El Desfiladero de la Absolucion (38 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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Los ultras los trajeron en sus naves como cargamento de pago y pretendían no tener interés en la situación local más allá de su inmediato valor comercial. Algunos pensaban que era cierto, pero Grelier los conocía mejor que la mayoría y creía que últimamente había visto algo extraño en sus ojos: un miedo que no tenía nada que ver con el margen de beneficios y sí mucho con su propia supervivencia. Ellos también habían visto cosas, suponía. Quizás solo vistazos fugaces: fantasmas acechando el borde del espacio humano. Durante años debían haberlas tachado de meras leyendas de viajeros, pero ahora, conforme dejaban de llegar noticias de las colonias centrales, empezaban a hacerse preguntas.

Ahora había ultras en Hela. Bajo los términos del comercio, sus astronaves no tenían permitido acercarse ni a Haldora ni a su luna habitada. Se congregaban en enjambres de estacionamiento al borde del sistema, enviando lanzaderas más pequeñas a Hela. Los representantes de las iglesias inspeccionaban las lanzaderas, asegurándose de que no llevaban ningún equipo de escaneo o grabación que apuntara hacia Haldora. No era más que un gesto protocolario que fácilmente podía ser sorteado, pero los ultras eran sorprendentemente obedientes. Querían seguir el juego por su necesidad de hacer negocio.

Quaiche estaba terminando sus negocios con un ultra cuando Grelier entró en la buhardilla.

—Gracias, capitán, por su tiempo —dijo con su espectral voz ascendiendo en espirales grises desde el diván de soporte vital.

—Lamento que no hayamos llegado a un acuerdo —respondió el ultra—, pero entenderá que la seguridad de mi nave es mi principal prioridad. Todos somos conscientes de lo que le pasó a la
Ascensión Gnóstica
.

Quaiche extendió sus dedos de finos huesos en un gesto compasivo.

—Fue horrible. Tuve suerte de sobrevivir.

—Eso tengo entendido.

El diván se giró hacia Grelier.

—Inspector general de Sanidad Grelier… te presento al capitán Basquiat, de la abrazadora lumínica
Novia del Viento
.

Grelier inclinó la cabeza educadamente hacia el nuevo invitado de Quaiche. El ultra no era tan extremo como otros que Grelier había conocido, pero seguía siendo raro e inquietante para un humano de base. Era muy delgado y pálido, como un insecto disecado y descolorido al sol, pero se mantenía erecto gracias a un esqueleto de soporte de color rojo sangre adornado con lirios plateados. Una gran polilla lo acompañaba revoloteando delate de su cara, abanicándosela.

—Es un placer —dijo Grelier, dejando en el suelo su maletín médico con el cargamento de jeringas llenas de sangre—. Espero que su estancia en Hela haya sido agradable.

—Nuestra visita ha sido fructífera, inspector general. No nos ha sido posible satisfacer el último de los deseos del deán Quaiche, pero por lo demás, creo que ambas partes están satisfechas con el resultado.

—¿Y el otro asuntillo que discutimos? —preguntó Quaiche.

—¿Los fallecidos en las arquetas de sueño? Sí, tenemos unas dos docenas de casos de muerte cerebral. En tiempos mejores habríamos sido capaces de restaurar la estructura neuronal con las intervenciones médicas adecuadas, pero ahora no es posible.

—Nosotros podemos libraros de ellos —dijo Grelier—. Así liberaréis las arquetas para los vivos.

El ultra se apartó la polilla del labio con un movimiento rápido.

—¿Le dais algún uso en especial a estos vegetales?

—El inspector general se interesa por sus casos —dijo Quaiche, interrumpiendo antes de que Grelier pudiera decir nada—. Le gusta probar procedimientos experimentales de reprogramación neuronal, ¿no es así, Grelier? —Miró claramente hacia otro lado, no esperando una respuesta—. Bueno, Capitán, ¿necesita alguna ayuda especial para regresar a su nave?

—No que yo sepa, gracias.

Grelier miró por la ventana de la buhardilla orientada al este. Al otro lado del tejado inclinado de la sala principal había una plataforma de aterrizaje en la que estaba aparcada una pequeña lanzadera. Era de color verde amarillento brillante, como un insecto palo.

—Buen viaje hasta el enjambre de estacionamiento, Capitán. Aguardamos el transbordo de esas pobres víctimas de las arquetas. Esperamos volver a hacer negocios con usted en un futuro.

El capitán se giró para irse pero se detuvo antes de salir. Hasta ahora no había reparado en el sarcófago ornamentado, dedujo Grelier. Siempre estaba ahí, de pie en la esquina de la habitación como un silencioso invitado más. El capitán lo miró fijamente mientras la polilla revoloteaba alrededor de su cabeza, y luego continuó su camino. Seguramente no tendría ni idea del terrible significado que tenía para Quaiche: el lugar de descanso final de Morwenna y un recuerdo siempre presente de lo que le había costado la primera desaparición.

Grelier esperó hasta estar seguro de que el ultra no regresaría.

—¿De qué iba todo esto? —preguntó—. ¿Qué era eso que no ha podido satisfacer?

—Las negociaciones habituales —contestó Quaiche, como si fuera un asunto menor—. Considérate afortunado por conseguir tus vegetales. Y ahora, Transfusiones, ¿no? ¿Cómo ha ido?

—Espera un momento. —Grelier se acercó a una de las paredes y accionó una manivela de latón. Las persianas se cerraron, dejando pasar solo finos rayos de luz. Entonces se inclinó hacia Quaiche y le quitó las gafas de sol. Quaiche normalmente las llevaba durante las negociaciones, en parte para proteger sus ojos de la claridad pero también porque sin ellas no tenía muy buen aspecto. Por supuesto, esa era precisamente la razón por la que a veces decidía no llevarlas puestas.

Bajo las lentes, abrazando la piel como un segundo par de gafas, tenía una estructura esquelética. Alrededor de cada ojo había un círculo del cual partían ganchos que tiraban de los párpados para mantenerlos abiertos. Había unos pequeños pulverizadores que rociaban los ojos de Quaiche cada pocos minutos. Habría sido más sencillo extirparle los párpados directamente, pero Quaiche tenía una vena penitente tan ancha como el Camino, y la incomodidad de la estructura le iba bien. Era un recordatorio constante de su necesidad de estar vigilante, no fuera a perderse una desaparición.

Grelier sacó un bastoncillo de algodón del botiquín de la buhardilla y limpió los residuos alrededor de los ojos de Quaiche.

—¿Qué pasa con las Transfusiones, Grelier?

—Luego. Primero dime de que iba ese asunto con el ultra.

¿Por qué querías que acercase su nave más a Hela?

Las pupilas de Quaiche se dilataron notablemente.

—¿Qué te hace pensar que era eso lo que le he pedido?

—¿No lo era? ¿Por qué si no iba a decir que era demasiado peligroso?

—Estás presuponiendo más de la cuenta, Grelier.

El inspector general terminó la limpieza y volvió a ponerle las gafas.

—¿Por qué ahora de repente quieres que se acerquen los ultras? Durante años has luchado por mantener a esos cabrones alejados, ¿y ahora quieres tener a una de sus naves a la vuelta de la esquina?

La figura del diván suspiró. Tenía más fundamento en la oscuridad. Grelier volvió a abrir las persianas para comprobar que la lanzadera verde amarillenta se había ido de la plataforma de aterrizaje.

—Era tan solo una idea —dijo Quaiche.

—¿Qué clase de idea?

—Ya sabes lo nerviosos que están los ultras últimamente. Cada día me fío menos de ellos. Basquiat parecía un ultra con el que podría hacer negocios. Esperaba poder llegar a un acuerdo con él.

—¿Qué tipo de acuerdo? —Grelier devolvió los bastoncillos al botiquín.

—Protección —dijo Quaiche—. Trayendo un grupo de ultras aquí para mantener al resto alejados.

—Es una locura —dijo Grelier.

—Es por seguridad —le corrigió su superior—. Bueno, ¿qué más da? No estaban interesados. Les preocupa demasiado acercar su nave a Hela. Este lugar los asusta tanto como los tienta, Grelier.

—Siempre habrá otros.

—Quizás… —Quaiche sonó como si todo este asunto le resultase ya aburrido, como si fuese una ocurrencia de media mañana de la que ahora se arrepentía.

—Me has preguntado por las Transfusiones —dijo Grelier arrodillándose para coger su maletín—. No ha salido como esperaba, pero le he extraído a Vaustad.

—¿El director del coro? ¿Pero no se supone que tenía que administrársela?

—Un pequeño cambio de planes.

La Oficina de Transfusiones era el departamento de la Torre del Reloj dedicado a la conservación, enriquecimiento y propagación de las innumerables cepas del virus derivadas de la infección original de Quaiche. Casi todo el mundo que trabajaba en la catedral llevaba ahora algo de Quaiche en su sangre. Había evolucionado durante generaciones, mutando y mezclándose con otros tipos de virus que habían llegado a Hela. El resultado era una caótica profusión de efectos posibles. Muchas de las otras iglesias se basaban, o de alguna manera habían sido originadas, por sutiles variantes doctrinales de la cepa original. La labor de la Oficina de Transfusiones era controlar el caos, aislando las cepas eficaces y doctrinalmente puras y eliminando el resto. Individuos como Vaustad eran frecuentemente usados para probar nuevos virus aislados. Si desarrollaban indeseables efectos secundarios psicóticos o de otro tipo, las cepas serían eliminadas. Vaustad se había ganado el puesto de conejillo de indias tras una serie de lamentables indiscreciones, pero se había vuelto cada vez más temeroso de los resultados de cada inyección de prueba.

—Espero que sepas lo que haces —dijo Quaiche—. Necesito las Transfusiones, Grelier, ahora más que nunca. Estoy perdiendo la fe.

La religiosidad de Quaiche estaba sujeta a terribles lapsos. Había desarrollado la inmunidad a la cepa más pura del virus, la que le había infectado antes de subir a bordo de la
Ascensión Gnóstica
. Una de las tareas principales de la Oficina de Transfusiones era aislar las nuevas cepas mutantes que aún eran capaces de hacer efecto en Quaiche. Grelier no lo había hecho público, pero cada vez era más difícil hallarlas.

Quaiche se encontraba en uno de esos lapsos. Aparte de con Grelier, nunca hablaba de perder la fe. Estaba ahí, formando parte indisoluble de él mismo. Únicamente durante estos lapsos podía Quaiche pensar en su fe como algo producido químicamente. Estos interludios siempre habían preocupado a Grelier. Precisamente cuando estaba tan indeciso era cuando resultaba más impredecible. Grelier se acordó de nuevo de la enigmática vidriera que había visto abajo, preguntándose si habría alguna conexión.

—Pronto estarás perfectamente —dijo.

—Estupendo. Lo necesito. Tenemos problemas a la vista, Grelier. Ha habido grandes desprendimientos de hielo en la cordillera de Gullveig que bloquean el Camino. Nos tocará despejarlo, como siempre. Pero incluso con el Fuego Divino, me preocupa que nos retrasemos con respecto a Haldora.

—Lo solucionaremos, siempre lo hacemos.

—Habrá que tomar medidas drásticas si el retraso se hace inaceptablemente largo. Quiero que la Fuerza Motriz esté lista para lo que les pida; incluso para lo impensable. —El diván se inclinó de nuevo, rompiendo su reflejo y volviéndose a formar en los espejos que se movían lentamente. Estaban instalados para dirigir la luz de Haldora hacia el campo de visión de Quaiche. Dondequiera que estuviese, veía el mundo con sus propios ojos.

—Lo impensable, Grelier —añadió—. Ya sabes a lo que me refiero, ¿no?

—Creo que sí —dijo Grelier, y luego pensó en sangre y también en puentes. También pensó en la chica que iba a traer a la catedral y se preguntó si, quizás, solo quizás, habría puesto en marcha algo que ya no sería posible parar.

Pero no lo haría
, pensó.
Está loco, no hay duda, pero no tanto, al menos no tan loco como para hacer que la Lady Morwenna atraviese el desfiladero de la absolución
.

18

Ararat, 2675

El mapa interior de la
Nostalgia por el Infinito
era un largo rollo de áspero papel amarillento, sujeto en un extremo por el cuchillo de Blood y en el otro con el casco plateado que Palfrey había encontrado. El rollo estaba cubierto por una densa maraña de líneas a lápiz y tinta. En algunos lugares había sido borrado y vuelto a dibujar tantas veces que el papel tenía la delgada traslucidez de la piel animal.

—Es mejor que nada —dijo Antoinette—. Lo hacemos lo mejor posible con los recursos limitados que tenemos.

—Está bien. —El cerdo había oído lo mismo cien veces durante la última semana—. Entonces, ¿qué nos dice esto?

—Nos dice que tenemos un problema. ¿Has interrogado tú a Palfrey?

—No. Escorp se encargó de hacerlo.

Antoinette manoseó el conjunto de joyería que colgaba de su oreja.

—Yo también he tenido una pequeña charla con él. Quería tantear el terreno. Resulta que prácticamente todo el mundo en el departamento de gestión de sentina está convencido de que el Capitán está cambiando su patrón de apariciones.

—¿Y?

—Ahora que hemos señalado en el mapa la última decena de apariciones, empiezo a pensar que tienen razón.

El cerdo miró el mapa con los ojos entornados. Su visión no estaba bien equipada para diferenciar las marcas color gris humo del lápiz bajo la tenue luz de la sala de reuniones. En realidad los mapas nunca habían sido su fuerte, incluso durante sus días bajo el mando de Escorpio en Ciudad Abismo. Allí no tenía mucha importancia. El lema de Blood siempre había sido que si necesitabas un mapa para orientarte por un barrio, estabas en un lío.

Pero este mapa era importante. Representaba a la
Nostalgia por el Infinito
, la misma espiral marina en la que se encontraban. La nave era un cono que se estrechaba gradualmente, lleno de intrincadas líneas verticales y horizontales, un obelisco grabado plagado de jeroglíficos entrelazados. Las líneas mostraban las plantas, los pasillos interconectados y las divisiones interiores más importantes. Las enormes bodegas de almacenaje de la nave eran cavidades sin marcas en el diagrama.

La nave tenía cuatro kilómetros de alto, así que no había lugar en el mapa para detalles a escala humana. Las habitaciones, por lo general, no estaban marcadas, a menos que tuvieran alguna importancia estratégica. Normalmente, incluirlas era un ejercicio sin sentido. Los lentos procesos de reorganización internos de la nave (completamente fuera del control de sus ocupantes humanos) habrían convertido tales esfuerzos en inútiles al cabo de unos pocos años.

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