—Vacíe el oro aquí dentro —ordenó
El Coyote
tirando a los pies de Fawcet un saquito de lona muy recia.
El tabernero obedeció. Cuando hubo terminado,
El Coyote
ató la boca del saco con una correa bien engrasada.
—Muchas gracias, Fawcet —dijo, cuando hubo terminado—. Ahora, fiel a mi promesa, le diré algo que le conviene. Quizá no me crea, pero cometerá un error si duda de mí. Usted cree tener tres amigos, pero está equivocado, pues no son amigos suyos, sino enemigos. Les ha sido útil durante algún tiempo; mas ese tiempo ya ha pasado. Ahora sabe mucho y por ello han decidió matarle. Es la mejor solución cuando se quiere evitar que quien sabe mucho hable demasiado.
—No entiendo…
—Le diré los nombres de sus amigos. Son el juez Salters, Samuel Perkins y el
sheriff
Koster.
La sorpresa se pintó en el rostro de Fawcet.
—No es cierto —dijo.
—Usted sabe que sí es cierto. Yo también lo sé. Uno de mis servidores ha oído cierta conversación sostenida entre esos tres buenas piezas. Sólo piensan en matarle, porque tienen miedo de que alguien le haga hablar o simplemente, de que se decida usted a exigirles una mayor parte de sus beneficios. A veces, los amigos pueden resultar más peligrosos que los enemigos. Éstos suelen saber menos que aquellos; a un enemigo no se le confían las cosas que se hacen saber a un amigo.
—¿Por qué han de matarme?
—Ya se lo he dicho. Están decididos a matarle. Han hablado de lo que deben hacer y las últimas noticias que tengo es que piensan citarle en el ranchito de Juan Olegario. Usted irá allí y recibirá una puñalada en la espalda. Dejarán clavado el cuchillo, para que todos crean que es una venganza de los amigos de Juan Olegario. Eso permitirá al juez Salters hacerse con nuevas tierras, después de detener y linchar a los «sospechosos» de haber dado muerte al honrado amigo Fawcet. Así matarán dos pájaros de un tiro. Su tienda y las tierras que roben, irán a parar a manos de la sociedad Perkins, Koster, Salters.
—¿Por qué me dice todo eso? —preguntó Fawcet—. Si es verdad y usted me odia, le convendría más dejar que me matasen.
—Es posible; pero estoy interesado en que se sepa la verdad acerca del «asesinato» de Juan Olegario. Usted puede hablar y yo cuidaré de que le escuche quien pueda hacer lo necesario para que los tres principales culpables paguen la deuda que tienen pendiente. Hable con el abogado José Covarrubias. Él defiende a Luis María Olaso. Es cliente de usted y se encargará de dar los pasos y tomar las medidas necesarias para que el gobernador envíe a un juez especial.
El Coyote
saltó al suelo, recogió el saquito de oro y, antes de salir por una de las ventanas posteriores, advirtió:
—Siga un último consejo: no diga una palabra de esto a sus amigos.
Fawcet le vio salir por la ventana, sin intentar hacer nada para detenerle ni herirle.
Entretanto,
El Coyote
habíase acerca do a uno de los raros faroles que pretendían iluminar las calles de Los Ángeles y sacando un lápiz marcó con una cruz los dos primeros y los dos últimos nombres de la lista de los jurados. Le quedaban cuatro días para visitar a los ocho restantes y convencerlos de la misma forma que a los ya visitados.
—¿Qué tienes en la mano?
La pregunta fue hecha por Pcrkins y dirigida a Fawcet, que servía torpemente a su amigo, empleando la mano izquierda, ya que la derecha descansaba en un cabestrillo improvisado con un gran pañuelo de hierbas.
—Ayer noche me herí con un cuchillo —respondió el tabernero.
—¿Es grave la herida?
—Espero que no lo sea.
Perkins bebió un trago de licor.
—¿Te impedirá salir esta noche? —preguntó luego.
—No me impide trabajar. Y mucho menos salir.
—Me alegro. A la una de la madrugada, celebraremos una reunión en las tierras de Juan Olegario… Hemos de tratar de unos asuntos privados y no conviene que nadie se entere.
Al oír estas palabras, Fawcet miró vivamente a Perkins, quien no dejó de advertir y preocuparse por el sobresalto del tabernero.
—¿Es imprescindible que sea esta noche? —preguntó Fawcet.
—Claro. Se trata de un asunto que conviene arreglar lo antes posible.
Fawcet se esforzó en vano en mostrarse natural. Le temblaba la mano izquierda y su voz sonó algo quebrada al contestan.
—Está bien; esta noche iré a ese sitio.
Perkins bebió el licor que quedaba en su vaso, dejó una moneda sobre el mostrador y, antes de volverse hacia la puerta, advirtió:
—Cierra a medianoche y dirígete al pie del álamo donde colgamos a Juan Olegario. Allí te esperaremos.
—Está bien.
Fawcet vio salir a Perkins y se frotó, pensativo, la barbilla. Siempre le hubiera extrañado la petición de Perkins; pero después de lo que le había dicho
El Coyote
, aquella cita en las afueras de Los Ángeles tenía un trágico significado.
Aún se hubiera inquietado más de haber podido oír la conversación que sostenían en aquellos momentos Koster y Perkins. Éste terminaba de decir:
—Cuando le dije que le esperábamos en las tierras de Juan Olegario, quedó como muerto.
—¿Sospechará algo? —preguntó Koster.
—Apostaría triple contra sencillo a que se ha olido lo que pensamos hacer.
—Entonces…
—Vigila. Tú puedes seguir todos sus movimientos. Si es necesario, no aguardes a esta noche.
Koster tambaleó sobre la mesa y, al cabo de unos minutos de silencio, sonrió. Perkins también sonrió y, dando una palmada en el hombro de su amigo, salió de la oficina del
sheriff
, dirigiendo una mirada a la taberna de Fawcet, marchó a sus ocupaciones. Ya no sentía ninguna inquietud.
****
Leonor de Acevedo estaba sentada frente a su marido. Julián servía la comida y el silencio entre los dos esposos se hacía agobiante. Al fin, Leonor, por romperlo, comentó:
—Ayer noche tuve un susto terrible.
César de Echagüe miró extrañado a su mujer.
—¿Por qué? —preguntó.
—Aquellos disparos… —empezó Leonor.
Julián intervino, explicando:
—Fue uno de los guardianes que disparó contra unos bultos que se acercaban a la mina.
—¿Heristeis a alguien? —preguntó César.
—No sabemos. A la una de la madrugada, la oscuridad era muy densa y los merodeadores consiguieron huir.
—Si vuelve a ocurrir una cosa semejante y os apoderáis de los culpables, ahorcadlos —indicó César, con un bostezo que no era fingido—. Me molesta que me despierten a medianoche.
Julián salió de la estancia y César bajó la vista sobre el plato. Leonor, sin poder precisar el motivo, sintió una súbita inquietud. Algo raro había ocurrido. La noche anterior, al oír los disparos lejanos, había corrido a la habitación de su marido y había llamado una vez, suavemente, con los nudillos, a la puerta, no queriendo despertar a César y deseando, al mismo tiempo, que él, inquieto por las detonaciones, acudiera a tranquilizarla. Su llamada quedó sin respuesta, y como las detonaciones fueron muy lejanas, Leonor volvió a su cuarto, creyendo que César no había oído los disparos y no decía nada de la llamada a la puerta.
Julián volvió a entrar en el comedor y la comida terminó en medio de un completo silencio. Cuando se hubo servido el café, César pretextó una ocupación urgente y salió al comedor, marchando al patio del rancho.
—Necesitamos a alguien que sea de toda confianza —dijo a Julián, que le había seguido.
El mayordomo miró, inquieto, a su amo.
—Ayer noche, mi esposa debió de ir a mi cuarto —siguió César—. Sin duda llamó a la puerta y yo no contesté. He estado a punto de decir que la oí; pero no hubiera sabido explicarle por qué no contesté, si llamó muchas veces o una sola. Sería necesario que alguien estuviera en mi cuarto y pudiera decirme, al volver, lo ocurrido durante mi ausencia. Pero ¿en quién podemos confiar?
Julián inclinó la cabeza. Vaciló unos minutos y, por fin, preguntó:
—¿Tiene el señor confianza en alguien?
—Sólo en ti, Julián.
—Pero yo no puedo estar en su cuarto, señor. Debo esperar su regreso.
—Lo sé. Si Edmonds estuviera aquí…
—Si el señor me perdona, le diré algo que no quería descubrirle.
—¿De qué se trata?
—Mi hija Guadalupe…
Julián se interrumpió.
—¿Qué?
—Sabe la verdad acerca del señor. Lo descubrió aquella noche en que usted llevó en brazos al señor Greene desde su habitación hasta la de él.
—¿Y ha callado hasta ahora?
—Me lo confesó anoche. Lupita sabe guardar un secreto.
Julián habría podido decir algo más; pero agregó, simplemente.
—Mi hija es fiel a los señores.
Lo que pudo haber dicho Julián era que Lupita estaba enamorada, sin esperanzas, del
Coyote
y de César de Echagüe, aun antes de haber sabido qué personalidad se ocultaba tras la aparente frivolidad del supuesto lechuguino a quien todos despreciaban.
—No esperaba eso, Julián —declaró César—. ¿Crees que Lupe sería capaz de ocultarse en mi habitación y montar guardia hasta mi regreso?
—Estoy seguro de que lo hará.
—Esta noche, y mañana, y pasado, he de salir. Luego, tal vez ya no sea preciso.
—Daré a Lupe las instrucciones necesarias.
—Gracias, Julián.
César palmeó cariñosamente la espalda de su fiel servidor y marchó a ver cómo estaba el caballo que acababan de domar para él.
****
A las diez de la noche, José Covarrubias entró en la taberna de Fawcet. Sentóse en su sitio de costumbre y, olvidándole del ruido y de las conversaciones que se sostenían a su alrededor, abismóse en la lectura de un libro acerca de las nuevas leyes en el Estado de California.
—Señor Covarrubias…
Fawcet tuvo que repetir la llamada antes de que el abogado le mirase.
—¿Qué ocurre? ¿Qué desea?
—Necesito hablar con usted. Tengo que declarar algo favorable para Luis María.
Covarrubias miró, esperanzado, al tabernero. Creía comprender que
El Coyote
le había hecho ir allí con aquel exclusivo objeto. Tal vez el ver noche tras noche al abogado defensor de Olaso, había afectado a Fawcet, disponiéndole para decir lo que se necesitaba para obtener la absolución del acusado. Aunque no veía bien cómo podía influir beneficiosamente en Luis María la declaración de Fawcet.
—A las doce cerraré la taberna —siguió el propietario del establecimiento—. ¿Puedo ir a su casa?
—No hay inconveniente —dijo Covarrubias—; pero si quiere que hablemos aquí mismo…
—No —Fawcet parecía asustado—. Prefiero que o hagamos en su casa.
Sin agregar más, el tabernero se marchó y, casi al mismo tiempo, un indio que había estado bebiendo tequila en una mesa algo apartada, levantóse y, dejando una moneda de plata junto al vaso, salió del establecimiento. Una vez en la calle, echó a correr, no deteniéndose hasta llegar a la casa de Adelia.
A las doce, Fawcet despidió a sus clientes, cerró el establecimiento y, armado con su pistolón, salió a la calle, dirigiéndose hacia la salida de la ciudad, torció por una calleja y, después de asegurarse de que nadie le seguía, llamó a la puerta de la casa de Covarrubias.
El abogado le abrió personalmente y le hizo subir a su despacho.
—Siéntese —invitó, señalando una silla colocada al otro lado de su mesa—. ¿Qué es lo que debe decirme?
Fawcet vaciló un momento.
—Ayer noche recibí una visita —dijo—. Se trata de alguien a quien yo creía muerto. No diré su nombre, aunque no debiera guardarle ninguna consideración, pues me robó diez mil dólares. Sin embargo, me previno. Dijo que hoy tratarían de asesinarme, y creo que estaba en lo cierto.
—Continúe —indicó el abogado.
Fawcet se frotó la barbilla y, tras breve vacilación, siguió:
—Lo que voy a decirle no me honra. Lo sé. Pero si no hablo me expongo a morir y… no lo deseo. He estado asociado a unos hombres que son mil veces peores que yo. Ocupan puestos importantes en la ciudad y se valen de ellos para despojar a los infelices. En el caso de Juan Olegario…
Mientras Fawcet exponía toda la confabulación contra el infeliz Zamiza, una sombra se encaramaba por la yedra que cubría la fachada posterior de la casa del abogado. Se trataba de un hombre alto, ágil, muy fuerte. De cuando en cuando la luz de las estrellas reflejábase en las culatas de sus armas.
El desconocido llegó al fin a la galería y, con la silenciosa suavidad de un gato, saltó por encima de la baranda y avanzó hacia la iluminada puerta que comunicaba el despacho de Covarrubias con la galena.
Midiendo bien los pasos, deslizóse hasta allí y escuchó unos instantes. Hasta él llegó la voz de Fawcet:
—…Perkins le ofreció comprarle el rancho y darle seiscientos dólares y el caballo…
El desconocido empuñó una pistola de dos cañones que llevaba, además de sus dos revólveres. Con el máximo cuidado levantó los dos percutores y apuntando a Fawcet, que estaba a menos de dos metros de él, aseguró la puntería y al fin apretó, casi simultáneamente, los dos gatillos.
Una ensordecedora detonación se extendió en múltiples ecos. Fawcet levantóse como empujado por una mano invisible y luego, lanzando un agónico estertor, cayó de bruces sobre la mesa del abogado y después resbaló hasta el suelo, donde quedó inmóvil para siempre.
Por una fracción de segundo, Covarrubias quedó como atontado. Como en sueños vio asomar una mano por el destrozado cristal de la puerta y tirar al suelo, sobre el cadáver de Fawcet, una pistola aún humeante. Luego sonaron unos pasos en la galería.
Covarrubias iba a precipitarse tras el asesino; pero la prudencia le advirtió a tiempo de que no debía hacerlo. En el mismo instante sonaron cuatro disparos de fusil y se oyó un grito en la galería, seguido del choque de un pesado cuerpo contra el suelo.
Empuñando su propia pistola, el abogado salió a la galería. A un lado vio un hombre tendido en el suelo. Vestía de negro y, por un instante, temió que se tratase del
Coyote
.
—¡Señor Covarrubias!
La llamada procedía de la calle y el acento era californiano.
—¿Qué? —respondía el abogado.
—Creímos que le habían herido.
—¿Quién es? —preguntó Covarrubias.
—Timoteo Lugones —respondió la voz de la calle—. Pasaba con mis hermanos Leocadio, Evelio y Juan, y vimos una sombra. Cuando disparó contra usted pensamos que era un asesino y disparamos…