María Muñoz se dio la vuelta muy despacio, miró a su hijo y no pudo creer que aquel hombre mayor, barbudo y sucio, cansado, consumido, pálido, fuera su hijo Ignacio. Tres años de cautiverio y trabajos forzados habían convertido a su niño pequeño, el único que le quedaba, en un individuo sin edad, tan delgado que podía distinguir sus costillas a través del tejido pardo de su camisa, y casi desprovisto de humanidad, esa dignidad corporal y espiritual a un tiempo de la que sólo carecen algunos mendigos, algunos alcohólicos, y los desahuciados que agonizan a solas entre las sábanas sucias de los hospitales de caridad. Eso encontró María en la figura de Ignacio. Eso vio él en aquella mirada, y se sintió tan solo, tan perdido en su ausencia, que se vino abajo. Entonces, la soltó con suavidad, se apoyó en la pared, cerró los ojos, y su desconsuelo desató al fin los invisibles hilos del estupor y la distancia.
—¡Ignacio!
La madre se abrazó a su hijo, no le rodeó con los brazos, no le consoló, no le sostuvo. Le acarició la cara con las manos hasta que las lágrimas no le dejaron verla más, y luego las cerró, las apretó, y apretó la cabeza contra su pecho, buscando refugio en él como había hecho en Madrid, la última noche que cenaron juntos, aquella que iba a ser la peor de su vida y fue sólo el principio de un tormento cuya magnitud ni ella ni nadie se habría atrevido nunca a calcular.
—¡Hijo de mi vida, hijo de mi vida, hijo...!
En la memoria de Ignacio Fernández Muñoz, aquel llanto silencioso y caliente, que lloraba su vida y la muerte de Mateo, la ruina cierta y la improbable salvación de su familia, se fundiría con otras lágrimas distintas y sin embargo iguales, lejanas pero próximas, como si los ojos de su madre, los de otros muchos hombres, muchas otras mujeres con historias diferentes, parecidas, estuvieran atrapados en un bucle insoportable y perverso, condenados a llorar siempre, por siempre y para siempre el mismo llanto.
Así lo recordaría muchos años después, como si no hubiera pasado nada desde el día en que su hermano lo buscó desde un camión, y se llevó a la boca la mano que no tenía esposada para que él sintiera que se le partía el corazón y que ya no era un corazón humano. Sin embargo, habían pasado cosas, muchas cosas, y la más importante de todas era que él seguía estando vivo. Le habría dado lo mismo morir, pero le había tocado vivir y lo había hecho. Había seguido viendo, y oyendo, había seguido durmiendo y respirando desde aquel día, desde que se derrumbó en el campo de Albatera como si estuviera muerto, para sentir enseguida un puntapié blando, cómplice, que le obligó a abrir los ojos a tiempo de ver las botas del guardia que venía derecho hacia él, mientras sus oídos percibían un susurro atropellado, aragonés y urgente.
—Levántate ya, hombre, no seas imbécil...
Cuando volvió la cabeza, vio a un miliciano moreno y bajito que le miraba con gesto preocupado, pero no tuvo tiempo de hacer ni de decir nada.
—¿Y a ti qué te pasa? —el guardia le pegó una patada mucho menos amable.
—Nada —el miliciano contestó en su nombre—, que se ha torcido el tobillo.
—¿Y por eso estás en el suelo? —la autoridad celebró la noticia con media sonrisa torcida—. Pues para llamaros «los de acero» la verdad es que sois bastante mariquitas.
—Sí, bueno, es que eso duele mucho... —el miliciano tiró de su brazo izquierdo y él se levantó con dificultad, no porque pretendiera fingir que le dolía el tobillo, sino porque tuvo que superar el impulso de lanzarse contra aquel hombre, derribarlo, desarmarlo, pegarle un tiro y dejarse matar después, una fantasía recurrente, más rabiosa que suicida, que aprendería a dominar en poco tiempo—. Pero ya se le ha pasado, ¿a que sí?
Él se limitó a asentir con la cabeza sin levantar la vista del suelo, y echó a andar al lado de su salvador, que apenas le llegaba a la altura del hombro.
—¿Qué era, tu hermano? —le preguntó al rato.
—Sí —contestó Ignacio por fin—. Mi hermano mayor.
—Ya... —y movió la cabeza como si pretendiera felicitarse por haber llevado la razón desde el principio—. Es lo que me he dicho yo, que pinta de maricones no teníais.
Ignacio Fernández Muñoz sonrió, porque sobrevivir también consiste en seguir sonriendo, y se fijó mejor en su acompañante, menudo, nervioso, con las manos muy grandes, fuertes y nudosas, la cabeza redonda, rapada, con algunas calvas, el clásico aspecto de un campesino criado al sol o a la intemperie.
—Gracias por lo de antes —le dijo entonces, y mientras le ofrecía la mano, recitó su nombre para presentarse.
—Joder, qué suerte —contestó él al estrecharla.
—¿Suerte?
—Pues claro —y le devolvió una expresión tan sorprendida como la que recibía—. ¿Tú sabes la cantidad de Ignacios Fernández Muñoz que debe de haber en España? Como poco centenares, seguramente miles, así que... A ti no te hace daño que fusilen a tu hermano. ¿De dónde eres?
—De Madrid.
—Coño, macho, de verdad, pero qué potra tienen algunos... —entonces le miró, le sonrió, y se explicó de la manera morosa, peculiar, a la que Ignacio se acostumbraría en muy poco tiempo—. Yo me llamo Roque Ansó Ansó, y soy del pueblo de al lado. Del pueblo de al lado de Ansó, quiero decir. No llegamos ni a trescientos y todos somos primos, los fachas y nosotros, así que, ya ves, a mí no me libra ni la paz ni la caridad, que decía mi abuela... A mi hermano mayor también lo mataron. En la provincia de Castellón, que fue a parar allí, en el frente. Yo creo que es mejor morir así que fusilado, pero con un poco de suerte, mi madre va a tener dónde elegir...
Se hicieron amigos. Muy amigos. Amigos como los que se hacen en los campos de concentración, en los trabajos forzados, en las cárceles, en la guerra. Roque tenía veinticinco años y nada que ver con él, pero los dos podían estar juntos y callados, el uno al lado del otro, durante mucho tiempo. Esa condición, tan rara en un lugar donde no se podía hacer otra cosa que hablar y caminar, habría bastado para unirlos incluso si Ignacio no hubiera apreciado tanto el humor de Roque, negro, sereno, habituado a resistir las dificultades, ese fatalismo indolente, pero también elegante a su manera, de quienes están condenados desde la cuna a la pobreza, al cansancio, a una muerte como la de sus padres, igual de vulgar, igual de prematura, sin haber llegado nunca a tener nada en este mundo. El estoicismo de Roque equilibraba en una proporción exacta la rabia enrojecida, espinosa y violenta, que hería a Ignacio por dentro cada vez que miraba a su alrededor para recontar, una por una, todas las cosas que había poseído, todas las que le habían sido arrebatadas, y sobre todas, la fe —si la queréis, venid a por ella, que os estoy esperando— que había llegado a importarle más que seguir vivo. Entonces la sangre se escapaba de sus mejillas, se concentraba en sus labios, en el cerco rojizo de los ojos, y cerraba los puños, y golpeaba al aire, y enseguida sentía la mano de Roque sobre su hombro, y escuchaba su voz, ronca y risueña, pues a estas alturas, ya, como no quieras pegarte conmigo..., y los dos se echaban a reír.
Se hicieron amigos, muy amigos, y esa amistad elemental y elaborada, desequilibrada y útil, súbita y sincera, los salvó a los dos, porque si Roque no le hubiera dicho que era un tío con suerte, si no hubiera calculado en voz alta el número de los rojos españoles que podrían llamarse igual que él, quizás Ignacio no habría sabido interpretar el gesto de desaliento que se insinuó en la boca del alférez que hacía las veces de secretario, en aquella oficina a la que fue convocado a mediados de junio.
—¡Qué bien, otro con nombre exótico! —murmuró en voz baja mientras se chupaba el índice para pasar más deprisa las hojas de cualquiera de los archivadores que no le cabían en la mesa y se desparramaban por el suelo, en todas las direcciones.
Quizás ni siquiera eso habría bastado, porque cuando Ignacio Fernández Muñoz miró de frente al coronel que estaba al mando, sólo podía pensar en una cosa, qué lástima de bala que gasté con aquel desgraciado en las Vistillas para metértela a ti entre las cejas, cabrón. Y sin embargo, y a favor de sus fantasías homicidas, cuando le llamaron a declarar, ya se había dado cuenta de que Roque tenía razón y de algo más, porque si lograba confundir a aquel hombre, si conseguía camuflarse en el número de los españoles que compartían su nombre, sus apellidos, tal vez algún día tuviera una oportunidad de meterle una bala entre las cejas a él o a otros como él. Esa simple expectativa era mucho más feliz, más heroica, más gloriosa, que la exhibición de arrogancia a la que no habrían tenido otro remedio que recurrir los oficiales republicanos fáciles de identificar, a la que tal vez habría recurrido su hermano Mateo porque nadie le había inducido a meditar sobre la liviandad del apellido Fernández, del apellido Muñoz. Si me fusilan, ganan ellos y pierdo yo, pensó. Si no me fusilan, no gano sólo yo, también ganan los míos. La cárcel alargaba los plazos y disminuía la intensidad, pero no alteraba el balance de aquel futuro. Por eso entró en la oficina con los brazos caídos, los hombros encogidos, y una expresión de pavor reverencial que no cedió ante la presencia del enemigo.
—Fernández Muñoz —el jefe era quien preguntaba—. Así dices que te llamas, ¿no?
—Sí, señor, Ignacio. No tengo documentación porque me la robaron, me robaron todo lo que llevaba en los bolsillos, y...
—Ya, ya... A todos os ha pasado lo mismo —y aquella reflexión pareció divertirle, más que impacientarle, porque para eso había ganado la guerra—. Ignacio Fernández Muñoz, Peláez, ya lo has oído...
—Sí, pero es que con esos apellidos—el alférez se apresuró a confirmar los cálculos del prisionero en voz alta—, tengo aquí varios tomos, mi coronel.
—¿Y de dónde eres?
—De Madrid, señor —el coronel sonrió a su subordinado al escucharle.
—Eso no ayuda mucho... —y hasta dejó escapar una risita, como si disfrutara chinchándole—, ¿verdad, Peláez?
El aludido no contestó y su jefe volvió a dirigirse al prisionero.
—Eres muy joven, ¿no, hijo? ¿Cuántos años tienes?
—Veintiuno, señor —y ya se atrevió a darle una información que no le había pedido—. Yo no he hecho nada, señor, yo soy un simple recluta de la quinta del 18. Cuando me llamaron a filas, pues... Tuve que presentarme, a ver qué iba a hacer, pero no me alisté voluntario, ni nada... Pues sí, cómo para dejar sola a mi madre, la pobre, con lo mal que lo ha pasado...
Le salió tan bien que, un instante después, hasta él percibió la duda en la voz de Peláez.
—De momento, he encontrado a tres Ignacios Fernández Muñoz que son de Madrid y tienen veintiún años, mi coronel, pero el único que me encaja es capitán.
—¿Capitán? —se sorprendió su jefe—. ¿Tan joven?
—Sí —pero Peláez ya no se sorprendía de nada—. Los rojos, ya sabe usted, ascendían a los suyos sin ton ni son...
—¡Uy! —Ignacio hizo un comentario muy ensayado, en voz baja, con tono de pena y como para sí mismo—, ¡capitán, yo, válgame Dios!
—Este capitán Fernández Muñoz... —el alférez lo miró como si pudiera leer la verdad en sus ojos, pero el capitán Fernández Muñoz no se inmutó— era comunista. Lo detuvieron los de Casado, y lo mandaron a Porlier pero nunca llegó a ingresar. Por eso no tengo más datos...
Él le devolvió la mirada a Peláez, miró luego al coronel, vio cómo lo miraban los dos, comprendió que estaban intentando adivinar si el hombre que tenían delante podría ser un capitán comunista, calculó qué posibilidades tendrían de averiguarlo antes de que saliera de aquel despacho, recordó que el campo de Albatera era tan grande y estaba tan abarrotado que él mismo ni siquiera había llegado a encontrarse con su hermano y descubrió que lo que decían algunos presos era verdad. Los fachas estaban desbordados, tenían tantos prisioneros que no daban abasto, y ya no sabían qué hacer con ellos para quitarse el problema de encima. En su situación, aquellos rumores sólo significaban una cosa. Si aguantaba, con un poco de suerte, acabarían mandándole a Madrid para que se identificase por sus propios medios.
—Yo no soy comunista, señor —añadió entonces, lloriqueando como un niño asustado—. Yo no soy nada, se lo juro, nunca he sido de ningún partido...
Cuando el coronel le comunicó que lo más probable era que le enviaran a Madrid en el próximo tren con plazas libres, y que al llegar allí tendría que presentarse en la caja de reclutamiento que le correspondiera con testigos o documentos aptos para establecer su identidad, le sonrió, le dio las gracias. Me va a identificar a mí tu puta madre, iba pensando cuando salió de aquella oficina.
No se había alejado ni cien metros cuando se acordó de que era rubio, alto, un español raro. Su aspecto físico compensaba la ventaja de su nombre, le convertía en alguien fácil de recordar en una masa homogénea donde Roque, sin ir más lejos, pasaba felizmente desapercibido. Entonces, durante un instante, tuvo miedo, pero duró sólo un instante. No necesitó más para comprender que aquel carcelero socialista que se llamaba Rogelio le había salvado la vida dos veces, porque si hubiera llegado a ingresar en la cárcel y lo hubieran soltado después, en el último momento, como hicieron con la mayoría, su descripción física, estatura, complexión, color del pelo, de los ojos, habría estado registrada en alguno de los archivadores de Peláez. Los últimos carceleros republicanos de Madrid no se habían tomado la molestia de destruir los registros de los presos comunistas de marzo del 39. Eso también se lo habían regalado a Franco, y los franquistas no habían tardado ni dos días en volver a tenerlos a todos dentro. A saber cuántos seguirán vivos, pensó Ignacio, y sintió casi vergüenza por haber cedido a la debilidad de tener miedo. Y además, ¿qué?, se dijo. Él no tenía nada que perder. Ya lo había perdido todo, y sin embargo empezó a planear su fuga con la ayuda de Roque en el mismo instante en que se reunieron.
—Es imposible —Rufino, camarada, catalán y ferroviario, rozando una edad suficiente para ser su padre, empezó a negar con la cabeza antes de darle tiempo a terminar de explicarse—. No puedes tirarte de un tren así como así. Te vas a matar.
—Prefiero matarme yo a que me maten éstos.
—Eso está bien visto, ¿ves? —Roque se quedó mirando a Ignacio con admiración—. Eso está muy bien visto...
La idea le gustó desde el principio. Llegó a gustarle tanto que, cuando le llamaron, se arriesgó a declarar con una identidad falsa, la de un soldado de Ignacio, un recluta de su edad que podría estar muerto o vivo, en la cárcel o en el mismo campo de Albatera. Era muy peligroso y lo sabía, pero él se llamaba Roque Ansó Ansó, era del pueblo de al lado, allí no eran ni trescientos vecinos, todos primos, los fachas también, y no le iban a librar ni la paz ni la caridad. Le libró la suerte, y no una, sino varias veces.