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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (16 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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Leonor asintió con la cabeza.

—Es verdad —dijo—. Deseo que regrese
El Coyote
y, al mismo tiempo, no hay nada que me asuste tanto como la posibilidad de que te ocurra algo.

—Entonces, dejemos a las circunstancias la elección de lo que debemos hacer. Vivamos el momento presente sin pensar en el futuro…

En aquel instante se oyó un veloz galope y en el patio central del rancho entró un jinete, que saltó a tierra antes de que el caballo se hubiese detenido.

—Es Luis María Olaso —dijo César—. ¿A qué puede venir?

Vieron cómo el joven entraba en el edificio y dos minutos después sonó una llamada en la puerta del comedorcito.

Era Julián.

—Don César, Luis María trae un recado urgente para usted —anunció el servidor.

—Hazle entrar —ordenó César.

Un momento después, Luis María, pálido, a pesar de la violenta galopada, entraba en el comedorcito.

****

Julia Ibáñez entregó sin ninguna resistencia el puñal que le pedía fray Bartolomé después de haberle éste entregado los mil dólares. Escuchó sin oír las recomendaciones del franciscano y después de besarle la mano y prometer cumplir todos sus deseos, marchó con lento paso hacia Los Ángeles. Por su cerebro desfilaban en confuso tropel los sucesos del día y los acontecimientos de los últimos años, interrumpidos cada cuarenta o cincuenta segundos por un deseo que imponía su voz por encima de todo:

—¡Venganza!

Poco a poco, y a medida que la distancia que separaba a Julia de Los Ángeles se hacía menor, el deseo de venganza imponíase a todos los otros pensamientos, hasta excluirlos por completo y a imperar en el atormentado cerebro de la mujer.

Vengar al esposo asesinado era lo único que deseaba ya Julia. Vengarlo para ejemplo de todos los malditos extranjeros que acudían a California a despojar inicuamente a los hijos del país.

Recordó lo que habían hablado los vecinos durante el entierro. Recordó que Juan Olegario había estado con Samuel Perkins en la taberna de Fawcet. Por lo tanto, Fawcet debía de saber la verdad. Fawcet debió de oír la conversación entre Perkins y Juan Olegario. Si ella le obligaba, tendría que confesar que Juan Olegario había sido asesinado por Samuel Perkins, y que por muy norteamericano que Perkins fuera tendría que responder ante el Tribunal de su crimen…

Mas ¿cómo obligar a Fawcet a confesar la verdad? Fawcet era un hombre duro, que no se sometería a los deseos de una pobre mujer…

¿Una pobre mujer?

Ella tenía mil dólares. Podía ofrecerlos a Fawcet, comprar su declaración. Ponerle en la disyuntiva de aceptar el dinero y cumplir con su deber.

Estaba ya en Los Ángeles. Caía la noche y empezaban a encenderse los faroles de petróleo que algunos comerciantes tenían sobre las puertas de sus tiendas. Uno de ellos, el último encendido, iluminaba un rótulo en negro y blanco, en el cual leíase: «Armería».

Como atraída por un imán, Julia fue hacia aquel establecimiento. Empujó la puerta y penetró en el interior, brillantemente iluminado. El mostrador y las paredes hallábanse cubiertos de armas de toda clase. Un viejo de aspecto semítico acudió al encuentro de Julia.

—¿Qué desea, señora? —preguntó en mal español.

Julia tardó un momento en contestar. Su mirada recorría el mostrador y al fin se fijó en un pequeño revólver de seis tiros, calibre treinta y ocho.

—¿Cuánto vale? —preguntó, señalando el arma.

El judío no respondió directamente. En vez de ello, empezó:

—La señora tiene muy buen gusto. Ha escogido lo mejor de mi establecimiento. Es el revólver más moderno que existe. Acabo de recibirlo de San Francisco. Sin duda la señora lo quiere para su hijo…

—¿Cuánto vale? —insistió Julia.

—¡Oh! Una joya así no tiene precio. Hace diez años hubieran podido pedirse mil dólares por ella…

Julia, sin alterar la expresión, dio media vuelta y fue a salir de la armería. El propietario se apresuró a detenerla.

—¡No, no! —exclamó—. Ahora no vale eso ni mucho menos. Ahora es infinitamente más barata. Pero muchísimo más…

—¿Cuánto? —gritó Julia.

—Podría pedirle doscientos dólares y sería barata…

—¿Cuánto vale? Si no lo dice ahora mismo, me marcho a otra armería.

—Pues… No se precipite la señora. Tenga en cuenta que me duele tanto separarme de esa arma como me dolería separarme de un hijo. Sin embargo, sólo le pediré cincuenta dólares por ella. Es un precio…

—Tenga los cincuenta dólares y deme también una caja de cartuchos.

—¡Oh!

El judío quedó tan desconcertado por la rápida aceptación de un precio que era el doble del que estaba dispuesto a aceptar por aquel revólver, que por primera vez en su vida tuvo un rasgo de desprendimiento.

—La caja de cartuchos va incluida en el precio —dijo. Y más tarde se arrepintió de no haber pedido diez dólares por las cincuenta balas.

—Gracias —replicó Julia, entregando tres monedas de veinte dólares cada una.

—¿No quiere una funda mejicana? —preguntó el armero—. Podría…

—No —cortó con violenta sequedad Julia.

—Como la señora quiera —suspiró el judío, desprendiéndose de una moneda de diez dólares como si fuese un trozo de intestino suyo.

—¿Cómo se carga? —preguntó Julia.

El armero la hizo acercar a una de las lámparas que iluminaban la tienda y señalando el lado derecho del cilindro indicó una especie de palanca que cerraba la parte posterior del cilindro, quedando frente al extractor de muelle.

—Por aquí se van introduciendo los cartuchos —explicó—. Cuando queda uno lleno se hace girar el cilindro a la derecha y se llena otra cámara. Y así sucesivamente hasta que el cilindro queda lleno. Luego, se cierra esta recámara y cuando se han disparado los seis tiros se vuelve a abrir y con el extractor se van extrayendo las cápsulas vacías. Una vez vaciado el cilindro, se vuelve a llenar… Para disparar no hay más que ir levantando con el pulgar el martillo o percutor. Cada vez que lo levante girará el cilindro y una cámara se colocará detrás del cañón.

—Gracias —interrumpió Julia—. Ya entiendo.

Apenas había escuchado la larga explicación del armero. Con firme mano tomó un cartucho y lo colocó en el cilindro, cerrando luego éste y diciendo:

—No necesitaré más que una bala.

Antes de que el judío pudiera decir nada, Julia salió de la armería, dejando sobre el mostrador la caja de cincuenta cartuchos, en la cual sólo faltaba uno. El judío quedó un momento pensativo. Luego, las palabras que Julia había pronunciado antes de salir sonaron de nuevo en sus oídos:

«No necesitaré más que una bala».

Recordó también que Julia había cargado un departamento del cilindro hasta colocar la recámara cargada frente al cañón.

—Tal vez debiera avisarla… —se dijo. Luego, encogiéndose de hombros, murmuró—: Pero quizá sea mejor no decir nada.

Julia avanzaba hacia el centro de la población. Las calles estaban llenas de gente; pero nadie prestaba excesiva atención a la mujer. Ésta no se dio cuenta que, siguiéndola a corta distancia, iba un hombre.

Julia apretaba con fuerza la culata del revólver que llevaba oculto en el gran pañuelo que le cruzaba el pecho. Con la otra mano apretaba el dinero. Parecía caminar sin ver; mas no debía ser así, pues al llegar frente a la taberna de Fawcet se detuvo un momento y luego, sin hacer caso de los comentarios de los hombres allí reunidos, entró en el establecimiento.

Fawcet estaba secando unos vasos y no se dio cuenta de la presencia de Julia hasta que tuvo a ésta delante.

—¡Oh! —exclamó, reconociendo a la mujer.

—Señor Fawcet, necesito hablar con usted —dijo Julia, con tembloroso acento.

El tabernero palideció intensamente.

—Estoy muy ocupado —gruñó, queriendo apartarse.

—Quiero hablar con usted —insistió Julia.

—Le digo que no puedo, ahora…

La mano de Julia apareció armada con el revólver.

—Si no quiere escucharme, le mataré —dijo.

Fawcet miró a su alrededor buscando auxilio. Los concurrentes a la taberna no se habían dado cuenta de lo que ocurría y siguieron bebiendo como si nada anormal sucediese.

—¿Qué va a hacer? —preguntó, tembloroso, Fawcet.

—Estoy dispuesta a matarle si no consiente en hacer lo que yo le pediré —declaró Julia—. Usted vio cómo Perkins habló con mi marido y le ofreció comprarle las tierras.

—¡No! —casi chilló Fawcet—. Yo no vi nada. No estuve delante…

La mirada del tabernero estaba fija en el arma que empuñaba Julia. Un destello de esperanza brilló en los ojos del hombre.

—Mi marido me dijo que usted debía de haber oído lo que él y Perkins hablaron. Quiero que se presente usted ante el
sheriff
y diga la verdad. Quiero que Perkins muera en la horca. Si acepta mi proposición le daré novecientos cincuenta dólares.

Al decir esto, Julia dejó sobre el mostrador el cartucho de monedas de oro.

—Pero… —empezó Fawcet.

—Si no acepta —siguió Julia—, le mataré, porque eso indicará que es usted uno de los que ayudaron a asesinar a mi marido…

Al hablar, la mujer levantó el percusor del arma. El cilindro giró y la cámara cargada abandonó su puesto tras el cañón.

La sonrisa de Fawcet acentuóse. El revólver de Julia sólo tenía un cartucho, y éste se hallaba ahora donde no podía causar ningún daño. Sólo a una mujer podía habérsele ocurrido usar tan estúpidamente un arma.

—Óigame —dijo el tabernero, sonriendo aún más—. Llévese el dinero, guárdese el revólver y márchese de Los Ángeles. No quiera luchar con los más fuertes.

—¿Quiere decir que no está dispuesto a declarar?

—En efecto. Quiero decir eso mismo.

—Entonces le mataré.

—Inténtelo si se atreve —rió Fawcet.

Por toda respuesta, Julia apretó el gatillo.

Sonó una detonación y la taberna llenóse de humo.

Fawcet lanzó un grito de horror.

Julia tambaleóse, dejó caer el revólver y se aferró al mostrador. Cuando, sin vida, desplomóse al suelo, arrastró tras ella el cartucho de monedas, que, reventando, sembró de oro el suelo. Algunas de las monedas se ennegrecieron con la sangre que manaba de la cabeza de Julia.

—Te salvé de una buena, Fawcet —dijo, guardando su revólver, el que había disparado.

Era uno de los clientes de la taberna, que, habiendo descubierto a Julia empuñando el arma, disparó sobre ella, creyendo salvar a Fawcet.

—No era necesario —murmuró el tabernero—. La pobre…

No pudo seguir, porque de nuevo la muerte descargó su golpe en la taberna.

El hombre que había seguido a Julia, y que, con ella, entró en la taberna, acababa de precipitarse sobre el matador de la viuda y su mano armada con un agudo y brillante acero, descargó dos veloces y fuertes golpes.

Al instante y con un agónico estertor, el hombre desplomóse de bruces, quedando tendido en el suelo, con los brazos en cruz.

Luis María Olaso le golpeó con el pie para convencerse de que estaba muerto, y luego, antes de que los demás pudieran reaccionar, salió apresuradamente de la taberna, montó en uno de los caballos atados frente al establecimiento, cortó las bridas con el ensangrentado cuchillo y partió al galope. La gente que llenaba las calles abría, temerosa, paso al caballo, que parecía un veloz navío surcando un mar de oscuras olas.

Cuando salió de Los Ángeles, Luis María vaciló un momento acerca del camino que debía seguir; por fin tomó una decisión y encaminóse el caballo hacia el rancho de San Antonio.

Capítulo IV: El respeto a la ley

César de Echagüe había escuchado, pensativo, el relato de Luis María.

—¿Quién era ese a quien mataste? —preguntó, agregando en seguida, con una sonrisa algo burlona—: Si es que lo mataste.

—Lo maté —aseguró Luis María—. Le hundí el cuchillo…

—Ahorra los detalles de esta estúpida violencia —interrumpió César, indicando con un movimiento de cabeza a Leonor, que estaba muy pálida.

—Perdón, señora —apresuróse a suplicar Luis María.

Después, volviéndose a César, dijo:

—No conozco el nombre. Era uno de los que han llegado de San Francisco. Minero o… bandido. Creo que muchos huyen de allí y de los comités de vigilantes, y buscan amparo en Los Ángeles.

—Sea lo que sea, las autoridades le considerarán un hombre digno de conservar la vida. Te perseguirán.

—Ya lo sé. Por ello he huido.

—Y viniste a refugiarte aquí, ¿verdad?

—Sí.

—¿Esperas que yo te proteja? —preguntó César de Echagüe.

Luis María no contestó.

—Has venido aquí porque has pensado que yo te ocultaría o facilitaría la huida, ¿no?

Luis María Olaso siguió sin responder.

—Contesta —insistió César, aunque sin levantar la voz ni mostrar ninguna alteración—. ¿Acudiste en busca de mi ayuda?

—Vine a buscar el amparo que todo californiano debe hallar en un hermano de raza —contestó Luis María.

—Esta frase es muy hermosa —sonrió César—. Merecería ser estampada en un libro; pero no resuelve nada. No te negaré que mis simpatías particulares van hacia ti. Vengaste la muerte de Julia y eso tiene un mérito. Pero al mismo tiempo cometiste una solemne tontería, y eso ya no tiene ningún mérito. Si hubieras buscado a solas, sin testigos, al tipo aquel y lo hubieras cosido a puñaladas, entonces hubieras sido un asesino un poco vulgar y despreciable; pero… no habrías sido un idiota, podrías ir tranquilo por el mundo y no tendrías tras de ti a las autoridades del Estado de California.

—¿Qué quiere decir con eso, don César?

—Lo que he dicho: Que al matar a aquel hombre cometiste una estupidez. Y ahora, por lo que veo, quieres que yo cometa otra tontería. Quieres que te proteja, que te esconda, que me exponga a que te encuentren aquí y a que, por encubrir a un asesino, me despojen de mis propiedades. Realmente, Luis María has obrado como enemigo más que como amigo. Tú, valorado materialmente, no moralmente, vales escasamente unos diez o doce pesos, o dólares. Nadie daría más por ti. En cambio, yo, don César de Echagüe, propietario del rancho de San Antonio, administrador en nombre de mi mujer del rancho Acevedo, valgo alrededor de treinta millones. No, no puedo hacer casi nada por ti, Luis María.

—¡Por favor! —suplicó Leonor, inclinándose hacia su marido—. Debes hacer algo por él. Piensa en lo que eres y en lo que fuiste…

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