y seguía sin dar señales de vida. Empecé a preocuparme. Llevaba muchas copas en el cuerpo, y encima enfarlopado, y a esas edades los excesos ya no se aguantan tan bien. Le busqué por todo el local. Nada. Ni en las barras, ni en la sala de proyecciones, ni tampoco arriba, en la taquilla.

Después de un vistazo al cuarto de baño sólo quedaba un lugar por explorar: el pasillo negro que se abría a su lado y que Enric, en un golpe de inspiración alcohólica, había definido como Sozorra y Gorrona. Odio los cuartos oscuros, ya lo he dicho, pero la idea de que Enric pudiese estar allí adentro haciendo cualquier cosa con cualquier otro, la imagen inconcebible de sus brazos alrededor de alguien que no fuese yo, era más fuerte que todas mis reservas, así que me sumergí decidido en la casi absoluta oscuridad del laberinto. En pocos segundos (ventajas de tener las pupilas dilatadísimas) era capaz de distinguir los bultos apoyados en las paredes. Ninguno me pareció familiar. Conforme me adentraba, el pasillo se iba estrechando y cada vez era más difícil sortear a los que lo flanqueaban, expectantes ante la visión de carne fresca, y alguno incluso me metió mano. Esquivándolos de malas maneras conseguí llegar a lo que parecía el final del laberinto, una pequeña sala completamente a oscuras que apestaba a sudor, llena de bultos en movimiento y en donde los golpes sordos de la lejana música de baile se perdían bajo gemidos excitados, tintineo de hebillas y labios ensalivados. Alguien encendió un mechero y pude ver por un segundo los torsos semidesnudos de una veintena de tíos de todas las edades. Parejas, tríos, mamadas, pajas mutuas y muchos mirones en el minúsculo recinto de techo bajísimo. No reconocí a Enric en ese fugaz vistazo, pero encendí mi mechero para asegurarme. No estaba allí. La claustrofobia, las miradas agresivas y una mano en mi paquete me convencieron para largarme de allí cagando leches. Fue un verdadero alivio volver a la luz de los focos, a la normalidad de los mariquitas vestidos de marca, y dejar atrás aquel antro de sordidez, reafirmado en mi repugnancia, preguntándome una vez más dónde estaba el morbo en todo aquello.

Y tras el alivio, el tormento. Sin un móvil al que llamar, sin llaves de su casa, sin una idea clara de cómo llegar hasta ella, la paranoia crecía, espoleada por la coca, como una bola de nieve rodando por las montañas de Heidi. Y me vi a mí mismo dentro de esa bola, aterrado y desorientado, abriéndome paso a empujones de un lado a otro de la sala, sudoroso, recorriendo con frenéticas panorámicas las caras a mi alrededor. Y de repente le vi. Junto a la barra del fondo. Apoyado en la barandilla metálica. Mirándome fijamente con otra copa en la mano. Sonriendo. Y el brillo de sus ojos era más turbador que antes, casi inhumano, y como en una revelación supe por qué: la tristeza había desaparecido de su mirada. Asustado y eufórico, me lancé a sus brazos como un niño.

—¿Dónde estabas? ¡Te he buscado por todas partes! Pensaba que te habías ido. ¡Te he buscado hasta en el cuarto oscuro! ¿Por qué has desaparecido así?

—No me he movido de aquí.

El tono contundente y calmado de su voz me descolocó. Quizá era cierto. Quizá no le había visto en mi primera batida. Quizá él a mí tampoco. Quizá el efecto de la coca había contribuido al despiste. Quizá.

Aquella noche más que nunca eché de menos un buen porro antes de dormir. Follamos con desesperación, como si fuera la última vez. Yo le abrazaba con todas mis fuerzas, le besaba desde el alma, pero no estaba allí. Bona nit, dijo, y me miró fijamente. Bona nit, dije, y la tristeza no estaba allí. Me costó mucho coger el sueño, un sueño interrumpido por sobresaltos y plagado de nubes negras y gusanos crepitantes.

Nos levantamos muy tarde. Yo más, con resaca física y espiritual, sumido en un embotamiento que aniquilaba mi voluntad, incapaz de articular palabra y casi de pensar. Ni siquiera una larga ducha y un chute doble de alka-seltzer consiguieron devolverme el autocontrol, y cuando bajé en albornoz dispuesto a enfrentarme al mundo y a la persona que más me interesaba en él, la visión del abundante brunch que Enric estaba sirviendo en la terraza soleada me revolvió el estómago. Evité los sólidos y me lancé sobre el café. El primer cigarro me devolvió una tos flemática, fruto de los dos paquetes aspirados compulsivamente la noche anterior. El segundo sedimentó el alquitrán en los pulmones y el aire volvió a recorrer sus bronquios con relativa normalidad.

Podía sentir el agotamiento en cada músculo de mi cuerpo, semidesnudo sobre una silla de mimbre como una Emmanuelle en sus horas más bajas, protegido del benévolo sol por gafas negras. Y el malestar físico se cebaba con saña en mi boca: la lengua llagada, las encías ensangrentadas y la mandíbula exhausta como si hubiese abierto con ella un saco de nueces de California. Hurgando inconscientemente en la nariz taponada, me llevé a la boca una granítica y oscura costra que se deshizo sobre mi lengua y me devolvió el amargor y la amargura de la noche pasada. Y con el amargor llegó la anestesia, y la lengua desapareció. Justo lo que necesitaba para superar mi autismo matinal: una lengua de trapo emponzoñada por un moco traicionero.

Pero lo peor no era la resaca física. Lo peor era la resaca espiritual, el decaimiento post-subidón: el bajón. Recordé con crudeza el porqué de mi promesa de racionar estos abusos y me juré que no volvería a excederme así, porque no merecía la pena el suplicio del día después.

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