El Desfiladero de la Absolucion (98 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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—En realidad —dijo el hermano Seyfarth cuando estuvieron de vuelta en una de las secciones rotatorias—, estamos más interesados en los motores de lo que admitimos en un principio.

Escorpio notó un escalofrío en la nuca.

—¿Ah, sí?

—Sí —dijo Seyfarth, haciendo un gesto con la cabeza a los otros diecinueve delegados.

Con un movimiento suavemente coreografiado, los veinte delegados presionaron partes de sus trajes, haciendo que se desprendieran como costras irregulares, y saltasen como si tuvieran un resorte. Las piezas rígidas de sus trajes cayeron a sus pies con un ruido estrepitoso, amontonándose de forma irregular. Bajo los trajes, como ya habían visto en el escáner, llevaban unas capas ligeras. Escorpio se preguntaba qué podían haber dejado pasar. Seguía sin ver ningún arma, ni pistolas ni cuchillos.

—Hermano —dijo—, piénsatelo dos veces.

—Ya lo he pensado —respondió Seyfarth. Al mismo tiempo que los demás delegados, se arrodilló y con sus manos aún enguantadas, revolvió con rápida eficacia entre las piezas que habían mudado. Su puño se elevó sosteniendo algo afilado y aerodinámico. Era un fragmento del traje, peligrosamente curvo en el borde. Seyfarth se apoyó sobre una rodilla y dio un golpe de muñeca. Dando vueltas el proyectil voló por el aire hacia Escorpio. Oyó cómo se acercaba el
chop, chop, chop
de su revoloteo. La fracción de segundo que duró el vuelo le pareció, subjetivamente, una eternidad. Una vocecita lastimera, sin rastro de recriminación, le decía que eran los trajes. Se había esforzado tanto por mirar debajo de ellos, convencido de que escondían algo, que no había reparado en los propios trajes. Los trajes eran las armas.

El objeto volador se clavó en su hombro. La brutalidad del impacto lo lanzó contra la escurridiza y rugosa pared del pasillo, clavándolo a ella al atravesar el cuero y su carne. Se revolvía de dolor, pero el arma lo había anclado con fuerza.

Seyfarth se levantó, con un arma afilada en cada mano. No tenían nada de fortuitas: sus líneas eran demasiado afinadas y deliberadas. Los trajes debían de estar preparados para desmontarse siguiendo unas líneas muy precisas recortadas en ellos con precisión de ángstrom.

—Siento haber tenido que hacer esto —dijo.

—Eres hombre muerto.

—Y tú serías cerdo muerto si hubiese querido matarte. —Escorpio sabía que era verdad. La facilidad con la que Seyfarth le había lanzado el arma denotaba una gran fluidez en su manejo. No le habría costado ningún esfuerzo suplementario cortarle la cabeza a Escorpio—. Pero en lugar de eso te he perdonado la vida y se la perdonaré al resto de la tripulación si obtenemos la cooperación que necesitamos.

—Nadie va a cooperar con nadie. No vais a llegar muy lejos con cuchillos, por muy listo que te creas que eres.

—No son solo cuchillos —dijo Seyfarth.

Tras él, dos de los delegados adventistas sostenían algo entre ambos: un aparato formado por la unión de las partes de sus tanques de aire. Uno de ellos lo apuntaba con la boquilla de una manguera.

—Hacedle una demostración —dijo Seyfarth—, para que se haga una idea.

Una llamarada salió rugiendo por la boquilla, alcanzando cinco o seis metros más allá de la pareja de adventistas. La estela de la llama se curvaba como una guadaña contra la pared del pasillo, creando ampollas en su superficie. De nuevo, la nave gimió. Luego las llamas se extinguieron y solo se oyó el silbido del fuel escapándose por la boquilla.

—Esto es toda una sorpresa —dijo Escorpio.

—Haced lo que decimos y nadie saldrá herido —dijo Seyfarth. Tras él, los demás delegados miraban a su alrededor. Todos habían escuchado los gemidos y quizás pensaban que la nave aún se estaba recuperando tras la prueba de los motores, crujiendo como una casa vieja por la noche.

El momento de silencio se alargó. Escorpio se sentía extrañamente tranquilo. Quizás, pensó, era una consecuencia de hacerse viejo.

—¿Has venido a tomar mi nave? —preguntó.

—No a tomarla —puntualizó Seyfarth—. Solo queremos que nos la prestéis un rato. Cuando terminemos, podéis recuperarla.

—Creo que te has equivocado de nave —dijo Escorpio.

—Al contrario —replicó Seyfarth—, creo que hemos elegido exactamente la nave adecuada. Ahora quédate ahí, sé un buen cerdo y todos terminaremos esto como buenos amigos.

—¿No esperarás de verdad asaltar mi nave con tan solo veinte hombres?

—No —dijo Seyfarth—. Eso sería una tontería, ¿verdad? Escorpio intentó soltarse. No podía mover el brazo lo suficiente como para acercarse el comunicador a la boca. El arma lo había sujetado demasiado apretado. Se revolvió y sintió como si tuviera el hombro lleno de fragmentos de cristal.

Era precisamente ese hombro, el que se había quemado.

Seyfarth sacudió la cabeza.

—¿Qué te acabo de decir acerca de ser un buen cerdo? —Se arrodilló para examinar otra arma, algo parecido a una daga en esta ocasión. Se acercó despacio a Escorpio—. Nunca me han gustado demasiado los cerdos, a decir verdad.

—Me parece muy bien.

—Tú eres bastante viejo, ¿no? ¿Cuántos tienes, cuarenta, cincuenta?

—Soy lo suficientemente joven para quitarte las ganas de vivir, amigo.

—Ya lo veremos.

Seyfarth le hundió la daga, clavándole el otro hombro más o menos en la misma posición. Escorpio gritó de dolor con un chillido agudo que no sonó en absoluto como un grito humano.

—No conozco exhaustivamente la anatomía de los cerdos —dijo Seyfarth—. Pero con suerte no habré cortado nada que no debiera, aunque yo que tú no me arriesgaría revolviéndome demasiado.

Escorpio intentó moverse, pero se rindió antes de que las lágrimas de dolor nublaran su vista. Detrás de Seyfarth, otra pareja de delegados probaba su improvisado lanzallamas. Luego el grupo se dividió en dos y se adentraron hacia el resto de la nave, dejando a Escorpio allí solo.

42

Hela, 2727

Una miríada de máquinas negras ascendió de la superficie de Hela. Eran en su mayoría pequeñas lanzaderas, vehículos tierra órbita comprados, robados, incautados y usurpados a los ultras. Muchos solo tenía propulsión química, muy pocos tenían motores de fusión. La mayoría llevaba únicamente uno o dos miembros de la Guardia de la Catedral, enfundados en burbujas blindadas dentro de su chasis óseo desmontable. Despegaron de las plataformas ordinarias a lo largo del Camino o de búnkeres ocultos en el mismo hielo, desplazando placas de helada superficie al salir. Algunas incluso despegaron de las superestructuras de las catedrales adventistas, incluyendo la
Lady Morwenna
. Lo que parecían ser pequeñas agujas o torres sobresalientes de pronto se revelaban como aeronaves ocultas desde hacía mucho tiempo. Armazones de arquitectura falsa se desprendían como el follaje muerto y gris. Complejos pórticos voladizos llevaban las naves colgando para alejarlas de las delicadas construcciones de las ventanas antes de que encendieran sus motores. Las cúpulas se abrían por una línea dorsal, revelando naves encajadas en su interior que ahora se elevaban mediante plataformas de lanzamiento hidráulicas. Cuando las naves emprendían el vuelo, el resplandor de sus motores arrojaba brillantes destellos y oscuras sombras en los ostentosos adornos arquitectónicos. Las gárgolas parecían volver la cabeza con las mandíbulas desencajadas de asombro y sorpresa. Bajo ellas, las catedrales temblaban por la violenta salida de tanta masa, pero cuando las naves se hubieron ido, las catedrales siguieron allí. Nada había cambiado.

En pocos segundos, las naves de la Guardia alcanzaron la órbita. Unos segundos más tarde habían identificado y señalado a sus hermanos, que ya estaban aparcados alrededor de Hela. Desde todas las direcciones, los motores activaron la propulsión de formación. Las naves se agruparon, formando olas de asalto, y comenzaron su carrera hacia la
Nostalgia por el Infinito
.

Mientras las naves de la Guardia de la Catedral abandonaban Hela, otra aeronave aterrizaba en la plataforma de la
Lady Morwenna
, aparcando junto a la lanzadera más grande que había traído a los delegados ultra desde su abrazadora lumínica.

Grelier permaneció sentado en la cabina durante varios minutos, accionando las palancas de marfil de los interruptores y asegurándose de que los sistemas vitales se quedaban en marcha incluso en su ausencia. La catedral estaba ya alarmantemente cerca del puente y no tenía intenciones de quedarse a bordo una vez lo pisara. Encontraría una excusa para irse: asuntos de la Torre del Reloj o algo relacionado con la Oficina de Transfusiones. Podía alegar docenas de motivos. Y si el deán decidía que prefería contar con la compañía del inspector general de Sanidad durante la travesía, entonces Grelier tendría que esfumarse y dar explicaciones después… si es que había un después, claro. Pero lo que no estaba dispuesto era a esperar a que su nave terminase con su ciclo preparatorio para el vuelo.

Se colocó el casco, recogió sus pertenencias y pasó por la esclusa de aire. Una vez fuera, de pie en la plataforma, tenía que admitir que la vista era sobrecogedora. Podía ver el punto en el que la tierra simplemente se terminaba, veía el vasto borde del acantilado hacia el que se dirigían. Ahora era imparable, pensó. Bajo cualquier circunstancia, incluso ralentizar la marcha de la
Lady Morwenna
suponía un laberinto burocrático que podía llevar horas para que el papeleo se filtrase hasta los técnicos de la Fuerza Motriz, que eran los que en realidad tenían los controles en sus manos. En la mayoría de las ocasiones, acostumbrados a pensar que la catedral nunca debía ir más despacio, cuestionaban las órdenes, enviando el papeleo de vuelta a través de la cadena de mando, lo que daba como resultado más horas de retraso. Y lo que la catedral necesitaba ahora no era ir más despacio, sino detenerse por completo. Grelier se encogió de hombros: no quería ni imaginarse lo que se tardaría en lograrlo.

Algo llamó su atención. Miró hacia arriba y vio innumerables chispas moviéndose rápidamente por el cielo. Docenas, no, cientos de naves. ¿Qué estaba pasando? Entonces miró al horizonte y vio un objeto mucho más grande: era la abrazadora lumínica, una pequeña pero visible aguja de hierro gris alargada. Las demás naves se dirigían obviamente hacia ella. Sucedía algo importante.

Grelier le dio la espalda a la lanzadera, ansioso por entrar y averiguar lo que estaba pasando. Entonces advirtió una mancha roja en la punta de su bastón. Creía que lo había limpiado concienzudamente antes de abandonar el asentamiento en la región de Vigrid, pero obviamente no había sido suficiente. Chasqueando la lengua, limpió la punta del bastón contra la superficie cubierta de escarcha de la plataforma de aterrizaje, dejando un reguero rosa. Entonces se dirigió a ver al deán, ya que tenía noticias interesantes para él.

Orca Cruz vio a los dos adventistas antes que el resto del grupo. Estaban al final de un pasillo ancho de techo bajo, cada uno pegado a una de las paredes, acercándose hacia ella al ritmo acompasado de los sonámbulos.

Cruz se giró hacia los tres oficiales de la División Armada que estaban tras ella.

—Usad el mínimo de fuerza necesaria —dijo en voz baja—. Solo bayonetas y aturdidores. Estos no llevan lanzallamas, y me gustaría interrogarlos.

La unidad armada asintió al unísono. Todos sabían lo que Cruz quería decir con aquello. Ella misma se dirigió a los adventistas alzando la afilada hoja de su arma frente a ella. Los adventistas se habían quedado sin armadura. Confusos informes de otras unidades de la División (los mismos que la habían advertido acerca de los lanzallamas), sugerían que se habían quitado sus trajes de vacío, pero no estaba dispuesta a creérselo hasta que lo viera con sus propios ojos. Pero estos no se habían desecho de la armadura totalmente: aún llevaban dentados fragmentos en las manos y grandes trozos curvos en el pecho. Seguían llevando sus guantes metálicos y los cascos de plumas rosas.

Admiraba el razonamiento tras su estrategia. Una vez un grupo se había adentrado tanto en una abrazadora lumínica, la armadura era más bien superflua. Los ultras no estarían dispuestos a utilizar armas de gran energía contra los asaltantes aunque supieran que estaban a una distancia segura de los sistemas de vacío o vitales de la nave. El instinto de no dañar su propia nave estaba demasiado arraigado, incluso cuando la nave estaba bajo la amenaza de un secuestro. Y en una nave como la
Nostalgia por el Infinito
, en la que cada centímetro estaba conectado con el sistema nervioso del Capitán, ese instinto era, si cabe, aún más fuerte. Todos habían visto lo que pasaba cuando algún accidente infligía una herida en la nave: todos habían sentido el dolor del Capitán.

Cruz avanzó por el pasillo.

—¡Entregad las armas! —gritó—. Sabéis que no tendréis éxito.

—Entrega tú tu arma —respondió uno de los adventistas con tono pueril—. Solo queremos la nave. Nadie saldrá herido y después os la devolveremos.

—Podríais haberla pedido educadamente —dijo Cruz.

—¿Y habríais aceptado?

—Creo que no —dijo ella, tras un momento de reflexión.

—Entonces creo que no hay nada más que decir.

El grupo de Cruz se acercó a unos diez metros de los adventistas. Advirtió que uno de ellos no llevaba el guante, ya que su mano era artificial. Recordó que Escorpio se había esforzado por asegurarse de que no contenía ninguna bomba antimateria.

—Última advertencia —dijo Cruz.

El otro adventista le arrojó una cuchilla girando por el aire. Cruz se tiró de espaldas contra la pared y notó una afilada y breve brisa cuando el arma pasó rozándole la garganta para clavarse en la pared. Otra arma daba vueltas en el aire. Oyó cómo golpeaba contra una armadura sin encontrar un punto débil.

—Está bien, se acabó el juego —dijo Cruz. Hizo un gesto a su gente—. Fuerza de pacificación. A por ellos.

Pasaron delante de ella, bayonetas y aturdidores de punta roma en mano. El adventista de la mano artificial señaló hacia Cruz, admonitoriamente. No le preocupó. El examen de Escorpio había sido concienzudo y la mano no podía albergar ningún proyectil oculto ni un arma de rayos. Entonces la punta del dedo índice se despegó, se separó del resto del dedo, pero en vez de caerse al suelo se quedó flotando allí, distanciándose lentamente de la mano como una aeronave haciendo un despegue perezoso.

Cruz la observó, estúpidamente absorta. La punta ganó velocidad, avanzando diez, veinte centímetros. Se acercaba al grupo, balanceándose ligeramente para luego virar hacia la derecha siguiendo el movimiento de la mano, como si aún estuviera conectado a ella mediante un hilo invisible. Lo cual, se dio cuenta entonces, era cierto.

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