Se detuvo en la puerta principal y levantó una mano.
—No me acompañes hasta mi coche —dijo—. Querría que volvieras a besarme y no hay que dejar que los vecinos cotilleen.
—Muy bien. Te veré por la mañana.
—Pásate por mi oficina y podremos ir juntos a lo de la firma. El abogado está en Greene Street, en el centro, y si ya es difícil encontrar aparcamiento para uno, imagínate para dos.
—A las nueve menos cuarto —dijo Don.
—Me gusta hacer negocios contigo —dijo ella con una sonrisa. Entonces bajó la escalinata y cruzó el jardín. Don se quedó en la puerta abierta y la vio dirigirse a su coche, subir, ponerlo en marcha e irse. Y luego se quedó allí un rato más en la puerta abierta.
Limonada
Sin permiso de construcción ni título de propiedad, Don había llegado al límite de trabajo que podía hacer. Sin embargo no le interesaba estar cruzado de brazos el resto de la noche, y no había ningún sitio al que quisiera ir. Hacía tiempo que había descubierto que las películas y los libros podían ser estúpidos o no. Si eran estúpidos, le impacientaba y enfurecía perder el tiempo con ellos. Si no lo eran, entonces tenían el poder de abrir emociones a las que no tenía deseos de volver a enfrentarse. El trabajo era la solución, y por eso se dedicaba a trabajar.
Si no podía hacer nada con la casa, siempre estaba el patio. Como estaba en Carolina del Norte, todo lo que segaras se volvía césped, así que bajo los retorcidos matojos de la propiedad había un jardín esperando ser descubierto. Necesitó todos sus alargadores para sacar la segadora a la parte delantera de la casa, y era imposible que pudiera llegar a la de atrás, pero cualquier cosa que hiciera sería una mejora. Tal vez debería haber comprado una máquina de gasoil, pero no le gustaba transportar líquidos inflamabables.
La tarde se había vuelto calurosa, y cuando terminó con los patios (el delantero, los laterales y lo que pudo del trasero), estaba empapado de sudor. También estaba cubierto de trocitos de hierba, y probablemente era alérgico a la mayoría, así que también le picaba todo. Qué gran trabajo al que dedicarse cuando no tienes ducha, pensó. Mientras recogía los cables y lo metía todo dentro de la casa, trató de decidir si debería ir a darse una ducha y luego volver a ponerse la ropa sucia, o ir a una lavandería mientras estaba tan sucio que tocar ropa limpia tan sólo la volvería a ensuciar. Atardecía cuando cerró la puerta delantera y se dirigió a la camioneta.
—¡Eh! ¡Obrero!
Era la anciana blanca de la casa de al lado. Estaba detrás del seto sosteniendo un plato cubierto por un mantelito a cuadros.
—¡Mire esto! —dijo.
Diligente, él se acercó a la valla y esperó a que ella retirara el mantelito con gesto teatral. Era un plato de pan caliente, y aunque tenía más sed que hambre, y estaba demasiado acalorado para tomar algo que no fuera comida fría, era imposible resistirse al olor a levadura.
—No sé por qué me huele también —dijo—. Mi madre nunca horneaba pan.
—Jesús tuvo que decirnos que no viviéramos sólo de pan, porque si por nosotros fuera, lo intentaríamos —dijo ella—. También tenemos estofado, que sé que está demasiado caliente para apetecerle ahora, pero necesita usted algo que se le pegue a las costillas. Y tenemos limonada.
—No estoy presentable para estar en compañía decente, señora —dijo Don—. No hay agua en la casa y estoy sucio como un temporero.
—Me he sentado a la mesa con temporeros antes, y no hay nada de lo que avergonzarse. No me ponga excusas. Le he visto cerrar esa puerta, así que no puede fingir que no ha terminado de trabajar por hoy.
—No quisiera molestarla.
Estuvo a punto de decirle que tenía que hacer la colada, pero se detuvo a tiempo: tal como estaba el ambiente, seguro que la anciana le arrebataría la ropa de las manos e insistiría en lavarla ella misma.
Ella alzó una ceja.
—Si he visto alguna vez a un hombre hambriento lo tengo delante. ¿De qué tiene miedo, de que lo aburramos de muerte? Tal vez lo hagamos, pero no le obligaremos a hablar, así que puede engullir la comida y atiborrarse de limonada y no hacernos ningún caso. Estamos acostumbradas, ya que casi no nos escuchamos la una a la otra.
Don se echó a reír a pesar de sus esfuerzos por mantener una cara cortésmente sobria.
—Tome —dijo ella—. Además, si no tiene agua en esa casa, seguro que además está reventando y quiere orinar.
Ése era el anzuelo y ella lo sabía. Se dio media vuelta y había recorrido la mitad del camino hasta la casa antes de que él saltara la verja.
—Perdone, señora —le llamó—, pero entraré por detrás para no mancharle las habitaciones delanteras.
—Le abriré la puerta antes de que llegue, a menos que eche a correr —dijo ella por encima del hombro.
Don no echó a correr y ella cumplió su palabra. Si el pan olía bien, el olor de la cocina probablemente debería ser una sustancia controlada. La mujer negra (¿la señorita Judy?) estaba enfrascada en el horno, pero le sonrió cuando entró aunque no tenía una mano libre con la que saludar.
—Odio hacerlas trabajar tanto —dijo él.
—Ibamos a comer de todas formas —respondió ella—. Y teníamos que cocinar también, así que no nos ha hecho hacer nada que no planeáramos de todas formas. Ahora vaya a lavarse esos brazos hasta los codos, muchacho, y ya de paso lávese también la cara.
Cuando él vio las primorosas toallas para invitados, no tuvo más remedio que frotarse la cara y el cuello y las manos y los brazos por temor a manchar la perfecta limpieza de las toallas si no se lavaba lo suficientemente bien. Y ya que estaba en ello, aceptó la oferta del water. Tenía una vejiga resistente, pero su capacidad no era infinita, y se alegró al terminar porque así pudo dejar de pensar que su primer beso desde que su esposa lo dejó fue en un cuarto de baño durante una inspección de las instalaciones. Este cuarto de baño sí que podría haber sido romántico; el otro debería haber sido clausurado. Pero los caminos del amor son difíciles y extraños… Eso lo había leído en alguna parte, en uno de esos libros que luego acababa deseando no haber leído.
Cuando salió no había nadie en la cocina y ya no había comida en las ollas y sartenes. Se había sacudido el polvo en el porche, pero seguía avergonzándole entrar en el comedor, con las alfombras y los muebles tapizados.
—No sea tímido —dijo la mujer blanca, que servía limonada de una apetecible jarra plateada en tres vasos altos.
—Van a encontrar hojas de hierba y matojos en todos los sitios donde me siente.
—Entonces será buena cosa que sepamos cómo limpiar la casa, ¿no? —dijo la señorita Judy. Acaba de colocar sobre la mesa la sopera con el estofado y estaba doblando las servilletas que había usado para transportarla—. Déjeme ver sus manos.
Don entró y se las mostró diligente, las palmas y los dorsos. Casi esperó que ella quisiera mirarle el cuello y detrás de las orejas, pero en cambio cogió un gran cuchillo serrado y le dijo que cortara el pan.
—Es recién hecho, así que córtelo grueso.
Don era bueno con las herramientas y le cogió el truco a cortar el pan caliente al primer intento. Un suave movimiento adelante y atrás, pero sólo con una leve presión hacia abajo para no aplastar la parte blanda del pan. Antes de tener la oportunidad de preguntar dónde colocar las rebanadas, la señorita Judy acercó uno de los platos y él depositó con destreza una de las rebanadas. Un momento después tres gruesos bloques de mantequilla se derretían dentro del pan, y lo mismo sucedió con las dos siguientes rebanadas.
Sólo cuando se sentaron todos tuvo Don la oportunidad de echar un vistazo a la habitación. La vajilla era elegante y delicada, igual que los adornos y los mantelitos de cada superficie de la habitación, pero el tono general de los colores y el estilo de los muebles no eran exactamente propio de abuelas. Había tanta caoba y terciopelo rojo que más bien parecía un burdel. Naturalmente, se guardó sus observaciones para sí. Tal vez éste era el único estilo de decoración en el que podían ponerse de acuerdo una mujer blanca cuyo acento la identificaba con los Apalaches y una mujer negra que tenía en el habla el soniquete de las llanuras del este.
—Se me ocurre —dijo la mujer blanca— que no ha mencionado usted su nombre.
—Creo que nos hemos saltado las presentaciones —dijo la señorita Judy—. Soy Miz Judea Crawley.
Ah. Así que «Miz Judy» era definitivamente un nombre que sólo usaba su compañera de casa. Sería para él Miz Crawley o Miz Judea. Decidió arriesgarse con el título más afectuoso.
—Encantado, Miz Judea. Yo me llamo Don Clark.
—Y ella es Miz Evelyn Tyler —dijo Miz Judea.
No le corrigió, así que su uso del nombre propio había sido aceptable. Don le sonrió a la mujer blanca.
—Encantado de conocerla, Miz Evelyn.
—Don Lark —dijo Miz Evelyn—. Qué nombre tan bonito. Como el primer pájaro cantor de la mañana. Amanecer. Alondra.
[1]
Dijo las palabras como si fueran música. A Don le resultó desconcertante. Lo que fue fuente de burlas en el patio de la escuela sonaba ahora encantador. Tal vez por fin había superado su nombre.
—Tengo que decir, señoras, que llevan ustedes la buena vecindad mucho más lejos de lo que he visto nunca.
—Entonces es un mundo triste —dijo Miz Evelyn—, porque apenas hemos hecho nada.
—La gente no puede ser demasiado buena vecina —dijo Miz Judea.
Era una filosofía que Don sabía que no era cierta, al menos no para él. Y aunque sabía que era desagradecido por su parte, por bien del trabajo de todo un año que le esperaba, tenía que poner algunos límites.
—Tengo que decirles, señoras, que no soy un tipo muy vecinal. Soy un poco… apartado.
Ellas se miraron entre sí.
—Eso está muy bien —dijo Miz Judea—. Apartarse está bien.
Miz Evelyn intervino alegremente.
—De hecho, de eso es de lo que…
—Calla, Evvie —dijo Miz Judea—. Deja eso para luego.
Por primera vez a Don se le ocurrió que tal vez aquí había algo más que dos ancianas sociables dando una lección de amabilidad y modales al palurdo que trabajaba al lado.
Miz Judea alzó la tapa de la sopera y el vapor le saltó a la cara. Se enderezó un poquito, cerró los ojos e inspiró.
—¿Huele eso? —preguntó.
Oh, sí, lo olía.
—¿A qué huele? —preguntó.
Él ni siquiera tuvo que buscar una respuesta.
—Como si me hubiera muerto y hubiera subido al Cielo.
—No lo huelas solamente, Judy. ¡Sírvelo!
Don nunca habría dicho nada, pero sentía la misma impaciencia. Incluso después de un duro día de trabajo, la comida siempre parecía otro deber más, algo que tenía que meterse en el cuerpo, sacado de una bolsa de papel grasienta. Hoy era un día de inesperados placeres. Y en este caso, ni siquiera se trataba de un placer olvidado. Nadie en la familia de Don era realmente bueno en la cocina, y desde luego tampoco por la parte de su esposa. No era rencor porque lo hubiera abandonado. Ella conseguía simultáneamente hacer crudos y quemados los macarrones con queso, y una vez él abrió el almuerzo para el trabajo que le había preparado y se encontró sandwiches de patatas fritas con mayonesa. Casi vomitó. Eso le hizo apreciar la sencilla cocina de su madre, que siempre actuaba como si los spaghetti Chef Boyardee estuvieran un poco demasiado picantes.
El estofado se amontonó en el cucharón y Miz Judea lo sirvió sin derramar una gota. Le pasó su plato. Don esperó a que sirviera los otros dos, mientras que el vapor y el olor de la pimienta y la carne y especias de las que nunca había oído hablar se alzaban en torno a su cara. Finalmente, todos quedaron servidos, y como nadie dio un bocado, comprendió que debían estar esperando a que él, como invitado comenzara. Cogió la cuchara y empezó.
Miz Judea le puso una mano sobre el brazo.
—No se olvide de dar las gracias.
Casi volvió a darles las gracias a las dos ancianas, antes de darse cuenta de a qué se referían. Eso le hizo sentirse estúpido, ya que siempre dio gracias en la mesa cada día cuando era niño, y su esposa y él se habían encargado de educar a su hija con oraciones en las comidas y cada noche antes de acostarla. Pero durante los dos últimos años, no había habido nadie con quien rezar y, lo más importante, nadie con quien quisiera hacerlo.
Las señoras inclinaron la cabeza.
—Querido Dios, te damos las gracias por estos alimentos —dijo Miz Evelyn—, y por este joven fuerte y trabajador que se gana el pan con el sudor de su frente. Bendícelo para que sea lo bastante listo para largarse de esa casa antes de que se lo coma vivo.
Don no fue el único en sobresaltarse. Miz Judea soltó un gritito y al parecer le dio una patada bajo la mesa a Miz Evelyn, ya que ésta soltó un gemido igualmente sincero en respuesta.
—¡Evvie! —dijo Miz Judea.
Miz Evelyn cerró firmemente los ojos y entonó con toda deliberación:
—A-mén.
—Amén, vieja fulana tonta —dijo Miz Judea—. Diga amén usted también, joven.
Asombrado como estaba, Don no encontró nada mejor que decir.
—Amén.
—Ahora coma antes de que ella diga algo todavía más estúpido —dijo Miz Judea.
Don obedeció sin pensárselo dos veces. La comida estaba buena, pero había un elemento de locura en ambas mujeres (no, mejor llamarlo simplemente extrañeza) que le desconcertaba, precisamente porque no parecían locas en absoluto. Parecían su tipo de gente, terrenal pero elegante, simpática pero sincera. Le gustaban. Eran generosas. Eran divertidas. Pero cuando se trataba de la casa Bellamy, eran, de hecho, chifladas.
La conversación se centró en temas seguros durante el resto de la cena: cómo el Bestway de Walker Street era el único superviviente de una oleada de absorciones de supermercados que trajo a los peces gordos y expulsó a los pequeños; cómo todo el mundo se enfadó cuando cambiaron los nombres de media docena de antiguas calles históricas de Greensboro para que Market y Friendly tuvieran los mismos nombres en todo su recorrido; lo irónico que era que ahora no podían recordar cuáles eran aquellos nombres: ¿Hogarth? ¿Hobart? ¿Hubert? No, ése fue vicepresidente en 1952, ¿verdad? ¿O ése no fue al que procesaron? Era como estar atrapado en una lección de historia donde el profesor no tenía apuntes. Lo recordaban todo, lo habían vivido todo, y sin embargo se mantenían desesperanzadamente imprecisas en todos los acontecimientos públicos.