Cuando llegó al lugar, era obvio. Las gruesas vigas de la pared sur eran las que llegaban hasta posarse en un cimiento de grandes piedras, una hilera de mástiles, como había dicho Sylvie. Un lecho de piedra como los hombros de la tierra. Quien construyó este sitio comprendía la terrible tensión a la que estaba sometiendo aquella pared descentrada, y se aseguró de que los cimientos fueran dignos de la tarea. Ocho postes, pero no espaciados de forma regular. El primero estaba lo bastante atrás de la parte delantera de la casa para hacer sitio al vestíbulo. Luego había cuatro postes, separados por un metro. Los otros cuatro estaban espaciados unos dos metros, algo más normal pero todavía muy reforzado. Luego, justo antes de que el espacio bajo se convirtiera en el sótano amplio, todos los cimientos que soportaban el peso cambiaban al centro exacto de la casa. Muy por detrás de las escaleras, advirtió Don. Pero aquí atrás al parecer no había ninguna necesidad de vigas extralargas y extrafuertes para el suelo.
Don regresó a rastras. Cuando salió del sótano, trató de quitarse todas las telarañas de la piel, pero no pudo librarse de la sensación angustiosa. Su propio sudor le parecía que eran insectos que reptaban por su cuerpo. Contrólate, se dijo.
Escaleras arriba, advirtió lo cerca que había estado de cargarse la espina dorsal de la casa. Si hubiera cortado esas vigas, todo se habría desplomado a su alrededor. Tendría que haberse dado cuenta en el momento en que vio lo cerca que estaban unas de otras. Si no hubiera estado tan furioso, si no hubiera estado tan ansioso por hundir aquel negro diente de hierro en la casa, se habría parado a pensar en ello y lo habría comprobado.
Y habría acabado por darse cuenta. Al usar la sierra, habría sentido la tensión de las vigas. ¿No? Habría sentido que eran postes que aguantaban la carga.
O tal vez no. Lo único seguro es que ella lo había sentido.
Apartó la linterna y regresó al salón sur para recuperar la palanqueta. Ella seguía en la habitación, pero en la esquina del fondo, sentada contra las paredes desnudas. No le dijo nada. Ella tampoco. Don se llevó la palanqueta. Fue un mensaje bastante claro sobre lo que había descubierto.
Retiró sus cosas de la pared que había creído maestra, y apartó también la cama. No quería polvo de yeso donde tenía que dormir. Cuando despejó una buena zona, golpeó la pared. Seguía esperando listones y yeso. Pero no, la barra se clavó en la pared de pladur. Y cuando retiró suficiente, pudo ver que esta pared falsa había sido erigida a veinte centímetros de la escalera. Esto era lo que los había engañado a Jay Placer y a él: hacía que la pared pareciera tan gruesa como la pared maestra del otro lado de las escaleras. No, más gruesa. ¿Pero por qué? Puesto que el muro seguía a las escaleras, significaba usar el doble de material para construirlo. ¿Por qué dejar el hueco?
Porque había algo allí, por eso. Don cogió de nuevo la linterna y apuntó con ella al agujero que había hecho. Y se quedó boquiabierto. Porque ahora pudo ver la cara de la escalera. Era de nogal pulido, profunda y delicadamente tallado. Columnas de unos dos palmos de altura, siguiendo la zanca, y tras ellas, en profundos huecos, figuras clásicas preciosamente talladas, esculpidas para sugerir pinturas renacentistas italianas. Venus en la concha o como se llamara. Adán extendiendo la mano para tirar del dedo de Dios. Todos los chistes de la clase de apreciación artística de la facultad regresaron. Sólo que esto no era ningún chiste. Era una escalera de un millón de dólares. Éste era el tesoro de la casa. Y aunque algún casero había sido lo suficientemente estúpido para cubrirla, al menos no fue tan insensible y bárbaro para permitir que nadie clavara directamente en esta obra maestra. La había cubierto, para impedir que fuera tocada. Debió de saber que algún día esta casa no sería apartamentos de alquiler. Algún día volvería a ser una casa, y esta escalera sería la joya de la corona.
Ya no golpeó más con la palanqueta. Trabajó con mucho cuidado, retirando el pladur y los clavos. Nada de sierra y maza esta vez: fue quitando cada perno de la pared falsa uno a uno, y luego fue subiendo por las escaleras, quitando la pared del otro lado, que se apoyaba en los escalones en vez de tocar la zanca tallada. Tendría que haberlo visto también, cómo el pasamanos no podía ser el original, cómo el hueco alrededor de la escalera se había estrechado diez centímetros, cómo la moldura barata no podía ser la original. ¿Por qué no lo había visto?
Porque estaba muy bien hecho, por eso. Y no lo había buscado. Aquí era donde la pared maestra debería estar, así que lo que vio fue una pared maestra.
Pero ella lo sabía.
—Sylvie —llamó—. Sylvie.
La oyó caminar por la otra habitación. Atravesar la entrada. Luego apareció en el salón norte. Él le señaló la zanca maravillosamente tallada. El banco de madera pulida en torno a las paredes del hueco bajo las escaleras. Ella tocó las columnas, contempló las figuras que había detrás.
—Tú —le dijo a cada una—. Tú.
Había visto todo lo que podía ver a su altura.
—¿Quieres que te aúpe para ver el resto?
Ella asintió. Don se arrodilló, se la echó a hombros, y se levantó. Ella era tan liviana. Tan pequeña. Como una niña.
—Tú —decía—. Escondida aquí todo el tiempo.
Para ayudarla a ver las últimas, agarró sus muslos y la aupó sobre sus hombros como a una acróbata. No era peligroso, porque se equilibraba apoyándose en la escalera. Cuando lo indicaba, él daba un paso, otro, recorriendo toda la parte delantera del hueco, hasta que ella terminó de ver todas las tallas. Techos de cinco metros. Una extravagancia, había pensado Don. Inútil, sin utilidad en habitaciones de ese tamaño. Pero ahora, mientras ayudaba a Sylvie a deslizarse ante la escalera hasta que se agachó y pudo bajarla, empezó a preguntarse por el resto de la habitación. No tenía sentido, nunca había tenido sentido, que los techos fueran aquí tan altos. Esta escalera gobernaba ahora la sala. Era preciosa, pero también era demasiado para una habitación de ese tamaño, igual que el techo era demasiado alto. Nada más en la casa estaba tan desproporcionado. ¿Qué estaba haciendo el constructor?
Sylvie no podía apartar las manos de la madera. Caminó ahora bajo la escalera, se internó en el hueco. Se sentó en el banco de madera, se deslizó por él como una niña que intenta sentarse en todos los sitios posibles. Entonces subió las piernas al banco y se abrazó las rodillas.
Exactamente la misma pose que había visto adoptar a Cindy, allí en el sofá intacto de su salón.
—Soñé con este sitio —dijo Sylvie en voz baja—. Con velas por todas partes.
Extendió la mano y tocó el interior inclinado de la escalera. Don entró en el hueco tras ella y vio que en la amplia extensión de nogal había una pintura, algo que sólo podía verse sentado allí dentro. Un retrato doble. Un hombre y una mujer. Juveniles, pero no jóvenes. El estilo de la pintura indicaba la época de Greensborough. O al menos una imitación de ese periodo. Sentimentalizado. Pero Don supo, al mirar a los ojos de la mujer, que esta casa se construyó por amor a ella. Y al mirar al hombre, cuyos ojos estaban vueltos para mirar a la mujer, Don supo que era el constructor.
—El doctor Bellamy, ¿no es así?
—Y lo dejaron aquí —dijo ella—. A pesar de que era una casa putas. Tuvo que ser horrible dejar que vieran en qué se había convertido su casa.
—Pero habría sido peor eliminarlos.
—Supongo.
—Y la casa de putas estaba arriba. Aquí abajo sólo era un garito de licor.
—Me pregunto si mi padre amaba así a mi madre —dijo ella.
—Nadie sabe nunca la verdad sobre sus padres. Lo que sentían realmente. Es más fácil ver a Elvis que conocer el corazón de tus padres.
Ella se echó a reír. A Don le gustó aquella risa grave.
Se rió, una cascada de alegría como agua sobre piedra cubierta de musgo. También le gustó eso.
—¿Cómo sabías estas cosas? —preguntó.
—¿Qué cosas?
—¿Cómo sabías que éste era el muro maestro?
—Vive aquí lo suficiente, y llegarás a conocer la casa.
Pero no era eso. Él lo supo ahora. Las hermanas Extrañas tenían razón. Esta casa podía capturarte. Podía retenerte. Por eso Sylvie estaba allí. La casa la tenía y no podía marcharse. Pero a cambio, la casa hablaba con ella. Se revelaba. Sylvie sabía dónde estaba todo. No lo ponía allí, sólo lo veía.
Estoy cayendo en su locura, pensó Don. Estoy siendo atrapado, pero no por la casa.
Entonces se rió de sí mismo.
—¿Por qué estoy tan seguro de mi duda?
—¿Qué?
—¿Por qué dudar es algo de lo que nunca nos mostramos escépticos? Cuestionamos las creencias de otra gente, y cuanto más segura está más dudamos de ella. Pero nunca se nos ocurre dudar de nuestra propia duda. Cuestionar nuestras cuestiones. Pensamos que nuestras cuestiones son respuestas.
—¿«Nuestras»?
—Mis. Yo. Eso creo. Lo siento.
—¿Qué?
—Pensar que estabas loca.
—No te disculpes por eso. —Ella sonrió con tristeza.
—¿Por qué entonces?
—Por pensar que mentía.
—Lo siento.
—No hay de qué. —Se echó a reír—. O lo que se diga.
Sentado junto a ella en el hueco, con la pintura sobre sus cabezas, Don quiso de pronto que se apoyara contra él.
En cambio, ella retiró las piernas del banco y se volvió a mirarlo.
—Creo que estoy loca, Don. Loca de verdad.
Él sacudió la cabeza.
—Como si eso te hiciera distinta del resto de nosotros.
Ella se cubrió la cara con las manos.
—Ahora me aprecias, ¿verdad, Don?
—Sí.
—Porque te impedí que destrozaras la casa.
—No. Te apreciaba mucho antes. Es ahora cuando puedo admitirlo ante mí mismo.
—Pero no deberías.
—Oh, vale. Como quieras.
Ella se rió un poco. Pero tal vez no era una risa.
—Si supieras lo que hice. Lo que he hecho. No me apreciarías.
Lo vio venir. Otra confesión. Como con Cindy.
—Bueno, pues no me lo digas. No quiero saberlo.
—No quiero decírtelo.
—¡Pues no lo hagas, entonces! ¿Por qué tiene la gente que confesar nada? ¡No soy sacerdote! ¡Sólo soy un tipo con una vida increíblemente jodida que intenta enmendar algo, y cada vez que me doy la vuelta alguien me cuenta sus meteduras de pata, y no quiero oírlo!
Ella estaba empezando a llorar. Maldición, no quería hacerla llorar.
—Mira, lo siento. Lo siento. No te creí antes. Siento que hayas estado encerrada en este sitio durante… ¿diez años? ¿Por qué lo hiciste? Lo tenías todo. Un título. Un trabajo. En Providence, ¿no? Era un trabajo que querías, ¿verdad?
Ella asintió.
—Pero aquí estás. ¿Qué es esto, entonces? ¿Penitencia? ¿Qué delito cometiste que es tan terrible que hay que encerrarte diez años? En confinamiento solitario, es un milagro que no te volvieras loca. En esta casa, husmeando, dejando que se te cuele bajo la piel, dejando que se apodere de ti. ¿Qué hiciste para merecer eso?
En respuesta, ella se inclinó hacia adelante, enterró la cara en sus manos y se echó a llorar.
—Tu turno ahora —susurró él—. Primero yo, ahora tú.
La familia que llora unida… ¿qué? ¿Muere unida? ¿Mama unida? ¿Miente unida? Descartó la idea de su mente. No somos una familia. Somos lo contrario a una familia. Somos personas tan solas que cuando estamos juntas creamos un agujero negro de soledad y todo lo demás queda absorbido y no se vuelve a ver.
Un agujero negro.
Pensó en el túnel bajo la casa. Lo único de lo que ella no sabía. El único lugar que no podía ver.
Túnel
—Vale, mira, ya no dudo de ti —dijo él en voz baja—. Creo que esta casa sí que hace cosas extrañas. ¿De acuerdo? Y tú tienes esta impresión de la casa, ¿no? Como si… como si fuera parte de ti, ¿no? O tú fueras parte de ella.
Sylvie asintió.
—Pero de verdad no sabías dónde estaba mi palanqueta.
Ella negó con la cabeza.
—Esas cosas que estaban en la alacena sobre el armario, lo sabías. Acabaron allí. Como llevadas a la orilla por la marea.
Ella asintió.
—¿Pero por qué no podías ver detrás de la caldera?
No hubo respuesta. Ningún movimiento.
Tendría que intentar otra táctica.
—¿Por qué no llegaste a conseguir ese trabajo en Rhode Island? ¿Por qué no fuiste? Estabas tan cerca.
Ella siguió sin responder.
—Y nunca sacaste el doctorado. Después de trabajar durante tantos años.
—Algunos de nosotros no sufrimos ansiedad por terminar las cosas.
Bien. Estaba hablando. Bromeaba un poco.
—¿Qué te retuvo aquí, Sylvie? Había otras personas viviendo en esta casa aquel último año antes de que el casero la cerrara. Apuesto a que algunas incluso llevaban aquí más tiempo que tú. Ellas sí pudieron marcharse. La casa no las retuvo. Tu compañera de habitación, Lissy. Ella se marchó, ¿no? ¿Se licenció?
Sylvie se encogió de hombros.
—Pero tú te quedaste.
—Supongo que acabé llevada aquí por la marea. —Ya no lloraba. Eso también era bueno.
—Sientes toda la casa. Su forma, los puntos fuertes, los puntos débiles. Todos los… estados de ánimo. De la casa.
—Tal vez. Siento cosas, al menos. Nadie sabe todo de todo.
—¿Por qué no de ese túnel en el sótano?
—No me gusta el sótano. Así que demándame.
—Es más que eso, Sylvie.
—La casa quiere volver a ser hermosa. El túnel no tiene nada que ver con eso.
Pero sí tenía que ver. Él lo sabía. Lo que la retenía aquí tenía algo que ver con aquel túnel. Ella no podía acercarse a él, pero tampoco podía alejarse demasiado. Don pensó en cómo lo habían sellado. Las rocas apiladas, sí, pero colocadas de forma ligera, equilibradas, no una barrera sólida, insuficiente para contener nada grande o fuerte. Sólo lo suficiente para impedir ver lo que había allí abajo. O para impedir que algo que había allí abajo viera.
—Durante un tiempo pensé que entrabas y salías de la casa por ese túnel.
Ella sacudió la cabeza.
—Por favor, olvida eso. No es nada.
Olvidar era lo único que no podía hacer. Ya estaba sucio por el yeso, por el polvo de los escombros. Bien podía hacerlo ahora. Iba a tener que hacerlo tarde o temprano.
—Mira, quédate aquí arriba, ¿de acuerdo? Nada de lo que hay allí abajo puede hacerte daño.