El día que murió Chanquete (4 page)

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Authors: José L. Collado

BOOK: El día que murió Chanquete
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Espoleado por el insólito hallazgo, seguí indagando para descubrir excitado que esa tendencia inconsciente no se limitaba sólo a las formas, sino que iba más allá: los colores elegidos para decorar las paredes de mi apartamento eran naranja, verde, crema y burdeos, ni un solo color frío; mi instrumento favorito, por su sonido grave, envolvente y sin estridencias, era y es el contrabajo (y su versión electrificada). Todo parecía involuntariamente sometido a esa tendencia a la calidez dúctil y amortiguadora, y una vez tomé conciencia de ello, encantado con el halo de excentricidad que me otorgaba, me lancé de lleno a explorar sus confines y me convertí en admirador de Aarnio, de Panton y de todos los diseños curvilíneos de llamativos colores influidos por la sicodelia de los 70. Mi casa ideal estaría llena de esos objetos para poder vivir rodeado veinticuatro horas al día de líneas sinuosas y amables.

El espejo era, según mi particular lógica, el paradigma de la frialdad, de las aristas cortantes y los ángulos hirientes. Por eso nunca me gustaron los espejos. En casa, de hecho, sólo había uno, el del cuarto de baño, contenido curiosamente por un marco redondo y cóncavo. Por el contrario, la esfera era la curva perfecta, y de ahí mi admiración irracional por un objeto que aún no había protagonizado el revival de años posteriores, un objeto que todavía conservaba un tufo a caspa setentera y que, de pronto, se convirtió en el ejemplo perfecto del triunfo de la curva sobre la recta. Ese objeto no era otro que la bola de espejos. En ella, la recta perfecta del espejo debía someterse a la curva perfecta de la esfera, y para poder adaptarse a esa geometría antitética se veía obligado a descomponerse en miles de pedacitos. Además del icono de una época de fiebres de sábado noche, la bola de espejos se convirtió en el símbolo del triunfo de lo amable sobre lo hiriente.

Silvia no terminó de entender del todo mi teoría sobre la poética de las curvas mullidas y la blandura envolvente del contrabajo, pero en mi siguiente cumpleaños apareció con una flamante mirrorball, con su motorcito y todo, y a mí me faltó tiempo para colgarla en el centro del salón con dos pequeños focos apuntándola y llenando de millones de destellos giratorios las paredes naranja y burdeos del corazón de mi hogar.

Necesito un pito. Agarro el capuchino de papel y mi mochila aventurera. Descolorida, tiñosa y descosida por todas partes, me resisto a sacrificarla después de todo lo que hemos visto juntos: de Marrakech a La Habana, de Capri a Estambul, su nailon está profundamente impregnado de mi vida desde que, hace 15 años, un ratero que huía de la policía la abandonó, llena de radiocasetes de coche, en una playa catalana.

Salgo del hall y enciendo el último cigarrillo antes de embarcar. Es el único sitio donde se puede fumar, en la puta calle. Hace un frío de cojones y la bruma se condensa en pequeñas gotas sobre mi gorro de lana. Fumar se ha convertido en un acto de fe en este país desde la entrada en vigor de la Smoking Ban. Los irlandeses fueron los pioneros en una persecución que se ha extendido ya a media Europa. Pero a diferencia de España, aquí se prohibió, totalmente y de un día para otro, fumar en cualquier lugar público, incluidos los 11.000 bares que forman parte imprescindible de su idiosincrasia. En sus puertas se concentran ahora grupúsculos de ateridos fumadores, llueva o nieve, haga frío o más frío, devorando cigarros en dos caladas para regresar cuanto antes al calor de la pinta sobre la barra mostosa. Nadie protestó cuando se impuso la norma, simplemente dejaron de fumar. Parece que los irlandeses no protestan mientras les sirvan la decimosexta pinta. Alguien debería decirles que el alcoholismo, aunque socialmente aceptado, sí que es un auténtico problema de salud pública. Mis ojos han visto servir una copa a un tío que ni siquiera era capaz de permanecer sentado en su taburete.

Enciendo otro excusándome en la abstinencia del inminente vuelo, aunque lo cierto es que es un trayecto de menos de una hora. Los quince minutos han pasado y Barry sigue sin aparecer. Él no fuma, pero cuando está conmigo me roba uno de vez en cuando y se lo fuma torpemente, como otro gesto más de su rebeldía sobrevenida.

Nuestra segunda cita se retrasó más de lo que yo hubiese deseado. Llegué a pensar que los supuestos compromisos previos e inconvenientes inesperados no eran más que pobres excusas de otro irlandés incapaz de aceptarse. No habría sido el primero, pero desde luego yo no estaba dispuesto a aguantar a otro calientapollas trastornado. El caso es que la impresión del primer encuentro no me encajaba con ese perfil, y sus disculpas por los aplazamientos parecían sinceras.

Todo se aclaró tres semanas más tarde, cuando por fin tuvo lugar la esperada segunda cita. Yo había decidido terminar la noche en mi cama, y el Destino quiso que todos los habitantes de la casa del Big Brother estuviesen fuera aquella noche de sábado. Así que le cité en uno de los muchos pubs de Rathmines, mi barrio, y dediqué la tarde a ordenar la habitación, cambiar sábanas, preparar velas e incienso y crear un ambiente acogedor en la pequeña buhardilla. Era la primera vez en mucho tiempo que me dedicaba a estos menesteres, pero me sentí bien retomando viejos hábitos (condones y lubricante a mano, el porrito de después ya liado, pruebas con velas hasta encontrar la penumbra ideal...).

Cuando decidí que la habitación estaba lista para ser mancillada, comí algo, me duché y me dirigí puntual al lugar de encuentro. Le encontré acodado en la barra ante una pinta de Budweiser casi intacta. Su culo rebosando por los lados del taburete, camiseta de manga corta en pleno febrero, el pelo gris recién cortado y una incipiente perilla albina que, según me confesó más tarde, había decidido dejar crecer por consejo mío. Me gustó el cambio de look y se lo dije tras un apretón de manos. Le noté nervioso, y aunque yo también lo estaba, en él era mucho más evidente.

Conforme los nervios se iban diluyendo en cerveza, la charla se dirigía a temas más serios que los de la primera noche. Tras la habitual pregunta de ¿cuántos hermanos tienes? (a los irlandeses les obsesiona este tema, no sé por qué), se interesó por mis razones para decidir vivir aquí (otro tema recurrente, no entienden que abandonemos la soleada España para sufrir las inclemencias de esta isla musgosa), por mi trabajo y otros mil temas más, algunos de los cuales se me escaparon porque su acento de extrarradio seguía resistiéndoseme. Yo pregunté poco. Le pedí perdón por haber puesto en duda su bisexualidad, porque aunque seguía pensando que no era auténtica, yo no soy nadie para juzgar los traumas de los demás. Sonrió, le restó importancia y me pidió su primer cigarro para cambiar de tema aprovechando la inminente entrada en vigor de la dichosa prohibición.

Me enteré de que tenía un cargo intermedio en una empresa de importación de productos procedentes de Asia (mayorista de todoacién, vamos). También supe de su afición a los viajes y algunos de sus destinos pendientes: Tailandia, Canadá, Marruecos y, cómo no, Australia, la Meca de los irlandeses: todos tienen que ir al menos una vez en la vida porque todos tienen primos allí, igual que en los States.

En la tercera pinta, y puesto que él parecía igual de interesado que yo en mantener el contacto, aproveché para dejar claro el planteamiento de la historia: nos vemos cuando nos apetezca y podamos pero sin compromisos de ningún tipo; disfrutamos todo lo que queramos y cuando nos cansemos lo dejamos y punto. Asintió con su sonrisa traviesa y me aseguró que no tenía de qué preocuparme, que no estaba buscando una relación ni mucho menos. Me quedé muy tranquilo por la convicción casi divertida con que lo dijo, como si fuese una obviedad que no habría sido necesario aclarar. Poco después, en una anécdota sobre misas dominicales que no terminé de pillar, me pareció entender la palabra wife. Aventuré una sonrisa de las de «no estoy seguro de lo que he oído» y continuamos la charla como si nada. Llegó la cuarta Smithwick's, dos litros, mi tope si es que quiero hacer algo más en el día. Y por supuesto que quería.

Se lo propuse directamente, bastante perjudicado ya, y aceptó con total naturalidad. En dos minutos estábamos en casa, vacía como yo esperaba, y le guié escaleras arriba hasta mi rincón privado donde la cama impoluta nos esperaba.

—Qué acogedor —dijo quitándose la cazadora de entretiempo que era lo único que llevaba sobre la camiseta.

—Gracias, normalmente no está tan ordenada —confesé, luchando contra la bruma alcohólica de mi cabeza para encender velas y barras de incienso.

A juego con la ambientación, escogí una recopilación de chillout orientaloide que no pareció disgustarle. Le solté un morreo que le pilló por sorpresa pero al que inmediatamente se sumó con ganas, temblando por lo que yo creí que eran nervios (más tarde descubriría que la Naturaleza no le había dotado de pulso alguno). Durante tres horas repasamos y ampliamos el catálogo kamasutrístico ensayado en la sauna, con resultados mucho más satisfactorios por la comodidad e intimidad de las que por fin podíamos disfrutar. La incorporación de un frasquito de poppers que sacó de algún bolsillo nos llevó un paso más allá en la exploración de rincones ocultos de la anatomía contraria. Cuando ya no quedaba un solo centímetro por lamer y masajear, alcancé condón y lubricante quirúrgico y me preparé para descubrir si lo que decía su perfil era cierto o no era más que una estrategia de caza. El «Jesuschrist!» que soltó al primer intento me convenció de que su virginidad era auténtica y eso disparó el morbo aún más. Lo intentamos desde varios ángulos, con abundancia de poppers y K-Y, pero, a juzgar por sus alaridos, aquello debía de ser realmente insoportable para su esfínter primerizo. El dolor de huevos por la excitación acumulada me llevó a darme por vencido y, decidido a liberarme de la forma que fuese, me quité el condón.

Pero Barry no parecía dispuesto a dejar pasar la oportunidad. Se sentó sobre mi abdomen con su corpachón de buda lechoso, se volvió a untar con lubricante y, tras dos largas inspiraciones al frasquito de nitrito de amilo, encaró tuerca y tornillo y se fue sentando lentamente, temblando, con una indescriptible mueca de dolor en el rostro. Cuando la punta ya estaba dentro, volvió a darle al poppers y siguió clavándose tembloroso hasta que, con un brusco empellón y un grito sordo, su culo novato engulló por completo mi polla irritada. El rictus de dolor se fue transformando en placer exhausto y, con la boca abierta y los ojos en blanco, volvió a aspirar del frasquito mientras yo le pellizcaba con fuerza los pezones. Echó el cuerpo hacia atrás alzando al cielo la cara extasiada y, con un par de empellones dificultados por el peso de sus carnes, bauticé por fin sus entrañas con la lascivia acumulada durante toda la noche.

No me levanté cuando se marchó una hora más tarde. Va vestido, inclinó sobre la cama toda su humanidad y me dio un beso en los labios. En el duermevela provocado por el cansancio, el porrito y el principio de resaca, le invité a quedarse.

—No puedo —dijo, y me lanzó un beso desde la puerta.

Escuché sus pesados pasos escalera abajo y terminé de dormirme con la cara hundida en la almohada empapada de su sudor.

El domingo lo dediqué a luchar contra resaca y agujetas a base de alka seltzer, cocacola y películas bajadas de Internet. Preferí dejar la habitación tal cual, con sus montones de ropa y sus kleenex esparcidos por el suelo, sin ventilar, conservando el olor a tabaco, sudor, alcohol y semen: el aroma del sexo. Por la noche me llegó un mensaje: «Entonces lección 1 superada, no? Una polla en mi culo, guau!!! Estoy deseando empezar con la lección 2. Gracias por una noche inolvidable ;-)». Le seguí el juego: «Lección 1 superada con sobresaliente. Eres un alumno aventajado. Cuando quieras empezamos con la lección 2. Gracias a ti :-)». Me contestó con un «estamos en contacto» y, tras sopesarlo unos minutos, decidí salir de dudas: «Anoche me pareció entender que has estado casado. ¿Todavía lo estás?». «Me temo que sí», fue su escueta respuesta.

Siempre he odiado la idea de formar parte de la masa, y aunque en este mundo globalizado no hay nadie que se libre, yo procuro alejarme del rebaño con pequeños gestos de rebeldía que me hacen sentir bien: no soporto los centros comerciales llenos de familias domingueras; no tengo un chándal desde los catorce años; no entro en un bar si su televisor escupe el verde de un campo de fútbol; no juego a loterías, quinielas y similares; no veo concursos ni series líderes de audiencia; no leo best-sellers de éxito internacional; me aburre la Play; aborrezco las compras navideñas y paso olímpicamente de las modas.

Así que el descubrimiento de que mis peculiares preferencias eróticas no eran tan exclusivas como yo pensaba suscitó en mí sentimientos contradictorios. Por un lado la excitación de saber que las tres ces abundaban en este mundillo más de lo que yo pensaba porque, lógicamente, me sería más fácil encontrar al Chanquete de mis sueños.

Pero por otra parte, aquel descubrimiento me hacía tomar parte de un grupo perfectamente etiquetado, el de los chasers, que no dejaba de ser una pequeña masa homogénea. Una minoría dentro de la minoría, sí, pero con su estética, sus normas y sus lugares de reunión. Siempre he renegado de mi condición de chaser, y aunque es verdad que en cualquier quedada o bar de osos es muy probable que encuentre más de una pieza apetecible, también es verdad que rehuyo a los osos de catálogo, esos de uniformes filo-leather de inspiración americana (camisa de franela a cuadros, pelo rapado, tatuajes, botas, complementos de cuero...) y la autoestima osuna por las nubes. Prefiero a los osos involuntarios, los que cumplen las tres ces sin alardear, inconscientes incluso de su mercado potencial. Cuanto más pinta de padre de familia ajeno a toda esta feria, mucho mejor.

¿Difícil? No tanto. Una terraza de Sitges, un par de miradas de mesa a mesa, un «¿eres de aquí?» y aquel gordito escaso, bigotudo y tristón entró en mi vida para ponerla patas arriba sin remedio.

Media hora para embarcar. Desde el gueto para fumadores marcado con líneas verdes sobre la acera, observo la entrada del parquin esperando la llegada de un Fiat rojo abollado. No tengo el cuerpo para Modern Talking. Un par de clics con el pulgar y selecciono reproducción aleatoria. Sorpréndeme. De entre las 7.000 canciones, el iPod elige el
Missing
de Everything But The Girl, remezcla de Todd Terry. Buena elección.
And I miss you, like the deserts miss the rain...

—Para ser un buen mentiroso hay que tener buena memoria, y yo no la tengo. Así que le digo la verdad, que quedo a tomar unas pintas con mi amigo Jesús, un español que lleva dos años viviendo aquí. Simplemente no le cuento lo que pasa después.

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