El Desfiladero de la Absolucion (40 page)

Read El Desfiladero de la Absolucion Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
6.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

En las horas siguientes, Vasko había hecho lo posible por preguntar tantas cuestiones como le fue posible, intentando rellenar las lagunas más embarazosas de sus conocimientos. No todas sus preguntas habían encontrado respuesta inmediata, ni siquiera por parte de Khouri. Pero Clavain le había dicho que los motores crioaritméticos no eran completamente nuevos, que la tecnología básica ya había sido desarrollada por los combinados hacia el final de su guerra contra los demarquistas. En aquella época, un único motor crioaritmético era un objeto tosco del tamaño de una mansión, demasiado grande para instalarlo en cualquier otra cosa que no fuera una gran aeronave. Todos los esfuerzos por producir una versión miniaturizada habían acabado en fracasos. Sin embargo, Aura les había mostrado cómo hacer motores del tamaño de una manzana. Pero seguían siendo muy peligrosos.

Los principios crioaritméticos se basaban en una violación controlada de la ley de la termodinámica. Era fruto de la computación cuántica, que empleaba un tipo de algoritmos descubiertos por un teórico combinado llamado Qafzeh en los primeros años de la guerra demarquista. Los algoritmos de Qafzeh, si se aplicaban correctamente a una arquitectura en particular de la computación cuántica, provocaban una pérdida de calor neto del universo local. Un motor crioaritmético era en esencia simplemente un ordenador que funcionaba con ciclos computacionales. Al contrario que los ordenadores normales, estos se enfrían más cuanto más rápido funcionaban. El truco, la parte realmente difícil, era evitar que el ordenador funcionase aún más rápido conforme se enfriaban, entrando en una espiral descontrolada. Cuanto más pequeño fuese el motor, más susceptible sería a este tipo de inestabilidad.

Quizás eso era lo que le había pasado a la nave de Skade. En el espacio, los motores habían estado trabajando para absorber el calor del casco de la corbeta, logrando que la nave desapareciese en el entorno cercano a cero de radiación cósmica. Pero la nave había sufrido daños, quizás se había cortado la delicada red de sistemas de control que vigilaban los motores crioaritméticos. Para cuando llegó al océano de Ararat, ya se había convertido en una bocanada de frío interestelar. El agua comenzó a helarse a su alrededor. Los extraños patrones y estructuras revelan la obscena violación de la ley física que estaba teniendo lugar.

¿Seguiría vivo aún alguien allí dentro? Vasko advirtió entonces algo. Quizás fue el primero en hacerlo. Era un sonido agudo casi al límite de lo audible, una sensación tan cercana al ultrasonido que casi no la percibía como un sonido propiamente dicho. Era más como algún tipo de datos que le llegaban a través de un canal sensorial que no sabía que poseía. Era como un canto. Era como si un millón de dedos rozaran un millón de bordes húmedos de copas de cristal. Apenas podía oírlo y sin embargo amenazaba con romperle los tímpanos.

—Señor —dijo Vasko—, oigo algo. El iceberg, señor, o lo que sea, está emitiendo un ruido.

—Es el sol —dijo Clavain al cabo de un momento—. Debe de estar calentando el hielo, tensionándolo de diversas formas, haciéndolo crujir y temblar.

—¿Puede usted oírlo, señor?

Clavain lo miró con una expresión extraña en su cara.

—No, hijo, no puedo. Últimamente hay muchas cosas que no oigo. Pero me fío de tu palabra.

—Acerquémonos más —dijo Escorpio.

A través de oscuros, húmedos y fríos pasillos de la gran nave sumergida, Antoinette Bax caminaba en solitario. Llevaba una linterna en una mano y el viejo casco plateado en la otra, con los dedos apretados alrededor de la apertura del cuello. Balanceándose delante de ella con la impaciencia de un perro de caza, el circuló dorado del haz de su linterna definía las inquietantes formaciones esculturales que forraban las paredes: aquí un arco que parecía estar hecho con vértebras, allí una masa de tubos intestinales retorcidos y nudosos. Bajo las reptantes sombras daba la impresión de que los tubos se retorcían y contorsionaban como serpientes copulando.

Una constante brisa húmeda soplaba desde las cubiertas inferiores y desde alguna distancia indeterminada, Antoinette oyó el sonido metálico de un mecanismo que vacilaba, quizás una bomba de sentina o tal vez la propia nave rehaciendo alguna parte de su propio tejido. Los sonidos se propagaban de forma impredecible a través de la nave y el ruido podía haberse originado igualmente a unos pasillos de distancia o a varios kilómetros hacia arriba o hacia abajo de la espiral.

Antoinette se subió el cuello del abrigo. Hubiera preferido tener compañía, cualquiera compañía, pero sabía que tenía que ser así. En todas y cada una de las ocasiones en las que había obtenido del Capitán algo que podía ser interpretado como una respuesta significativa, siempre había sido estando sola. Aceptó este hecho como prueba de que el Capitán estaba listo para presentarse ante ella y de que había un elemento de confianza, por muy pequeño que fuese, en su relación. Fuera cierto o no, Antoinette siempre había creído que ella tenía más oportunidades de comunicarse con el Capitán que sus compañeros debido a su historia. Ella había sido la dueña de una nave en el pasado y aunque era mucho más pequeña que la
Nostalgia por el Infinito
, en cierta forma también había estado embrujada.

—Háblame, John —había dicho en anteriores ocasiones—. Háblame, puedes confiar en mí como alguien que aprecia lo que eres.

Nunca había obtenido una respuesta inequívoca, pero si estudiaba todas las ocasiones en las que se había obtenido algún tipo de respuesta, por muy vacía de contenido que estuviese, le parecía que el Capitán era más proclive a hacer algo en su presencia. Contando con todas las apariciones, ninguna de ellas equivalía a un mensaje coherente. Pero ¿qué pasaría si la reciente serie de apariciones indicasen que había salido de su estado letárgico?

—Capitán —dijo ahora, sosteniendo el casco en alto—, nos ha dejado una tarjeta de visita, ¿verdad que sí? He venido a devolvérselo. Ahora debe mantener su parte del trato.

No hubo respuesta.

—Seré sincera con usted —dijo—. No me gusta estar aquí abajo. De hecho, me da mucho miedo. Me gustan las naves pequeñas y acogedoras, con una decoración que yo misma pueda elegir. —Iluminó a su alrededor, observando una masa globular colgante que ocupaba medio pasillo. Se agachó bajo las impresionantes burbujas negras, notando con los dedos su sorprendente calidez y suavidad.

—No, no me gusta nada. Pero, claro está, este es su imperio, no el mío. Lo único que digo es que espero que se dé cuenta de que me ha costado mucho bajar hasta aquí y que espero que haga que merezca la pena el esfuerzo.

No pasó nada. Aunque tampoco había esperado que sucediese a la primera.

—John —dijo, recurriendo a una mayor familiaridad—, creemos que algo puede estar sucediendo en el sistema. Creo que tú también puedes tener algunas sospechas al respecto. Te diré lo que pensamos, de todas formas, y así podrás decidir por ti mismo.

El carácter de la brisa cambió. Ahora era más cálida, con una irregularidad que le hizo recordar una respiración entrecortada.

—Khouri ha vuelto —dijo Antoinette—. Cayó del cielo hace un par de días. ¿Te acuerdas de Khouri? Pasó mucho tiempo a bordo, así que me sorprendería que no la recordases. Bueno, Khouri ha dicho que hay una batalla alrededor de Ararat, una tan terrible que en comparación la guerra entre combinados y demarquistas parece una guerra de bolas de nieve. Si dice la verdad, hay en liza dos facciones humanas y un intimidante número de lobos. ¿Te acuerdas de los lobos, Capitán? Viste como Ilia les atacaba con sus armas y viste el resultado.

Ahí estaba de nuevo. La brisa se había convertido en una débil succión. En opinión de Antoinette, eso ya la convertía en una aparición de tipo uno.

—¿Estás aquí conmigo?

Otro cambio en el viento. La brisa volvió, convertida en un aullido que le despeinó algunos mechones, azotando el pelo sobre sus ojos. Oyó una palabra susurrada en el viento: Ilia.

—Sí, Capitán. Ilia. ¿La recuerdas bien? Recuerdas el triunviro. Yo también. No la traté mucho tiempo, pero fue suficiente como para ver que no es el tipo de mujer que se olvida con facilidad.

El viento cesó. Lo único que quedaba era una persistente succión. Una voz baja y sensata le advirtió que se detuviese ahora. Había obtenido un resultado evidente: una aparición de tipo uno por definición y casi con seguridad (si no se había imaginado la voz) de tipo dos. Era suficiente por un día, ¿no? El capitán era muy temperamental. Según los informes que había dejado atrás, Ilia Volyova lo había empujado a episodios catatónicos en muchas ocasiones al intentar sonsacarle una respuesta más. A menudo, el Capitán había tardado semanas en recuperarse de esos encierros. Pero el triunviro había tenido meses o años para construir su relación de trabajo con el Capitán. Antoinette sabía que no tenía, ni mucho menos, tanto tiempo.

—Capitán —dijo—, voy a poner las cartas sobre la mesa. Los notables están preocupados. Escorpio está tan preocupado que se ha traído a Clavain de su isla. Creen que Khouri dice la verdad y ya han partido para ver si pueden rescatar a su bebé. Si es cierto, hay una nave combinada en nuestro océano y ha sido dañada por los lobos. Están aquí, Capitán. Ha llegado la hora de la verdad, y, o bien nos quedamos sentados viendo cómo se desarrollan los sucesos a nuestro alrededor, o pensamos en nuestro próximo movimiento. Estoy segura que entiende a lo que me refiero.

Abruptamente, como si una puerta o una válvula se hubiera cerrado de golpe en alguna parte, la succión desapareció. No había brisa, ni ruido, solo estaba Antoinette allí de pie en el pasillo con un pequeño charco de luz de la linterna.

—¡Joder! —exclamó.

Pero entonces, delante de ella, apareció una grieta de luz, hubo un chirrido metálico y parte de la pared del pasillo se abrió. Un tipo de brisa diferente cargada de nuevos olores biomecánicos golpeó su cara. A través de la apertura vio otro pasillo que se curvaba bruscamente hacia las cubiertas inferiores. Una luz entre dorada y verdosa, pálida como la de una luciérnaga, rezumaba de las profundidades.

—Supongo que tenía razón con lo de la tarjeta de visita —dijo Antoinette.

19

Ararat, 2675

Las barcas penetraron despacio en las aguas espesas del perímetro del contorno alrededor del iceberg y luego en el contorno propiamente dicho. Una ventisca de fragmentos de hielo salió despedida a ambos lados de los cascos de las barcas. Avanzaron diez o doce metros y entonces se detuvieron en seco mientras lo motores eléctricos bramaban.

Los cascos rectangulares habían abierto nítidos canales en el contorno, pero las grises aguas comenzaban a volverse sospechosamente quietas y perladas en cuanto cesaba el chapoteo. A Escorpio le recordó a la sangre coagulada por la forma en la que se volvía pegajosa y viscosa. Estimaba que en unos pocos minutos los canales volverían a estar completamente congelados de nuevo.

Los dos agentes de la División de Seguridad fueron los primeros en saltar de las barcas para comprobar que el hielo era lo suficientemente sólido como para aguantar el peso del resto del grupo. Los demás los siguieron un minuto después, llevando las armas y el equipo que podían cargar, pero dejando casi todo en las barcas, incluyendo la incubadora. La parte firme del contorno formaba un cinturón de tierra de cinco o seis metros en casi todo el perímetro del pico principal del iceberg. La enorme estructura cristalina se elevaba con una empinada pendiente frente a ellos. Escorpio, con su rígido cuello, tuvo dificultades para mirar a la cima durante más de unos instantes. Esperó a que Clavain desembarcase y luego se acercó a él. Ambos temblaban y golpeaban sus pies contra el suelo. El hielo que pisaban tenía una textura trenzada, con gruesas hebras tejidas en una especie de estera traicionera, a la vez resbaladiza e irregular. Debían dar cada paso con precaución.

—Esperaba algún tipo de bienvenida a estas alturas —dijo Escorpio—. Que no haya ninguna empieza a preocuparme.

—A mí también —dijo Clavain en voz baja—. No hemos hablado de esa posibilidad, pero Skade podría estar muerta. No creo que… —Su voz se fue apagando mientras señalaba con los ojos a Khouri, que estaba en cuclillas, ensamblando el resto de las piezas del cañón de Breitenbach—. No creo que ella esté preparada todavía para pensar en esa posibilidad.

—Crees que todo lo que ha dicho es verdad, ¿no?

—Estoy convencido de que encontraremos una nave ahí dentro, pero no, Khouri no tenía ningún motivo para pensar que Skade había sobrevivido al accidente.

—Skade es una superviviente —dijo Escorpio.

—Sí, ya lo sé, pero nunca pensé que yo desearía que fuese así.

—¿Señores?

Se giraron hacia la voz. Era Vasko. Había avanzado cierta distancia alrededor del contorno y estaba a punto de desaparecer tras la curva.

—Señores —dijo de nuevo, mirando a Escorpio y a Clavain respectivamente—, aquí hay una apertura. La había visto desde el mar. Creo que es la más grande de todo el perímetro.

—¿Qué profundidad tiene? —preguntó Escorpio.

—No lo sé. Unos pocos metros, al menos. Creo que podría deslizarme por ella con facilidad.

—Espera —dijo Escorpio—. Vayamos paso a paso, ¿vale? Siguieron a Vasko hasta la apertura en el hielo. Conforme se acercaban a la pared, era necesario agacharse para pasar por debajo o entre las púas horizontales que sobresalían, mientras se protegían los ojos con el dorso del brazo. Su instinto le decía a Escorpio que no debía dañar la estructura, pero era casi imposible ya que incluso pisando con gran cautela cerca de una espina a la vez que se protegía del filo cortante de otra, no podía evitar hacer añicos una docena de púas pequeñas. Éstas tintineaban al romperse en trocitos y desencadenaban una cascada de fracturas secundarias a varios metros de allí.

—¿Sigue cantándote? —le preguntó a Vasko.

—No, señor —respondió—, al menos no de la misma forma que hace un momento. Creo que era solo cuando el sol estaba amaneciendo.

—¿Pero aún oyes algo?

—No lo sé, señor. Es más grave, mucho más grave. Viene en oleadas. Quizás sea mi imaginación.

Escorpio no oía nada. Tampoco había oído al iceberg cantar antes. Ni tampoco Clavain, pero él era un anciano con los achaques de un anciano. Escorpio era un cerdo, con sus facultades tan en forma como siempre.

—Estoy listo para deslizarme dentro, señor.

Other books

Worst Fears by Fay Weldon
Ghost Memories by Heather Graham
Desperate Enemies 3 by Adam Carpenter
Highland Storm by Ranae Rose
The Vatican Pimpernel by Brian Fleming
The Pearl Heartstone by Leila Brown
Merciless Reason by Oisín McGann