—... pero, claro, ya me contarás, y los sábados, encima, pues hay que hacer planes con el niño, así que...
—Vete —le dije entonces.
—¿Adónde?
—Pues al sitio ese, al balneario... ¿No es eso de lo que estáis hablando?
—Álvaro... —mi mujer insinuó un gesto de cansancio que conocía muy bien, el gesto al que recurría cada vez que me dejaba por imposible, una expresión muy parecida a la que solía adoptar mi madre en situaciones similares—. Vamos a ver, Álvaro. ¿No te has enterado de que hemos sacado entradas para llevar a los niños al teatro esta tarde?
—Claro que me he enterado —y sonreí—. Pero los podemos llevar nosotros, ¿no? No creo que las entradas tengan nombre y apellido.
—¿Qué? —Fernando me miraba con los ojos muy abiertos, y en ellos una luz de alarma que preferí ignorar—. ¿Qué estás diciendo?
—¡Álvaro! —Mai me miraba con una sonrisa conmovida que estuvo a punto de hacerme sentir un miserable, pero sólo a punto—. Álvaro..., ¿de verdad harías eso por mí?
—De verdad. Además, a mí me gustan mucho los cuentos de Andersen, y a Fernando seguro que también. ¿O no?
—Hombre, a mí me apasionan, y encima un musical, menudo planazo, ya te digo... —me pegó una patada debajo de la mesa antes de bajar la voz—. Álvaro, ¿estás hablando en serio?
—¡Ay, Fernando! —Nieves se inclinó sobre él, le besó muchas veces, firmó la sentencia definitiva—. No sabes cómo te lo agradezco, de verdad.
—Es que esta tarde echaban por la tele
Centauros del desierto...
—se quejó mi amigo a pesar de todo, en un susurro doliente, casi infantil.
—Pero la has visto setecientas veces —le recordé.
—Ya, pero me hacía ilusión verla setecientas una.
Todavía no sé muy bien por qué lo hice. Ya sabes, hoy por ti, mañana por mí, susurré en el oído de Fernando antes de salir del restaurante, y él me mandó a la mierda, porque sospechaba que pretendía encasquetarle a mi hijo para quitarme de en medio. La idea me tentaba, pero al final me fui al teatro con él, con mi hijo y con los suyos, todavía no sé muy bien por qué. Supongo que porque me daba miedo estar solo. Porque sabía que si me quedaba en casa, solo, no iba a aguantar ni cinco minutos, porque tal vez ni siquiera llegaría a mi casa, porque me desviaría de mi camino en la primera esquina de la primera calle que condujera a la suya, porque no sabía lo que me pasaba, porque no sabía por qué me estaba pasando, porque nunca me había pasado nada parecido.
La falta de costumbre, había dicho Fernando, y era verdad. Yo tenía la costumbre de ser un hombre corriente, razonable, incluso vulgar, el habitante de una apacible llanura de tierras cultivadas que no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia. Había fortificado aquel territorio porque me gustaba, me gustaba mi vida, mi trabajo, me gustaba Mai, y por eso sólo le había sido infiel lejos de Madrid, en unas pocas noches tontas, con parejas casuales, prescindibles. Cuando presentía que cualquier mujer podría llegar a gustarme más que eso, me armaba hasta las cejas, ése era yo, ése había sido, y sin embargo ya no me reconocía en aquel hombre que nunca había estado tan vivo como yo, como el hombre que era yo ahora, después de que Raquel Fernández Perea pasara por mí como pasa la suerte, como pasa la muerte, como pasa el destino que tuerce de una vez y para siempre el futuro de los seres vivos. Ese hombre era yo, y no sabía serlo, era yo, y no me comprendía, era yo, y no sabía lo que me pasaba ni por qué me pasaba, porque nunca me había pasado nada parecido, y sin embargo, todo era sencillo, tan elemental como el hambre, como la sed, como el sueño, esa flamante definición de la necesidad que apenas lograba sujetar con las experimentadas correas de mi antigua prudencia. Necesitaba ver a Raquel, necesitaba besarla, tocarla, acariciarla, poseerla, necesitaba escuchar su voz, necesitaba estar callado a su lado, necesitaba olerla, pero sobre todo, necesitaba saber que, al día siguiente, esa necesidad poderosa y brutal, risueña y sonrosada, placentera y también de algún modo dolorosa, no se habría extinguido todavía. Necesitaba necesitar a Raquel, porque me sentía esclavo de mi propia esclavitud y eso me bastaba, me sostenía en el propósito de no precipitar las cosas, de no acosarla, de no agobiarla, mientras pudiera sentirla sobre mi cara, y entre mis manos, y debajo de mi piel, sólo con cerrar los ojos. Supongo que por eso hice lo que hice, y lo más extraordinario de todo es que en ningún momento llegué a arrepentirme.
—¡Ah! Pues está muy bien, ¿verdad? —le dije a Fernando cuando salíamos, los niños entusiasmados y con las manos rojas de aplaudir—. Me ha gustado mucho.
—¿El qué? —me preguntó, con una sola ceja levantada.
—¿Pues qué va a ser? El espectáculo.
—No, ya, si está bien, sí, la verdad es que para los niños... —entonces se calló, me miró, se echó a reír—. ¡Qué habrás visto tú, Alvarito, qué habrás visto tú!
La marca de los tirantes sobre la piel de sus hombros, recordé. El color exacto de sus pezones. La tensión de su barbilla cuando dejaba caer la cabeza hacia atrás. El misterioso resorte retráctil que el placer activaba en los dedos de sus pies, las uñas cortas y pintadas de rojo como garfios repentinos e incapaces de controlarse. El olor de su sexo en mis manos. El peso de su cabeza sobre mi pecho. La espuma azucarada de su piel. La alegría.
—¡Cómpranos el CD, papá, anda!
—Ni hablar —Fernando se quitó a su hija de encima con la experta rotundidad a la que yo mismo habría acudido cualquier otro día—. Ya está bien de gastar dinero.
—Yo te lo regalo, Lara —ofrecí, antes de volverme hacia los pequeños—. Y vosotros, ¿qué? ¿No queréis camisetas?
—Qué edad más mala, Álvaro —mi mejor amigo se me quedó mirando, frunció las cejas en un gesto de preocupación, me dio una palmada en la espalda—, qué edad tan mala para perder la cabeza, tío, cuánto lo siento...
Al final, aguanté cuarenta y ocho horas.
Tenía la cabeza en su sitio, más que antes, más que nunca, y aguanté cuarenta y ocho horas, una oceánica enormidad de segundos y ninguno, porque se deshicieron en el aire como si nunca hubieran sucedido cuando volví a verla y ella me miró, sonrió, cerró los ojos, los abrió de nuevo, y decretó la inexistencia fulminante, radical, de cualquier ser vivo u objeto inanimado que quedara fuera del alcance de sus brazos. Entre sus brazos estaba yo, con la cabeza en su sitio, firme, sólida, bien anclada a los hombros. Yo, Álvaro Carrión Otero, más yo, más vivo, más cuerdo. Yo, de repente hombre de sobra.
Había aguantado cuarenta y ocho horas y en ese tiempo no había pasado nada, y habían pasado muchas cosas sin embargo.
—Era mucha mujer para tu abuelo, Julio.
—Álvaro —me atreví a recordar.
—Bueno, como te llames... —miró dentro de sí misma, y sus ojos, profundos, pequeñitos, brillaron como dos oscuras cabezas de alfiler—. Mucha mujer. Demasiada.
El sábado por la noche, después del teatro y media pizza, Miguelito se quedó dormido en el taxi y tuve que subirlo a casa en brazos. Su madre no estaba mucho más despierta, pero me recibió con los ojos abiertos y una sonrisa radiante.
—¿Qué tal?
—Maravilloso. Es que no te lo puedes ni imaginar, deberías probarlo. Ven, acércate... —estaba tumbada en la cama, boca arriba, con los brazos estirados, desnuda pero cubierta a medias por la sábana—. Huéleme.
Me senté en el borde de la cama, la destapé y la olí. Olía a vainilla, a canela y a algo parecido a la hierbabuena.
—¡Qué barbaridad, Mai, pareces el muestrario de una heladería!
—¿A que sí? —se rió—. Es una mascarilla relajante que hay que ponerse en todo el cuerpo después de ducharse alternativamente con agua caliente y fría, varias veces. Me la ha recomendado la masajista y ahora mismo estoy..., pero en las nubes, de verdad. Lleva extracto de hachís, por eso la perfuman tanto.
—Debe de ser buena, desde luego —me incliné sobre ella y la besé en los labios—. ¿Quieres que te vuelva a tapar? —asintió con la cabeza—. Bueno, me voy un rato al ordenador. No tengo sueño.
—Pero si anoche no dormiste nada...
Eso era verdad, pero también lo era que no tenía sueño. Y me senté delante del ordenador, pero no llegué a encenderlo. Teresa González, joven y pacífica, me miraba desde un marco de plata, con un sombrero discreto, una pequeña perla en cada oreja y una chaqueta abotonada hasta el cuello, indumentaria clásica para una inofensiva, sonriente esposa burguesa. Su imagen desató en mi interior una oleada de amor repentino, profunda pero ambigua, porque no sólo tenía que ver con ella, sino conmigo, con todo lo que había ganado y había perdido al perder a mi padre, al ganar a mi abuela, al consentir con una alegría rara y furiosa que mi libertad se quedara enganchada en algún pliegue de una piel perfecta, aterciopelada como la de un melocotón poco común. Todo había cambiado tanto y tan deprisa, en una proporción tan impecable, que no podía analizar lo que me estaba pasando y vivirlo al mismo tiempo. Había elegido vivir, y sin embargo, cuando cogí a Teresa González con la mano izquierda y toqué su cara con los dedos de la derecha, como había visto hacer a Raquel con la foto de sus abuelos, me pregunté si en otros países del mundo la gente no tendría más bien retratos de su padre, de su madre, en la mesilla de noche o al lado de la pantalla del ordenador.
Tendría que haber seguido por ahí, preguntarme por las diferencias, por las coincidencias, el verdadero sentido de esas viejas palabras que nos pesan tanto, que nos obligan a tanto después de tantos años, pero las historias españolas lo echan todo a perder y yo me había enamorado, estaba enamorado de mi abuela, estaba enamorado de Raquel, y había elegido vivir aquel amor, no pensarlo, sino servirle con lealtad y abnegación, la conciencia noble y sin fisuras de un ingenuo caballero medieval o la estricta desesperación del hijo ingrato, traidor, que se levanta contra su padre. Mi padre. Esas dos palabras nunca habían sido un problema para mí, nunca me había costado trabajo decirlas, pensarlas, asumirlas antes de conocer a Raquel, antes de conocer a Teresa, una sonrisa joven y pacífica que no había tenido suerte, como no la tuvo la razón, como no la tuvieron la justicia ni la libertad, la luz por la que luchó. Mi abuela, una oleada de amor repentino y una intensidad, una pureza difícil de explicar, habría hecho de mí un hombre mejor si la hubiera conocido antes, si la hubiera conocido a tiempo. Su memoria me habría bastado durante muchos años, habría sido bastante para cargar de sentido mi nombre, mis apellidos, y sin embargo me había llegado ahora y había llegado envuelta en una conmoción contradictoria y múltiple, un fervor que la afirmaba y la excluía al mismo tiempo.
La mala suerte te ha perseguido toda la vida, abuela. Yo te habría querido tanto, te habría admirado tanto, habría presumido tanto de ti en el bar de la facultad, con las chicas que me gustaban... Me habría aprendido tu carta de memoria y la habría recitado muchas, muchísimas veces, para ellas y para mí, para sentirme acompañado, sostenido por ti en la decisión de ser diferente, el hijo que mi padre nunca habría querido tener, el único que no ha querido parecérsele. Te necesitaba tanto, abuela, te he necesitado tanto, y tú estabas ahí y yo no lo sabía, tú estabas ahí y no te conocía, y ahora veo a Raquel Fernández Perea en cualquier sitio adonde mire, estoy sometido a la estricta necesidad de necesitarla, y todo me pasa a la vez, y todo me pasa demasiado deprisa, y yo estoy vivo, y ella está viva, y mi padre ha muerto, y tú habrás muerto también sin saber quién soy, sin conocerme. Es todo tan injusto, abuela, es todo tan injusto y tan justo a la vez, este amor perverso y puro, súbito y extraño, que me ahoga, que me rebasa, que me explota por dentro como una bomba minuciosamente armada, programada, detonada, y que es también tu amor, que también te corresponde, que te pertenece porque yo soy tú, una parte de ti, porque quiero serlo y nadie me lo va a impedir, porque nadie tiene poder para impedírmelo, y yo te quiero tanto, tanto, tan de verdad, tan de repente, abuela.
Besé sus labios a través del cristal antes de devolver el marco a su sitio, junto a la pantalla del ordenador, y recuperé sin esfuerzo el recuerdo de los labios de Raquel y una emoción atropellada y completa que me puso los pelos de punta. Luego me fui a la cama muy tranquilo, como si mi vida no se hubiera puesto boca abajo en los tres últimos días, como si me sintiera capaz de gobernar mi confusión, como si esa confusión nunca hubiera existido. Pero antes de dormirme me pregunté qué clase de secretos descubrirían los hijos de cuarenta años de sus padres, cuando éstos murieran a los ochenta y tres, a principios del siglo XXI, en otros países del mundo, y me di cuenta de que había pasado un detalle por alto.
No logré recuperarlo cuando me desperté, tarde y de mucho peor humor que Mai, que flotaba por la casa como si su cuerpo no pesara y el aspecto de un ectoplasma luminoso de cuento de hadas. Quizás fue eso lo que me alteró, pero recobré la ecuanimidad muy deprisa. Mucho después, mientras compartía sobremesa con mis suegros, comprendí además qué era lo que no había sabido ver. La tarde del domingo fue pesada y muy lenta, buena para pensar, pero mientras Mai se dejaba aplastar por las horas que la alejaban de la felicidad simplísima de la tarde anterior y yo estaba sentado delante de la televisión con Miguelito, mirando el cuerpo de Raquel, una felicidad tan compleja, en cada fotograma de la versión clásica de
Peter Pan,
le di muchas vueltas a los datos de aquel problema lateral, marginal, insuperable, y no encontré ninguna fórmula capaz de resolverlo. Mi abuela Teresa se había marchado de la casa de su marido el 2 de junio de 1937. Su hijo mayor se había afiliado a la Juventud Socialista Unificada cincuenta y un días después. El hallazgo de los dos carnés de Julio Carrión González me había estremecido hasta tal punto que había leído la fecha de afiliación del primero, 23 de julio de 1937, sin comprender lo que significaba. Ahora, la discrepancia de aquellas dos fechas me parecía más grave, más ruin, más dolorosa, que la establecida por la existencia de otro carné de Falange Española y del año 41.
Los traidores se traicionan a sí mismos antes que a nada o a nadie. Eso, la falta de respeto hacia uno mismo que implica cualquier traición, es tal vez lo que los hace tan despreciables. En la época en la que mi padre cambió de bando, las traiciones ideológicas aparejaban mucho más que una simple rectificación teórica. Él mismo nos lo había contado muchas veces a propósito de su amigo Eugenio, el único hombre honrado que ha existido en este país, el único que pudo haber trepado y no trepó, el único que pudo haber robado y no robó, el único que pudo haber denunciado y no denunció. Nos lo había contado muchas veces y yo le había oído. Había escuchado cada una de estas palabras y las había archivado sin analizarlas, como si formaran parte de la letra de una canción vulgar y repetida, cuyo estribillo fuera esto no es frío, ¡qué va a ser frío!, tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, eso sí que era frío... Los traidores se traicionan a sí mismos antes que a nada o a nadie y mantener las ideas, cualesquiera que fueran, que habían alejado a mi padre de mi abuela, habría sido más honrado, más leal, más digno de ella, que afiliarse a las juventudes de su partido para cambiar de bando cuando la suerte ya estaba echada, y acabar enterrándola en vida después.