—¡María! —y su madre sintió que le faltaba el aire.
—¿Eso le has dicho? —los ojos de Paloma relucían mientras su hermana asentía con la cabeza—. ¡Muy bien!
—¡Paloma! Pero, bueno, ¿qué pasa aquí, es que nos estamos volviendo todos locos? —María Muñoz estrelló las manos contra la mesa, se levantó, miró a su familia—. ¿Cómo has podido hacer una cosa así, María, cómo has podido? Con lo que está pasando en la calle, tantos asesinos sueltos, todas esas muertes, ese horror...
—Pero si mientras no hagan nada malo, no pienso denunciarlos, mamá, ¿qué te has creído? —su hija pequeña parecía de pronto tan asombrada como ella, y la miraba como si no pudiera comprender sus reproches—. Mientras lo único que hagan sea seguir ahí, escondidos, te aseguro que no voy a denunciarlos. Ni siquiera se me ha ocurrido, te lo prometo.
—¡Eso da igual! ¿No comprendes que da igual? Ellos no lo saben, ellos... ¡Pobre doña Adoración! Ahora estará muerta de miedo, pobrecilla, no quiero ni pensar...
—Ellos harían lo mismo con nosotros si pudieran, mamá —Paloma fue mucho más dura.
—¡Pero nosotros no somos como ellos!
—¡Claro que no! —y su hija mayor le dio la razón con una vehemencia que las distanció todavía más—. Ellos han empezado, ellos son los que han querido que pase todo esto. Nosotros sólo nos estamos defendiendo.
—¡No, no es eso! —su madre la miró, miró a su marido y ya no le vio bien, de repente estaba muy cansada, las lágrimas le escocían en el borde de los ojos como gotas ácidas, una amargura contra la que no tenía fuerzas para luchar—. No es eso —repitió mientras volvía a sentarse, mucho más triste, más tranquila también—. Nosotros nunca hemos sido como ellos, nunca hemos hecho las cosas que hacen ellos, siempre hemos sido todo lo contrario de lo que ellos son. Que te lo diga tu padre...
Mateo Fernández amaba a su mujer. Quizás nunca tanto como en aquel momento, mientras se acercaba a ella, y la abrazaba, y la sostenía entre los brazos con la ternura de un padre que acuna a su hija recién nacida, porque entonces estuvo más seguro que nunca de sí mismo, de la mujer a la que amaba, de la clase de amor que es lo único que prospera en los tiempos difíciles.
—Vuestra madre tiene razón —dijo, manteniéndola apretada contra sí—. Lo que ha estado pasando en la calle es una vergüenza, es nuestra vergüenza. Y no podemos mirar para otro lado, porque nosotros no somos como ellos. Ya sabéis lo que opino yo de eso. Lo he dicho muchas veces y lo voy a volver a decir, prefiero ver a vuestros hermanos muertos que paseando gente —y miró a su hija mayor, luego a la pequeña—. Por muy fascistas, por muy peligrosos, por muy culpables que sean. Eso tienen que decirlo los jueces, no unos cuantos pistoleros. Pero la Junta ha cerrado ya las checas, María, y tus hijas también tienen razón... —entonces apartó la cabeza de su mujer de su pecho con suavidad, le separó el pelo de la cara, la miró—. Esto es una guerra y no la hemos empezado nosotros. Nos han atacado, nos estamos defendiendo, y tú tienes hijos en el frente, María, dos hijos, el marido de una hija, el novio de la otra, y tienes que estar orgullosa de ellos porque no hacen otra cosa que cumplir con su deber, porque no se dedican a secuestrar marqueses para matarlos de un tiro en la nuca, sino a luchar por ti. Tus hijos están luchando por ti, y por mí, por lo que tú y yo somos, por lo que siempre hemos sido. Todos estamos metidos en esto, ¿no lo entiendes? Es tu familia, tu familia entera la que se está jugando la vida, nos la estamos jugando todos, uno por uno. Por desgracia, esto ya no es política. Esto es la guerra, María.
Ella se levantó muy despacio, se arregló la ropa, se recompuso el pelo, miró a su alrededor como si se hubiera perdido dentro de su propia casa y, sin pararse a pensarlo, besó a su marido antes de salir.
—Voy a bajar un momento a hablar con doña Adoración... —y cuando ya estaba en la puerta se volvió para mirar a sus hijas—. Qué barbaridad, por el amor de Dios.
—A Dios déjale en paz, mamá —la voz de Paloma se perdió por el pasillo—, que no es de los nuestros.
Doña Adoración no quiso abrirle la puerta. Ella oyó el taconeo de sus pasos, tal vez los pasos de sus hijas, golpeó en la puerta con los nudillos, intentó explicarse, volvió a oír el eco de unos tacones que se alejaban deprisa. Después volvió a su casa, se sentó en la cocina y estuvo un rato sola, pensando, hasta que su marido fue a buscarla, se sentó frente a ella, la cogió de las manos y le dijo algo que no podría olvidar jamás, nosotros somos lo que somos, María, para lo bueno y para lo malo, y tenemos que estar en nuestro sitio, con los nuestros. El 19 de febrero de 1939, cuando vio a todos sus hijos reunidos en su casa de Madrid por última vez, todavía no se habían movido de su sitio ni un milímetro y, también por eso, ella creía que aquélla iba a ser la peor noche de su vida.
—¿Y esto? —Ignacio, que estaba más cansado por dentro que por fuera, que siempre había querido mucho a su hermano y no quería volver a pelearse con él, había seguido sus pasos hasta la cocina—. ¡Menudo banquete! Si lo llego a saber, no os invito a cenar en Lhardy...
María Muñoz sonrió, y contempló el festín que les esperaba, una tortilla de patatas de cuatro huevos, unos pocos pimientos fritos, dos cuartos de pollo asado desmenuzado en tiras finas, para que abultaran más, tres cebollas cortadas en rodajas y aliñadas con aceite, sal y un poco de pimentón, que era lo único que no le había faltado nunca, y medio pan negro para nueve personas, diez si contaba a la hija de su sobrina, aunque había comprado un poco de leche para hacerle una bechamel, porque la pobre Angélica comía de todo pero aún no había cumplido cuatro años.
—Ésta es la última noche que vamos a cenar juntos en mucho tiempo, ¿no? No iba a poneros lentejas, estamos todos hartos de comer lentejas... Pero cada vez es todo más difícil. Esto me ha costado una fortuna, y ya ves, las cebollas son todavía de aquellas que tú nos mandaste, las últimas, y el aceite también... —María Muñoz hizo una pausa, se quedó mirando a su hijo, dudó, se atrevió por fin—. ¿Sigues con esa mujer? —él asintió con la cabeza—. Ten mucho cuidado, hijo mío.
—Claro que tengo cuidado, mamá —Ignacio resopló, negó con la cabeza, miró a su madre con ojos cargados de cansancio—. De que no me maten. De eso es de lo que tienes que preocuparte y no de la pobre Edu. Ella no me va a hacer nada malo.
—Ya, ya lo sé, hijo, perdóname...
Mateo se había casado con Casilda unos meses antes, cuando al padre de su novia lo mataron en el Ebro. No quiero que se quede desamparada, y así, si a mí también me pasa algo... Siempre estará mejor casada que soltera, ¿no?, las cosas serán más fáciles para ella, creo yo. Había sido una boda urgente, apresurada y sin invitados, que había durado el tiempo imprescindible para rellenar un papel con dos firmas, una ceremonia muy distinta no sólo de la que les habría reunido si no estuvieran en guerra, sino también de la que habrían celebrado si no la fueran a perder. Había sido una boda triste, pero María Muñoz ya se había acostumbrado a la tristeza, y a Casilda, la hija mayor de un tipógrafo y una bordadora a la que su padre había colocado en una imprenta cuando no había cumplido aún catorce años, nada que ver con la clase de muchachas entre las que su primogénito habría escogido novia si las cosas hubieran seguido siendo como antes. Pero Mateo estaba muy enamorado de su mujer, Casilda era digna de aquel amor, y las cosas no eran como antes. Ella lo sabía muy bien, y sin embargo, ni así había podido acostumbrarse a que su hijo pequeño viviera con una mujer casada, que hablaba igual que los personajes de Arniches y era diez años mayor que él. A pesar de eso, aquella noche se arrepintió enseguida de haberla mencionado, porque Ignacio tenía razón, porque seguía estando vivo, y todo lo demás daba lo mismo.
—¿Sabes de dónde ha salido la cena de esta noche? —se acercó a su hijo, lo abrazó, se esforzó por sonreír y lo consiguió—. Tu padre ha estado comprando duros de plata a siete pesetas, a siete cincuenta... Está seguro de que es lo único que no va a perder valor, no se fía ni un pelo de los franceses. Eso lo entiendo, no creas, porque después de todo lo que hemos pasado, como para fiarse, ya ves, pero ojalá que no se equivoque, porque si no, menudo negocio... Hemos vendido algunas cosas, y hemos convertido en duros todo lo que teníamos, no quería decíroslo para que no le llamarais derrotista, pero... Ya sabes que él no es un derrotista, todo lo contrario, él haría lo que pudiera, lo que le pidieran, para... En fin, que he comprado la cena de hoy con lo que ha sobrado de los cambios, céntimos y más céntimos, tendrías que haberme visto —intentó sonreír otra vez, pero ya no pudo—. No sé cuándo volveremos a cenar todos juntos, así que no discutas con él, Ignacio, por favor te lo pido, sobre todo eso, ya se lo he dicho a los demás, no os liéis a discutir ahora sobre lo que se hizo bien, y lo que se hizo mal, y lo que se podría haber hecho, y lo que se dejó de hacer, y que si la culpa de todo la tuvo Azaña por no fusilar a Sanjurjo, eso no, Ignacio, no habléis de política, por favor. Lo que tenéis que hacer es animarle, darle confianza, decirle que todavía podemos ganar la guerra, que la vamos a ganar. Prométemelo, hijo, porque papá está... —en ese momento, María Muñoz vaciló, se quebró, perdió el control, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas—. Tu padre está enfermo, Ignacio, está muy mal, peor que mal, se está volviendo loco, se va a morir de pena. Tú no sabes..., tú no puedes saberlo, hijo mío. La República lo era todo para él, se ha pasado la vida luchando por ella, desde que le conozco, y hace casi treinta años, habría dado cualquier cosa por salvarla, cualquier cosa. A veces creo que habría preferido morirse a... Tengo un presentimiento, María, me dijo anoche, cuando nos acostamos, tengo el presentimiento de que yo nunca volveré a poner un pie en este país de mierda. Eso me dijo, y nos echamos a llorar, y entonces me acordé de mi prima Gloria, de lo que me dijo el 14 de abril, y... Esto es horrible, Ignacio, esto es injusto, es tan injusto... —levantó la cabeza para mirarle y él se estremeció, porque nunca antes había visto ese temblor en aquellos ojos—. No sabes cómo los odio, no lo sabes. Nunca he odiado tanto a nadie. Nunca he odiado a nadie así.
María Muñoz escondió la cara en el pecho de su hijo y él la acogió, la abrazó con todas sus fuerzas y se abandonó a los síntomas de una impotencia que ya conocía, la misma fiebre negra y espesa, el ritmo de la sangre amontonada que le había golpeado en las sienes, que le había inflamado las encías, que le había herido en los ojos con el blancor insoluble de una rabia purísima, inservible, mientras su hermana pequeña le suplicaba, le sacudía, le daba una orden que no podía cumplir por más que quisiera. Mátalos, Ignacio, mátalos, mátalos, mátalos a todos, mátalos, Ignacio, a todos, a todos, mátalos, mátalos, mátalos, mátalos... María chillaba, le pegaba, tenía los brazos rígidos, los ojos muy abiertos, era ella y había dejado de serlo al mismo tiempo, era una sola palabra, un solo grito, ¡mátalos, Ignacio, mátalos, mátalos, mátalos a todos! Al día siguiente del entierro de Esteban Durán, su madre se la había arrancado, la había sujetado, la había mantenido entre sus brazos hasta que logró romper a llorar. El día que ella se vino abajo, Ignacio no necesitó de la ayuda de nadie para reaccionar. Bastó con la aparición de su prima Mariana en la cocina.
—Esto no se ha acabado, mamá, queda mucha guerra todavía —miró a su prima a los ojos y ella le sostuvo la mirada—. Todavía tenemos media España, medio millón de hombres. Todavía. Van a tardar mucho en matarnos a todos.
Mariana Fernández Viu era hija del hermano mayor de su padre, Lucas, que a los veinte años se mandó imprimir unas tarjetas de visita preciosas, con la corona condal encima de su nombre, para dedicarse a lo que él llamaba hacer negocios. No había trabajado en su vida excepto en la tarea de administrar su herencia con la astucia suficiente como para casarse con una mujer rica. La que le pareció mejor fue una señorita de Pontevedra a la que le gustaba aparentar tanto como a él, y que por eso resultó no serlo tanto. Cuando su hija Mariana llegó a la edad de buscar marido, sus padres ya vivían recluidos en una casa de campo, en Galicia, que era la única propiedad que conservaban. De allí la sacó Rafael Otero, un joven delicado y ambicioso, sin estudios pero con contactos políticos, que se la llevó a la capital en diciembre de 1933, cuando su protector, diputado de la derecha, le ofreció un puesto en un ministerio. El clima de Madrid no le sentó bien. Lo que él había planeado como su desembarco en el poder, desembocó en una larga serie de ataques de asma que acabaron con él a destiempo, antes de que naciera su única hija, Angélica, que todavía no había cumplido un año cuando los enemigos de su padre ganaron las elecciones. Desde entonces, y hasta que Argüelles dejó de ser un barrio para convertirse en un inmenso solar plagado de cascotes, Mariana había vivido con la niña y muy pocos recursos en un edificio de la calle Blasco de Garay que pareció haber sobrevivido a los bombardeos pero se derrumbó solo, casi por sorpresa, el día que fue incapaz de seguir sosteniéndose contra las vigas de madera que lo apuntalaban. Entonces, su tío Mateo le ofreció su casa. Habría dado cualquier cosa por no aceptar esa oferta, pero no tuvo elección. Cuando sus ojos se encontraron con los de su primo en la cocina, ya llevaba más de un año viviendo en campo enemigo.
Ignacio miró a Mariana fijamente, durante mucho tiempo, mientras su madre lloraba sin hacer ruido, sin saber tampoco que su sobrina la estaba viendo llorar. La miró y vio en sus ojos algo distinto de lo que había visto otras veces, un brillo metálico, sereno, frío, paciente. Había paciencia en la mirada de su prima, paciencia y no resignación, paciencia y no humillación, paciencia y una serenidad fácil, cómoda, casi ecuánime, hasta insensible y por eso despiadada. La serenidad del campesino que no presta atención a la mansedumbre de la lluvia que va empapando sus campos muy despacio, la serenidad de la cocinera que le retuerce el cuello a un pavo vivo mientras se compadece del reúma de su señora, la serenidad del sepulturero que trabaja pensando en esas judías pintas tan ricas que su mujer ha prometido ponerle para comer. Eso contempló Ignacio Fernández Muñoz en los ojos de su prima, una frialdad que apenas recordaba en aquellos días calientes que fundían los metales.
La miró fijamente, durante mucho tiempo, y se llevó con él esa mirada. No la olvidó jamás, y ocurrieron muchas cosas aquella noche, palabras, gestos, silencios que recordaría toda su vida, el temblor en la voz de su padre, que había envejecido décadas en el último mes, mientras le decía que le daba vergüenza irse, el temblor en los dedos de su madre mientras apretaban la mano de su cuñada Casilda un instante después de encerrar en ella su pulsera de pedida, y el sonido de su voz apagada, suplicante, quédatela, por favor, la he guardado para ti, yo ya no voy a poder hacer nada más por vosotros, si las cosas se ponen más feas todavía, cuando nazca el niño igual te viene bien, y si no te hace falta venderla, y es una niña... Nunca olvidaría esas palabras, ni la fortaleza impecable y risueña de su hermana María, ¿pero tú estás tonta, mamá?, no digas esas cosas, anda, esto que te pasa debe ser de no comer, ¿a que sí?, ¿pero tú qué te crees, que nos vamos para siempre?, si dentro de nada estaremos todos juntos, mamá, en Francia, o en México, y enseguida aquí, otra vez, ¿qué te apuestas?, si verás nacer a tu nieto en Madrid, mira lo que te digo...