El cuerpo de la casa (10 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

BOOK: El cuerpo de la casa
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Nunca tardaba mucho. Se quedó dormido.

7

Ocupa

A Don no le gustaban los sueños porque eran aún peores que su vida real. O bien eran fantasías incontrolables y carentes de significado, o eran recuerdos, que en su caso resultaban igual de incontrolables y estaban repletos de insoportables significados. Y venían noche tras noche. Despertaba con ellos, a veces tan a menudo como un viejo con problemas de próstata, y había llegado al punto en que durante algunos sueños sabía todo el tiempo que estaba soñando, que pronto se despertaría, que era irreal o estaba demasiado lejano en el pasado para cambiarlo. Incluso sabiéndolo, no podía detener el sueño, no podía impedir que lo asustara o lo enfureciera o lo llenara otra vez de pena.

Tal vez era la expectación por el cierre del acuerdo a la mañana siguiente lo que hizo que soñara con abogados. En su sueño estaba sentado ante el escritorio de Dick Friend, que tenía fama en Greensboro de ser el abogado con quien nadie quería enfrentarse. El abogado que querías de tu parte, aunque sólo fuera por miedo a que si no lo contratabas tú lo haría tu oponente. Don acudió a él como el hombre que tiene algo de dinero y respeto en la comunidad. Se oyó explicarle toda su historia, y terminó como siempre hacía: Quiero recuperar a mi hija. No está a salvo con mi ex esposa.

Y entonces Friend, cejijunto y dominante, le explicaba que mientras la madre no hubiera sido condenada por ningún delito, los tribunales sentirían poca simpatía hacia él.

—Contrate a un detective privado, consiga pruebas contra ella.

Como si no lo hubiera intentado. Las fotos que obtuvo no demostraban nada, dijo la policía, y a menos que pudiera hacerles saber cuándo iba a efectuar una compra y pudieran pillar al traficante, no les interesaba. Se gastó casi diez mil dólares intentando ponerla al descubierto.

—Sólo montar un caso serio significará traer expertos. Y cuando se pierde, las apelaciones cuestan cada vez más. Esto puede acabar con usted, Don.

—Merece la pena.

—No si los gastos del litigio le cuestan tanto que ya no pueda demostrar que puede mantener a la niña, o hacer frente a los pagos de su manutención.

—Que ella emplea para comprar drogas.

—Cosa que no puede usted demostrar. El peso de la presunción a favor de la madre es enorme.

—Pero hay una posibilidad.

—Hay una posibilidad de que la luna caiga al mar con una salpicadura muy leve —dijo Friend—. ¿Pero merece la pena apostar por ello?

—Merece la pena apostar por mi hija —dijo Don—. Apártela de esa mujer, Dick.

De repente un fuerte crujido hizo que Don y el abogado se dieran la vuelta y miraran hacia la puerta. Se abrió, pero allí no había nadie. Un escalofrío de miedo recorrió a Don. De ser un recuerdo, esto se convertía en un extraño sueño de miedo. Vamos, Don, ¿por qué soportas estos sueños? Despiértate ya, antes de que acabes imaginándote al coche estrellándose contra el hormigón y el asiento del bebé proyectado a través del parabrisas contra la columna.

Don abrió los ojos. Estaba acostado en su camastro en el salón de la casa Bellamy. El viento había cesado. La casa estaba en silencio.

Y entonces volvió a oírlo, el escalón crujiendo. No era un ruido normal de la casa. Era alguien subiendo las escaleras.

Don se incorporó y buscó sus zapatos en la oscuridad. Si tenía que correr, hacia alguien o de alguien, sería más fácil con los zapatos puestos. Otro paso firme, otro, y luego otro más. A la tenue luz de la calle encontró su linterna y su martillo favorito, al que su ex esposa llamaba «La Espada Cantarina» cuando aún se querían. Enorme, largo, un arma formidable. Contra cualquier cosa menos una pistola.

Armado ahora, Don decidió dar al intruso una oportunidad de marcharse. ¿Quién necesitaba una confrontación? Mientras no afectara a sus herramientas, no habría causado ningún daño, excepto lo que le hubiera hecho a alguna ventana o a su cerradura nueva para entrar en la casa. Encendió la linterna y se acercó al pie de las escaleras. Como sospechaba, lo que crujía no era esta parte. Quienquiera que fuese debía de estar en las escaleras que conducían al desván.

Mientras subía las escaleras, Don llamó en voz alta:

—Quien esté ahí, sepa que estoy desarmado y que no voy a hacerle daño.

Sin duda era adecuado mentir a los intrusos en la noche. Y un martillo no era un arma de verdad, ¿no?

—Sólo quiero que se marche de mi casa.

En el pasillo de arriba, abrió todas las puertas y apuntó con la linterna en cada habitación. Había sitios donde esconderse. Entró y miró en los armarios, tras las camas y cómodas. Nadie. Habitación tras habitación.

—Si se marcha en paz, no pasará nada. No llamaré a la policía.

Los sonidos habían cesado. Dondequiera que estuviese ahora el intruso, ya no se movía. ¿Esperaba al acecho? ¿O tan sólo se había quedado quieto? ¿Quién debería estar más asustado?

El sonido de metal rozando contra metal. Don tardó un momento en comprender lo que era. La cortina de una ducha con colgantes de metal al ser corrida sobre una barra.

Se encaminó hacia el cuarto de baño del fondo del pasillo. La puerta estaba casi cerrada. Si el intruso tenía una pistola, Don no quería ser un blanco fácil. Se apretó contra la pared al lado de la puerta, donde estaban las bisagras, y extendió la mano para abrirla. Ningún sonido, ninguna reacción desde dentro.

—Mire, no se asuste, nadie va a resultar dañado.

No estaba seguro de si estaba hablando con el intruso o consigo mismo. Se apartó de la pared y, retirándose unos pasos, enfocó con la linterna el cuarto de baño. Allí no había nadie, pero la cortina de la ducha estaba corrida, y cuando Cindy y él estuvieron allí esta tarde, cuando se besaron, Don estaba seguro de que la cortina estaba descorrida, recogida contra la pared. Ni siquiera colgaba por fuera de la vieja bañera con patas. Si el agua hubiera estado corriendo, habría mojado todo el suelo. Pensó en la película
Psicosis
y se preguntó qué papel estaba representando.

Mientras esperaba, sus sentimientos cambiaron. El miedo se difuminó. La ira ocupó su lugar. ¿Cómo se atrevía nadie a irrumpir en su casa mientras él estaba durmiendo allí? ¿Y esconderse luego en un lugar obvio y estúpido como aquél? Era escandaloso. No tenía por qué soportarlo.

Así es como la gente se hace matar, pensó. Al perder el miedo y cabrearse lo suficiente para actuar.

Pero no podía quedarse allí toda la noche esperando que la cortina de la ducha se abriera sola. Así que finalmente entró en acción. Con cuatro rápidas zancadas llegó a la bañera, extendió la mano e hizo a un lado la cortina, mientras tenía el martillo preparado por si necesitaba defenderse.

El intruso estaba allí, en efecto: una mujer con un vestido zarrapastroso, acurrucada en un extremo de la bañera, mirándolo con ojos desorbitados y aterrados mientras gritaba, respondiendo así a la pregunta de quién estaba más asustado. Volvió a gritar, y Don dio un paso atrás, bajando el martillo.

—Por el amor de Dios, cállese. Nadie va a hacerle daño.

Los ojos de la mujer siguieron el martillo mientras lo bajaba. Sus gritos se convirtieron en un gemido, y luego en una respiración entrecortada. Pero seguía mirándolo con aquellos ojos espantados. De inmediato, la culpa masculina se hizo cargo: He hecho gritar de miedo a una mujer, he hecho algo mal. Intentó sofocar el sentimiento; después de todo, ella era la intrusa. ¿O no? Por su aspecto era una persona de la calle, una indigente. Tal vez había encontrado un modo de entrar por alguna ventana, y estaba usando esta casa como lugar seguro donde esconderse. No sabría que alguien la había comprado por fin. Las voz de Don debió de ser para ella una sorpresa más grande que el crujido de sus pasos para él. Y entonces allí aparece, echa atrás la cortina, y se planta con un martillo levantado en la mano.

—¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó Don.

Ella lo miró anonadada.

—Vivo aquí —dijo por fin.

De modo que Don tenía razón. Era una ocupa.

—Tal vez viviera antes, pero ahora ya no —contestó él—. ¿Cómo eludió mis cerrojos?

—Ya estaba dentro, claro —dijo ella. Lo miró como si fuera estúpido.

—Entonces tuvo que oírme trabajar aquí. ¿Por qué no se marchó por la puerta delantera mientras yo trabaja ahí atrás? ¿O mientras cortaba los hierbajos del patio? Podría haberse ido en cualquier momento.

Ella pensó un momento.

—No tengo ningún otro sitio donde ir.

—Vamos, hay albergues para los sin techo, señora. Pero éste no es uno de ellos.

—No puedo ir allí.

Don y su esposa habían acudido con un grupo de la iglesia a ayudar a servir comida en un refugio para los sin techo en Greensboro, cuando su esposa todavía pretendía mantener una vida normal. Todo el mundo en el refugio se comportó de la mejor de las maneras posibles, incluida su esposa, pero a Don siguió pareciéndole un grupo difícil, así que no podía discutir con esta mujer, no podía asegurarle que encajaría. Cuanto más lo pensaba, no podía recordar haber visto a ninguna mujer en el refugio. Tal vez era sólo un refugio para hombres y había otro para mujeres. Debería ser fácil averiguarlo.

—La ayudaré a llegar —dijo Don—. La llevo en coche.

—No. —Negó obstinadamente con la cabeza.

Su testarudez le molestó.

—¿Qué cree, que voy a dejarla quedarse aquí o algo? ¿Cuánto tiempo duraría eso? Ya me lo imagino, la casa terminada, y se la muestro a la gente, y les digo: «Y aquí tienen a la mujer sin techo que duerme en la bañera de la primera planta».

La joven se echó a reír, pero con cierto tonillo histérico. Don no quería ser duro con ella, pero tampoco podía dejarla dentro de la bañera.

—Vamos, no me haga llamar a la policía.

—No me obligue a irme —dijo ella—. No esta noche.

Eso era lo más terrible que una mujer podía hacerle a un hombre decente: parecer vulnerable y suplicarle piedad. Si se negaba, estaría negando todos sus instintos como protector y proveedor. Afortunadamente, Don lo comprendía; más le valía, después de todos los libros sobre hombres y mujeres que había leído cuando intentaba salvar su matrimonio. Así que no iba a actuar siguiendo sus impulsos naturales, sino a hacer lo que era sensato y racional. Aunque la mujer no parecía realmente peligrosa; no podía decir que tuviera nada que temer de ella.

—¿Se da cuenta de lo que está pidiendo?

—No me obligue a irme esta noche, es todo lo que pido.

Era poco honrado por su parte, y la forma en que desviaba la mirada indicaba que lo sabía. No estaba pidiendo sólo una noche. ¿Cómo iba a ser nada distinto por la mañana?

—No necesito una compañera de piso —dijo él.

—Ni siquiera se dará cuenta de que estoy aquí.

—Ya lo he hecho. Por eso tenemos esta discusión.

Ella se levantó con cautela, todavía en el rincón, prácticamente deslizándose por la pared de azulejos hasta que quedó de pie.

—Antes me alojaba aquí —dijo—. Pagaba el alquiler, lo normal. En la facultad. Pero nada ha ido bien desde entonces. La casa estaba vacía, yo no tenía ningún sitio adonde ir. Éste es mi hogar. Por favor.

Su necesidad casi dolía, tan profunda y real era. Pero le estaba pidiendo que renunciara a su intimidad. Ante una total desconocida, el tipo de persona que se oculta en casas abandonadas. Aunque ahora que lo pensaba, ¿no era también él de esa clase de gente? La diferencia era que él pagaba por las casas en las que se escondía.

—Mire, siento mucho que su vida haya sido difícil, pero también lo es la mía, y ésta es mi casa y voy a…

¿Voy a qué? ¿Qué podía decirle? Voy a quedarme aquí solo y refocilarme en mi autocompasión mientras usted se va a vivir a la calle de nuevo sin un techo sobre su cabeza porque no puedo encontrar una habitación en una mansión tan grande para…

—¿Pero de qué va esto? ¿Es que todas las mujeres del mundo están decididas a impedirme que…?

Y entonces se dio cuenta de que no estaba discutiendo con ella, ni siquiera con su ex esposa. Estaba discutiendo consigo mismo. Y ya había perdido. No podía soportar la idea de dejar que alguien compartiera así un espacio con él, pero al mismo tiempo tampoco podía soportar la idea de echarla a la calle. Desde luego, no esta noche. ¿Qué hora era, las dos, las tres de la madrugada? Estaba cansado, sólo quería volver a la cama.

—Escuche, puede quedarse esta noche, ¿de acuerdo? Una noche. ¿Entendido? Repítalo conmigo. Una…

Ella dio dos pasos hacia él, todo lo que la bañera permitía, y le habló furiosa a la cara.

—¡No me hable así!

—¿Así cómo?

—¡Como si fuera su hija!

Las palabras le afectaron. Su hija, su niña pequeña. Nunca habría crecido para convertirse en alguien así, sin casa, vagabunda, ocupa en la bañera sucia de otra persona. Él la habría educado para que fuese fuerte y capaz de defenderse en la vida.

Pero tal vez a esta mujer la habían apartado de su padre. Tal vez se la llevó y la educó una incompetente y negligente…

No. No permitiría que se convirtiera en su hija en algún oscuro lugar de su psique.

—Si no le gusta cómo le hablo, es libre de marcharse.

—Hable como quiera entonces.

La implicación, por sus palabras y sus modales desafiantes, era que no iba a marcharse, de ninguna manera. Y por intempestiva que fuera esa hora de la madrugada, Don no iba a arruinar su propia noche intentando echarla. O tendría que usar la fuerza, cosa que odiaba y que podría acarrear complicaciones, o tendría que salir de la casa para buscar la ayuda de la policía, y eso sería aún más desagradable, pues ella se quedaría y él tendría que marcharse, aunque fuera brevemente.

—Puede quedarse el resto de la noche —dijo Don—. Por la mañana, lárguese. Y asegúrese de no tocar ninguna de mis herramientas. Si falta algo, llamaré a la policía y tendrá una nueva casa, en la cárcel. ¿Entendido?

Le pareció que su discurso no la impresionó más que a él.

—¿Quiere que se lo repita? —preguntó.

—Aquí es donde vivo y trabajo. Y vivo y trabajo solo.

Ésa era la simple verdad, y ella pareció advertir que no se trataba de una bravata ni de furia ni miedo ni era por haberse despertado en mitad de la noche. Así era como se sentía en su corazón. No había espacio para nadie en su vida, y su casa era su vida, y eso era todo. Ella pareció advertir lo que quería decir, porque no contestó.

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