Así que se dirigió a las oficinas del condado y pasó un par de horas buscando los archivos pertinentes y examinando todas las transacciones. No había muchos compradores. El doctor Bellamy y su esposa vivieron en la casa hasta que ambos murieron en 1918. ¿Por la epidemia de la gripe? Sus hijos trataron de conservarla, al parecer, hasta 1920, pero entonces la vendieron por nueve mil dólares. Un precio muy bueno en aquella época. Después de eso la casa fue no residencial durante un tiempo, significara aquello lo que significase, y a mediados de los años treinta fue un casero tras otro alquilando apartamentos cada vez más pequeños a inquilinos cada vez más pobres.
Aburrido. Era la familia Bellamy la que interesaría al comprador. Y por eso Cindy cruzó la calle hasta la biblioteca principal y buscó los microfilmes de los periódicos de la época. No había ningún índice, pero sabía qué páginas quería: los ecos de sociedad. En efecto, había noticias sobre los Bellamy continuamente. Les encantaban las fiestas. Veladas, bailes, recepciones casi semanales, a veces dos o tres en la misma semana. Y aparentemente había que tener auténtico caché para recibir una invitación de los Bellamy. Las intensas celebraciones continuaron hasta principios de siglo, pero luego se convirtieron en un baile y una recepción anual. Bueno, eso le permitiría contarle al comprador que la casa Bellamy fue el sitio de moda de la alta sociedad de finales del siglo XIX.
Le dolían los ojos de mirar los microfilmes. Como siempre después de una de esas maratones de investigación, se burló de su propia obsesión. ¿Cómo podía una agente inmobiliaria esperar de verdad ganarse la vida si se tomaba el día libre? Este comprador parecía ansioso, el vendedor le había dado carta blanca en el precio, ¿por qué tenía que investigar cuando el trato estaba prácticamente hecho?
Porque amaba las casas, por eso. Amaba las casas y a la gente que vivía en ellas y los barrios que crecían de la nada y albergaban familias e hijos. Cindy consideraba que las casas eran el tronco del árbol, y las personas las hojas que brotan de ellos hasta que el barrio está abarrotado. Entonces las hojas envejecen y caen, el barrio se deteriora, pero el tronco permanece, hasta que otra generación de hojas pueda crecer y desarrollarse.
Casi nunca le decía esto a nadie, claro, porque la miraban como si estuviera loca o se burlaban de ella como había hecho Ryan. Y tenían razón. Pero no tenía intención de cambiar de costumbres ni de forma de pensar. Si no podía ser ella misma vendiendo bienes raíces, entonces los bienes raíces podían venderse ellos solitos.
Don Lark llegó a su cita con cinco minutos de antelación. Cindy supo de inmediato que debía de ser el hombre que había llamado desde la cabina, y no sólo por sus ropas de trabajo y su pelo despeinado. Entró y echó un vistazo en derredor y no dijo nada cuando la recepcionista le preguntó en qué podía ayudarle. Ni siquiera mostró signos de haberla oído, al menos durante unos instantes. Sólo cuando divisó a Cindy mirándolo desde su mesa al fondo de la sala se volvió hacia Leah y le dijo algo. Desde su mesa de recepción, Leah apuntó con una uña pintada a Cindy y el hombre asintió y Cindy pensó: No le importa causar buena impresión. No se apresura a congraciarse con la gente. Se toma su tiempo calibrando una situación y luego encuentra la forma más directa de llegar a su objetivo.
Cindy no tenía en realidad ninguna estrategia para tratar con gente como él. Los que iban de simpáticos requerían que se mostrara visiblemente impresionada con ellos, los ooh y aah sobre su gusto y juicio. Los tipos duros, por otro lado, habrían ignorado por completo a Leah y se habrían encaminado directamente hacia la mesa de Cindy tras localizarla. Con ésos trabajaba a la contra, diciéndoles por qué la casa que quería que compraran no estaba dentro de su gama de precioso, o tenía un montón de extras que no querían pagar. Cindy no contaba estas estrategias de venta como hipocresía. La gente que buscaba casa se exponía emocionalmente, y lo que Cindy hacía era alimentar su necesidad. Si alguna vez hacía un video motivacional, ésa sería la frase que emplearía. Alimenta su necesidad.
Este hombre, sin embargo, era del raro tipo que sabía lo que quería pero no tanto como para exigirlo o suplicarlo o lastimar a nadie en el proceso de conseguirlo. Lo cual significaba que todo lo que ella podía hacer era mostrarle la casa y responder a sus preguntas y, si decidía que quería comprar, ayudarle a llegar a un acuerdo. No había ninguna estrategia. En vez de tratar con su niño interior, podría hablar directamente con su adulto interior. Esos clientes rara vez aparecían, pero ella siempre se alegraba cuando lo hacían.
Así que su sonrisa fue genuina cuando se levantó y le ofreció la mano y le dijo su nombre.
—Don Lark —respondió él. Su apretón de manos fue firme pero breve—. Esa casa de Baker.
—¿Su coche o el mío? —preguntó ella.
—Que cada uno lleve el suyo.
Cindy miró a Ryan, que meneó la cabeza y puso los ojos en blanco. La teoría de Ryan era que si alguna vez un cliente se negaba a viajar en el mismo coche contigo, era que no iba a haber ninguna venta. La teoría de Cindy era que significaba que tenían que ir a algún sitio después y no querían tener que regresar a la agencia inmobiliaria.
—Bien —dijo Cindy—. Pero tengo que advertirle: encontré una llave que creo que es la de la cerradura, pero el archivo lleva tanto tiempo inactivo que no estoy segura de que sea la adecuada o que aún funcione siquiera.
Don asintió.
—Si no encaja, ¿qué va a hacer?
—Llamar a un cerrajero, supongo.
—Vamos —dijo él.
Cindy estaba segura de que si la llave no encajaba, él abriría la puerta antes de que pudiera llamar a un cerrajero. Pero no lo dijo ahora mismo porque eso llevaría a una discusión innecesaria. Naturalmente, asumía que ella se pondría a discutir con él sobre leyes y reglas y daños a la propiedad del cliente. Bueno, también podía ser paciente, y dejarle averiguar que no tenía los miedos y pasiones típicos de los burócratas cuando llegaba la ocasión.
Mientras subía a su Sable, ostentosamente modesto entre los BMW y los Lexus, advirtió que aunque la camioneta de él parecía en efecto que se usaba para trabajar de verdad, el motor arrancó con suavidad y firmeza. Eso reafirmó su impresión sobre él: No le importa qué aspecto tienen sus herramientas, pero se asegura de que funcionen a la perfección. Y por primera vez la idea pasó por su mente: No puede estar casado si no tiene teléfono.
Inspección
Cindy había pasado por delante de la casa Bellamy al volver de la biblioteca, pero no tuvo tiempo para pararse. Ahora, mientras se acercaba, trató de verla como la vería un hombre como Don Lark. Ignoraría el patio desvencijado. La pintura descascarillada y las zafias pintadas no significarían nada para él. Aparte de eso, la casa tenía buen aspecto. Nada hundido. Los rebordes de madera casi intactos. El tejado era viejo, pero no una ruina. Don Lark tenía capacidad para ver una buena casa por debajo de un exterior ajado. Una mujer divorciada de mediana edad podría desnudarse ante un hombre como Don Lark.
No pienses así, se dijo severamente.
Cuando bajó del coche, Don ya estaba hablando con un hombre en el jardín delantero.
—Cindy Clayborne, le presento a Jay Placer, un aparejador que examina casas para mí.
Cindy sonrió y le estrechó la mano a Jay. Era un poco más joven que Don, y sus suaves manos y su cuerpo mostraban que tenía un trabajo de oficina y no hacía nada en su tiempo libre que pudiera ponerlo en forma. No importaba: Cindy mantenía una clara distinción mental entre los hombres que estaban en forma porque tenían trabajos de verdad, y los que lo estaban porque tenían dinero y ego para pasarse muchas horas haciendo actividades masculinas caras. El padre de Cindy era bombero y se dedicaba a empapelar paredes en su tiempo libre. Ella respetaba a un hombre como Don, cuyas manos ásperas eran fruto del trabajo duro. También respetaba a un hombre como Jay, cuyo cuerpo blando también era fruto de trabajar duro en un tipo distinto de trabajo. Lo respetaba, pero por desgracia nunca se había sentido atraída por su tipo. Era la tragedia subyacente en los cómics de Dilbert, lo que hacía que no pudiera disfrutarlos. Siempre quería gritarle a Dilbert: ¡Sal de la oficina y ponte a vertir hormigón en alguna parte!
Cindy los condujo a la puerta principal. La cajetilla de seguridad no estaba demasiado oxidada; una sorpresa, considerando los muchos años que había estado sometida al clima de Greensboro, que oscilaba de lluvias intensas a una humedad opresiva, pero siempre implicaba corrosivas cantidades de humedad. Y la llave que había encontrado entró perfectamente en la cajetilla y la abrió.
—Bien —dijo—. Conseguido.
Cogió la llave que colgaba dentro de la cajetilla y descubrió que no encajaba en el grueso candado Yale que colgaba de un pestillo en la puerta delantera. Se quedó de piedra.
Don extendió la mano hacia la llave. Ella se la entregó. Se agachó y la insertó en la cerradura de la puerta misma. Encajó perfectamente, y la cerradura se abrió. Por desgracia, eso no hizo nada con el enorme candado.
—No puedo creer que pusieran la llave de la puerta en la cajetilla pero no la llave de ese candado.
—Parece obvio que colocaron el candado después de que la gente dejara de usar esa cajetilla —dijo Jay—. Probablemente el dueño lo mandó instalar para mantener a raya a vándalos y vagabundos.
Don se dirigió a su camioneta. Volvió con una palanqueta de aspecto temible, cuya hoja introdujo bajo el borde del pestillo de la puerta. La echó hacia atrás y subió un lado; deslizó la hoja bajo el pestillo y lo hizo girar con un solo movimiento. Los tornillos arrancaron pedazos de madera de la puerta.
—Ya no hace falta llamar al cerrajero —dijo Cindy.
—Lo arreglaré tanto si compro la casa como si no —dijo Don—. No era un candado muy seguro de todas formas.
Colocó la mano sobre la puerta y la abrió fácilmente de un empujón.
—¿Es la misma técnica que usas con las mujeres, Don? —preguntó Jay—. ¿Les muestras la palanqueta y se abren de inmediato?
Así que Jay era el tipo de hombre que sentía la necesidad de hacer comentarios machistas de mal gusto delante de las mujeres. Lo siento por ti, Dilbert, pensó Cindy. No es que a Cindy le molestara especialmente el chiste, pero en esta época de corrección política un hombre que hablaba así delante de las mujeres o bien trataba deliberadamente de ser ofensivo o era tan ajeno a la cultura que le rodeaba que tendrían que comprobar su actividad cerebral.
El vestíbulo de la entrada estaba sucio, con una puerta a cada lado que conducía a los dos apartamentos de la planta baja. Todo el fondo del vestíbulo estaba ocupado por una amplia escalera, altísima, que conducía directamente a la primera planta. La alfombra de la escalera estaba gastada hasta revelar la capa interior en el centro.
Jay se dio la vuelta, midiendo el contorno. Dio un golpecito en la pared a la derecha de la escalera, en la cara norte de la casa.
—Con la puerta descentrada como está, esto tiene que ser el muro maestro porque está cerca del centro de la casa. La otra pared fue añadida para dividir el otro apartamento, probablemente en los años treinta, a juzgar por el travesaño sobre la puerta.
—¿Escaleras originales? —preguntó Don.
—Tienen que serlo —contestó Jay. Saltó sobre el primer escalón, el segundo, el tercero, aterrizando con fuerza—. Es imposible que un casero avaricioso colocara una escalera tan ancha o tan sólida. ¡Sigue como una roca! Alguien sabía construir cuando levantaron esta casa.
—El doctor Bellamy era arquitecto aficionado —dijo Cindy.
—¿Quién? —preguntó Jay.
—Callhoun Bellamy, el hombre que mandó construir la casa. La diseñó él mismo para su nueva esposa. Preparada justo a tiempo para que cruzara el umbral en sus brazos en 1874. Imagino que no perdió de vista a los contratistas mientras la construían.
—Si tuvo que hacerlo —dijo Jay—. Entonces la gente se enorgullecía de su trabajo. No había que vigilarlos continuamente para impedir que te sisaran o se escaquearan. Les avergonzaría colocar una escalera que crujiera o se hundiera.
—De todas formas tuvo que poner el dinero —dijo Don—. ¿Qué te parece, tres vigas de soporte o cuatro?
—Yo diría que cuatro —dijo Jay—. O tres realmente gruesas. Hoy en día si pones una escalera tan pesada, se te acusa de ahogar al cliente con materiales innecesariamente caros. Así que los ponen baratos y se quejan de que la escalera da botes cuando la suben o la bajan corriendo. Ya sabes.
Las puertas de los apartamentos no estaban cerradas con llave, y los apartamentos que había detrás estaban tal como Cindy esperaba. Viejos muebles ajados que obviamente habían sido utilizados por vagabundos o animales pequeños (o ambos), lo que probablemente fue la causa de la instalación del candado en la puerta principal. Rectángulos marcados en las paredes mostraban el sitio donde antes había cuadros o pósters. La pintura había sido aplicada sin ganas sobre el papel de la pared, que había sido aplicado sobre un papel aún más antiguo, todo puesto con bordes solapados de forma que feas arrugas asomaban en las paredes bajo la fea pintura.
—¿Es que este sitio lo redecoró un ciego? —preguntó Cindy.
—La pintura no era de este color en origen —dijo Don—. Es de las baratas que se gastan tan rápido que hay que terminar de pintar en un día o se puede ver la línea divisoria de las encaladas.
—¿De qué color pintaron en origen? —preguntó ella.
—Uno aún más feo —contestó Jay—. Apuesto a que lo hicieron en los setenta. Tenemos suerte de que el dueño fuera demasiado avaro para poner una moqueta, o estaríamos mirando tonos verdes o naranja.
—¿Eso que huelo es moho o un animal muerto? —preguntó Cindy.
—Sólo el olor del mal gusto aplicado de forma liberal —dijo Jay.
Así que tal vez no era un cerdo machista. Tal vez era sólo un tipo al que le gustaba hacer chistes.
Estaban en el apartamento norte, que Jay decidió que debía de ser la sala de estar original, mientras que la habitación del otro lado puede que fuese una consulta o una biblioteca o un estudio o incluso un dormitorio en la planta baja si había una suegra o un sobrino o algo. Don atravesó la puerta que conducía a un pasillo oscuro y apretado que daba a unos dormitorios pequeños y estrechos.
—El vestíbulo y los dormitorios no son originales, naturalmente —dijo Hay—. Esto debió de ser el comedor. Bastante grande, por cierto. ¡Nada menos que cuatro ventanas!