—¿Está usted conforme con esto? —preguntó Covarrubias a Luis María—. Suplico que compruebe la veracidad de la declaración del testigo, pues es muy importante para el fin que persigo.
Luis María Olaso descendió del banquillo y se colocó junto al testigo. Estuvo un momento estudiando las dos figuras que representaban a Julia y a Fawcet, y al fin anunció:
—Yo estaba aquí.
—¿Está el testigo de acuerdo? —preguntó el abogado.
El hombre asintió con la cabeza.
—Bien. Entonces suplicaré al señor
sheriff
, como parte que podríamos calificar de neutral, que ocupe el puesto del acusado y que éste vuelva al banquillo.
El fiscal no objetó nada y Salters se vio obligado a ordenar a Koster que se pusiera en el mismo sitio que ocupaba Luis María.
—Vamos a reconstruir la escena —siguió José Covarrubias—. Por la declaración de los testigos, sabemos que Julia Ibáñez empuñó el arma con la mano derecha y un cartucho de monedas de oro con la izquierda.
Dirigióse a la mujer y le puso en la mano derecha un objeto que sólo una parte del público pudo ver. Luego, en la mano izquierda, o sea la que quedaba frente a Koster, le puso un rollo de papel.
—Señor
sheriff
—pidió con tonante voz el abogado—. Le ruego, mejor dicho, le ordeno, en beneficio de mi acusado y de la justicia, que diga al jurado qué clase de arma empuña esta mujer.
—Un revólver —contestó Koster, sin vacilar.
—Perdone —sonrió Covarrubias—. Yo no le he pedido que nos diga qué clase de arma empuñaba la desgraciada Julia Ibáñez. Le exijo que nos diga, es decir, que explique al jurado, qué arma empuña esta mujer —y señaló a la que estaba frente al ujier.
Koster vaciló.
—Una pistola —dijo al fin.
Un murmullo de colmena enfurecida resonó en la sala. Salters movió negativamente la cabeza y Koster agregó:
—He querido decir un revólver.
El murmullo se acentuó.
—Ruego al señor
sheriff
que nos exponga la diferencia que él halla entre revólver y pistola. Un revólver es un arma de seis tiros, con un cilindro giratorio, dentro del cual van los cartuchos, ¿no?
—Sí —dijo Koster.
—¿Es de esa clase el arma que empuña esta mujer?
—Es… Sí, es un revólver —contestó Koster.
La sonrisa de Covarrubias se hizo más amplia.
—Señor
sheriff
. Tal vez no está usted bien colocado. Muévase un poco a la izquierda.
Koster obedeció.
—Gracias —dijo el abogado—. ¿Ve mejor, ahora, el arma?
—No la veo.
—Perfectamente. Muévase un poco más a la izquierda. ¿La ve ahora?
—No.
—Entonces, dé un paso y medio a la derecha. Tal vez en realidad el acusado estaba así. ¿Ve el arma?
—No —musitó Koster.
—¿No? Es extraño. ¿Y dice que antes la ha visto?
—No, no la vi. Dije que era un revólver porque…
—Porque recordaba haber oído que fue un revólver —tronó Covarrubias—. ¡Y con ese recuerdo estaba dispuesto a enviar a un hombre al cadalso! Vea lo que tenia la mujer en la mano, y que usted no podía haber visto, ni podía, aunque lo hubiera visto, confundirlo con un arma.
Y con un teatral movimiento, Covarrubias tiró al suelo un libro de blanca cubierta.
—Ésta era el arma que empuñaba esta mujer —siguió—. Y usted no podía verla. Como tampoco la pudo ver el acusado. Lo único que vio mi cliente fue que un hombre disparaba contra una mujer que estaba hablando con el señor Fawcet. Vio cometer un crimen y quiso impedirlo. ¡Ésta es la única culpa de Luis María Olaso! No es más culpable de lo que pudo haber sido Max Clymer, que disparó sobre Julia Ibáñez para salvar la vida de Fawcet.
El juez necesitó todo el vigor de su brazo para hacer oír los mazazos que descargaba sin cesar. Al fin se calmó el escándalo promovido por el público, y Salters, dirigiéndose al jurado, advirtió:
—Los señores del jurado no deben prestar demasiado valor a la prueba que acaban de asistir. Siendo prácticamente imposible reproducir condiciones idénticas a las que existían en el momento en que mató a Max Clymer, la prueba realizada sólo puede ser sugeridora, nunca demostrativa.
Covarrubias iba a protestar, pero inclinándose hacia él, César de Echagüe dijo:
—No insista, licenciado. El señor juez tiene hoy mal humor y no quiere que le priven del gusto de condenar a muerte a alguien; por fortuna, no es él quien debe decidir, sino el jurado. Las leyes norteamericanas son muy interesantes.
Salters fulminó con una mirada a César, y luego indicó a Covarrubias que podía seguir su defensa.
—No es necesario —dijo el abogado—. Creo que el jurado está ya plenamente convencido de la inocencia de mi defendido.
Ocupó su puesto el fiscal y con voz tonante, y creyendo que sus argumentos servían para probar la razón de sus acusaciones, perdió una hora vociferando contra Luis María. Al fin, secándose el sudor que bañaba su frente, retiróse, cediendo el puesto a la defensa.
Covarrubias enfrentóse de nuevo con el jurado:
—Ustedes y yo sabemos que Luis María Olaso es inocente del crimen que se le acusa. Cometió un homicidio, pero en defensa de una mujer. Como lo hubiera hecho cualquiera de nosotros. Por lo tanto, si tienen en cuenta eso, dictaran el único veredicto honrado.
El juez Salters dirigió unas breves palabras a los miembros del jurado y los despidió para que deliberasen.
No se molestó en hacer desalojar la sala y tampoco demostró ninguna extrañeza cuando se anunció a los veinte minutos que el jurado había llegado ya a un acuerdo.
Con una sonrisa, Salters preguntó al portavoz del jurado:
—¿Han llegado a una decisión?
—Sí, señor —contestó casi sin voz el interrogado.
—¿Cuál es su veredicto?
Al hacer esta pregunta, Salters sonrió y Koster le imitó. Pero el estupor borró ambas sonrisas cuando el presidente del jurado declaró:
—Hemos reconocido «no culpable» al acusado, y aconsejamos su inmediata libertad.
Salters miró como atontado a los doce hombres, que a su vez le miraban con expresión de infinito espanto, y sólo cuando el griterío de la sala alcanzó proporciones épicas procedió a restaurar el orden y a decretar la libertad del acusado.
Luis María acudió hacia su abogado y le estrechó calurosamente la mano, mientras César decía, con una sonrisa y dirigiéndose a Leonor.
—Siempre he dicho que las leyes norteamericanas eran muy útiles. Todo depende de saberlas utilizar como es debido. Adiós, Luis María.
West Bradley, que había sido presidente del jurado, miró, lleno de espanto, a los dos hombres que tenía frente a él. Tanto el juez Salters como el
sheriff
Koster se hallaban en un violento estado de furia exacerbada.
Koster empuñaba un vergajo y rugía:
—¡Me dirás la verdad, aunque tenga que arrancarte a tiras el pellejo! ¿Quién os pagó para que dieseis aquel veredicto?
—¡Nadie, señor Koster! —tartamudeó el infeliz, retrocediendo ante el vergajo.
La mano derecha del
sheriff
descargó un vergajazo que hizo aparecer una roja línea en el dorso de la mano derecha de Bradley, que había tratado de defender el rostro contra el bestial golpe.
—¡Contesta! —ordenó Koster—. Quiero saber la verdad.
—Fue un veredicto unánime —quejóse el infeliz.
—Ya lo sé —intervino Salters, cuyo rostro tenía una expresión más canallesca que de costumbre—. Pero todos, unánimemente, recibisteis una orden…
—El defensor dijo… —comenzó Bradley, vacilando.
No pudo seguir, porque un golpe le cruzó el rostro, haciéndole lanzar un alarido de dolor.
—No sigas con esa tontería —ordenó Koster—. ¿Quieres hacerme creer que ese abogaducho os convenció con su teatralismo? ¡Bah! Sabíais demasiado bien a lo que os exponíais si dabais un fallo adverso. Pero no importa —siguió el
sheriff
—. Eso ya está y no tiene remedio. Tampoco se ha perdido gran cosa; pero están ocurriendo sucesos muy extraños y nos interesa conocer la verdad. ¿Quién os ha pagado el veredicto? ¿Don César?
—¡No, no! ¡Le juro que no!
—¡No jures, imbécil! ¿Cuánto os dio don César? ¿Cien dólares?
—No, señor Koster, no nos dio nada. ¡Le juro…!
Koster descargó otro vergajazo contra el rostro de Bradley y mientras éste, sollozando como una mujerzuela, se refugiaba en un rincón, el
sheriff
volvióse hacia el juez.
—¡Llevamos tres horas así! —dijo—. Son las once de la noche y aún no hemos podido sacarle la verdad del cuerpo.
Salters acaricióse la barbilla.
—Quizá empleamos un sistema equivocado —dijo—. Bradley ha sido siempre un hombre de confianza. Si nos ha traicionado no ha sido por dinero. Suponiendo que don César le hubiera dado mil dólares, podría haberle traicionado tranquilamente después de haberse embolsado el dinero. Y si Echagüe, que al fin y al cabo es el más sospechoso, pues es el más rico, hubiera dispuesto las cosas de forma que no hubiese entregado el dinero hasta después del juicio, ahora ya está terminado, y Bradley hablaría.
—¡Y hablará! —gritó Koster.
—Con violencias no conseguirás nada. Por como te mira, advierto que Bradley no te tiene tanto miedo como lo profesa a otra persona. Hay alguien que le asusta más que tú.
—¿Qué quieres decir?
—Que al jurado no se le compró con dinero, sino con miedo. Durante todo el juicio noté que los doce hombres que componían el jurado estaban más preocupados por el miedo que por lo que oían. ¿Quién ha sido capaz de asustarles así? Eso es lo que nos interesa saber.
—Tal vez don Gregorio…
—¡Bah! —rió Salters—. Don Gregorio Paz no asusta ya a nadie. Es perro muy ladrador; pero todos saben que no puede morder. Le expulsarían de Los Ángeles y le devolverían a Méjico. Don Gregorio, o don Goyo, grita mucho y asusta a los que se dejan asustar; pero no ha sido él quien ha metido el pánico en el cuerpo a los doce jurados. Es otra persona. La misma que nos libró tan oportunamente de Perkins.
—A Perkins lo mataron los hombres de don Gregorio.
—¡Imbécil! —gruñó el jue—. ¿No me dijiste tú mismo que al día siguiente los
Lugones
sudaban dinero? Alguien supo la verdad, o adivinó las intenciones de Perkins y envió a aquellos hombres a defender a Covarrubias.
—Detendré a los
Lugones
…
—Parece como si de pronto te hubieses vuelto imbécil. No son los
Lugones
quienes nos han de decir la verdad. Ésos callarían aunque les pasáramos por el cuerpo un hierro candente. Bradley nos dirá quién le amenazó.
El juez dirigióse hacia el rincón donde estaba West Bradley.
—Óyeme, Bradley —dijo—. Sabes que somos tus amigos. Saldrás ganando si nos dices quién te amenazó. Si es alguno de Los Ángeles, te daremos mil dólares y un pasaje para San Francisco. Sólo queremos saber a quién tenemos que vigilar. ¿Quieres decirnos quién te amenazó a ti?
—Yo mismo se lo diré, juez Salters —dijo una voz detrás de los dos hombres.
Salters y Koster se volvieron, encontrándose frente a un enmascarado que los encañonaba con un negro revólver lleno de incrustaciones de oro.
—¡
El Coyote
…! —exclamaron a la vez.
El enmascarado sonrió.
—Ustedes lo han dicho. Supongo que no esperaban mi visita.
—Pero… —tartamudeó Koster—,
El Coyote
… murió… Usted es un impostor…
Dos disparos resonaron casi al mismo tiempo.
El Coyote
quedó envuelto en una nubecilla de blanco humo, y el irritante olor de la pólvora negra extendióse por la estancia.
Lanzando un grito de dolor, Koster y Salters habíanse llevado la mano izquierda a la oreja correspondiente. La sangre les resbaló del cartílago destrozado por la gruesa bala.
—¡La marca del
Coyote
! —gimió Bradley.
—Si quieren, les marcaré la otra oreja —sonrió el enmascarado.
—¡
El Coyote
! —exclamaron Salters y Koster.
—Sí, he resucitado de entre los muertos para castigarles —declaró
El Coyote
, avanzando hacia los dos hombres.
Empuñaba con firme pulso el revólver y su mano izquierda descansaba sobre la culata del otro.
Salters le miraba fijamente, tratando de penetrar su identidad. De pronto, al bajar la vista hacia el revólver, estuvo a punto de lanzar una exclamación de asombro. En seguida dominóse, aunque temiendo que los acelerados latidos de su corazón le denunciasen.
—He estado escuchando su instructiva charla —siguió
El Coyote
—. Veo que tienen miedo y que no esperaban mi reaparición. Pensaban que era una suerte que
El Coyote
hubiera muerto, pues así podrían ustedes continuar el provechoso negocio iniciado por cierto general Clarke, convertido ahora en proscrito. Pero como a él, les ha fallado el negocio. Primero, con la muerte de Perkins, cuyas propiedades no podrán recuperar, porque mañana tendrán que salir los dos de Los Ángeles y no podrán hacer las triquiñuelas necesarias para apoderarse de ellas.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Koster.
—Lo que han oído. Si mañana por la noche están ustedes aquí, iré a buscarles y repetiré los disparos de esta noche, sólo que apuntándoles entre ceja y oreja.
—Está bien, nos marcharemos —dijo Salters—. Tiene usted todos los triunfos en la mano.
—Es usted inteligente, señor juez. Pero se engaña si se cree que se va a marchar así. Quiero que me entregue todo el dinero que guarda en su despacho. Pasemos a él y vaciemos su hermoso cofre. Han hecho ustedes mucho daño y van a repararlo. También extenderán un contrato de venta de todas sus tierras y un recibo por la suma en que las valoren.
—¿Nos deja en la ruina? —preguntó Salters.
—Sí. Y den gracias al Cielo, porque al menos les dejo la vida.
Salters abrió el cofre fuerte de recia madera de caoba y reforzado con anchos bandajes de hierro, y de su interior sacó varias bolsas llenas de monedas de oro.
—Seis mil dólares —dijo—. Lo demás está en el Banco de San Francisco.
—Veo que va a salvar algo —sonrió
El Coyote
—. No importa. Extienda ahora la cesión de sus propiedades. Y haga lo mismo con las de nuestro
sheriff
. Luego él firmará la venta.
Cada vez que Salters levantaba la cabeza, veía a unos centímetros de él el negro revólver, cuya pavonada superficie estaba sembrada de dibujos en oro incrustado. Al volver a escribir, una astuta sonrisa iluminaba su rostro.