Hasta aquel día de agosto de 1997 en que Don Lark pasó con su camioneta Ford roja algo desvencijada, y luego dio la vuelta y pasó a echarle otro vistazo. Aparcó en Baker Street, se bajó de la camioneta, y caminó hasta la casa, calibrándola. Encontró el cartel caído de SE VENDE, le dio la vuelta, y anotó el nombre y el número de la agencia inmobiliaria.
La empresa había cambiado de nombre dos veces desde que se cayó el cartel, pero el número de teléfono seguía siendo el mismo. Desde la cabina del Bestway en Walker, Don le explicó a la mujer al teléfono que el único cartel de SE VENDE de la propiedad tenía el número de su agencia.
—Lo siento, pero no tenemos una lista activa para esa dirección.
—¿Y una lista pasiva?
—Me temo que no entiendo lo que…
—No me importa quién la tiene en lista, señora. Son ustedes una agencia inmobiliaria, ¿no? Y las agencias inmobiliarias pueden buscar quiénes son los dueños de las propiedades y decirle a los compradores, o sea, a mí, quién es el dueño y si quiere vender y por cuánto. ¿Le suena familiar algo de esto?
—No tiene por qué ponerse así, señor.
—Lo siento, no pretendía ofenderla, señora. Sólo quiero informarme sobre esa propiedad y no fui yo quien pintó su número de teléfono en el cartel.
—Espere, por favor.
Esperó. Tuvo que meter otra moneda de cuarto de dólar, así que esperó un rato. Y luego otra mujer se puso al teléfono.
—Al habla Cindy Claybourne, ¿puedo ayudarle?
—¿Es usted agente inmobiliaria?
—Eso espero. —Era una voz alegre, que agradeció oír.
—Me llamo Don Lark, y me interesa una propiedad en ruinas que hay en la esquina de Baker y Motley. El cartel de SE VENDE tenía su número de teléfono escrito, pero era viejo y se cayó hace mucho tiempo. La recepcionista dijo que no tenían la casa en lista. En una lista activa, al menos.
—Bueno, parece un misterio.
Don recordó al reverendo Gardiner de su infancia, que solía responder a sus interminables preguntas diciendo: «Bueno, supongo que es un misterio».
—¿Necesitaremos un mensajero divino para resolverlo? —preguntó, sonriendo.
—No, más bien a Sherlock Holmes. Con mucho gusto le buscaré esa propiedad. ¿Puede darme su número?
—Podría si tuviera uno.
—¿Un número de empresa entonces?
—Como decía, soy un comprador legítimo, con dinero en el banco, no se preocupe por eso, lo que pasa es que no tengo teléfono. Así que tendré que llamarla o pasarme a verla.
—Cada vez más y más misterioso —dijo ella—. ¿Mañana por la tarde a las cinco? ¿Aquí en la oficina?
—¿Dónde es aquí?
Ella le dio la dirección. Don le dio las gracias y colgó. Luego volvió a la camioneta y regresó a la casa Bellamy.
Don Lark no veía lo que la mayoría de la gente veía al mirar la casa de ensueño de Calhoun Bellamy. El patio cubierto de matorrales, la pintura descascarillada por el tiempo, las ventanas cubiertas por tablones, las pintadas a medio tapar eran casi invisibles para él. Lo que veía era un tejado bastante bueno, casi milagrosamente bueno, considerando el obvio deterioro de la casa. Eso significaba que el interior no tenía por qué estar empapado y estropeado. Y ni el tejado ni el porche se habían hundido, lo que indicaba una estructura recia sobre unos cimientos sólidos. Era una casa fuerte.
Recorrió de nuevo la propiedad, buscando signos de termitas, grietas que hubiera que sellar, e información práctica sobre las conexiones de luz y agua. Una rampa para carbón en la parte de atrás le informó de dónde estaba el callejón de reparto; en cuanto a la antigua caldera de carbón, Don supuso que seguiría en el sótano (¿quién podría mover semejante monstruo?), pero que no se utilizaba desde hacía al menos cincuenta años. Y estaba bien así. No había razón para sentir nostalgia por los viejos tiempos del carbón. En una casa que Don había reparado unos cuantos años antes, sintió curiosidad, trajo un puñado de carbón, y encendió la caldera. Además de manchar todo de negro cuando consiguió arrancarla, una sorprendente can dad de hollín salió por la chimenea. Los copos que caían parecían ceniza del monte St. Helen. No era extraño que la gente hubiera dejado de utilizar carbón en el momento en que tuvo a su alcance calefacción por gas o aceite. Este material hacía que los humos de los coches parecieran limpios y saludables.
Cuanto más miraba la casa, más le gustaba. Los acabados de la madera estaban hechos con gusto y, a pesar de la pintura gastada, habría que cambiar muy pocos. Donde un tablón o dos se habían ajado o caído de las ventanas, pudo ver que el cristal original seguía intacto todavía. ¿Dónde estaban los niños del barrio con sus piedras? Al parecer terminaron de colocar los tablones antes de que los vándalos pudieran ponerse manos a la obra. El trabajo que esa casa requería era enorme, pero merecía la pena. Quien construyó ese lugar había usado solamente los mejores materiales, y los obreros lo habían tratado como una obra de amor. Restaurarlo a su antigua gloria sería un trabajo duro e intenso, de meses y meses. Pero cuando terminara, la casa sería magnífica.
Quiero este sitio
. Don odiaba tener que admitirlo: sabía que probablemente pagaría más de lo que valía. Pero claro, después de tantos años de descuido, era posible que el dueño se alegrara de quitarse la casa de encima. El precio podría ser lo bastante bajo para Don: tal vez podía pagarlo en efectivo en vez de pedir un préstamo al banco. Con su última reparación había ganado casi cien mi dólares. Si la casa le salía por menos de cincuenta mil, le quedaría suficiente para materiales, la subcontrata ocasional, y sus propios gastos controlados durante el año que tardaría en renovarla. Se acabaron los préstamos, se acabaron los bancos, se acabó el dinero tirado por la alcantarilla de los intereses.
Y entonces, como siempre cuando empezaba a sentirse bien, recordó un par de ojos que nunca verían esa casa, un par de pies que nunca recorrerían sus suelos y escaleras, una voz que nunca se oiría llamándolo desde las cavernas de alto techo de las habitaciones o desde el exterior del patio recién reparado.
Regresó a la camioneta. Empezaba a anochecer. Se dirigió a un apeadero en la I-40, pagó un par de dólares por una ducha, comió una cena de porquería en el restaurante, y durmió en la trasera de la camioneta, acostado entre sus herramientas.
Vendedora motivada
Hizo falta un poco de investigación (más de la que justificaba la posibilidad de una venta), pero Cindy Claybourne se interesó en el proyecto, así que lo llevó adelante. ¿Por qué había elegido una profesión en la que podía ser dueña de sus horas, sino por tener la libertad de pasar unas cuantas de esas horas haciendo algo por sí mismo, y no sólo por dinero? No tenía ninguna cita esa mañana. Los archivos de la agencia y los archivos de propiedad de las oficinas del condado de Guilford estaban abiertos para ella. Y así empezó a descubrir la historia de la casa Bellamy.
La historia reciente llegó primero. Un propietario que estaba ansioso por vender rápido una propiedad que se deterioraba: los estudiantes que alquilaban los apartamentos fueron avisados de que la casa no estaría disponible a partir de otoño; a mediados de verano, todos se marcharon. Pero no hubo compradores, no al precio pedido. El dueño se mudó a Florida. Al principio telefoneaba de vez en cuando. Pero la agente encargada de la propiedad se trasladó con su marido a Atlanta; la siguiente agente fue despedida por inutilidad general; y el agente que vino después era un tipo impulsivo a quien no interesaban las propiedades que no se vendían rápidamente. Gente de paso. Cindy conocía el tipo, no le gustaban mucho, y lamentaba el daño que los agentes volátiles le hacían a la profesión. Rebañaban el pastel, vendían las casas que cualquier tonto podía comprar, y luego dejaban los proyectos difíciles a agentes de verdad como ella. El resultado era que los agentes más implacables y desvergonzados ganaban más dinero. Qué sistema.
Y la casa Bellamy era un claro ejemplo de lo que podía pasarle a una propiedad que trataban de esa manera. El dueño no quería perder más dinero con la casa arreglándola. Pero tampoco quería bajar el precio. Cada vez que lo bajaba por fin, era demasiado poco y demasiado tarde.
Todo eso fue antes de 1992, cuando Cindy entró en la empresa. Durante años el archivo había permanecido intacto. El dueño, por lo que sabía, podía estar muerto. Así que… lo llamó.
Para su sorpresa, no sólo no estaba muerto, sino que incluso respondió al teléfono.
—¿Ese montón de basura? —dijo el viejo—. Cada año, cuando pago los impuestos, me dan ganas de vomitar.
—Bueno, tengo un comprador potencial.
—Tiene que estar de guasa. ¿La casa no se ha desmoronado? ¿No acabó con ella el huracán Hugo?
—Todavía está en pie.
—Bien, noventa mil dólares y ni un céntimo menos.
—Ya bajó usted el precio a ochenta y cuatro mil novecientos en el año 89.
—¿Eso hice?
—Y no se vendió entonces a ese precio.
—¡Ya lo sé, ya! No me diga cuál es mi negocio. ¡Es una propiedad valiosa!
Con una sonrisa en la voz, Cindy ignoró su advertencia.
—Una propiedad vale lo que están dispuestos a pagar por ella. Si nadie paga, entonces vale lo que produce la tierra. Si no produce nada y nadie paga por ella, entonces la propiedad no vale nada.
—¿Está decidida a insultarme diciéndome lo que ya sé?
—Lleva usted diez años ya pagando impuestos por esa casa, sin ganarle nada y sin acercarse a una venta. ¿Quiere venderla o quiere llevársela con usted cuando se muera?
Durante un momento a Cindy le pareció que el hombre iba a explotar, tan furioso estaba. Lo dejó hablar sobre su mala educación y su estupidez durante unos quince segundos. Luego colgó el teléfono y dio un sorbo de la botella de Poland Spring que tenía sobre la mesa. Un minuto. Miró el
News and Record
, pasó al crucigrama, se entretuvo con él unos dos minutos, y luego cogió el teléfono y marcó rellamada.
—Me ha colgado —dijo él.
—¿Era usted? —dijo ella—. Me pareció que no quería vender la propiedad. ¿Pero por qué demonios una persona así estaría hablando con una agente inmobiliaria?
El hombre se rió sin ganas.
—Es usted muy graciosa.
—En realidad no —dijo Cindy—. Es que no me importa. No me llevo una comisión si se enfada y me despide como agente. Pero claro, tampoco me llevo comisión si la propiedad de queda allí tirada porque el dueño tiene una visión completamente irreal de su valor.
—Bien, ¿cuál cree que es su valor?
—Creo que el valor es lo que ofrezca el comprador.
—¿Está loca? ¿Va a aceptar la primera oferta?
—No entremos en el tema de quién está loco o no —dijo Cindy—. Seamos realistas. No han preguntado por esa casa desde hace años. Cada semana que espera usted para venderla, menos valor tiene. Por lo que sé, el único interés de este cliente es derribarla y construir algo nuevo en el solar.
—¿Una casa antigua tan preciosa como ésa? ¡Sería un pecado!
—No peor que dejarla morir lentamente, como está usted haciendo.
—Muy bien, voy a decirle una cosa. Baje el precio lo que quiera por debajo de ochenta mil. Pero por cada mil que rebaje, su comisión bajará un tanto por ciento.
—Tengo una idea mejor. Mi comisión en esto serán ocho mil dólares, no importa qué precio reciba por la casa.
—¿Qué? ¿Está usted loca?
—No para usted de preguntarme lo mismo —dijo Cindy—. Pero es usted quien decidió empezar a cambiar las reglas sobre las comisiones. Así que lleguemos a un compromiso y ciñámonos al acuerdo original sobre mi comisión. ¿Qué me dice?
—Menos mal que soy un caballero, o le diría a la cara lo que estoy pensando.
—Cuando reciba su cheque y deje de tener que pagar impuestos por esa casa vacía, entonces lo que pensará de mí es que soy una agente cojonuda que por fin hizo lo que ningún otro agente ha logrado hacer: librarlo de esa casa. Puede que incluso se dé cuenta de que el principal obstáculo que tuve que superar fue un dueño testarudo que no tiene ni idea de cómo está el mercado inmobiliario en Greensboro.
—¿Cómo sé que no es usted la compradora? ¿Cómo sé que no va a bajar el precio para engañarme?
—Le diré cómo lo sabe usted. Porque cuando empieza a insultarme no estoy dispuesta a soportarlo.
Y una vez más le colgó.
En la mesa de al lado, Ryan Bagatti le sonrió.
—Me muero de ganas de ver la cinta motivacional que te enseñó esa técnica. Sean Penn y Zsa Zsa Gabor en el video ¡
Puede usted ganar millones en el negocio inmobiliario colgándole el teléfono a los clientes
!
—Eh, al menos no lo he abofeteado.
—No estoy seguro de que no tenga un moratón por la forma en que le has hablado.
Cindy se echó hacia atrás el pelo, indiferente.
—¿Qué me importa el dinero y las comisiones? La pobreza es buena para el alma. El paro es la forma que tiene el capitalismo de hacer que plantes un jardín.
Sonó el teléfono. La recepcionista le dijo quién era. Alegremente, Cindy le chasqueó la lengua a Ryan y aceptó la llamada.
—Hola —dijo.
—Haga lo que sea necesario para vender la maldita casa —dijo el dueño.
—¿La comisión según nuestro acuerdo?
—¡Quédese con todo el precio de compra, pero quítemela de encima!
—Haré lo que pueda, señor.
—Y no se atreva a meterme coba con lo de «señor». No es usted una dama, jovencita. ¡Espero que se dé cuenta!
—Lo sé, señor, y gracias por ayudarme a dar otro salto adelante en mi búsqueda del descubrimiento de mí misma.
—No lo deja correr, ¿eh?
—Es mi cualidad más apreciada —dijo Cindy—. Cuando uno se acostumbra.
—Será mejor que vea resultados.
—Que tenga un buen día.
Esta vez Cindy colgó tranquilamente, y se volvió para sonreírle a Ryan.
—Te has salido con la tuya sólo porque eres mujer —dijo Ryan.
—Tuve que hacerlo porque soy mujer —respondió Cindy—. Si hubiera sido un hombre, habría escuchado seriamente mi consejo sin tener que montar el numerito.
—Te pones muy guapa cuando te da la vena feminista —dijo Ryan.
—Y tú eres realmente atractivo cuando te acuerdas de que estás casado.
—Para mi esposa, no.
—Bueno, ella sabrá.
Cindy tenía unas cuantas horas por delante y la casa la intrigaba. El archivo decía que la construyó en 1874 un tal doctor Calhoun Bellamy. Siempre le gustaba contar a los clientes potenciales la historia de una casa, aunque sólo tuviera unos pocos años de antigüedad. A ellos les gustaba saber que una mansión fue construida por un ejecutivo de Jefferson-Pilot, por ejemplo, o que una casa modesta fue construida por una de las fábricas textiles como alojamiento asequible para sus empleados. Eso les daba una sensación de conexión con el lugar, una historia que contar a sus amigos. Lo más importante de do, les hacía sentir que la casa tenía cierta personalidad y conectaban con ella. Era imposible saber si eso finalmente les ayudaba a decidirse a comprar, pero no podía hacer daño, ¿no?