El día que murió Chanquete (8 page)

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Authors: José L. Collado

BOOK: El día que murió Chanquete
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Nos despedimos con un piquito y mi promesa de mantenerla informada, y de camino a casa conseguí por un instante verlo todo desde fuera, desde la perspectiva de Silvia, y por un instante pude entender sus temores ante mi implicación sin precedentes en una historia que podía ser ilusionante, sí, pero cuya base era todavía muy endeble, prácticamente nula. Pero al abrir la puerta de casa me recibió, como un tartazo en la cara, la neblina de felicidad de la noche anterior, y con la felicidad volvió la sonrisa a mis labios, y sonriendo llamé a Enric y le dejé el mensaje, y la sonrisa seguía intacta cuando colgué, y con la misma sonrisa recibí su llamada unas horas después, y le oí sonreír cuando me dijo que a las cinco y media me estaría esperando, y continuamos sonriendo los dos durante la hora larga en la que seguimos compartiendo rincones de nuestras vidas, y cuando por fin me metí en la cama, mi sonrisa era aún más viva, y sonreía por fuera y por dentro, y la sonrisa seguía allí cuando me dormí abrazado a la almohada, y estoy seguro de que no se movió de mis labios en toda la noche, y me acompañó en mis sueños, y al levantarme por la mañana, el espejo me devolvió una enorme y legañosa sonrisa de felicidad.

Y llegó el viernes.

Me escaqueé alevosamente de un intento por parte de mi jefe de hacerme trabajar aquella tarde. No le dije nada del viaje, aunque imagino que algo se olería al ver mi voluminosa mochila viajera, con la que llegué por la mañana para poder irme directo a la estación. Me daba absolutamente igual. Nada me iba a impedir coger ese tren, y si se preparaba alguna represalia, ya me enteraría a la vuelta. Al fin y al cabo, había millones de revistas de mierda que maquetar por un sueldo miserable.

Ya en el tren, intenté leer pero no pude concentrarme. Intenté dormir, con la idea de llegar a Barcelona lo más descansado posible, pero tampoco pude. Así que, tras comprobar que la película que ofrecían era un coñazo familiar sobre niños repelentes que se encogían por efecto de un rayo experimental, me tiré todo el viaje en el bar, fumando, tomando cafés y chupando pilas del discman.

Era la época dorada de los Chemical Brothers, Red Hot Chilli Peppers habían renacido con
Californication,
las versiones infames de El Chaval de la Peca me hacían gracia, el
Clandestino
de Manu Chao seguía siendo una obra maestra y la canción que en ese momento me tenía obsesionado era el
Desert Rose
de Sting con Cheb Mami.

Y aislado dentro de mis auriculares, mirando sin leer las páginas de los periódicos, mi mente repasaba aturulladamente las largas charlas telefónicas con Enric. Desde aquel primer y tímido mensaje en su contestador no habíamos fallado un solo día, y la mecánica era siempre la misma: llamaba yo, saltaba el contestador, dejaba un mensaje y Enric me llamaba más tarde. La única variable en este proceso era el tiempo de espera entre mi mensaje y su llamada, que podía ser de varias horas o, como en una ocasión, de apenas unos segundos. Ese día supuse que estaba en casa pero no pudo coger el teléfono, aunque no le pregunté ni le di mayor importancia.

Durante aquellas largas conversaciones nocturnas (yo ya había aprendido la lección y procuraba estar cenado para cuando llamase), avanzamos mucho en el conocimiento mutuo. Así, descubrí que su fluidez en la lengua de Steinbeck se debía a una estancia de cinco años en San Francisco, donde, según su propia experiencia, las películas porno se hacen realidad y uno puede terminar follando salvajemente con el técnico que viene a reparar el televisor. Me prometí que algún día visitaría la ciudad y su Castro, como Meca que es para los nuestros, pero claro, Schwarzenegger todavía no había dejado las pantallas para imponer su fascismo anabolizado en la vida real de los californianos.

También supe de los orígenes burgueses de su familia, y de cómo el prestigio de sus apellidos había caído en picado con la muerte de su madre, que era la de buena familia, por la mala cabeza de su padre, un advenedizo que despilfarró la fortuna familiar y arrastró su nombre por las aceras del barrio chino. Enric y su hermana, divorciada, le visitaban regularmente en la residencia pija donde le aliviaban la corrosión terminal del Alzheimer.

Enric evitaba hablar de relaciones pasadas, y cuando lo hacía era siempre de puntillas, con vaguedades que atribuí a un admirable celo sobre su vida íntima. Yo, que nunca he tenido pudor alguno en hablar de esa vertiente de mi vida, amenicé parte de estas charlas con algunas de mis experiencias más divertidas: el segurata que decía «se me» y «sinencambio», lo más parecido a una ameba que me he llevado a la cama pero recompensado por la sabia Naturaleza con una habilidad bucal insuperable; el elefantiásico binguero (cantaba las bolas en el bingo de la Avenida del Puerto) cuyo apartamento apuntalado por aluminosis retemblaba con sus estruendosas cabalgadas y a quien dejé de ver por miedo a morir sepultado bajo toneladas de carne y escombros... También aproveché para criticar a esos amantes marujiles que en pleno fervor erótico, con los pies en el techo, te dicen te quiero. Porque esas dos palabras que yo jamás pronunciara tenían para mí una profundidad y una trascendencia que me negaba a prostituir en un simple polvo casual. Ya me resulta desagradable que me hablen cuando estoy metido en harina, pero si encima es para mancillar esas dos palabras sagradas, no tengo más remedio que tapar la boca del susodicho, con la mano o con lo que sea. Me dio la razón entre risas, pero opté por dejar el tema ante un hermetismo por su parte que transparentaba cierta incomodidad.

Manu Chao cantaba al Cancodrilo, a Súper Changó y a los tambores de la rebelión, cuando la oscuridad se hizo al otro lado de la ventanilla. Una voz enlatada confirmó que estábamos entrando en los subterráneos de la estación de Sants. Se me encogió el estómago y tuve que respirar hondo un par de veces antes de pisar subsuelo barcelonés. Las escaleras mecánicas me devolvieron a la superficie luminosa del vestíbulo y, con una rápida panorámica, localicé mi objetivo, la razón de aquel viaje.

Sentado en un banco, absorto entre las páginas de
La Vanguardia,
el Enric de Sitges eclosionó ante mis ojos pulverizando al Enric reconstruido por mi mente, provocando en ella una extraña mezcla de euforia y decepción.

—¿Estudias o trabajas? —susurré plantado ante él, que no me vio llegar.

—¡Hola! —dijo levantando la vista y recuperando su legendaria sonrisa.

Nos abrazamos con fuerza y le besé en el cuello, consciente de que no era el mejor lugar para el morreo que me pedía el cuerpo pero negándome a insultar aquel esperadísimo momento con dos tristes besos en la mejilla. Le miré a los ojos y sonreí por dentro y por fuera. Y creo que lo captó, porque fue él quien apartó su mirada verde y echó a andar de nuevo hacia el subsuelo, esta vez en busca del metro, al tiempo que me hacía las preguntas de rigor sobre el viaje, su duración, grado de comodidad, etc.

Durante el corto trayecto hablamos mucho, pero dijimos poco. Nos separaba cierta tensión que me recordó a cuando, de pequeño, venían mis primos de visita y todos actuábamos como si no nos conociésemos, tímidos, evitando dirigirnos la palabra. Y cuanto más se empeñaban los mayores, más reticentes éramos nosotros, hasta que nos dejaban en paz y en cinco minutos estábamos compartiendo airgamboys, tebeos y risas como siempre.

La tensión se esfumó con un beso de ocho pisos en el ascensor de su casa, que resultó ser un pequeño ático dúplex en plena Vía Augusta, con una hermosa terraza resguardada de mirones por hiedras y macetas repartidas estratégicamente por todo su contorno. Solté la mochila en el salón, pequeño pero muy luminoso, y seguimos besándonos largamente, con calma, sin apenas mover un músculo, paladeando salivas, acariciando lenguas, con los ojos cerrados y las respiraciones acompasadas, hasta que las manos se empezaron a mover arriba y abajo, de nucas a traseros, y las lenguas se aceleraban, y las respiraciones también, y las entrepiernas se abultaban, y las manos buscaban piel. La ropa volaba cada vez más violentamente, pero los labios no se despegaron hasta que, desnudos y excitadísimos, nos dejamos caer en el sofá, y de ahí a la alfombra, retorciéndonos con desesperación en busca de miembros, olores y sabores largamente anhelados.

—Bienvenido —dijo al fin panza arriba, intentando recuperar la respiración.

—Me encanta Barcelona —respondí yo, resoplando también.

Dice Rosa Montero que ella cuenta la vida por libros escritos, igual que otros la cuentan por trabajos o por hijos. Yo cuento mi vida por descubrimientos musicales. Así, los años de universidad están en mi memoria estrechamente ligados a la investigación de los clásicos del rock: The Doors, Janis Joplin, los Stones, The Who, Neil Young... También viví de lleno todo el movimiento grunge, con Nirvana y Pearl Jam a la cabeza (el día que Kurt Cobain se suicidó mi generación tuvo su mito, como otras antes tuvieron a Hendrix o a Lennon). Pero esta fue también la época en que descubrí la copla más tradicional, desde Imperio Argentina hasta Concha Piquer, y ambos mundos convivían en mi walkman de la forma más natural, en un primer ejemplo del eclecticismo sin prejuicios que me ha acompañado toda la vida.

Más tarde, mi despertar al mundo gay y a su vida nocturna me llevó a interesarme por la música de baile, y lo que antes era chunda-chunda sin más se fue perfilando y ramificando en los diferentes estilos que lo componen. Nunca pude con el breakbeat ni el drum'n'bass. Lo mío era el house comercial y el dance más basurón, heredero de la Ruta del Bakalao que nunca recorrí, con especial predilección por las voces femeninas cantando en inglés de Almussafes (insuperable el
Smile
de New Limit). En ese tiempo tuve también mis primeros escarceos con el apasionante mundo de la caspa y el kitsch, con Camilo Sesto y Raffaella Carrá como reyes indiscutibles.

Después llegarían el jazz y el flamenco, ligados a una etapa muy negra de mi vida que provocó que nunca más haya vuelto a interesarme por estos estilos. De hecho, en cuanto pude me deshice del puñado de cedés de Camarón y Coltrane, cuya simple presencia hería mi memoria y afeaba mi discoteca.

Luego vino la ópera, de la mano de un personajillo pedante y obtuso, sumiller profesional y gurmé aficionado, a quien mandé a freír espárragos con crujiente de boletus en salsa de trufas blancas después de una torturante sesión de cata de vinos, acompañados de carnes sanguinolentas y, por supuesto, sin tabaco que pudiese engañar a las prodigiosas papilas de los pomposos comensales. La desaparición de aquel borracho encubierto me dejó un gran alivio y una pequeña colección de ópera, que esta vez conservé y he ido ampliando con el paso de los años. Como muchos aficionados no expertos, me declaro pucciniano y reconozco que jamás he sido capaz de tragarme entera la dichosa Walkiria.

Pues bien, Enric siempre estará en mi recuerdo ligado a ese estilo tan característico de un lugar concreto, Brasil, y una época concreta, los años 60, que consiguió llevar a los pickups de barbacoas y guateques de medio mundo esa sugerente mezcla de ritmos caribeños y estructuras jazzísticas que se llamó bossa nova.

Enric me descubrió la bossa nova, y aquellos ritmos sensuales, festivos a veces, melancólicos otras, cargados de erotismo desenfadado, impregnados de la joie de vivre de las favelas pre-Ronaldo; aquellas canciones sobre mulatas explosivas en las playas de Ipanema, sobre almas desafinadas y amores silenciosos bajo el Corcovado, siguen hoy en día erizando algún que otro pelo de mi cuerpo cuando, por casualidad, alcanzan mis tímpanos a traición.

Bossa nova fue lo que sonó a todas horas en aquel ático de la Vía Augusta durante los dos días y medio que estuve allí. La voluptuosa sonoridad del portugués de Brasil fluía con elegancia de las dos torres hexagonales instaladas en el salón. Recuerdo que me impresionó aquel equipo Bang & Olufsen de espectacular diseño ochentero y su mando a distancia del tamaño de un Commodore 64. Estaba conectado a su vez a otros dos altavocitos instalados en el dormitorio abuhardillado del piso superior, e incluso se podía controlar desde allí con otro mando a distancia más discreto. A mí, amante de las tecnologías en general y de las relacionadas con el sonido en particular, aquello me pareció el colmo de la sofisticación en el arte de reproducir un cedé.

Muy a la moda del momento, aquel prodigio tecnológico podía albergar en sus entrañas hasta diez compactos, que se sucedían automáticamente permitiendo horas y horas de música ininterrumpida. Perfecto para acompañar las largas sesiones lúbricas a las que nos dedicamos en cuerpo y alma durante aquel fin de semana en que descubrí el inmenso placer de vivir en la cama, abandonándola sólo para las necesidades básicas, en una suerte de homenaje involuntario a aquel hippy-happening de John Lennon y Yoko Ono en el Hilton de Amsterdam. Y esa banda sonora que nos acompañó en los altibajos de pasión formaba parte del silencio ininterrumpido que Enric parecía disfrutar tanto o más que yo, sustituyendo las palabras por gestos, caricias y miradas, suficientes para expresar lo que hubiese sido un sacrilegio verbalizar.

Cual vampiros agotados y hambrientos, al caer el sol abandonábamos el dúplex y su cama de la paz en busca del aire fresco de la noche barcelonesa. Yo me dejaba guiar por los pasos expertos de Enric, que en efecto me descubrió rincones insospechados de la ciudad. La noche del viernes nos deparó un coqueto restaurante junto a la catedral, seguido de un mugriento taller mecánico oculto en los callejones del Gótico y reconvertido en local de copas, para terminar la velada con el encanto decadente de La Paloma resucitada.

La fiebre del sábado noche nos entró el sábado a media tarde. Decidimos cambiar de filosofía para ese día: no planificar e ir decidiendo sobre la marcha. Así que aquella tarde, hojeando el periódico en la cama, desechamos opciones más cultas y optamos por la diversión sin complejos que se anunciaba en la sala Celeste de la mano de Alaska y su enésima reinvención: Fangoria.

Tras la cuarta ducha del día, nos vestimos para la noche cuando el sol hacía ya mutis por el oeste. Antes de salir, Enric sacó de un cajón un herrumbroso pastillero metálico y me lo tendió.

—Mira, tengo esto que se dejó un amigo. ¿Nos lo llevamos?

Abrí la cajita y en su interior descubrí una bolsita de plástico mal cerrada y parte de su contenido derramado sobre el fondo oxidado. Aparte del hachís, que Enric me había visto fumar en casa de Alfredo, nunca habíamos hablado de drogas. Por algún mecanismo de mi subconsciente, seguramente debido a la diferencia generacional, yo estaba convencido de que a él no le hacían mucha gracia, si no era uno de esos integristas antitodo. De hecho, ni siquiera me había llevado nada para fumar durante el fin de semana, y eso que tenía en casa una excelente marihuana de la cosecha privada de unos amigos. Ahora, con aquella cajita entre mis manos, me asaltaba la duda de que Enric pudiera ser un farlopero de fin de semana, de esos que si no tienen no salen, y aunque yo ya me había corrido más de una juerga espolvoreada, o precisamente por ello, ese tipo de personaje me producía un considerable rechazo. Unos meses antes, un seminovio con ese perfil, que por supuesto negaba tener problema alguno y aseguraba poder dejarlo cuando quisiera, me había llevado al límite de su adicción. Reaccioné a tiempo, pero desde aquel momento el polvito blanco cobró el respeto que se merece, y si bien no cerré la puerta definitivamente, sí que tomé la decisión de limitar aquel placer a momentos muy especiales.

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