—Al que salga corriendo, me lo cargo.
Eso les dijo y ellos le miraron como si se hubiera vuelto loco, pero el pasmo empezó a compensar el pánico. Los moros gritaban, corrían, estaban cada vez más cerca, Ignacio seguía hablando con una tranquilidad que no había experimentado nunca en su vida y que lo enfriaba todo, lo hacía todo más fácil, más lento, más fluido, aunque él no supiera por qué, ni de dónde salía.
—Vamos a esperarlos. Vamos a ponernos a cubierto porque nosotros podemos y ellos no, y vamos a esperar a esos hijos de puta, porque somos menos pero estamos arriba y tenemos ventaja. Ellos tienen que subir, y cuando suban, los vamos a matar a todos igual que si tiráramos al blanco en una barraca de feria, ¿comprendéis? —se paró, los miró, se dio cuenta de que estaban empezando a comprenderle—. Va a ser igual de fácil, porque no pueden disparar y correr al mismo tiempo, porque son hombres como nosotros, si los pinchan, sangran. Pero hay que esperar, eso sobre todo, hay que aguantar. Con dos cojones. Que ninguno dispare hasta que yo lo diga, ¿está claro?
Los moros gritaban, corrían, estaban cada vez más cerca, pero en la cima del cerro nadie se movía, nadie se atrevía a respirar siquiera hasta que el sargento, al que habían herido en un hombro dos minutos antes, tres a lo sumo, se incorporó como pudo sobre el codo del otro brazo.
—¡Hacedle caso al niño, coño! Hacedle caso al niño, que sabe lo que dice... —y antes de dejarse caer otra vez en el suelo, le miró—. No sé cómo, pero lo sabe...
Ignacio sonrió, se puso a cubierto, y entonces tuvo otra idea, una ocurrencia que aquel día le haría famoso.
—Y otra cosa... Cuando disparemos, vamos a empezar a chillar como si nos estuvieran sacando una muela. Si ellos chillan, nosotros también, ¡no te jode!
Se le escaparon dos, pero los demás le obedecieron sin saber muy bien por qué, chillaron hasta quedarse roncos, dispararon como si tiraran al blanco en una feria, y los regulares se retiraron en desbandada sin tomar el cerro.
Aquel día, a Ignacio Fernández Muñoz dejaron de llamarle «el niño» en su brigada. Por la tarde, le curaron la primera herida, un rasguño aparatoso pero superficial, en el brazo izquierdo. En el parte del día siguiente se mencionó su nombre por primera vez. No llevaba en la guerra ni una semana.
—¿Ignacio?
—Qué...
La primera vez que coincidieron sus permisos, cuando lo peor había terminado y no había hecho más que empezar al mismo tiempo, su hermano le habló a oscuras, desde su cama, como cuando eran niños. No habían pasado. Durante los últimos meses, ninguno de los dos había pensado en otra cosa, en Madrid no había habido ninguna otra cosa en la que pensar en noviembre, en diciembre de 1936. Por eso, aquella noche los dos fueron a casa de sus padres, compartieron la misma habitación en la que habían dormido durante tantos años, y extrañaron de una forma parecida la cama, el pijama, la blandura del colchón, la crujiente tersura de las sábanas. A los dos les parecía mentira que aquéllas fueran sus camas, su cuarto, con sus armarios, y sus mesas para estudiar, y sus libros para leer separados de los leídos. Los dos se sentían igual de desprotegidos, de vulnerables, sin el fusil que su madre les había obligado a depositar con mucho cuidado en el paragüero del recibidor. Ninguno de los dos sabía que aquella escena no volvería a repetirse.
Mateo ya había conocido a una chica morena y vehemente, muy joven, muy apasionada, que se dedicaba a dar lo que en la JSU llamaban mítines relámpago por las dos aceras del paseo del Prado. Se llamaba Casilda García Guerrero y actuaba en las paradas de los tranvías, en las bocas del metro, y en cualquier esquina donde hubiera un grupo de civiles parados, hablando entre sí. Entonces se acercaba, los arengaba, los animaba a resistir, les explicaba adónde podían ir, qué podían hacer, dónde hacían falta si estaban dispuestos a luchar de otra manera, a enterrar el fascismo cavando trincheras o cosiendo uniformes. Era una monada, graciosa, regordeta, y los pantalones de miliciana le sentaban tan bien como si no los llevara.
—Eso que estás haciendo es muy interesante, ¿sabes? —la segunda vez que la vio, al comprobar que ella se le quedaba mirando como si no hubiera olvidado al soldado que la había seguido de farola en farola unos días antes, Mateo se atrevió a abordarla—. Para nosotros, saber que hay gente que se ocupa de elevar la moral en la retaguardia es fundamental...
Casilda le miró, le sonrió, le dio las gracias.
—¿Te importa que te acompañe un poco? —Mateo se atrevió un poco más, ella accedió con un gesto y volvió a sonreír—. Y a tu novio..., ¿qué le parece todo esto?
Ella le devolvió la pregunta con un soniquete cargado de sorna.
—¿Qué tendría que parecerle? —pero él no se arrugó.
—No sé, eres demasiado guapa para estar todo el día sola en la calle.
—No estoy sola. Aquel chico de allí y ese otro —señaló con el dedo a dos muchachos inofensivos, más jóvenes aún, casi dos niños— son mis compañeros. Venimos juntos, pero nos separamos para poder llegar a más gente.
—¡Uf! —exclamó Mateo, frunciendo el ceño sin dejar de sonreír—, pues mucho peor todavía... Yo estaría todo el tiempo distraído, preocupado por ti, en la calle, con tus compañeros, me olvidaría de disparar, y los fascistas me matarían.
—Ya... —Casilda se echó a reír y levantó hacia él una mirada orgullosa, desafiante—. Pero yo soy una mujer libre. Desde que mi padre se alistó, vivo sola en mi casa, tan ricamente. Y ni tengo novio ni necesito que ningún hombre se preocupe por mí.
—¡Ah! —Mateo aprobó con la cabeza, como si lo que acababa de escuchar le pareciera admirable, un instante antes de besarla en la boca y recibir a cambio una bofetada muy poco revolucionaria.
—¡Oye!, ¿pero tú qué te has creído? ¡No te digo, el tío sinvergüenza!
—Pegas fuerte, ¿eh? —gritó él mientras la veía alejarse.
Pero eso fue unos días antes de que les cayeran encima la Legión, Yagüe, Várela, los moros, las bombas de los aviones italianos, de los aviones alemanes. Un par de meses después, cuando en la calle se pasaba casi tanto miedo como en el frente y seguir vivo era un milagro semejante a ambos lados de las trincheras, Mateo se la volvió a encontrar una mañana, en las Cuatro Calles.
—¿Todavía no te han matado? —Casilda fue la primera en hablar, en sonreír.
—No —Mateo le devolvió la sonrisa—. Como no he podido preocuparme por ti...
Entonces fue ella quien se le acercó, y se colgó de su cuello, y le besó en la boca con la misma entrega, la misma pasión que ponía en sus mítines.
—Ven, anda —le dijo después, cogiéndole de la mano, y él maldijo su suerte antes de resistirse.
—Ahora no puedo, de verdad que no puedo. Tengo que volver corriendo a Usera a llevarle un despacho a mi comandante, ese coche de ahí me está esperando... —Casilda miró el coche y asintió con la cabeza.
—Espoz y Mina 5 —añadió solamente—, tercero izquierda. Y procura que no te maten.
Aquel día Mateo Fernández Muñoz intentó por todos los medios conseguir un permiso, un pase, un encargo, cualquier misión de enlace con cualquier otra posición, lo que fuera, pero no lo logró. Insistió al día siguiente, y al otro, con los mismos resultados, y por fin, cuando cayó la noche y empezó a llover, se fue a ver a su comandante, el único oficial de carrera leal a la República que combatía en aquel sector donde había un poco de todo, restos de batallones sindicales, vecinos, maestros, brigadistas, voluntarios de todos los partidos y, entre ellos, Mateo Fernández Muñoz, que sólo necesitaba aprobar dos asignaturas para licenciarse en Filosofía, que se había afiliado al PSOE en 1935 por razones estrictamente ideológicas, y que era el único hombre a sus órdenes que sabía de verdad en qué consistía el marxismo. El comandante le había cogido cariño a aquel chico serio y cultivado, que no era lo que se dice un héroe pero con el que daba gusto hablar, y cuando le vio aparecer a medianoche, sonrió. Llevaba tres días esperándole, los mismos que llevaba él alelado, haciéndolo todo al revés e intentando comprar un permiso a cualquier precio. Por eso no le dejó concluir el discurso que traía preparado.
—Total, que tu madre está enferma —recapituló por los dos, y Mateo asintió con la cabeza—. Muy, muy enferma.
—Sí, por desgracia, mi comandante.
—Dime una cosa, Fernández... —y aquel hombre duro y socarrón, que fumaba sin parar y lo decía todo gritando aunque estuviera de buen humor, levantó un dedo en el aire para señalar a su propia cabeza—. ¿Tú me has visto a mí cara de gilipollas?
—No, mi comandante —y Fernández sonrió, en contra de sus propios intereses.
—¡Ah, bueno! Me habías preocupado... —cogió un taco de papel que tenía encima de la mesa, rellenó un volante, lo arrancó y lo mantuvo en el aire, exhibiéndolo como si fuera un caramelo ante un niño goloso—. Muy bien, pues entonces te vas a donde tengas que ir, echas un polvo, uno, ¿comprendes?, uno, dos si eres rápido, y te vuelves para acá desempedrando... A las cinco de la mañana te quiero ver aquí. ¿Sabes lo que significa eso? Te lo voy a explicar. Eso significa que como llegues a las cinco y un minuto, te formo un consejo de guerra y te mando fusilar por desertor. ¿Está claro?
—Sí, mi comandante, gracias, mi comandante.
—Y a ver si echamos ya de aquí a esos hijos de puta y nos mandan al páramo de Burgos, que os vais a enterar de lo que es la guerra con el pueblo más cercano a cincuenta kilómetros, que así no hay quien pueda, joder, y te voy a decir otra...
Pero Mateo ya había salido corriendo, y no pudo escuchar el final de aquella frase. No sabía cómo iba a arreglárselas para ser puntual pero encontró sitio en un camión antes de preguntar, y tuvo la misma suerte en todo lo demás.
—A sus órdenes, mi comandante.
A las cinco menos cuarto de la mañana, Mateo Fernández Muñoz se cuadró ante su superior. Él le miró con atención, le dio una palmada en la espalda y se echó a reír.
—Tu madre bien, ¿no, Fernández?
—Como nunca, mi comandante.
—Pues no sabes cuánto me alegro. Ahora lo importante es que no recaiga.
—Descuide, mi comandante...
Desde ese día, Mateo no volvió a dormir en la habitación que siempre había compartido con su hermano y que Ignacio abandonaría un año y medio después. ¿Pero es que tú también te vas?, su madre nunca se resignó a perderlos tan pronto, ¿pero dónde vas a dormir?, tu hermano se acaba de marchar hace un momento, ya no os veo nunca, ni a ti ni a Mateo, venís, os marcháis, y nunca sé dónde estáis, ni con quién, bueno, eso es un decir, pero mira lo que te digo, hijo, un día de éstos me vais a matar de un disgusto... Al escucharla, Ignacio se echó a reír. Mientras te matemos nosotros, mamá, le dijo, besándola en la cabeza como si fuera una niña pequeña, y mientras sea de un disgusto, es que todo va bien... Pero ya nada iba bien. Las cosas iban tan mal que, a veces, en sus camas distintas, con mujeres distintas, los dos hermanos echaban de menos sus conversaciones nocturnas, como aquella, la última, en la que se contaron el uno al otro algunas cosas que no se habrían atrevido a decirse de día.
—¿Estás despierto?
—No, Mateo, me he dormido, por eso te estoy hablando.
—Es que te quiero preguntar... ¿Tú no tienes miedo?
—No —pero lo que acababa de decir le sonó tan raro que se obligó a pararse un momento a pensarlo—. O, bueno, sí, qué estoy diciendo, claro que tengo miedo, pero nunca en el momento de tenerlo, nunca mientras estoy luchando. Antes sí, y después también, después pienso..., bueno, pienso que podría estar muerto, ¿no?, y ya sé que eso tendría que haberlo pensado antes, pero no se me ocurre, la verdad —y se echó a reír—. Cuando empieza el jaleo, lo veo todo de otra manera, como si mis ojos se convirtieran en los de una mosca, como si no se me pudiera escapar nada. No sé cómo explicarlo, pero lo veo, veo la batalla, lo veo todo y me quedo muy frío, muy tranquilo, pero con una rabia enorme por dentro, y entonces me tiraría a los tanques y los destrozaría a mordiscos... ¿A ti no te pasa?
—Lo de la rabia sí. Lo de quedarme frío no —Mateo sonrió y su hermano percibió la sonrisa en su voz—. Y lo de destrozar los tanques a mordiscos..., pues tampoco. Pero yo sí tengo miedo. Siempre. No pasa nada, porque me lo aguanto y nadie me lo nota, y es verdad que, a veces, en los momentos peores, la rabia puede más. Pero sigo teniendo miedo.
—Mejor para ti —mintió Ignacio—. Vivirás más que yo.
Mientras su hermano Mateo pasaba la guerra dentro de una trinchera, Ignacio Fernández Muñoz luchó en todas las batallas relacionadas con la defensa de Madrid y en algunas de otros frentes. En casi todas ellas recibió dos clases de condecoraciones diferentes, menciones, ascensos, honores y heridas. Recordaba cada una de ellas, podía identificarlas, explicarlas, ordenarlas en una secuencia cronológica, cuando le hirieron de gravedad por primera vez, en Madrid, poco antes del fin de la guerra. Sus padres fueron a visitarle al hospital de San Carlos, y a María Muñoz se le saltaron las lágrimas al verle desnudo, con la piel llena de costuras.
—En la guerra mueren antes los cobardes que los valientes, mamá —le dijo, como si eso pudiera consolarla de sus cicatrices.
—No digas tonterías, Ignacio.
—¡Pero si es verdad! Pregúntaselo a cualquier militar, ya verás como te dice que tengo razón...
Entonces, su padre sonrió. Él entendía de sobra la angustia de su mujer, pero sin embargo, y sin ser capaz de explicárselo demasiado bien, como no podía explicarse muchas de las cosas que le pasaban todos los días, estaba muy orgulloso de aquel hijo por el que antes había temido tanto. Mateo Fernández Gómez de la Riva siempre había sido un hombre pacífico. La guerra le parecía una calamidad incomparable, y aquélla, la mayor desgracia de su vida, pero cada vez que la prensa publicaba el nombre de Ignacio, sentía una satisfacción que no podía disimular ni siquiera mientras su mujer hablaba sola por el pasillo, clamando con un periódico en la mano por la desgracia de haber parido a aquel insensato.
—Si tu hijo luchara con los rebeldes, Mateo, los moros se pegarían por estar cerca de él, por luchar a sus órdenes —hasta el comandante del Estado Mayor para el que trabajaba como asesor le hablaba de Ignacio de vez en cuando—. Son muy supersticiosos, y creen que hay soldados destinados a sobrevivir, hombres elegidos a los que no les puede pasar nunca nada grave, tienen hasta un nombre para eso... Nosotros somos igual de supersticiosos pero lo explicamos de otra manera. La guerra es caprichosa. ¿Cuántas veces han herido a tu hijo? Muchas, ¿no? Pero nunca le han mandado al hospital, sólo le hacen rasguños, heridas leves, unos pocos puntos y andando... La verdad es que yo no me preocuparía por él. Lo he visto muchas, muchísimas veces en mi vida. Hazme caso, que sé de lo que hablo. Ignacio tiene suerte.