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Authors: José L. Collado

El día que murió Chanquete (17 page)

BOOK: El día que murió Chanquete
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Suena mi móvil y dos chicas sentadas unas mesas más allá se giran con cara de sorpresa. Han reconocido la musiquilla del
Un, Dos, Tres y
se ríen. ¡Qué pasa!, me recuerda mis raíces y me hace sentir cerca de mi hogar. Es Silvia. Le cuento con todo detalle el menú que acabamos de zamparnos pero no entiende el éxtasis místico al que me ha proyectado. Cómo se nota que no ha sufrido un exilio. Me llama para decirme que me echa de menos. Tres años y aún no se ha hecho a la idea. Aunque ahora que tiene novio nuevo está bastante más relajada.

—¿Vienes para Fallas?

—Qué va, no voy a poder ir hasta el verano.

—Vale, entonces me voy con Joaquín a Málaga esa semana. ¡Y que se metan los petardos por el culo! No aguanto otras fallas ni harta de grifa.

—Qué poco valenciana eres...

—¡Mira quién habla, Joan Monleón!

—Tía, lo de este fin de semana es para contar a los nietos... A los tuyos, claro.

—Qué pasa, que no salís de la cama, ¿no?

—Más o menos. Esta tarde hemos pegado un polvazo que no sé ni cómo se puede sentar.

—Pobre hombre.

—¿Pobre? ¡Pero si nos van a echar del hotel por sus gritos! El tío: «¡más fuerte, más fuerte!». Tengo el capullo como un pimiento morrón...

—Cari, no se colará por ti, ¿no? Que ya sabes que luego pasa lo que pasa y ya está el lío liado.

—¿Pero cómo se va a colar si tiene mujer y dos hijos en Dublín? Esto es sólo una canita al aire, que al pobre le hacía mucha falta. ¿Sabes que en los cuatro años que lleva ejerciendo sólo ha tenido cinco o seis amantes?

—Y claro, contigo flipa en colores.

—Se ve que sí.

—¿Y tú qué? Te veo muy animado con el papi chulo.

—Hombre, este es un poco especial, ya lo sabes. Es que llevamos ya un año de polvos, nos conocemos mucho y es un encanto... y tan inocente y tan padrazo... Pero no te preocupes, si le he dado más cancha que a los demás es porque sé que sus circunstancias no le permiten columpiarse.

—Vale, tú sabrás, que ya eres mayorcito.

—Tranquila. Oye, te voy a colgar que me está mirando con cara de «¿dónde están los subtítulos?». Que yo también te echo de menos, que sabes que te quiero mucho. Pasadlo muy bien en Málaga y dale un beso a tu chorbo... ¡Y que te respete!, a ver si voy a tener que ir yo a partirle la cara.

—¡Vete a la mierda!

—Qué bonito es recibir el apoyo de los amigos cuando estás lejos de tu hogar...

—Vale, que te den.

—Igualmente.

—Cuídate mucho, cari, que te quiero.

—Yo a ti también.

—Un besito.

—Otro para ti.

La bendita cena nos sale por menos de 40 libras. ¡Encima es barato! Le doy las gracias al camarero con efusividad y él me guiña un ojo y suelta: «hala, a quemarlo con tu osazo». Barry le da las gracias también y, ya en la calle, me las da a mí por otro first, este no sexual, que ha disfrutado casi tanto como yo. Nunca pensé que llegaría a enorgullecerme de la cultura gastronómica española.

Tomamos un capuchino en un coffee-shop cercano y nos disponemos a comenzar el tour alcohólico. Almiral Duncan está abarrotado de cuarentones y cincuentones con pinta de habituales. También mariliendres súper maquilladas que beben sofisticados combinados. Cumplimos con el ritual (pinta + beso) y nos dirigimos a nuestro querido Compton's, que está hasta los topes y nos hace dudar de si entrar o no. Yo podría abrirme paso, pero no estoy seguro de si Barry y su panza podrían seguirme. En ese momento suena
Danny Boy,
pero esta vez Barry no se gira, ni se aleja, ni cambia la cara. Habla poco, pero sin dejar de mirarme.

—Sí, sí... ya me encargo yo... Sí, mañana por la tarde... no, dile que eso es cosa mía... —me da un beso con el teléfono pegado a la oreja y alcanzo a oír una voz femenina al otro lado— Vale, como quieras... te veo mañana.

—¿Tu mujer?

—Sí.

—¿Y?

—Nada, cosas de crios... ¿Por qué no vamos al King's Arms a ver si de verdad es un bar de osos?

Lo es. No parece el mismo local que conocimos nada más llegar. Exitos dance de la temporada pasada, luz tenue y una concurrencia atocinada y velluda con algunos ejemplares más que aceptables. Esta vez soy yo quien cumple la tradición del piquito exclusivo. Al fondo hay un pasillo que da a los lavabos y una escalera sospechosa por la que suben y bajan variopintos especímenes. Le cuento a Barry lo que probablemente hay al final de la escalera y a partir de entonces no deja de mirar de reojo a la fauna que pulula por allí.

—Sube si quieres, yo te espero aquí.

—No, no —se avergüenza de que le haya pillado—, es sólo que nunca había estado en un bar con cuarto oscuro.

—Oye, que a mí no me importa, sube si tienes curiosidad —sí que me importa, pero Barry es demasiado considerado como para dejarme solo.

—Que no, que no me gusta la oscuridad. Prefiero lo que veo aquí.

Le obsequio con un piquito extra y aprovecho el paisaje humano para ilustrarle sobre el universo osuno al que pertenece casi sin saberlo. Lo hago porque creo que puede ayudarle en su autoafirmación, para que vea que no está solo en el mundo y que los kilos se cotizan casi tanto como los músculos.

—¿Ves a ese de la camiseta de tirantes? Pues ese sería un oso más o menos estándar.

—¿Ese? Pero si casi no tiene barriga.

—Pero es grandote, muy peludo, con barba... Un oso nunca puede estar delgado, pero admite muchos grados de gordura. Mira, ese delgadito de los pírsines es un otter, que es como un oso pero en flaco. Y ese gordito joven es un cub, en unos años será un oso hecho y derecho.

—¿Y esos? No serán osos, ¿no?

—A esos se les podría considerar musclebears. Son peludos pero muy cachas.

—¿Y entonces ese tío enorme de ahí?

—Ese es un chubby, porque está gordo pero no es peludo. Mírale los brazos.

—¿Y entonces yo qué soy?

—Buena pregunta. A los osos gordos se les llama grizzlies, aunque a partir de una cierta edad también se les puede llamar daddy bears. Pero además, dependiendo del color del pelo, pueden ser osos panda, polares... Tú serías más un oso polar.

—¿Yo soy un oso polar?

—Sí, definitivamente. Y si en vez de perilla te dejases barba completa aún lo serías más.

—Soy un oso polar... —alucina como si acabara de descubrir que es adoptado.

—Sí, pero tampoco hagas mucho caso. Todas esas etiquetas vienen de los americanos, que son muy aficionados a clasificarlo todo. Tú eres Barry y punto.

—¿Y tú qué eres?

—Yo soy Jesús, eso lo primero. Y como no soy lo suficientemente gordo ni peludo para ser un bear, ni tengo intención de aparentarlo, supongo que me tengo que conformar con ser un simple chaser, pero me niego a entrar en ese juego.

—¿Y entonces por qué elegiste el nick Toplatinchaser?

—Bueno, creo que es bastante descriptivo, Bigbarry.

—¡Las fotos de tu paquetón sí que son descriptivas!

—Funcionan muy bien como reclamo.

—¡Ya lo creo!

Terminamos los dos mirando hacia la escalera y apostando sobre quiénes de los que bajan han pillado cacho y quiénes no. Apuramos las pintas y salimos, risueños y borrachos ya, dispuestos a continuar con el tour. Aún es pronto para la fiesta XXL y propongo visitar un bar que he localizado en mi guía y que no está lejos: Trash Palace. Uno de los locales de moda, supuestamente, cuyo eslogan tienta irresistiblemente a mi vena basurófila: «plastic fantastic». Desde luego, está en las antípodas del King's Arms. Decoración chillona inspirada en el punk y la new wave con la jeta iluminada de Deborah Harris presidiéndolo todo como una especie de Big Sister pop. Clubkids de ambos sexos beben combinados de colores en atuendos seudopunk de marca. Si Sid Vicious levantara la cabeza, pienso, pero la verdad es que si alguien tiene derecho a prostituir la memoria del no future, esos son sin duda los londinenses. Vemos muchas caras maquilladas con rayos plateados que parecen querer imitar al Bowie de Ziggy Stardust o a los cunilingüeros Kiss: es la noche glam y Barry y yo parecemos Brad y Janet recién aterrizados en el planeta Transexual de la galaxia Transilvania. Nos largamos antes de que el Doctor Frank-N-Furter intente pervertir nuestra inocencia. Definitivamente, este no es nuestro sitio.

Son las 11, estamos considerablemente borrachos (yo más) y ha llegado la hora de darnos un baño de carnes. El tube nos deja en la estación de tren de London Bridge, pero para complicar un poco la noche Barry no ha traído sus hojitas impresas. Lo único que sabemos es que la fiesta se celebra en una discoteca, cuyo nombre no recordamos, que teóricamente está cerca de la estación. Damos una vuelta de reconocimiento. En la puerta de la única discoteca a la vista hacen cola unos sujetos que parecen sacados de la época más devastadora del N.O.D. Aquí no es. Continuamos con la exploración y cuando pasamos la London Dungeon por tercera vez empezamos a impacientarnos. Al menos no llueve. Intento pensar fríamente, pero la cerveza no me deja. Meo en un rincón y vuelvo a intentarlo. En ese momento pasa un señor maduro y ligeramente rollizo que camina abrazado a un joven. Les seguimos a una distancia prudente, a través de un mercado tenebroso en dirección oeste. Conforme avanzamos por calles desiertas, dudamos más y más de que la parejita sea lo que pensábamos. El joven se tambalea visiblemente y después de otras dos manzanas concluimos que sólo es un padre que se lleva a su hijo a dormir la mona. ¡Mierda! Volvemos al punto de partida. Una vez más, Barry intenta recordar el nombre del local. Nada, la información útil no se le queda. Intentamos de nuevo la táctica persecutoria, esta vez tras un grupito de jóvenes de los que sólo uno se ajusta vagamente a los parámetros osunos. Sus pelos tintados y la evidente pluma de alguno de ellos me hacen dudar de que vayamos al mismo sitio, pero a falta de un plan mejor les seguimos dispuestos a abordarlos y preguntarles directamente. No hace falta, porque al doblar una esquina, ¡tachán!

—¡The Arches! ¡Claro, porque está en los arcos bajo las vías del tren!

—Muy bien, pero te podías haber acordado un poco antes...

El descubrimiento de la Ciudad Esmeralda nos devuelve las ganas de diversión que casi se habían esfumado. Aspecto positivo: el paseo nocturno nos ha despejado bastante y estamos ansiosos por llevarnos una pinta al gaznate.

La discoteca es, en dos palabras, im-presionante: cuatro naves con techos de piedra abovedados, tres barras, dos pistas, zonas de descanso, un beer garden... y mucha carne. Está abarrotado y en el momento álgido, con torsos desnudos y engañosamente viriles paseando arriba y abajo. Yo estoy flipando, pero a Barry se le salen los ojos de las órbitas.

—¡Bienvenido al maravilloso mundo de los osos! —exclamo dejando toda la impedimenta en el guardarropa.

—Esto es increíble, ¡increíble! —repite.

Ya en camiseta y con una pinta en la mano, nos dedicamos a explorar a fondo esta megamadriguera. En la pista principal predominan los musclebears, algunos de ellos encaramados a los podios para exhibir mejor sus músculos. Botella de agua en mano, se mueven al ritmo taladrador del techno y el progressive. El calor es asfixiante y los láser muy agresivos. Pasando. La otra pista es más mi estilo. Un dj apenas mayor de edad pincha temazos clásicos de los ochenta y noventa, la mayoría remezclados y actualizados. Se me van los pies con un reverberante remix del
Pump Up the Jam,
pero Barry quiere ver más, quiere ver hasta el último rincón de este paraíso en el que se siente cada vez más libre y menos extraño.

Llegamos hasta la zona de relax del fondo y aquí está mi ganado, apozados en cómodos sillones, bebiendo y charlando. Parece que se conocen todos. Me resultaría realmente difícil elegir, las tres ces abundan y algunos ejemplares parecen sacados de mis sueños más húmedos, aunque percibo cierta tendencia demasiado generalizada al leatherismo que afea la espectacular materia prima. Apoyados contra la barra, bebemos de nuestros vasos y observamos en silencio. El piquito aquí se alarga y se convierte en morreo lascivo: demasiada lujuria en el ambiente como para no contagiarse. Me voy a mear la cerveza (tengo la noche meona, gracias a eso mañana no tendré resaca) pero no puedo, los urinarios tienen un espejo corrido a la altura de la cintura y las miradas de mis vecinos me cortan el rollo. Al volver, Barry está donde lo dejé pero hablando con un armario ropero. Me devuelve mi pinta y el cachas se despide dándole un beso en los labios y rozándole la barriga con un dedo.

—¡Agárrame que lo mato! —bromeo yo.

—¡Se ha acercado él, lo juro! —sigue la broma—. Eso era un musclebear, ¿no?

—La frontera entre un musclebear y una musclequeen sin depilar es muy sutil a veces —nos reímos los dos—, pero si quieres darte un capricho, adelante.

—¡Qué dices! No tengo ningún interés, pero reconozco que me halaga. Nunca habían intentado ligar conmigo en la vida real.

—¡Otro first!

—¿Y tú qué? No me dirás que no tienes donde elegir.

—Pues sí, no lo niego, pero hay un refrán en mi tierra que dice: más vale malo conocido que bueno por conocer.

—O sea, que yo soy malo.

—Malísimo —le beso contra la barra y deslizo la mano bajo su camisa. Mi bragueta se abulta y, por lo que noto, la suya también.

—Ven, vamos a seguir explorando.

—Pero si ya lo hemos visto todo.

—Eso es lo que tú crees.

Le arrastro de la mano a través de las diferentes atmósferas hasta llegar a la barra de la entrada. En un lateral se abre un pasillito con una escalera que a Barry le ha pasado desapercibida, pero a mí no. No le pido parecer, simplemente me abro paso escaleras arriba y él me sigue intrigado, mirando a todo el que nos cruzamos con demasiada atención. La luz se hace más tenue conforme ascendemos, hasta la oscuridad casi absoluta una vez arriba. Le cojo la mano con firmeza y avanzamos por el pasillo sorteando voluminosos bultos apoyados contra las paredes. Me detengo en un recodo del corredor y apoyo mi espalda contra la pared. Barry me imita.

—¿No querías ver un cuarto oscuro? —susurro—, pues esto se parece bastante.

Las pupilas se dilatan y ya somos capaces de observar las interrelaciones de los sujetos. Me siento Félix Rodríguez de la Fuente estudiando el hábitat y las costumbres del oso cervecero. Enciendo un cigarro y Barry me coge otro temblando. A unos metros, un chubby cincuentón atraviesa con los ojos a todo el que pasa. Al poco, un joven barbudo casi tan alto como yo le mantiene la mirada unos segundos y continúa andando. Al pasar junto a nosotros clava sus ojos en los de Barry, que se gira hacia mí visiblemente nervioso. El joven sigue su camino y se pierde en los recovecos tenebrosos.

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