No llevaba casco y la cara del Capitán parecía demasiado pequeña para el traje. En su cabeza rapada llevaba una gorra blanca y negra acolchada con cables de vigilancia. Bajo la difuminada luz no podía distinguir el tono de su piel, pero era lisa y estirada sobre sus pómulos, ensombrecida por una barba negra de una semana. Tenía unas cejas delgadas y afiladas, arqueadas inquisitivamente sobre unos ojos separados y como de perro. Podía ver el blanco de sus ojos entre la pupila y el párpado inferior. Tenía ese tipo de boca delgada y recta, perfecta para cierta arrogancia, que Antoinette encontraba o bien fascinante o bien de poco fiar, dependiendo de su estado de ánimo. No parecía un hombre con tendencia a hablar de banalidades. Normalmente Antoinette no tenía problemas con eso.
—He traído esto —dijo agachándose para recoger el casco.
—Dámelo.
Se dispuso a lanzarlo.
—No —dijo bruscamente—, dámelo. Acércate y dámelo en la mano.
—No estoy segura de estar preparada para eso —dijo ella.
—Se trata de un gesto de confianza mutua. O lo haces o se ha terminado la conversación. Ya te he dicho que no voy a hacerte daño. ¿No me crees?
Se acordó de la máquina que las gafas habían eliminado de su campo de visión. Quizás si se las quitara y pudiera ver a la aparición como realmente era…
—Déjate las gafas puestas. Eso también forma parte del trato.
Dio un paso adelante. Estaba claro que no tenía elección.
—Muy bien. Ahora dame el casco.
Otro paso, y luego otro más. El Capitán la esperaba con las manos en los costados y la animaba con la mirada.
—Entiendo que tengas miedo —dijo—. De eso se trata. Si no estuvieses asustada, no sería una demostración de confianza, ¿no?
—Tan solo me pregunto qué obtiene con esto.
—Confío en que no me dejes tirado. Ahora dame el casco. Antoinette se lo tendió delante de ella, tanto como pudo alargar los brazos, y el Capitán lo alcanzó. Las gafas fallaron un instante, de forma que pudo ver un movimiento de la máquina cuando se movieron sus brazos. Sus dedos enguantados se cerraron alrededor del casco. Oyó el ruido del metal. El Capitán retrocedió un paso.
—Bueno —dijo con aprobación. Hizo girar el casco en sus manos, inspeccionando cualquier signo de desgaste. Antoinette observó que tenía un enchufe redondo a un lado en el que poder insertar el cordón umbilical rojo.
—Gracias por traérmelo hasta aquí. El gesto es de agradecer.
—Se lo dejó a Palfrey. No fue un olvido, ¿verdad?
—Supongo que no. ¿Cómo lo llamaste?, ¿una tarjeta de visita? No vas desencaminada, supongo.
—Lo interpreté como una señal de que quería hablar con alguien.
—Parecías muy ansiosa por hablar conmigo —dijo.
—Lo estamos, lo estamos. —Miró a la aparición con una mezcla de miedo y peligroso alivio seductor—. ¿Puedo preguntarle algo? —Interpretó su silencio como un sí—. ¿Cómo debo llamarle? «Capitán» no me parece adecuado, ahora que hemos superado lo de la confianza mutua.
—Es justo —concedió sin sonar demasiado convencido—. Puedes llamarme John.
—Entonces, John, ¿qué he hecho yo para merecer esto? No ha sido solo por traerte el casco, ¿verdad?
—Como ya he dicho, parecías ansiosa por hablar. Antoinette se agachó para recoger su linterna.
—Llevo años intentando contactar contigo sin ningún éxito. ¿Qué ha cambiado ahora?
—Ahora me siento diferente —dijo.
—¿Cómo si hubieras estado dormido y por fin te despertases?
—Es más bien como si necesitase estar despierto precisamente ahora. ¿Responde eso a tu pregunta?
—No estoy segura. Esto puede sonar maleducado, pero… ¿con quién estoy hablando exactamente?
—Estás hablando conmigo, tal y como soy, como era.
—Nadie sabe en realidad quién eres, John. Ese traje parece bastante antiguo.
Una mano enguantada acarició la caja cuadrada del pecho, trazando un dibujo de un lado a otro. A Antoinette le pareció una bendición, pero igualmente podía ser una rutina de inspección de los sistemas críticos aprendida de memoria de tanto repetirla: suministro de aire, integridad de la presión, control de temperatura, comunicación, gestión de residuos… ella también se sabía la letanía.
—Estuve en Marte —dijo.
—Yo nunca he estado allí —dijo ella.
—¿No? —dijo decepcionado.
—En realidad, no he viajado por muchos mundos. Yellowstone, un poco por Resurgam, y este lugar. Pero nunca he estado en Marte, ¿cómo es?
—Diferente. Salvaje, frío, despiadado, implacable, cruel, prístino, desolado, precioso. Como una amante temperamental.
—Pero eso fue hace mucho tiempo, ¿no?
—Aja, ¿cuántos años crees que tiene este traje?
—A mí me parece bastante viejo.
—No se fabrican trajes como este desde el siglo veintiuno.
¿Te parece que Clavain es viejo, una reliquia histórica? Yo ya era un anciano antes de que él naciera.
Le sorprendió oírle mencionar a Clavain. Obviamente el Capitán estaba más al corriente de los asuntos de la nave de lo que algunos pensaban.
—Has vivido mucho, entonces —dijo.
—Sí, ha sido un largo y extraño viaje. Fíjate hasta dónde me ha traído.
—Debes de tener muchas historias que contar. —Antoinette pensó que había dos temas seguros de conversación: el presente y el pasado remoto. Lo último que deseaba es que el Capitán comenzase a quejarse de sus recientes enfermedades y extrañas transformaciones.
—Hay algunas historias que prefiero no contar —dijo—, pero ¿no le pasa lo mismo a todo el mundo?
—Estoy de acuerdo.
La fina hendidura de su boca esbozó una sonrisa.
—¿Algún oscuro secreto en tu pasado, Antoinette?
—Nada que me quite el sueño, especialmente cuando tenemos tantas otras cosas por las que preocuparnos.
—Ah. —Rotó el casco entre sus manos enguantadas—. El complicado asunto del presente. Estoy al tanto de algunas cosas, claro, quizás de más de lo que crees. Sé, por ejemplo, que hay otras agencias en el sistema.
—¿Puedes sentirlas?
—Su ruido es lo que me ha despertado de mis tranquilos y largos sueños de Marte. —Miró los iconos y pegatinas del casco, acariciándolas con la roma punta de un dedo. Antoinette se preguntaba qué clase de recuerdos despertarían en él, tras cinco o seis siglos de experiencias. Recuerdos cubiertos por el polvo gris de los siglos.
—Imaginábamos que te habías despertado —dijo—. En las últimas semanas hemos sido más conscientes de tu presencia. No creíamos que fuese una coincidencia, especialmente después de lo que nos contó Khouri. Sé que recuerdas a Khouri, John, si no, no me habrías traído hasta aquí.
—¿Dónde está ahora?
—Con Clavain y los demás.
—¿Y Ilia, dónde está Ilia?
Antoinette sudaba. La tentación de mentirle, de ofrecerle una mentira piadosa era irresistible. Pero no dudó ni por un instante que el Capitán reconocería cualquier intento de engañarle.
—Ilia está muerta.
La gorra blanca y negra se inclinó.
—Creí que lo había soñado —dijo—. Ese es mi problema ahora. No siempre sé distinguir lo que es real de lo que he imaginado. Puede que ahora mismo esté soñando todo esto.
—Yo soy real —dijo Antoinette, como si su afirmación sirviera de algo—, pero Ilia está muerta. Recuerdas lo que pasó, ¿no?
Su voz era suave y pensativa, como un niño recordando lo más importante de un cuento.
—Recuerdo que Ilia estaba aquí y que estábamos solos. Recuerdo que estaba tumbada en una cama con gente alrededor.
¿Qué iba a decirle ahora? ¿Que la razón por la que Ilia estaba en la cama era por las heridas sufridas al intentar evitar el intento de suicidio del propio Capitán, quien había dirigido una de las armas contra el casco de la nave? La cicatriz de la herida que le había infligido al casco era visible todavía, una fisura vertical a un costado de la espiral. Estaba segura de que en cierto modo sabía todo esto, pero también de que no necesitaba que se lo recordasen ahora.
—Murió —dijo Antoinette— intentando salvarnos a todos. Le presté mi nave,
Ave de Tormenta
, después de que la usásemos para rescatar a los últimos colonos de Resurgam.
—Pero recuerdo que no se encontraba bien.
—No estaba tan mal como para no poder pilotar una nave. La cuestión es, John, que sentía que tenía algo que expiar.
¿Recuerdas lo que les hizo a los colonos, cuando tu tripulación intentaba encontrar a Sylveste? Les hizo creer que había eliminado a todo un asentamiento por despecho. Por eso la tomaron por una criminal de guerra. Hacia el final, me pregunto si quizás se lo había llegado a creer ella misma. ¿Cómo saber qué le pasaba por la cabeza? Si tanta gente te odia es difícil creer todo el tiempo que están equivocados.
—No era una mujer especialmente buena —dijo el Capitán—, pero no era en lo que la convirtieron. Siempre hizo lo que creyó mejor para la nave.
—Supongo que eso la convierte en una buena mujer, tal como yo lo veo. En este momento la nave es casi lo único que nos queda, John.
—¿Crees que a ella le funcionó? —preguntó el Capitán.
—¿El qué?
—La expiación, Antoinette. ¿Crees que al final cambiaron las cosas?
—No sé qué pudo pasar por su cabeza.
—¿Significó algo para los demás?
—Estamos aquí, ¿no? Salimos con vida del sistema. Si Ilia no hubiese tomado una decisión, probablemente estaríamos todos hechos añicos y flotando a lo largo de varias horas luz alrededor de Resurgam.
—Espero que tengas razón. Yo, por lo menos ya la he perdonado.
Antoinette sabía que había sido Ilia la que había permitido que la plaga de fusión del Capitán devorase finalmente la nave. Cuando lo hizo, parecía la única opción para liberar a la nave de cualquier otro tipo de parásito. Antoinette no creía que Ilia hubiese tomado la decisión a la ligera. Igualmente, basándose en su limitado conocimiento de Ilia, no creía que las consideraciones acerca de los sentimientos de Capitán influyeran en su decisión.
—Es muy generoso por tu parte.
—Me he dado cuenta de que lo hizo por la nave. También de que en vez de eso podría haberme matado. Creo que deseaba hacerlo después de saber lo que le hice a Sajaki.
—Lo siento, pero eso fue antes de que yo llegara.
—Asesiné a un buen hombre —dijo el Capitán—. Ilia lo supo. Cuando me hizo esto, cuando me convirtió en lo que soy, sabía lo que había hecho. Hubiera preferido que me matase.
—Entonces ya has pagado por lo que fuera que hiciste —dijo Antoinette—. E incluso si no lo hiciste entonces, incluso si ella no hubiera hecho lo que hizo, no importa. Lo que cuenta es que salvaste a ciento sesenta mil personas de una muerte segura. Has reparado aquel crimen más de cien mil veces.
—¿Crees que es así como funciona el mundo, Antoinette?
—A mí me funciona, John, pero ¿qué sé yo? Solo soy la hija de un piloto espacial del Cinturón Oxidado.
Hubo un silencio. El Capitán, con el casco aún entre las manos, cogió el extremo del tubo rojo y lo conectó al enchufe en el lateral del casco. La interfaz entre el objeto real y la presencia simulada era inquietantemente perfecta.
—El problema es, Antoinette, que no sé si ha sido bueno salvar todas esas vidas para que ahora mueran aquí, en Ararat.
—No estamos seguros de si alguien va a morir. Hasta ahora los inhibidores no nos han alcanzado aquí abajo.
—De cualquier modo, os gustaría tener mayor seguridad.
—Debemos considerar lo impensable, John. En el peor de los casos tendremos que abandonar Ararat y vas atener que ser tú quien nos dirija.
Se colocó el casco, enroscándolo en el cuello del traje para que encajara en los mecanismos de cierre. La visera estaba aún levantada. El blanco de sus ojos eran dos brillantes medias lunas en la oscuridad de su cara. Números verdes y rojos se reflejaron en su piel.
—Has demostrado tener muchas agallas viniendo sola hasta aquí abajo, Antoinette.
—No creo que sea momento para cobardes —respondió ella.
—Nunca lo es —dijo él comenzando a cerrar la visera—. En cuanto a lo que querías de mí…
—¿Sí?
—Lo pensaré detenidamente.
Entonces se giró y caminó lentamente hacia la oscuridad. Una nube de polvo marrón rojizo se levantó borrándolo de su vista, como una tormenta en Marte.
Hela, 2727
El capitán ultra se llamaba Heckel y su nave,
Tercera Gasometría
. Había bajado en una lanzadera de casco rojo y un diseño muy anticuado: una tríada de esferas unidas con marcas de tarántula. Incluso para estándares actuales, Heckel le pareció a Quaiche un individuo extraño. El traje de movilidad que traía cuando subió a la
Lady Morwenna
era un armatoste monstruoso de cuero y latón, con juntas de fuelle de goma y placas metálicas con remaches. Tras las pequeñas pantallas para los ojos de su casco, protegidas por rejillas, se movían adelante y atrás unos limpiaparabrisas para quitar la condensación. Salía vapor de las articulaciones y los cierres mal cuidados. Le acompañaban dos asistentes que constantemente estaban abriendo y cerrando las escotillas del traje, manipulando controles y válvulas de latón. Cuando Heckel hablaba, su voz surgía de un órgano de tubos en miniatura que salía de la parte de arriba de su casco. Tenía que ajustar constantemente los mandos en su pecho para evitar que la voz sonase demasiado estridente o demasiado grave.
Quaiche no entendía nada de lo que Heckel decía, pero eso no era un problema: Heckel también había traído consigo a una intérprete. Era una mujer bajita con ojos de cachorro que vestía un traje espacial más moderno. Su casco se replegaba, doblándose como la cresta de una cacatúa para que todos pudieran ver su cara.
—Tú no eres una ultra —señaló Quaiche a la intérprete.
—¿Tiene eso alguna importancia?
—Simplemente me parece divertido, eso es todo. Así empecé yo, haciendo ese mismo tipo de trabajo.
—Eso debió de ser hace mucho tiempo.
—Pero siguen teniendo dificultades para negociar con los que son como nosotros, ¿a que sí?
—¿Nosotros, deán?
—Sí, humanos de base como tú y yo.
Ella disimuló bastante bien, pero Quaiche notó su reacción de sorpresa. Se vio a través de los ojos de ella: un anciano reclinado en un diván, mortalmente frágil, rodeado por una corte de espejos móviles, con los ojos pelados como una fruta. No llevaba las gafas de sol puestas.