El día que murió Chanquete (11 page)

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Authors: José L. Collado

BOOK: El día que murió Chanquete
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En el cara a cara era diferente, porque los silencios, más habituales incluso, servían para dejar hablar a los gestos, a las miradas, y Enric era un auténtico maestro de ese lenguaje no verbal. La misma maestría que demostraba en el uso del susurro, las medias voces, las frases sin terminar. Y yo, que presumo de tener buen oído a pesar del uso y abuso de los auriculares, conectaba felizmente con esa sutileza de tono y de volumen, plegándome a ella con naturalidad, devolviendo susurros y coletillas semiaudibles que, al ser captadas a la primera, me hacían sentir feliz, comprendido, sintonizado exactamente en la misma y exclusiva frecuencia. Nada hay más frustrante que tener repetir una broma, un juego de palabras cuya gracia está no tanto en el contenido en sí de lo dicho como en el momento y el tono exacto con que se dice. Y lo mismo ocurre con la expresión de sentimientos serios y profundos. Un ejemplo: dos personas que se quieren, abrazadas en el silencio de la madrugada; en un arrebato de sinceridad pastelona, una de ellas susurra al oído de la otra:

—La felicidad es tenerte a mi lado al despertar. La otra persona, enamorada también, responde a la muestra de cariño con un beso, un abrazo o una caricia de compartido regocijo. No hace falta nada más. Pero, ¿qué pasa si el mensaje no es captado a la primera?

—¿Qué?

—No, nada, que digo que la felicidad es tenerte a mi lado al despertar.

—Ah, qué bonito...

Y el beso, el abrazo o la caricia no son lo mismo: la magia se ha ahogado en un mar de palabras.

Entre susurros y silencios se desarrollaban la mayoría de las charlas telefónicas con Enric. El puente de cables y satélites que nos unía casi cada día me ayudaba a soportar una ausencia que, con el paso de los días, se iba convirtiendo en una carga más y más pesada sobre mis hombros saltador enamorado. Incapaz de preguntar directamente por sus sentimientos, porque en cierto modo habría supuesto una violación de la sutileza de la comunicación, me conformaba con percibir ilusionado los indicios de su indudable implicación. Y con eso era feliz.

Una de esas noches de veladas confidencias, hablando sobre ciudades europeas visitadas y visitables, una sentencia inesperada me atravesó el cerebelo con oblicuidad y alevosía:

—Yo estuve una vez en Berlín, pero no tengo muy buen recuerdo de aquel viaje. Lo dejé todo para ir a ver a un ex del que seguía enamorado, pero fue un desastre. Creo que ha sido la única vez que he estado enamorado de verdad, y terminó en pesadilla.

La pregunta era obvia, pero no tuve el valor de formularla. Por el contrario, en una actitud muy propia de mí, esperé a colgar el teléfono para reflexionar sobre sus palabras en la soledad de mi cama. ¿Quería aquello decir que no sentía lo mismo que yo? ¿Había querido decir «la única vez antes de lo nuestro»? Sin querer ver la posible trascendencia de sus palabras, me convencí de que aquel traumático desamor formaba parte de su pasado y nada tenía que ver con nuestro presente, y que suponiendo que aún no estuviese del todo enamorado de mí, era cuestión de tiempo que lo estuviese plenamente, porque en mi mente y mi corazón primerizo estaba clarísimo que estábamos hechos el uno para el otro y que nada podía salir mal.

Casi un mes transcurrió penosamente hasta que Enric consiguió desgajar de su apretada agenda un fin de semana de libertad. Coincidió aquel viernes de finales de noviembre con el cierre de edición de la revista inmobiliaria que me daba de comer y, como siempre, a los maquetadores nos tocaba pringar hasta las tantas para dejar estructurados y listos para tirar los cientos de aburridos anuncios de pisos, chalés, apartamentos y estudios por los que ya entonces pedían obscenas millonadas. Un trabajo de mierda con un contrato de mierda en una empresa de mierda y con un jefe de mierda que, además, me tenía enfilado por mi evidente desprecio hacia él y su imperio de especulación.

Pertenezco a la generación de universitarios penalizados por el hecho de serlo. Aquellos que nacimos en los 70 y fuimos educados en la importancia de una buena formación académica que nos debía proporcionar el buen nivel de vida que nuestros padres, la generación de posguerra, no pudieron tener.

Pero la realidad, ya con el título en la mano, fue muy diferente. Miles de licenciados dispuestos a trabajar gratis o casi con el único objetivo de «meter cabeza», esa horrible expresión que siempre me pareció un eufemismo cobarde para enmascarar su falta de dignidad y su disposición a dejarse humillar por empresarios tiránicos amparados por la derecha en el poder y la triste certeza de su coartada: das una patada y te salen cincuenta universitarios en paro.

Con 25 años, yo era uno de los pocos inconformistas que consideraba que un trabajo merece una remuneración justa y que cinco años de carrera debían servir para algo. El hecho de que un instalador de aire acondicionado ganase el triple que yo suponía una decepción y una injusticia, y estoy convencido de que las generaciones que han venido después han perdido el interés por la formación académica debido a la evidencia del escaso éxito de sus hermanos mayores.

Así que, cuando el director de la revista, forrado hasta las cejas gracias a oscuros negocios basados en recalificaciones de suelo en ayuntamientos levantinos igualmente corruptos y protegidos por la derecha madre; cuando el director, digo, se negó por segunda vez a ofrecerme el contrato indefinido que me correspondía, tomé la decisión de no hacer más horas extras no remuneradas y me preparé para las probables represalias. Ninguno de mis colegas secundó la protesta, temerosos de perder sus poco más de 100.000 pesetas mensuales, y yo me convertí en el Che Guevara de la oficina, admirado, odiado y compadecido por igual entre compañeros y superiores.

Así estaba el patio laboral el día en que Enric cogía por fin el Euromed que le traería hasta mí, y de no haber sido por la obligación moral y remunerada del cierre de edición, aquella tarde la habría dedicado a ordenar y reordenar la casa, revoloteando alrededor del reloj hasta las 20:45 en que me habría plantado en la Estación del Norte para recibirle con los brazos abiertos. Esta delicada misión, la de ir a buscarle a la estación, se la encomendé resignado a Silvia, confiando en que mis vagas descripciones del físico de ambos fuesen suficientes para que se localizasen mutuamente.

La tarde se me hizo eterna entre cajas de texto, filetes, negritas e imágenes de salones endomingados tomadas con gran angular y escasa honestidad. Aborrecí definitivamente el Quark y el Photoshop, a fuerza de repetir una y otra vez los mismos comandos, los mismos movimientos, las mismas rutinas, a la velocidad del rayo para poder salir cuanto antes de aquella cárcel de fósforo. En un rincón del monitor, el reloj parecía vivir en un universo paralelo donde el tiempo, como los gigantes de piedra de
La Historia Interminable,
avanzaba tan lentamente que era imperceptible para el ojo humano.

A las 21:07 recibí un mensaje: «Ya estamos en casa. Te esperamos aquí». Aliviado porque se hubiesen encontrado, impaciente porque todavía había mucho trabajo que hacer e indignado por la parsimonia de mis compañeros, que pretendían estirar al máximo las horas extras y sus nóminas, la idea de que Enric estuviese en la ciudad y yo no pudiese estar a su lado empezó a convertirse en una obsesión. Cuando el jefe, en un alarde de generosidad ratonil, anunció pomposamente que había pedido unas pizzas a cuenta de la casa, no pude soportar tanto paternalismo cutre y decidí largarme de allí fuese como fuese.

—Mi padre está en el hospital —mentí adoptando mi mejor cara de preocupación—. Me acaba de llamar mi madre. Parece que se ha desmayado y está en urgencias. Tengo que irme.

—¿Por un desmayo? —no parecía muy convencido.

—Es que ya tuvo una embolia hace unos meses y...

—¿Y tú sabes curar una embolia? Si es que realmente es eso —me miró con la superioridad del que está acostumbrado a que le obedezcan sin preguntar.

—Hombre, si fuese su padre, ¿usted qué haría? —apelé a sus sentimientos.

—Terminar mi trabajo y luego ir a celebrarlo —soltó una estruendosa carcajada cargada de desprecio—. Si te vas ahora no te voy a pagar ni una sola hora extra, tenlo muy claro.

—No me importa —traducción: métetelas por el culo, hijoputa.

—El lunes quiero un certificado médico.

—Lo tendrá. Tengo que irme —de un salto me planté en la puerta del despacho.

—No tan rápido, Guerrita —se incorporó en su silla de director—. Me estás tocando mucho los cojones. Más te vale que toda esta mierda sea verdad y que me traigas ese justificante. Por tu culpa, tus compañeros se van a tener que quedar aquí hasta las mil. Me río yo de los rojeras como tú que vais de defensores de los trabajadores y luego os importa una mierda dejar colgados a los compañeros...

—Tiene razón, le doy mi permiso para pagarles a ellos mis horas extras. Adiós.

Y cerré de un portazo dejándole con la palabra en la boca. Fue una estupidez, lo sé, pero una vez leí en la
Teleindiscreta
que no es bueno para la salud dejar que los odios se enquisten, que hay que darles salida de vez en cuando porque si no te pueden provocar un cáncer sicosomático o algo así. El lunes le llevaría un impecable justificante falso (mi dominio del Photoshop también abarcaba el Lado Oscuro) y si no era suficiente para aplacar su ira, pues bueno, habría llegado el momento de cambiar de aires. De todas formas, una idea me rondaba la cabeza desde hacía semanas: seguramente en Barcelona sería más fácil encontrar un trabajo más creativo y mejor pagado.

Volé a lomos de mi vespa cruzando la ciudad tranquila a la hora de la cena, saltándome todos los semáforos como aprendí a hacer en mi época de mensajero, y en pocos minutos me planté, ansioso, en casa de Silvia. Me recibió con una sonrisa familiar. Sin apenas saludarla me abrí paso hasta el salón, y allí en medio, llenándolo por completo de luz, Enric. Se puso en pie, me dirigió una de sus demoledoras sonrisas y me acogió entre sus brazos. Hundí la cara en su cuello, aspiré fuerte y le besé como si acabara de salvarse milagrosamente de una embolia mortal.

—¿Nos vamos? —no podía esperar a estar a solas con él.

—Vale, pero antes voy al baño. Llevamos dos horas de charla y no sé cuántas cervezas... ¡Prohibido criticar mientras no estoy!

En cuanto desapareció por el pasillo, Silvia saltó como por un resorte, me cogió las dos manos y susurró excitada:

—¡Le amo mogollón! Cari, ¡es un cielo!

Y yo me quedé mirándola, sonriendo como un gilipollas, con una cara de felicidad que daba asco.

En aquellos días, según las escrituras, el pequeño apartamento de la Plaza del Cedro que me servía de hogar pertenecía a una hermana de mi padre que lo había comprado como inversión (especulación a baja escala) y me lo había cedido amablemente, por una renta simbólica de 15.000 pesetas al mes, con la condición de devolvérselo cuando decidiese vender. Gracias a eso podía permitirme el lujo de vivir solo, y aunque el piso estaba vacío cuando lo ocupé, con mucha imaginación, algunas herramientas y selectivas visitas al macrotodoacién del barrio, lo fui equipando con lo necesario para vivir. Muebles reciclados de familiares y amigos, colores poco discretos en las paredes y la bola de espejos en medio del salón le daban un divertido aire poppy-kitsch, y poco a poco me fui permitiendo algunos lujos decorativos que lo fueron haciendo cada vez más acogedor y más mío.

A Enric le gustó mi hogar, a pesar del abismo estético y cualitativo con su dúplex de Vía Augusta. Parecía sincero cuando lo definió como acogedor y muy personal. Le encantó la revisión warholiana del muñeco de Michelín que colgaba en el salón, obra de un buen amigo que había decidido pasarse al arte pop de encargo tras la decepción del saturadísimo mercado periodístico. El turquesa y crema de las paredes del dormitorio le parecieron atrevidos pero acertados, y se echó a reír ante los dos rostros enmarcados que ocupaban sobre el cabezal el lugar preferente que en otros tiempos hubiese ocupado algún cristo tenebroso.

—Son la primera pareja gay que yo conocí —me justifiqué.

—¿Epi y Blas eran gays?

—Bueno, el Papa los condenó explícitamente por fomentar la homosexualidad entre los niños. Y el Papa es infalible, ¿no?

Aquel era mi fin de semana. Sin una conciencia clara de ello, subyacía en este nuevo encuentro una sensación de definitividad. Algo me decía que esos dos días en Valencia serían claves para el futuro de nuestra relación, o germen de relación, o lo que quiera que fuese lo que había entre nosotros. Estábamos en mi terreno, y aunque Valencia no tiene ni por asomo la oferta cultural y de ocio de Barcelona, me esforcé por ofrecerle un fin de semana con alicientes. Planifiqué con sus gustos y aficiones en mente. Sugerí sin imponer. Puse a su disposición todo lo poco que tenía. Le regalé dos días de mi vida, con todas sus horas, minutos y segundos, y le hubiese dado lo que quedaba de ella si me lo hubiese pedido.

La primera noche la dedicamos, lógicamente, a la toma de posesión del cuerpo contrario y a la ceremonia de liberación de fluidos acumulados durante un mes. Advertí encantado que su vientre había aumentado de volumen y que todo él estaba más acolchado de lo que yo recordaba. Lo admitió como quien se declara culpable de asesinato, haciendo acto seguido propósito de enmienda a pesar de mis intentos de disuasión. No volvimos a tocar el tema, vista la urticaria que parecía provocarle, pero desde luego, si pensaba empezar una nueva dieta no iba a ser ese fin de semana.

Se chupó los dedos con el arrós negre de La Pepica, en un almuerzo de lo más blascoibañezco frente a la fría mar y rodeados de retratos ilustres con mayor o menor solera, con Hemingway como reclamo de mayor empaque y Antonio Ferrandis, en su época de esplendor veraniego, como gran estrella local. Lo rebajamos con un largo paseo por la Malvarrosa en el que aproveché para tomar unas cuantas fotos, un puñado de imágenes mágicamente iluminadas por el oblicuo sol de noviembre en las que Enric, protagonista casi exclusivo, posó divertido con el mar de fondo. Se empeñó en tomar una conjunta pero no encontramos a nadie que la hiciese, así que el muro del paseo marítimo hizo las veces de trípode y yo me vengué dándole un morreo a traición justo cuando saltaba el disparador. Caímos sobre la arena entre risas, pero el rápido atardecer invernal nos dejó tiritando de frío y nos obligó a volver a casa para darnos calor bajo las sábanas, arropados una vez más por los ritmos brasileños ante la inocente mirada de Epi y Blas.

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