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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (22 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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—No os marchéis —pidió Covarrubias.

Entró en su despacho y reapareció con una lámpara. Acercóse con ella al hombre caído en la galería. No esperaba encontrarle vivo; pero tampoco esperaba lo que vio.

Al volver al muerto vio ante él el in confundible rostro de Samuel Perkins. Una bala le había entrado en la cabeza y otras tres le hirieron en el corazón y en el vientre.

En la calle, alguien llamaba violenta mente a la puerta. Covarrubias bajó a abrir y fue empujado a un lado por Koster, que subió de dos en dos los escalones. Al llegar al despacho del abogado, volvióse hacia éste, que le había seguido, escoltado por dos de los agentes del
sheriff
.

—¿Le han asesinado? —preguntó furioso.

—No he sido yo —replicó, burlonamente, Covarrubias—. Fue un conocido suyo,
sheriff
, Perkins.

—¡En! ¿Puede probar lo que dice?

—En la galería encontrará a Perkins. Está muerto. No creo que sea un lugar lógico para encontrar a un hombre, sobre todo no siendo ésta su casa.

Koster salió a la galería y con el pie golpeó el cadáver.

—¿Quién le mató? —preguntó en voz muy alta.

—Nosotros, señor
sheriff
—dijeron desde la calle los cuatro mejicanos, a quienes en Los Ángeles se conocía por
Los Lugones
, que se habían hecho famosos durante la guerra contra los Estados Unidos.

El hermano mayor explicó a voz en grito:

—Volvíamos de montar guardia en el rancho de don Goyo…

Había demasiada gente, demasiados testigos para poder acusar a
Los Lugones
y a Covarrubias de nada ilegal. Además, el simple hecho de la presencia de Perkins en una casa que no era la suya, justificaba su muerte. Entonces, Koster dijo, sonriendo:

—Ha tenido suerte, licenciado. Querían cargarle la muerte de Fawcet.

—Eso creo —sonrió también Covarrubias.

—¿Nos necesita para algo, don
sheriff
? —preguntaron, desde la calle, los cuatro hermanos.

—Pasad mañana por mi oficina.

—¿Podemos ir con don Goyo?

—Sí —gruñó el
sheriff
, que lo deseaba todo menos chocar con el temido coronel don Gregorio Paz, uno de los principales autores materiales de la victoria que el 5 de diciembre de 1846 obtuvieron los californianos en San Pascual sobre los norteamericanos, de los cuales murieron los capitanes Johnson y Moore. El coronel Paz afirmaba haber herido al general Kearny, y como éste no lo había negado, en Los Ángeles se admitía la versión del coronel mejicano. Como
Los Lugones
intervinieron también en la lucha, el coronel los tenía en gran aprecio, y saldría fiador de ellos.

Una hora después del doble suceso, la paz había vuelto a descender sobre Los Ángeles. En casa de la india Adelia,
El Coyote
acababa de señalar en la lista de los jurados los nombres de Spark, Weeks y Alden. Luego, mirando al grupo reunido ante él, sonrió.

Los cuatro
Lugones
estaban respetuosamente descubiertos, apoyados en sus fusiles. Junto a ellos se encontraba el indio que había estado en la taberna de Fawcet.

—Has trabajado muy bien —dijo
El Coyote
, dirigiéndose al indio—. Tienes buenos oídos y sabes comprender, Toma, no es un pago, es un regalo.

El Coyote
dejó en la palma de la mano del indio diez monedas de a veinte dólares. Luego entregó una suma igual a cada uno de los
Lugones
y un momento des pues, montando en su caballo, partía hacia el rancho de San Antonio.

Leonor había estado durmiendo con turbado sueño. Sin saber por qué, de pronto encontróse despierta, como si en vez de llevar sólo cuatro horas durmiendo, hubiese permanecido diez o doce en la cama.

No quiso despabilar la mechita del velón que tenía sobre la mesa de noche. Miró a su alrededor y echó más que nunca de menos la compañía de su marido. Desde tres meses antes dormían separados. El doctor García Oviedo había insistido en ello.

—Tienes los nervios demasiado exacerbados —había dicho a Leonor—. Eso que me has contado de que te pasas la noche tratando de oír si tu marido respira así o asá, acabará matándote.

Pero aquella noche la inquietud era demasiado grande. En el vestíbulo el reloj de caja dio las dos.

Saltando de la cama, se calzó unos mocasines indios que usaba como zapatillas y avanzó hacia la puerta. Por lo menos trataría de oír si en realidad César respiraba.

En el momento en que empezó a abrir la puerta oyó que otra puerta se abría y un rectángulo de luz se proyectó en el pasillo.

Leonor quedó inmóvil, con la mirada anhelantemente fija en aquella luz. Salía del cuarto de César. ¿Sentiría también él inquietud…?

De pronto, el mundo se hundió bajo los pies de Leonor. Una mujer acababa de salir del cuarto de César. Llevaba el cabello revuelto y se envolvía en una larga bata. Antes de oír el susurro de su voz, Leonor la reconoció: Guadalupe.

—Adiós —dijo la hija del mayordomo.

—Adiós, Lupita —contestó César, de quien sólo se veía la mano que estrechaba la de la muchacha—. Has sido muy buena.

Guadalupe no contestó, alejóse unos pasos y, cuando la puerta del cuarto de César se hubo cerrado, volvióse y durante unos segundos quedó con la mirada fija en aquella puerta.

Leonor captó e interpretó, llena de angustia, aquella mirada: era la de una mujer que ama.

Capítulo IX: El veredicto del jurado

Leonor vivió un terrible martirio durante los dos días que siguieron a su descubrimiento. Apenas durmió durante las noches y sólo el miedo de averiguar una verdad más absoluta la impidió proclamar su descubrimiento.

César advertía su estado de ánimo; pero lo achacaba a la conversación sostenida la noche en que Luis María fue detenido en el rancho. Varias veces sintió deseos de anunciarle que
El Coyote
volvía a cabalgar y a imponer su justicia, y se reprochaba haber sido más franco con Julián y Guadalupe que con su mujer. Pero el recuerdo del consejo dei doctor García Oviedo le contuvo. Llevándoselo a un lado, el médico le había dicho:

—Algún día los médicos sabrán más acerca de estas dolencias; pero yo, de momento, sólo puedo decirle que el corazón de su esposa no me parece muy firme. Evítele emociones y, sobre todo, evite que sufra por usted. Quizá resistiría todas las emociones violentas; pero… es mejor no comprobar si puede resistir o no.

Llegó por fin el día en que Luis María Olaso debía ser juzgado y aquella mañana César anunció durante el desayuno:

—Hoy tendré que ir al pueblo. Debo prestar declaración. ¿Quieres acompañarme?

—Como tú ordenes —replicó muy pálida, Leonor.

—Yo no ordeno nada —replicóle César.

—He querido decir que si te ha de causar placer, te acompañaré.

—Sí, me gustará que asistas a la causa. Pero si tu corazón está débil…

—Mi corazón está muy fuerte —murmuró Leonor—. Le sobran motivos para haber dejado de latir. Hay cobardías y canalladas…

—¡Por favor, no hables así! —interrumpió César, mortalmente, pálido.

—Tienes razón —asintió Leonor—. Al fin y al cabo, la culpa es también mía.

Los dos pensaban dos cosas distintas. Ella, en lo que había visto aquella noche. Él, en lo que hablaron aquella otra noche, más lejana. Sin embargo, sus palabras parecían justificar ambos dispares pensamientos.

En el coche, conducido por Julián, abierto por los lados al aire fresco y protegido con un alegre toldo de los rayos del sol, fueron hasta el edificio del Tribunal. Se había congregado mucha gente para asistir a la causa, y sobre César de Echagüe cayó más de una mirada de desprecio. Sin embargo, todos se hicieron a un lado y le cedieron el paso.

José Covarrubias saludó con un fuerte apretón de manos a César y una inclinación a Leonor. Invitó a los dos a sentarse en unos sillones que él mismo había hecho traer. Aquellos del público que no tomaron idéntica precaución tuvieron que permanecer de pie.

El fiscal estaba ya en su puesto y el jurado se estaba reuniendo. Cuando estuvieron en sus puestos los doce hombres que debían decidir sobre la inocencia o culpabilidad de Luis María Olaso, éste entró en la sala seguido por el
sheriff
y dos de sus agentes, armados con fusiles.

Sólo entonces, cuando ya no faltó nadie más, el juez Salters entró en la sala, sentóse ante su mesa y, golpeando con la maza el cuadrado de caoba que tenía delante, anunció que iba a empezar la vista de la causa del Estado de California contra Luis María Olaso, acusado de haber dado muerte a Max Clymer. A continuación, y con su impaciencia característica, Salters anunció que los miembros del jurado no debían sacar ninguna conclusión precipitada, y que debían limitarse a escuchar la exposición de los hechos y los argumentos del fiscal acusador y de la defensa. Estuvo a punto de agregar que era estúpido que todos los miembros del jurado tuviesen tal expresión de miedo; pero, deseando acabar lo antes posible, indicó al relator que leyese los hechos.

Se puso en pie el oficial indicado y, en español, por ser el idioma del acusado, leyó la causa. Explicó lo ocurrido en la taberna de Fawcet. Hizo constar que Max Clymer disparó contra Julia Ibáñez con la intención de salvar a Fawcet, ignorando que el revólver que empuñaba la víctima estaba prácticamente descargado. Al hacer aquello, Max Clymer obró en defensa de un semejante, y en tal acción fue asesinado por el acusado, cómplice, sin duda, de Julia Ibáñez. Explicó a continuación que Luis María Olaso huyó hacia el rancho de San Antonio, esperando encontrar allí cobijo para su culpa; pero, afortunadamente, don César de' Echagüe, hombre honrado y amante de la justicia, la cual debía estarle reconocida, le apresó, entregándolo a las autoridades competentes.

Terminada le lectura, se preguntó al acusado si se reconocía culpable del delito de asesinato en primer grado.

—No —respondió con orgullosa firmeza Luis María, dirigiendo una mirada de desprecio al juez y otra a César. Luego agregó—: Pero daría lo mismo, pues sé cuál ha de ser el fallo de este tribunal.

—Con estas palabras el acusado no se beneficia lo más mínimo —gruñó el juez—. El jurado tomará sin duda buena nota de ellas y creo que las interpretará debidamente.

Covarrubias iba a ponerse en pie de un salto, pero César le contuvo.

—El magistrado tiene razón —sonrió—. Luis María es un estúpido.

Las palabras de Echagüe resonaron en toda la sala, causando una impresión tan grande que durante unos segundos el silencio fue absoluto. Luego se elevó un rumor de mar embravecido y sólo a fuerza de mazazos y amenazas de hacer desalojar la sala, consiguió el juez restaurar la calma.

—Le ruego que no exponga sus opiniones en alta voz, don César —advirtió Salters.

—Creí que estábamos en un país libre —sonrió, beatíficamente, César.

—¡Silencio! —gritó el juez—. El ministerio fiscal tiene la palabra.

Se puso en pie el acusador y, volviéndose hacia los testigos que aguardaban los fue haciendo desfilar por el banquillo, haciendo repetir a todos ellos la misma descripción de lo ocurrido en la taberna de Fawcet.

Ni una sola vez aceptó Covarrubias la invitación de interrogar a aquellos testigos.

—¿Por qué no quiere la defensa utilizar esos elementos en favor de su cliente? —preguntó al fin Salters.

—Porque la defensa opina que esos testigos no han de favorecerle —rió César.

—¡Silencio! —rugió Salters—. Don César, espero que ésa sea su última interrupción. De lo contrario, me veré obligado a multarle. Continúe, señor fiscal.

Éste declaró que, precisamente, deseaba interrogar a don César de Echagüe.

Sentóse César en el banquillo y con expresión de profundo aburrimiento aguardó a ser interrogado.

A instancias del fiscal relató cómo habíase presentado Luis María en el rancho de San Antonio. Repitió la explicación que Luis le hizo y procedió luego a explicar su reacción.

—No quise que se me pudiera acusar de haber dado albergue a un perseguido por la ley. Por eso llamé como testigos al propio señor juez y al señor defensor. Y como no quería que se linchase a Luis María, tomé todas las precauciones que me parecieron necesarias para salvar su vida. Quizá alguien crea que lo hice para que le condenasen; pero estoy seguro de que el jurado, después de oír a los testigos que han desfilado, opinará, como yo, que el acusado es inocente.

—La defensa del acusado corresponde a su defensor —advirtió Salters.

—Perdón —replicó el joven—. No he querido entrometerme en sus atribuciones, don José.

Volvió César a su asiento y sonrió animadoramente a Leonor. Ésta volvió la cabeza y contuvo, con dificultad, las lágrimas que pugnaban por escapar de sus ojos.

Covarrubias pidió, al fin, interrogar a uno cualquiera de los testigos que ya habían desfilado ante el Tribunal, y al serle exigido por el juez que definiera a quién quería interrogar, replicó:

—Aquel que estuviese junto al acusado en el momento en que éste se precipitó sobre la víctima.

Tras algunos momentos de discusión y de comprobación de declaraciones, uno de los testigos fue llamado de nuevo.

—¿Estaba usted junto al acusado cuando Max Clymer disparó? —preguntó Covarrubias.

—Sí, señor —replicó el hombre.

—Bien. ¿Puede explicar al jurado cómo estaba Julia Ibáñez y el señor Fawcet?

El testigo admitió poder hacerlo.

Volviéndose hacia el jurado, Covarrubias declaró:

—Para mayor comprensión de todos, pediré a la sala que me permita reproducir con personas, y lo más exactamente posible, la escena.

Colocó a un ujier en la postura que, según el testigo, ocupaba Fawcet y a una mujer en la que debía de ocupar Julia.

El testigo asintió.

—Ruego al acusado nos diga si está conforme con lo que ve.

Luis María admitió que la mujer y el hombre estaban casi igual que habían estado Julia y Fawcet.

—Perfectamente —asintió Covarrubias—. Ahora colocaremos a alguien en la postura que debió de ocupar Clymer.

Un ujier se colocó en el lugar aproximado que había ocupado Clymer. El testigo y el acusado dieron también su conformidad.

—Ahora rogaré al testigo se coloque en un lugar que resulte lo más aproximado posible al que ocupaba en el momento en que Max Clymer disparó sobre Julia Ibáñez.

El testigo, en medio de la expectación general, y tras varias vacilaciones, se colocó a un lado de la sala, distante unos seis metros del hombre y de la mujer.

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