La apertura que Vasko había encontrado era ligeramente mayor que las bolsas entre el desigual tejido de ramas y púas de hielo entrelazadas. Comenzaba a la altura del pecho con una apertura vagamente ovalada que parecía ensancharse ligeramente un poco más adentro. Era imposible predecir su profundidad.
—Dejadme ver —dijo Khouri con el cañón cruzado a su espalda mediante una correa colgada al hombro y el peso cargado en la cadera.
—Hay otras entradas, pero creo que esta es la más fácil —dijo Vasko.
—Pues vamos —dijo Khouri—. Apártate, yo voy primero.
—Espera —dijo Clavain. Khouri frunció los labios.
—Mi hija está ahí dentro. Que alguien vaya a buscar la incubadora.
—Sé cómo te sientes —dijo Clavain.
—¿Seguro?
La voz de Clavain sonó maravillosamente tranquila.
—Sí, lo sé. Skade se llevó una vez a Felka. Fui tras ella, igual que tú ahora. Creía que era la mejor forma de actuar. Pero ahora sé que fue estúpido y que estuve muy cerca de perderla. Por eso no debes ser la primera en entrar si quieres volver a ver a Aura.
—Tiene razón —dijo Escorpio—. No sabemos lo que nos encontraremos ahí dentro, o cómo reaccionará Skade cuando sepa que estamos aquí. Quizás perdamos a alguien, y a la única que no podemos arriesgarnos a perder es a ti.
—Pero aun así podéis ir a buscar la incubadora.
—No —dijo Escorpio—, se queda aquí fuera, a salvo de cualquier peligro. No quiero que se rompa en un tiroteo. Y si resulta que podemos solucionar esto negociando, siempre podemos volver a buscarla.
Khouri pareció entender su razonamiento, aunque no parecía muy contenta. Se retiró de la entrada del montículo.
—Iré la segunda —dijo.
—Yo iré delante —dijo Escorpio. Se dirigió a los dos agentes de la División de Seguridad—. Jaccottet irá detrás de Khouri. Urton se queda aquí con Vasko. Vigilad las barcas y estad atentos a cualquier otra cosa que pueda surgir de otras partes del hielo. En cuanto veáis algo inusual… —Hizo una pausa al ver cómo sus compañeros miraban a su alrededor—. En cuanto veáis algo realmente inusual… nos lo comunicáis.
Dejó que Clavain decidiera lo que prefería hacer.
Escorpio comenzó a sortear el bosque de púas. Las dagas y pinchos se rompían a cada movimiento, con cada respiración. El aire era una neblina constante de cristales iridiscentes. Con gran esfuerzo, se arrastró por la apertura. Su escasa estatura y sus cortos miembros lo hacían más difícil para él que para el resto. Las puntas de las cuchillas heladas rozaron su piel, no lo suficiente para cortarla, pero sí para arañarla dolorosamente. Notó otro pinchazo en su muslo.
Cuando atravesó el umbral aterrizó de pie al otro lado, se sacudió la ropa y miró a su alrededor. Por todas partes el hielo relucía con una intensidad azul neón. Casi no había sombras, solo diferentes intensidades de la misma radiación color pastel. Las púas abundaban aquí, al igual que las estructuras parecidas a raíces que formaban el contorno exterior. Se introducían bajo los pies, gruesas como tuberías industriales. Se recordó a sí mismo que aquí nada era estático: el iceberg seguía creciendo y esta oquedad podría durar tan solo unas horas. El aire era tan frío como el acero.
Tras él, Khouri hizo crujir el suelo. La punta del cañón Breitenbach pulverizó todo un abanico de estalactitas en miniatura en su balanceo. Otras armas, demasiado numerosas para detallarlas, colaban de su cinturón como trofeos reducidos.
—Lo que decía Vasko… —comenzó a decir—. El ruido grave. Ahora lo oigo yo también. Es como una vibración.
—Yo no oigo nada, pero eso no quiere decir que no sea real —reconoció Escorpio.
—Skade está aquí —dijo—. Sé lo que estás pensando, que quizás esté muerta. Pero está viva. Está viva y sabe que estamos aquí.
—¿Y Aura?
—No la noto todavía.
Clavain emergió en la cámara, eligiendo su camino a través de la apertura con la metódica lentitud de una tarántula. Sus delgados miembros, cubiertos por ropas negras, parecían hechos expresamente para ello. Escorpio advirtió que había logrado entrar sin romper nada. También se dio cuenta de que la única arma que Clavain parecía llevar era el cuchillo de hoja corta que se había traído de su tienda. Lo tenía agarrado en una mano, de forma que su hoja parecía desaparecer al ponerlo de canto.
Tras Clavain entró Jaccottet, mucho menos sigiloso. El agente de seguridad se detuvo para sacudirse los fragmentos de hielo de su uniforme. Escorpio se subió la manga dejando ver su comunicador.
—Blood, hemos encontrado una vía de entrada al iceberg. Nos estamos adentrando. No estoy seguro de qué pasará con las comunicaciones, pero mantente alerta. Malinin y Urton se han quedado fuera. Si todo lo demás falla, quizás podamos comunicarnos a través de ellos. Imagino que estaremos dentro de esta cosa unas dos horas, quizás un poco más.
—Ve con cuidado —dijo Blood.
Escorpio se preguntaba que qué significaba eso. ¿Blood preocupado? Las cosas debían estar mucho peor de lo que se temía.
—Lo tendré —dijo—. ¿Algo más que deba saber?
—Nada inmediatamente relacionado con vuestra misión. Hay informes de una mayor actividad malabarista de muchas estaciones de vigilancia, pero puede que solo sea una coincidencia.
—En este momento no creo en las coincidencias.
—Y…
mmm
… para animaros un poco, también hay informes acerca de luces en el cielo. Sin confirmar.
—¿Luces en el cielo? Esto se pone interesante.
—Probablemente no sea nada. Yo en tu lugar me olvidaría de todo. Concéntrate en el trabajo que tienes entre manos.
—Gracias. Un buen consejo. Bueno, colega, hablamos luego. Clavain había escuchado la conversación.
—¿Luces en el cielo? Quizás la próxima vez creas a este anciano.
—No he dudado de ti ni un instante —dijo Escorpio sacando una pistola de su cinturón—. Toma, coge esto. No soporto verte por ahí armado solo con ese ridículo cuchillo.
—Es un cuchillo muy bueno. ¿Te he contado que me salvó la vida en una ocasión?
—Sí.
—Es un milagro que lo conservase todo este tiempo. Sinceramente ¿no crees que los cuchillos resultan muy caballerescos?
—Personalmente —respondió Escorpio—, creo que es hora de dejar de pensar en caballería y empezar a pensar en artillería.
Clavain aceptó la pistola como se acepta un regalo por cortesía, un regalo que no termina de aprobar.
Se adentraron en el iceberg, siguiendo el camino que oponía menos resistencia. La textura del hielo, trenzada y enredada como un bosque muy descuidado, le recordó a Escorpio a alguno de los edificios de los bajos fondos de Ciudad Abismo. Cuando la plaga los alcanzó, sus sistemas de reparación y rediseño produjeron algo con la misma fecundidad orgánica. Aquí, parecía que el crecimiento del hielo estaba dirigido completamente por extrañas variaciones localizadas de la temperatura y las corrientes de aire. Entre un paso y el siguiente, el aire pasaba de congelar los pulmones a ser simplemente fresco y cualquier intento de navegar conforme a las corrientes estaba condenado al fracaso. En más de una ocasión había tenido la sensación de estar dentro de un enorme pulmón que respiraba. Pero el camino hacia el centro de color azul pastel estaba despejado, oculto de la luz del día.
—Hay música —dijo Jaccottet.
—¿Qué? —preguntó Escorpio.
—Música, señor. Ese ruido grave. Antes había demasiados ecos y no la distinguía. Pero ahora estoy seguro de que es música.
—¿Música? ¿Por qué cono iba a haber música?
—No lo sé, señor. Suena débil pero sin duda está ahí. Sugiero cautela.
—Yo también la oigo —dijo Khouri—, y yo sugiero que nos demos prisa, joder.
Se sacó una de las armas del cinturón y disparó a una de las columnas más gruesas que tenía delante, que explotó levantando una polvareda de mármol blanco. Atravesó las ruinas y levantó la pistola frente al siguiente obstáculo.
Entonces Clavain hizo algo con su cuchillo, que empezó a zumbar justo al límite del umbral auditivo de Escorpio. La hoja se volvió borrosa. Clavain la blandió atravesando una de las ramas más pequeñas, cortándola limpia y fácilmente. Siguieron avanzando, alejándose de la luz. En oleadas, el aire se volvía aún más frío. Se encogieron todo lo posible en sus ropas y hablaban solo cuando era estrictamente necesario. Escorpio dio gracias por llevar guantes, pero ahora parecía que no los tuviese puestos. Tenía que mirar de vez en cuando para cerciorarse de que aún los llevaba. Se decía que los hipercerdos sufrían el frío más que los humanos de base debido a una rareza de la bioquímica de los cerdos que los diseñadores no vieron la necesidad de rectificar. Andaba pensando en eso cuando Khouri habló, muy excitada. Se había adelantado al grupo a pesar de sus esfuerzos por retenerla.
—Ahí delante hay algo —dijo—, y creo que ahora noto a Aura. Debemos de estar muy cerca.
Clavain se situó justo detrás de ella.
—¿Qué ves?
—El costado de algo oscuro —dijo—. No es hielo.
—Debe de ser la corbeta —dijo Clavain.
Avanzaron otros diez o doce metros, empleando al menos dos minutos para ello. El hielo era tan denso que el pequeño cuchillo de Clavain solo podía cortar pequeñas partes y Khouri era lo suficientemente sensata como para no usar un arma tan cerca del corazón del iceberg. A su alrededor, las formaciones de hielo habían adquirido un nuevo e inquietante aspecto. La linterna de Jaccottet iluminaba intersecciones que parecían huesos o extrañas articulaciones fibrosas de hueso y cartílago. Más adelante, la densidad de las obstrucciones se estrechó. De pronto, estaban en el centro del iceberg. Una especie de tejado se plegaba sobre ellos, veteado y apoyado en enormes troncos de hielo escamoso que ascendían desde el suelo. La espesa maraña, como entretejida, también podía verse en el otro extremo de la cámara. En el centro se veían las ruinas de una nave.
Escorpio no se consideraba un experto en astronaves combinadas, pero por lo que sabía, la corbeta de clase morena era una lustrosa crisálida de un negro intenso. Debía tener forma afilada, como un horrible instrumento de interrogatorio. No debía tener ni rastro de juntas en la superficie de su casco, preparado para absorber la luz. Y sin duda la nave no debía estar apoyada en un costado, con el dorsal roto, abierta en canal como un espécimen diseccionado, con sus tripas congeladas en mitad de una explosión. El enredo de entrañas de la máquina no debería rodear al cadáver, ni tampoco los trozos del casco, afilados e irregulares como esquirlas de cristal, debían estar tirados alrededor de la nave accidentada, como una multitud de lápidas caídas.
Y eso no era todo lo malo que le pasaba a la nave. Estaba vibrando, emitiendo un ronroneo entrecortado en el límite de la frecuencia más baja que Escorpio podía oír, aunque más bien lo notaba en su estómago. Eso era la música.
—Esto no es nada bueno —dijo Clavain.
—Sigo notando a Aura —dijo Khouri—. Está ahí dentro, Clavain.
—No ha quedado casi nada de la nave donde guarecerse —le replicó.
Escorpio vio que por un instante la boca del cañón de Khouri apuntaba hacia Clavain. Fue solo un instante, y no había nada en la expresión de Khouri que sugiriese que estaba a punto de perder el control, pero aun así le dio qué pensar.
—Ahí sigue habiendo una nave —dijo Escorpio—. Puede que sea una ruina, Nevil, pero puede que haya alguien a bordo. Y algo está haciendo esta música. No deberíamos rendirnos todavía.
—Nadie iba a rendirse —dijo Clavain.
—El frío proviene de la nave —dijo Khouri—. Mana de ella como si estuviera sangrando frío.
Clavain sonrió.
—¿Sangrando frío? Ya te digo.
—¿Cómo?
—Es un viejo chiste, pero no tiene gracia en el norte. Khouri se encogió de brazos. Se acercaron a la nave.
Al final del pasillo descendente iluminado de verde que había sido invitada a recorrer, Antoinette encontró una cámara con eco de proporciones poco definidas. Estimó que había bajado unos cinco o seis niveles antes de que el pasillo se allanase, pero no tenía sentido intentar trazar su posición en su mapa de bolsillo de la nave. Ya le había demostrado que estaba completamente anticuado, incluso antes de que las apariciones la hubieran traído hasta allí.
Se detuvo, manteniendo la linterna encendida por ahora. La luz verde se filtraba por rendijas parecidas a las agallas en el techo. Dondequiera que apuntase con su linterna, encontraba maquinaria, enormes pilas oxidadas que llegaban tan lejos como podía penetrar la luz en la penumbra. La chatarra metálica contenía desde trozos curvos de cromado del casco, más altos que la propia Antoinette, hasta artefactos del tamaño de su pulgar cubiertos por una capa verde de corrosión. Entre medias había piezas de bombas de bronce y los miembros y órganos sensoriales estropeados de sirvientes de la nave, apilados en montones tambaleantes. El efecto producido era exactamente igual que si hubiera ido a parar al cuarto de los desechos de un matadero mecánico.
—Bueno, Capitán —dijo Antoinette. Con cuidado, depositó el casco en el suelo frente a ella—. Aquí estoy. Supongo que me has traído hasta aquí por algún motivo.
La maquinaria se agitó. Uno de los cacharros se movió como si lo empujara una mano invisible. El líquido de las piezas mecánicas fluía y giraba animado por las que aún funcionaban de los sirvientes que estaban incrustados en el osario. Los miembros articulados se contraían y flexionaban con un fascinante grado de coordinación. Antoinette contuvo la respiración; imaginaba que le esperaba algo parecido, toda una aparición de tipo tres, exactamente como la había descrito Palfrey, pero la realidad de la misma seguía siendo desconcertante. Desde tan cerca, el peligro potencial de la maquinaria parecía evidente. Había bordes afilados que podían cortar o seccionar, piezas articuladas que podían aplastar o lisiar. Pero la maquinaria no se le acercaba, sino que continuaba ordenándose y organizándose a sí misma. Algunos trozos caían al suelo, moviéndose nerviosamente. Los miembros sueltos se flexionaban y agarraban. Piezas de ojos miraban y parpadeaban. Los haces rojos de los láseres ópticos alumbraban desde su pira, cruzando inofensivamente el pecho de Antoinette: la estaban triangulando.
La pila se desmoronó. Una capa de líquido se derramó para revelar lo que se había estado ensamblando en el centro. Era una máquina, una acumulación de piezas con la forma esquemática de un hombre; el esqueleto, el armazón principal de la máquina, estaba compuesto por quizás una docena de miembros de sirvientes, unidos unos a otros por sus manipuladores. Se mantenía de pie guardando el equilibrio con pericia sobre las bolas de articulaciones de rótula. Los cables y líneas de alimentación estaban enrollados en la estructura como oropeles, atando las piezas sueltas. La cabeza era una destartalada aglomeración de piezas de sensores, colocadas de forma que vagamente sugerían las proporciones de una calavera humana y su cara. En algunos lugares, los cables seguían chisporroteando por cortocircuitos intermitentes. El olor a soldadura de metal caliente la golpeó de pronto, retrotrayéndola a la época en la que había trabajado en las entrañas del
Pájaro de Tormenta
bajo la atenta supervisión de su padre.